27/8/99

Almuerzo en casa de Ludwig W.

Entrevista con Roberto Villanueva
Por Alejandra Herren
Publicado en LA NACION

Villanueva considera que el entusiasmo por ver su puesta es misterioso, pero no le asombra que la gente quiera ver un espectáculo de una mística profunda como Almuerzo en casa de Ludwig W. de Thomas Bernhard. Según él, parece haber una gran necesidad flotando en el aire; a veces, sin darse cuenta, el teatro pone el dedo en la llaga. Durante la charla, no confiesa el estado de arrobamiento que le provocan sus tres intérpretes, pero la fascinación se le escapa por los poros. Ellos son el elenco ideal.
Para quien haya seguido sus puestas en estos años, ese enamoramiento es comprensible. Hace ya mucho tiempo que el director persigue el mito de los hermanos enemigos. Ahora los tiene en escena. "Es que esta vez están ahí, no hace falta explicarlos -susurra Villanueva-. Lo que yo digo sobre la persistencia de ciertos esquemas míticos es, en realidad, como un secreto. No es deseable que el espectador y ni siquiera que los actores sean conscientes de eso. Cuando se trabaja en ese nivel es preferible hacerlo en las zonas inconscientes de la afectividad. Es una constante de los poetas místicos: intentan decir lo que el lenguaje corriente oculta. Es eso de "Yo no sé qué quedan balbuciendo las palabras", de San Juan de la Cruz."

¿No suena antirracionalista?
Para nada. Estoy hablando de devolver al lenguaje de la razón una zona que, tal vez allá en el siglo de Pericles, fue necesario dejar de lado para el desarrollo del racionalismo. Es como ocurre con la ciencia: llega un punto del conocimiento en que la física desemboca en metafísica. Pero eso no significa negar la razón, sino más bien completarla. Ahora que ya está conquistada y que hemos caído en la cuenta de que, por ese lado, la situación es nefasta, hacer este ejercicio podría ser una forma de cambio.

En la obra se articula un mecanismo como de abrir los brazos y traer la sombra hacia la zona de luz.
Claro. Restituir la sombra a la luz. Es importante que sea paulatino, también.

¿Por qué paulatino?
No sé... Porque a lo mejor puede producirse el fenómeno no deseado: que entre la zona de sombra y devore la luz. Estamos demasiado acostumbrados a razonar con la mecánica de los hermanos enemigos, en la que uno tiene que prevalecer sobre el otro. Los contrarios son antagónicos, lucha a muerte, cuando lo que sería deseable es que fueran complementarios. Se trata de descubrir cómo es hoy esa zona de misterio. Es la razón la que nos permite abrir los brazos, decidir hacer un viaje de exploración y planificarlo.

¿Cuándo empezó su fascinación por Bernhard?
Creo que la primera vez que lo leí, hará unos quince años. Empecé por su prosa y después descubrí el teatro. A partir de ahí, encontré una propuesta para poder trabajar sobre esos textos. No sé por qué me fascina. Sé que no está relacionado con la bondad o no de los textos, sino con que me permite acceder a esas zonas de las que hablábamos.

¿Cree que el espectador también accede a ella?
Me parece que, aunque no se dé cuenta, las cosas están manipuladas para que esa zona actúe en la gente, aun de manera inconsciente. Para mí sería una gran alegría si realmente ocurriera lo que parece ocurrir en el espectador, diga o no diga nada sobre el espectáculo.

¿Usted habla de salir de la función modificado?
Claro, salir transformado, que cuando salga a la calle vea otra ciudad. Ese sería el sentido de la obra de arte.

¿Cree que las personas podemos ser transformadas?
Confío en que sí.

Sin embargo, en referencia al autor, él parece haber ido puliendo su naturaleza a lo largo de su vida. ¿Usted habla de transformación en ese sentido?
¿Qué sabemos de él, en realidad? Su serie autobiográfica es la visión novelada de su vida. No sé... Todo lo que acabo de decir y lo que dije antes son invenciones mías, deseos. Refiriéndome a mi experiencia personal, que es lo único que uno conoce o cree conocer, cuando reviso mi vida desde mis primeros recuerdos, veo una extraordinaria unidad. Uno va creando sus instrumentos y los va afinando. En ese proceso tal vez se produzca el cambio. Lo único que sé es que tengo una mayor afinación de mi instrumental. Si uno cree en esa clase de transformación como mecánica de la vida, probablemente en el momento de la muerte también haya un cambio.

¿Y más allá?
No creo en ningún más allá. Pero el hecho de que yo no crea no quiere decir nada, no modifico el orden de las cosas. Simplemente no tengo curiosidad. Tampoco es resignación. No tengo necesidad de pensar en eso. La vida es el momento en que vivimos y ser conscientes desde dónde venimos y que vamos hacia un sitio, ¿sitio?, misterioso. Siento que la vida, y tal vez la muerte, está en este instante, aquí, con nosotros.

El eterno presente...
El eterno presente, que es la eternidad. (Se ríe.) ¿Y si ya estamos en la eternidad y no nos dimos cuenta?

Entonces usted no está tan obsesionado por la muerte y por la enfermedad como Bernhard.
Es que la vida de Bernhard estuvo signada por la muerte y por la enfermedad, y aun así no se suicidó. A lo mejor, justamente para poder vivir necesitaba tener ese diálogo permanente con la muerte. El vivió tan intensamente la escritura, su oficio, que eso era la vida y la muerte para él. El oficio de una persona es lo que la dignifica, lo que la construye. De allí la terrible ferocidad de esta época, en que la gente no tiene trabajo y parecería que no va a poder trabajar nunca.

¿Usted vive sus momentos sin poder dirigir con la misma desesperación con la que Bernhard vivía sus momentos sin escritura?
Sí. Son momentos como un infierno interminable. Cuando no dirijo no sé qué hacer. No sé qué estoy pagando con ese no saber qué hacer. Por otro lado, como necesito toda mi energía para concentrarme fuertemente, no tengo cosas alternativas. No me gusta salir, no voy a fiestas, no me agradan las reuniones de más de tres personas...

Nunca fue muy sociable, ¿no?
No, jamás, nunca pude. Mi extremada timidez me lo ha impedido siempre. No es algo que yo buscara sino que estaba dado. Me costó incluso aceptar que la timidez no era un pecado, como me decían, sino una característica que tiene sus ventajas. No es que crea que todo el mundo tiene que ser tímido, sino que a mí me da una capacidad particular de concentración.

¿Pero su timidez hace que lo incomode recibir halagos o reconocimientos, por ejemplo?
Me da mucho pudor. Me gusta que me digan: "Me gustó tu espectáculo", por ejemplo, pero si se extiende en el tiempo me violenta. Incluso de chico era tímido y solitario. Mi héroe era Robinson Crusoe, un hombre solo en una isla desierta, y mi refugio era la biblioteca del pueblo. Mi padre llegó a sacarme de una oreja y a exigirme que fuera a jugar con los demás chicos. Pero yo nunca supe jugar.

Sin embargo, el teatro es como un juego.
En parte sí. Yo prefiero decir que es un oficio como el de carpintero. El carpintero se enamora de la madera, de las formas.

¿Y el director de qué se enamora?
De las cosas que le permiten ejercer su oficio. Yo me enamoro de los actores, por ejemplo, si no no podría trabajar. Me enamoro del espacio; cuando estoy en el espacio se me ocurre todo. Me enamoro de la música del texto; soy un ferviente aficionado a la música. Probablemente sea eso lo que me hace elegir un texto: su música. Y cuando hablo de música no me refiero sólo a la rítmica de las palabras, sino a la rítmica de sus significados. Es eso lo que me da la urgencia por hacerlo.

¿Alguna vez se ha sentido un artista incomprendido?
Incomprendido no; muchas veces me he sentido un artista invisible. Invisible porque no había retorno. Sin retorno, como todo el mundo sabe, no se puede cantar.

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