22/11/02

Nick Hornby: Cosas de Varones


Por Hernán Ferreirós
Publicado en RADAR

¿Y si Elle, Cosmopolitan y Para Ti hubieran tenido razón todo el tiempo? ¿Y si las únicas verdaderas preocupaciones de las mujeres solteras fueran la tersura del cutis, bajar de peso y encontrar al desconocido alto y de ojos azules que las librará de la carga de tener una carrera y cualquier otro problema que no sea satisfacerlo plenamente? ¿Y si fuera verdad que los hombres son apenas niños hipertrofiados, capaces de expresar sólo egoísmo y necesidad, imposibilitados genéticamente para comprender a las mujeres y estimulados nada más que por el fútbol, el número de muescas en la cabecera de su cama –las modelos valen doble– y la curiosidad que les provoca descubrir todas las variedades de cerveza? En los últimos años, estos interrogantes encontraron una rotunda respuesta afirmativa en un pequeño fenómeno editorial británico: la llamada Chick-Lit, literatura de chicas (chick = chica o “pollita” en las traducciones españolas), y su contrapartida o versión masculina, la Lad-Lit (lad = muchacho). A no confundirse: a pesar de las apariencias, estos subgéneros no son snobs, triviales o reaccionarios. Son pos; respectivamente: pos-feminista o –si semejante cosa fuera posible– feminista irónico; y pos-machista o machista con conciencia de sí. Al poner en boca de sus personajes lo peor del saber común, la reflexión más convencional acerca del género, la sexualidad y la vida urbana, la identificación resulta inevitable. La Chick/Lad-Lit aspira a interpelar directamente al lector contando situaciones tan estereotipadas que parecen tomadas de su propia vida. Como el horóscopo.

BOLUDA TOTAL
La versión femenina fue la primera en marcar un territorio. Bridget Jones, personaje de la novelista Helen Fielding, se convirtió en paladín de miles de inglesas mucho menos preocupadas por la construcción de una subjetividad femenina libre de los mandatos del patriarcado que por el tamaño y la consistencia de su culo. El diario de Bridget Jones y otras novelas similares encontraron un target específico: mujeres ABC1, de entre 25 y 35 años y educadas en los ‘80; es decir: oyeron hablar de las reivindicaciones políticas y sociales de los ‘60, pero no las pueden tomar en serio. Cualquier forma de compromiso que exceda la cita semanal con “Friends” les es ajeno.
Por su tono humorístico y agridulce, la impudicia con la que exhibe idiosincrasias particulares para seducir a su nicho –como la consolación psicológica por un atracón de torta o la atracción que sienten muchas mujeres por los hombres que las maltratan, por ejemplo– y la liviandad de los conflictos –angustia existencial adolescente + insatisfacción laboral + insatisfacción amorosa–, son la versión literaria de la sitcom. De hecho, el personaje Bridget Jones fue imaginado para ser la protagonista de una telecomedia que nunca obtuvo luz verde en la TV británica. Como sus recursos son cuasi televisivos, es natural que los títulos más exitosos del rubro hayan encontrado con extrema facilidad su camino a la pantalla chica y grande.

HOLA MACHO
La Lad—Lit tiene el mismo aparato conceptual que la Chick-Lit –vino después porque las posfeministas, ni lerdas ni perezosas, rápidamente bautizaron el rubro y empezaron a publicar antologías– pero aplicado al sexo masculino. El prohombre del género es Nick Hornby, 45 años, novelista londinense, hincha enfermo del Arsenal, buen degustador del soul de Stax Records y autor de Fiebre en las gradas (1992), Alta fidelidad (1995), Un gran chico (1998) y How to be good (2001, aún sin traducción al español). Exceptuando el último texto –que es relativamente nuevo y aún no terminó de explotar su potencial editorial–, todas lasnovelas de Hornby se convirtieron en películas, cada vez de mayor éxito, cada vez más mainstream.
Las dos primeras novelas lo hicieron el vocero oficial de una generación de hombres que se cansó de pedir perdón por hacer del fútbol y el rock la razón de su vida y no entender qué demonios quieren las mujeres. Fiebre en las gradas, acaso la mejor, es una combinación original de autobiografía, diario íntimo, crónica deportiva y ficción: siguiendo la cronología de los últimos treinta años de fracasos deportivos del Arsenal –el equipo perdedor del norte de Londres–, se intenta entender, descifrar, iluminar la existencia del narrador. El fútbol no es una metáfora de la vida: es —literalmente– la vida de quien habla en el libro. Su relación con su padre, con las mujeres, con los amigos: todo puede explicarse por el resultado de un partido. Al menos hasta que, en una vuelta menottista, el narrador llega a aceptar que se trata sólo de un juego. La pasión que transmite Hornby y su conocimiento del fútbol inglés hizo que esta novela fuera de lectura obligatoria no sólo entre los fans del Arsenal, sino también entre los jugadores. La versión cinematográfica, un telefilm de la BBC adaptado por el autor –la única adaptación que hizo de su trabajo–, no reproduce los hallazgos formales y el grado de obsesión del libro. A pesar de algunos buenos diálogos y actuaciones, se trata una película sin mayor atractivo.
En el siguiente libro, la novela Alta fidelidad, Hornby reemplaza los partidos de fútbol por los discos. En lugar de ser un fanático obsesivo, el narrador es un coleccionista obsesivo que intenta entender, descifrar, iluminar su existencia –y, sobre todo, sus fracasos amorosos– a través de su colección de vinilos. Aunque el perpetuo desfile de listas de mejores discos de soul, mejores canciones para un funeral o mejores caras B de singles indudablemente cautivó a los entusiastas de la música pop, fueron en realidad los lamentos autocompasivos y complacientes del narrador por su fracaso con las mujeres los que sedujeron a una legión de hombres semisensibles que alguna vez supieron tener el corazón destrozado y se atrevieron a llorar. Hornby hace un relato honesto del punto de vista masculino de una ruptura amorosa, que probablemente sea buena lectura investigativa para una mujer y es autobiografía para cualquier hombre. Pero no por la sutileza del texto sino más bien por lo contrario: Hornby habla de acontecimientos que nos pasaron a todos desde un punto de vista convencional, apenas describiendo –con, eso sí, buena atención al detalle– lo que le pasa por la cabeza. No queda más remedio que reconocerse. Hornby logra que conflictos estereotipados parezcan auténticos, comunes a todos y a la vez personales. La versión cinematográfica, adaptada por el actor John Cusack –que también protagoniza– y dirigida por Stephen Frears, lleva la acción de Inglaterra a Estados Unidos y de principios de los ‘90 al final de la década y no fracasa en el intento. Las trasmutaciones son correctas –menciones a The Beta Band en lugar de Richard & Linda Thompson, por ejemplo– y lo que falta no se extraña. Es la adaptación más lograda de las tres.

HUGH FIDELITY
Antes que nada, hay que aceptar que llegó el momento de decir en voz alta una verdad: ninguna película con Hugh Grant puede ser completamente mala. No hay un actor de comedias en el mundo anglófono que diga los textos mejor que él. Bastan su tono, su dicción entre aristocrática y dubitativa, para que todo parezca mucho más ingenioso de lo que en verdad es. No importa si hizo el mismo papel demasiadas veces (aunque con matices, hay que admitir que en Bridget Jones era peor que en Cuatro bodas y un funeral). Después de todo, lo mismo puede decirse de Cary Grant, Jimmy Stewart y muchos otros indiscutidos, y hoy nadie se queja. Como ellos, Hugh siempre cumple, siempre le pone a su papel un plus común a todas sus apariciones, que es lo que uno va a buscar y que,evidentemente, no está en los textos. La coincidencia de patronímicos no es mera coincidencia. Hugh es el único actor de hoy que puede competir con el carisma, la elegancia y la inteligencia para el humor de Cary Grant. Sin embargo, al leer Un gran chico, la suya no es la cara que inmediatamente imaginamos para representar a Will, el protagonista. Después de ver la película, imposible imaginar otro.
Como todos los personajes de Hornby, Will es un chico que se negó a crecer. Tiene 36 años, es soltero y todavía hace cosas de niño. No tiene una obsesión adolescente como el fútbol o los discos. Simplemente no trabaja, vive cómodamente de una herencia paterna. Su día consiste en llenar fragmentos de tiempo: leer revistas de moda, ver tele, ir a la peluquería a que le desordenen cuidadosamente el pelo, salir con chicas, dejarlas en el momento en que la cosa se complica... Cuando esta rutina amorosa empieza a fallar, descubre un grupo demográfico al que puede seducir sin mayor dificultad y sin mayor compromiso: las madres solteras, mujeres heridas, debilitadas por su vida y deseosas de conocer a un hombre que las cobije y sea una figura positiva para sus hijos. Will se inventa un vástago –compra una sillita para su coche deportivo– y empieza a frecuentar grupos de padres solteros para levantarse a las mamis. Así conoce a Marcus, el hijo de doce años de una hippie vegetariana que canta canciones de Roberta Flack con los ojos cerrados. La vida de Marcus no es fácil: su madre es una suicida en potencia, y gracias a sus curiosos hábitos es rigurosamente victimizado en la escuela. Will es la persona indicada para enseñarle a Marcus cómo ser un chico cool y Marcus puede enseñarle a Will cómo comportarse con responsabilidad. Así ambos actuarán como gente de su edad.
Ya antes de filmarse, la novela de Hornby era una buddy-movie, esas películas en las que dos diferentes –un negro y un racista, un machista y un gay, etc.– se ven obligados a trabajar en equipo. Es más: el texto funciona mejor como guión que como novela; no hay gasto en recursos infilmables como un esfuerzo complejo de escritura, cruces de géneros literarios, discurso indirecto libre, monólogo interior, etc. Tras escribir dos novelas traducidas al cine, Hornby escribió un libro para vender al cine. Esto no quiere decir que sea una lectura menos entretenida. Todo lo contrario: avanza rápidamente hacia adelante, sin detenerse ni reflexionar demasiado en el camino. Como siempre, sus protagonistas, personajes inteligentes sin cultura, pueden decir o pensar cosas que nos hacen sonreír y reconocernos, aunque menos que en otras ocasiones.
Curiosamente, la película de los hermanos Chris y Paul Weitz –los directores de las American Pie– recorta todo aquello por lo que alguien iría a ver una película basada en un libro de Hornby: una multitud de referencias musicales y reflexiones ingeniosas que dan justo en el blanco sobre la vida de los solteros de alrededor de treinta. Lo primero brilla por su ausencia; de hecho, eligieron ignorar la referencia del título original –About a boy, que citaba el tema “About a Girl” de Nirvana– y la música de Kurt Cobain jamás se escucha –la novela dedica bastante tinta a las tragedias paralelas de Cobain y Lady Di–. Curiosamente, tampoco se escucha la música del artista convocado para la banda sonora: Badly Drawn Boy, una elección extraña que, se supone, tendería a cautivar a los iniciados en los misterios de la música indie. Sin embargo, la película no tiene nada más que un par de canciones para ofrecerles. Tampoco está todo jugado al humor. No es una película disparatada ni tremendamente hilarante. Más bien se centra en la relación emotiva entre un adulto de ética dudosa pero querible y un niño extraño, el que encarna el actor Nicholas Hoult, cuyas cejas arqueadas le dan un llamativo aire al Sr. Spock. Si uno elige ignorar la regla que dice que todo actor infantil es detestable y boicotea la película en la que aparece, el film de loshermanos Weitz logra sobrevivir, pese a que hay demasiadas escenas que suenan muy falsas. Su virtud es una comicidad ligera, amable, apoyada exclusivamente en el talento de Hugh Grant y la excelente Toni Colette, la madre hippie de Marcus. Pero todo el tiempo uno espera que Grant diga más cosas graciosas y aproveche mejor su don para la comedia. Lo cierto es que el guión de los Weitz no se lo permite, y hay un límite para lo que un actor puede hacer con un texto. Aunque sea Hugh Grant.

5/7/02

7/4/02

Vivir para el cine

Por Pablo Lettieri
"Si alguien me preguntara cuáles son
los lugares que más amé en mi vida,
diría que es el campo en Amanecer de Murnau
o la ciudad en el mismo film.
Pero nunca mencionaría un lugar que visité,
porque nunca visito nada.
No me gustan los paisajes ni las cosas.
Me gusta la gente,
me intereso por las ideas y por los sentimientos".

François Truffaut.

“Los films se parecen a quienes los hacen”, dijo alguna vez François Truffaut. Se refería a los grandes maestros como Griffith, Lubitsch, Murnau, Dreyer, Eisenstein, Renoir, Ford, Lang, Kurosawa, quienes a través de sus films han sabido expresar al mismo tiempo sus ideas acerca de la vida y del cine. Y esas ideas son consistentes y están presentadas de manera consistente.
Esa definición incluye, sin dudas, al propio Truffaut. Porque cada uno de sus films está impregnado de su espítiru. Y con cada uno de ellos se puede conocer a Truffaut, entender sus obsesiones, compartir su nostalgia, comprender su legendaria soledad.
Revelar circunstancias de la vida privada de los artistas puede —no siempre, pero sí en algunos casos— proveer de nuevas pistas para entender su obra. En el caso de Truffaut, la ecuación se invierte: porque es su obra, son sus films, los que descubren aspectos de su vida. O mejor, en Truffaut obra y vida se encuentran fusionadas, no pueden separarse.
François Truffaut nació en París en 1932, y fue anotado como hijo de Janine de Monferrand y Roland Truffaut. Tiempo después, François sospecharía que Roland no era, en realidad, su verdadero padre. Esta circunstancia lo marcaría para siempre y sería el inicio de una infancia, adolescencia y juventud nada apacibles, tal como lo demuestran las varias escuelas de las que escapó, la posterior temporada en un internado y el tiempo que pasó en prisión por desertar del ejército. Todos estos acontecimientos que, de una u otra forma, aparecerían luego en sus films.
Por esa época el joven Truffaut encontró refugio y evasión en los libros y, fundamentalmente, en el cine, al que acudió como un adicto y que fue su pasión excluyente. La novela decimonónica y los directores estadounidenses del Hollywood clásico, además de algunos franceses como Renoir, Guitry, Vigó y, fundamentalmente Hitchcock —un “sumo sacerdote si el cine fuera una religión”— fueron sus principales fuentes de inspiración.
Gracias a André Bazin —su padre adoptivo, su maestro, su amigo— comenzó a escribir en Cahiers du Cinéma y luego en Arts. Su ataque frontal al cinéma de qualité francés (sobre todo a partir de la publicación de su artículo más polémico y famoso, Una cierta tendencia del cine francés, hoy considerado un manifiesto), le valió ser desterrado como crítico en Cannes en 1958 , donde volvería sin embargo un año después para obtener el segundo premio más importante del festival, el de mejor dirección, por su primer largometraje: Los 400 golpes.
Después del estreno de Los 400 golpes, el cine francés —se podría también decir “el cine”, en general— no fue el mismo. El film no sólo promovió a Truffaut como la figura más importante de la cinematografía francesa en mucho tiempo. También se erigió como una de las obras fundacionales de la nouvelle vague, el movimiento cinematográfico más influyente de la segunda mitad del siglo XX, que cambió para siempre la manera de ver y concebir al cine. E inició la saga de Antoine Doinel, caso único en la historia en el cual se funden personaje (Doinel), actor (Jean-Pierre Léaud) y director (Truffaut), y es difícil saber dónde termina uno y empieza el otro. La saga fue continuada por Antoine y Colette (episodio de El amor a los veinte años, 1962), Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979).
Fuera del ciclo Doinel, su filmografía se completa con una obra ecléctica en la que abordó el relato policial (Disparen sobre el pianista, Confidencialmente tuya), la ciencia ficción (Farenheit 451), el trhiller romántico (La sirena del Mississippi), el melodrama (La mujer de la próxima puerta), el film de época (Las dos inglesas, La historia de Adela H.), el cine testimonial (El niño salvaje) y el autoreferencial (La noche americana).
Pero las constantes de su cine —vida y obra unidas de manera inseparable— ya están presentes en aquel film iniciático, en varios sentidos, que fue Los 400 golpes. Y que, a más de cuatro décadas, conserva intacto su carácter inconformista, personal, vital.

Pabst, el erotismo extremo

Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

Durante el rodaje de Lulú o la caja de Pandora, en una escena con Fritz Korner, Georg Wilhelm Pabst le pidió a Louise Brooks que no usara ropa interior bajo su bata de seda.
“¿Para qué? Si no se va a ver...”, objetó la actriz.
El director le explicó: “La cámara no lo verá, pero Kortner lo va a sentir y se va a notar en su actuación. Y eso sí lo verá la cámara...”
La historia oficial dice que Pabst fue el primer realista del cine alemán y quien dejó de lado los ensueños y los ambientes cerrados de la escuela expresionista de Murnau, de Lang y de Leni, para descender a la realidad. Y la realidad se presentaba bastante oscura en la Europa de mediados de los años ‘20. El espectro del nacionalsocialismo comenzaba a planear por la República de Weimar. Un espectro mucho más terrible que los que poblaban hasta entonces la pantalla.
Sin embargo, aunque el cine alemán avanzara por la senda del realismo, sus imágenes siempre estuvieron impregnadas del gusto expresionista. Y Pabst fue un realista, pero la vigorosa utilización del material plástico en la mayoría de sus films no ocultó su procedencia expresionista. “El realismo es un medio, no un fin”, repetía el cineasta.

Georg Wilhelm Pabst nació en Checoslovaquia en 1885 pero se crió en Viena. Hijo de un funcionario ferroviario, abandonó sus estudios técnicos para dedicarse al teatro. Se formó en la Academia de Artes Decorativas de Viena —entre 1904 y 1906— para luego viajar como actor itinerante hasta 1914. Durante la Primera Guerra Mundial lo detuvieron en Francia como enemigo infiltrado. Escribió guiones para la compañía de Carl Frölich, quien le dió la oportunidad de dirigir El tesoro, un film que “abunda en imágenes maravillosas, que la luz esculpe en las tinieblas”, según Lotte Eisner, la historiadora por excelencia del cine alemán.
Sensible a las influencias de su tiempo, en La calle sin alegría Pabst mostró cómo los ricos aumentaban sus acciones mineras, diviertiéndose en cabarets, mientras los habitantes de la calle triste hacían cola para el pan. La impresionante actriz sueca Asta Nielsen y la entonces casi debutante Greta Garbo fueron las protagonistas de este film que sufrió censuras y mutilaciones. De cualquier manera, en su siguiente obra Misterios de un alma, volvería con un tema polémico e inédito para la época: el estudio de un caso de impotencia sexual que manejaba un arsenal de imágenes simbólicas en su abordaje del psicoanálisis, realizado con dos antiguos colaboradores de Freud.
El mundo de los sentimientos, por un lado, y los ambientes y personajes que forman el caldo de cultivo de la descomposición social de la época, por el otro, fueron los vectores por los que se movió la obra de Pabst. Y su interés por el lado oscuro de la naturaleza humana lo llevó a realizar, en 1929, su film más recordado: Lulú o La caja de pandora. Pabst fundió dos obras del dramaturgo Frank Wedekind —Der Erdgeist y Die Büchse der Pandora—, despojando a la Lulú original de la profundidad psicológica imaginada por su autor, pero dotándola de una humanidad que la belleza ambigua, intemporal y perturbadora de Louise Brooks subraya a todo lo largo del film. La fascinadora presencia de la actriz norteamericana que, de intérprete de mediocres comedias musicales saltó a uno de los primeros puestos de la mitología erótica de la pantalla con su encarnación del arquetipo vamp, de la cortesana que con su inquietante atractivo se convierte en un monstruo que destroza vidas, volvería a aparecer en Tres páginas de un diario. Pero ya no sería lo mismo. A pesar de conservar el misterio y la seducción, con su encarnación de Lulú, Louise Brooks consiguió uno de los más bellos arquetipos eróticos de toda la historia del cine, verdadero personaje-mito del siglo XX.
Ya en el período sonoro, Pabst probó las distintas formas de la dramaturgia musical, primero en su versión de La ópera de tres centavos de Bertolt Brecht y Kurt Weill, protagonizada por Lotte Lenya y, luego, en su Don Quijote (1934), rodado en Francia. Puso de manifiesto sus afinidades con la izquierda en Cuatro de infantería (1930), La comedia de la vida (1931) —a partir de la pieza teatral de Brecht-Weill— y Carbón (1931), prohibidas en 1933 tras el ascenso al poder del nacionalsocialismo. En Alemania, filmó también con Leni Riefenstahl —El infierno blanco de Pitz Palú, 1929— y, en Francia, con Jean Gabin y Peter Lorre (Due Haut en Bas, 1933). Entre 1933 y 1941, huyendo de los nazis como tantos otros cineastas, trabajó en Francia y en Estados Unidos.
Estaba de visita en Viena cuando los alemanes, que habían anexado Austria en 1938, declararon la guerra a Estados Unidos en 1941. Se quedó allí e incluso se supone que colaboró con el régimen de Hitler en sus films. No obstante, su voluntad antinazi reapareció, al menos para el público y para la mayoría de la crítica, en dos de sus últimas películas: El último acto y Sucedió en julio, en las que describió el intento de Claus von Stauffenberg para asesinar a Adolf Hitler.

Entre el sexo y la polémica social se desarrolló la filmografía de Pabst, un cineasta fino y receptivo a las alternativas de su momento histórico, que encauzó al cine alemán por la senda del realismo y que, en palabras de Lotte Eisner, “supo reflejar como nadie la promiscuidad de los cuerpos, un erotismo extremo, sin sombra de vulgaridad”.

20/2/02

Recordarlo todo

Cuantos han especulado con la ultratumba o la perduración de la conciencia más allá de la muerte -si eso es lo que somos, conciencia- no han tenido en cuenta el peligro, o más bien el horror, de recordarlo todo, hasta lo que no sabíamos.

Javier Marías
Cuando fui mortal

notas