7/4/02

Vivir para el cine

Por Pablo Lettieri
"Si alguien me preguntara cuáles son
los lugares que más amé en mi vida,
diría que es el campo en Amanecer de Murnau
o la ciudad en el mismo film.
Pero nunca mencionaría un lugar que visité,
porque nunca visito nada.
No me gustan los paisajes ni las cosas.
Me gusta la gente,
me intereso por las ideas y por los sentimientos".

François Truffaut.

“Los films se parecen a quienes los hacen”, dijo alguna vez François Truffaut. Se refería a los grandes maestros como Griffith, Lubitsch, Murnau, Dreyer, Eisenstein, Renoir, Ford, Lang, Kurosawa, quienes a través de sus films han sabido expresar al mismo tiempo sus ideas acerca de la vida y del cine. Y esas ideas son consistentes y están presentadas de manera consistente.
Esa definición incluye, sin dudas, al propio Truffaut. Porque cada uno de sus films está impregnado de su espítiru. Y con cada uno de ellos se puede conocer a Truffaut, entender sus obsesiones, compartir su nostalgia, comprender su legendaria soledad.
Revelar circunstancias de la vida privada de los artistas puede —no siempre, pero sí en algunos casos— proveer de nuevas pistas para entender su obra. En el caso de Truffaut, la ecuación se invierte: porque es su obra, son sus films, los que descubren aspectos de su vida. O mejor, en Truffaut obra y vida se encuentran fusionadas, no pueden separarse.
François Truffaut nació en París en 1932, y fue anotado como hijo de Janine de Monferrand y Roland Truffaut. Tiempo después, François sospecharía que Roland no era, en realidad, su verdadero padre. Esta circunstancia lo marcaría para siempre y sería el inicio de una infancia, adolescencia y juventud nada apacibles, tal como lo demuestran las varias escuelas de las que escapó, la posterior temporada en un internado y el tiempo que pasó en prisión por desertar del ejército. Todos estos acontecimientos que, de una u otra forma, aparecerían luego en sus films.
Por esa época el joven Truffaut encontró refugio y evasión en los libros y, fundamentalmente, en el cine, al que acudió como un adicto y que fue su pasión excluyente. La novela decimonónica y los directores estadounidenses del Hollywood clásico, además de algunos franceses como Renoir, Guitry, Vigó y, fundamentalmente Hitchcock —un “sumo sacerdote si el cine fuera una religión”— fueron sus principales fuentes de inspiración.
Gracias a André Bazin —su padre adoptivo, su maestro, su amigo— comenzó a escribir en Cahiers du Cinéma y luego en Arts. Su ataque frontal al cinéma de qualité francés (sobre todo a partir de la publicación de su artículo más polémico y famoso, Una cierta tendencia del cine francés, hoy considerado un manifiesto), le valió ser desterrado como crítico en Cannes en 1958 , donde volvería sin embargo un año después para obtener el segundo premio más importante del festival, el de mejor dirección, por su primer largometraje: Los 400 golpes.
Después del estreno de Los 400 golpes, el cine francés —se podría también decir “el cine”, en general— no fue el mismo. El film no sólo promovió a Truffaut como la figura más importante de la cinematografía francesa en mucho tiempo. También se erigió como una de las obras fundacionales de la nouvelle vague, el movimiento cinematográfico más influyente de la segunda mitad del siglo XX, que cambió para siempre la manera de ver y concebir al cine. E inició la saga de Antoine Doinel, caso único en la historia en el cual se funden personaje (Doinel), actor (Jean-Pierre Léaud) y director (Truffaut), y es difícil saber dónde termina uno y empieza el otro. La saga fue continuada por Antoine y Colette (episodio de El amor a los veinte años, 1962), Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979).
Fuera del ciclo Doinel, su filmografía se completa con una obra ecléctica en la que abordó el relato policial (Disparen sobre el pianista, Confidencialmente tuya), la ciencia ficción (Farenheit 451), el trhiller romántico (La sirena del Mississippi), el melodrama (La mujer de la próxima puerta), el film de época (Las dos inglesas, La historia de Adela H.), el cine testimonial (El niño salvaje) y el autoreferencial (La noche americana).
Pero las constantes de su cine —vida y obra unidas de manera inseparable— ya están presentes en aquel film iniciático, en varios sentidos, que fue Los 400 golpes. Y que, a más de cuatro décadas, conserva intacto su carácter inconformista, personal, vital.

Pabst, el erotismo extremo

Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

Durante el rodaje de Lulú o la caja de Pandora, en una escena con Fritz Korner, Georg Wilhelm Pabst le pidió a Louise Brooks que no usara ropa interior bajo su bata de seda.
“¿Para qué? Si no se va a ver...”, objetó la actriz.
El director le explicó: “La cámara no lo verá, pero Kortner lo va a sentir y se va a notar en su actuación. Y eso sí lo verá la cámara...”
La historia oficial dice que Pabst fue el primer realista del cine alemán y quien dejó de lado los ensueños y los ambientes cerrados de la escuela expresionista de Murnau, de Lang y de Leni, para descender a la realidad. Y la realidad se presentaba bastante oscura en la Europa de mediados de los años ‘20. El espectro del nacionalsocialismo comenzaba a planear por la República de Weimar. Un espectro mucho más terrible que los que poblaban hasta entonces la pantalla.
Sin embargo, aunque el cine alemán avanzara por la senda del realismo, sus imágenes siempre estuvieron impregnadas del gusto expresionista. Y Pabst fue un realista, pero la vigorosa utilización del material plástico en la mayoría de sus films no ocultó su procedencia expresionista. “El realismo es un medio, no un fin”, repetía el cineasta.

Georg Wilhelm Pabst nació en Checoslovaquia en 1885 pero se crió en Viena. Hijo de un funcionario ferroviario, abandonó sus estudios técnicos para dedicarse al teatro. Se formó en la Academia de Artes Decorativas de Viena —entre 1904 y 1906— para luego viajar como actor itinerante hasta 1914. Durante la Primera Guerra Mundial lo detuvieron en Francia como enemigo infiltrado. Escribió guiones para la compañía de Carl Frölich, quien le dió la oportunidad de dirigir El tesoro, un film que “abunda en imágenes maravillosas, que la luz esculpe en las tinieblas”, según Lotte Eisner, la historiadora por excelencia del cine alemán.
Sensible a las influencias de su tiempo, en La calle sin alegría Pabst mostró cómo los ricos aumentaban sus acciones mineras, diviertiéndose en cabarets, mientras los habitantes de la calle triste hacían cola para el pan. La impresionante actriz sueca Asta Nielsen y la entonces casi debutante Greta Garbo fueron las protagonistas de este film que sufrió censuras y mutilaciones. De cualquier manera, en su siguiente obra Misterios de un alma, volvería con un tema polémico e inédito para la época: el estudio de un caso de impotencia sexual que manejaba un arsenal de imágenes simbólicas en su abordaje del psicoanálisis, realizado con dos antiguos colaboradores de Freud.
El mundo de los sentimientos, por un lado, y los ambientes y personajes que forman el caldo de cultivo de la descomposición social de la época, por el otro, fueron los vectores por los que se movió la obra de Pabst. Y su interés por el lado oscuro de la naturaleza humana lo llevó a realizar, en 1929, su film más recordado: Lulú o La caja de pandora. Pabst fundió dos obras del dramaturgo Frank Wedekind —Der Erdgeist y Die Büchse der Pandora—, despojando a la Lulú original de la profundidad psicológica imaginada por su autor, pero dotándola de una humanidad que la belleza ambigua, intemporal y perturbadora de Louise Brooks subraya a todo lo largo del film. La fascinadora presencia de la actriz norteamericana que, de intérprete de mediocres comedias musicales saltó a uno de los primeros puestos de la mitología erótica de la pantalla con su encarnación del arquetipo vamp, de la cortesana que con su inquietante atractivo se convierte en un monstruo que destroza vidas, volvería a aparecer en Tres páginas de un diario. Pero ya no sería lo mismo. A pesar de conservar el misterio y la seducción, con su encarnación de Lulú, Louise Brooks consiguió uno de los más bellos arquetipos eróticos de toda la historia del cine, verdadero personaje-mito del siglo XX.
Ya en el período sonoro, Pabst probó las distintas formas de la dramaturgia musical, primero en su versión de La ópera de tres centavos de Bertolt Brecht y Kurt Weill, protagonizada por Lotte Lenya y, luego, en su Don Quijote (1934), rodado en Francia. Puso de manifiesto sus afinidades con la izquierda en Cuatro de infantería (1930), La comedia de la vida (1931) —a partir de la pieza teatral de Brecht-Weill— y Carbón (1931), prohibidas en 1933 tras el ascenso al poder del nacionalsocialismo. En Alemania, filmó también con Leni Riefenstahl —El infierno blanco de Pitz Palú, 1929— y, en Francia, con Jean Gabin y Peter Lorre (Due Haut en Bas, 1933). Entre 1933 y 1941, huyendo de los nazis como tantos otros cineastas, trabajó en Francia y en Estados Unidos.
Estaba de visita en Viena cuando los alemanes, que habían anexado Austria en 1938, declararon la guerra a Estados Unidos en 1941. Se quedó allí e incluso se supone que colaboró con el régimen de Hitler en sus films. No obstante, su voluntad antinazi reapareció, al menos para el público y para la mayoría de la crítica, en dos de sus últimas películas: El último acto y Sucedió en julio, en las que describió el intento de Claus von Stauffenberg para asesinar a Adolf Hitler.

Entre el sexo y la polémica social se desarrolló la filmografía de Pabst, un cineasta fino y receptivo a las alternativas de su momento histórico, que encauzó al cine alemán por la senda del realismo y que, en palabras de Lotte Eisner, “supo reflejar como nadie la promiscuidad de los cuerpos, un erotismo extremo, sin sombra de vulgaridad”.

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