28/11/04

El campo, el campo

Por Patricio Lennard
Publicado en RADAR

Además de ser una escritora casi desconocida para el gran público, Sara Gallardo también es un asunto pendiente para la crítica literaria en la Argentina. Su obra –que ha sido revalorizada en los últimos tiempos, sobre todo con esta edición exhaustiva de su prosa breve prologada por Leopoldo Brizuela– ha tenido una mayoría de escasos lectores que la han leído, recurrentemente, desde cierta fascinación por la vida de su autora. Su ascendencia de ilustres antepasados pertenecientes a la oligarquía (su tatarabuelo fue el general Mitre y su abuelo, el naturalista Angel Gallardo), y el periplo luctuoso que emprendió junto a sus hijos por distintos países en 1975, luego de la muerte de su segundo marido, el ensayista y poeta Héctor A. Murena, son los núcleos de ese biografismo que ella misma, en cierta medida, se encargó de inspirar.

En este volumen –que incluye cuatro novelas cortas y un libro de relatos, El país del humo (1977), considerado su obra máxima– se reúne la mayor parte de su prosa literaria, a excepción de sus dos novelas largas, Los galgos, los galgos (1968) y Eisejuaz (1971), y sus relatos infantiles. La dedicación de Gallardo a la literatura se complementó con una extensa labor periodística en revistas como Confirmado y Primera Plana, justo en un momento (la década del ‘60) en que se afirmaba un periodismo femenino de sesgo moderno, que rebasaba los límites de las publicaciones “para mujeres” y se dirigía a lectores de ambos sexos. El verdadero comienzo de la profesionalización del escritor –descontando las posibilidades teóricas de principios del siglo XX–, la situación inédita por la que algunos autores empezaron a vivir de los libros que vendían, y el surgimiento del bestsellerismo como instancia de consagración en los años ‘60, se aglutinó en parte alrededor de tres mujeres que escribieron simultáneamente a Sara Gallardo: Silvina Bullrich, Beatriz Guido y Marta Lynch.

Más allá de que todas pertenecían a la clase alta acomodada, de que compartían amistades como la de Mujica Lainez, por ejemplo, y de que fueron pioneras en la Argentina de la novela escrita por mujeres (obviando casos como el de Norah Lange, por supuesto), la manera en que sus obras comienzan a enfocar el universo femenino no se condice con los intereses literarios de Gallardo. Sólo su primera novela, Enero (1958), que cuenta la historia de Nefer, la hija adolescente de un puestero rural que al quedar embarazada por una violación debe casarse a la fuerza, es narrada desde una perspectiva femenina. El resto de sus novelas no sólo son protagonizadas por varones sino que prácticamente se desentienden de la problemática de la mujer en la sociedad, de su inserción en las relaciones de poder y de los condicionamientos culturales que la marcaban (todas preocupaciones de las otras escritoras de su época).

Una anécdota que Gallardo cuenta reiteradamente es una suerte de epítome de estas cuestiones: “Desde chica me quedó grabada una observación de papá acerca de la novela de una autora que no viene al caso mencionar. Dijo: ‘¡Qué bueno es este libro, parece escrito por un hombre!’. No sé cuánto de machismo había en esa afirmación, pero desde entonces la bondad de las obras literarias quedó para mí ligada a su carácter masculino”.

Lejos de configurar un gesto reaccionario, lo que hace Gallardo al trasladar a su escritura ese “rigor viril” que tanto admiraba en Virginia Woolf y Clarice Lispector es librarse del corset de una escritura “de,para y sobre mujeres”, y horadar la visión y el discurso masculinos a través de un frontal apropiamiento.

No es extraño, entonces, que el campo sea el escenario en que transcurren la mayoría de sus ficciones, lo que las acerca tangencialmente a una tradición criollista y –en varios de los cuentos de El país del humo– al universo de indios y cautivas de la literatura de frontera. Los pantalones azules, de 1963 –que narra el affaire de un adolescente filonazi de la oligarquía con una chica judía–, y sobre todo Historia de los galgos -una reescritura abreviada de Los galgos, los galgos, en que el personaje de Julián es un joven que hereda un campo y se instala allí sin saber la forma de llevarlo adelante–, son ejemplos de cómo el terruño está siempre visible, verdadero, aunque Gallardo no lo describa. Sin caer en postales costumbristas o ademanes folklóricos, su escritura se inscribe mayormente en el imaginario de la pampa y el desierto, la civilización y la barbarie, lo que abre múltiples correspondencias con una de las tradiciones más vastas de la literatura argentina.

Si bien la obra de Sara Gallardo (vista en su conjunto) evidencia un brillo que es intermitente, hay relatos de El país del humo que deberían ser considerados a la par de los más bellos cuentos de Silvina Ocampo. El redescubrimiento que habilita la edición de este volumen (que se completa con su última novela, La rosa en el viento, de 1979) deja a la mano de sus nuevos lectores una obra singular y disonante, así como, hasta ahora, injustamente sumida en el olvido.
 
Sara Gallardo. Narrativa breve completa. Emecé, Buenos Aires, 479 páginas

 

20/9/04

El trabajo del escritor

27 
Y Jehová dijo a Moisés: escribe tu estas palabras
porque, conforme a estas palabras
he hecho pacto contigo y con Israel.


28
Y él estuvo allí con Jehová
cuarenta días y cuarenta noches,
no comió pan, ni bebió agua,
y escribió en tablas las palabras del pacto,
los diez mandamientos.


29
Y aconteció que descendiendo Moisés del Monte Sinaí
con las dos tablas del testimonio en su mano,
al descender del monte,
no sabía Moisés que su rostro resplandecía,
después de que hubo hablado con Dios.


Éxodo 34:27-29


Pedirle a un escritor que revele los secretos de su arte es como pedirle a un Cardenal que haga públicas sus experiencias de confesionario.


George Bernard Shaw
de una carta a Frank Harris
Y como la imaginación produce formas de objetos desconocidos, la pluma del poeta los metamorfosea y les asigna una morada etérea y un nombre.


William Shakespeare


Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.


Herman Melville
Bartleby, el escribiente
casi todos los escritores creen
que están haciendo
una obra excepcional.
Eso es normal.
Ser un tonto es normal.
Entonces yo salía de la cama
buscaba un pedazo de papel
y empezaba
a escribir
otra vez.
Charles Bukowski
El escritor


Mientras escribo, me siento justificado; pienso: estoy cumpliendo con mi destino de escritor, más allá de lo que mi escritura pueda valer. Y si me dijeran que todo lo que escribo será olvidado, no creo que recibiría esa noticia con alegría, con satisfacción. pero seguiría escribiendo. ¿Para quién? Para nadie, para mí mismo.


Jorge Luis Borges




La escritura es el lenguaje puro de los cielos.

Roland Barthes
Para mí, la creación nunca fue alegre. Me trajo tristeza... La tristeza del buen atleta que sabe que no puede ganar esa carrera. Escribir así es un dolor. Cada página que termino me parece floja, que no dice todo lo que podría decir.

Armando Discépolo

Al menos que sea un estúpido, uno no escribe por dinero. Ni, a menos que sea un estúpido, cuenta líneas o escribe pensando en lo que ganará por hora, por mes o a lo largo de su vida. Eso sería estúpido. En resumidas cuentas, uno ni siquiera escribe por amor (aunque me gustaría que fuese así. Uno escribe porque no hacerlo es suicida.


Stephen King
Prólogo a Skeleton Crew


Como autor, yo soy el público mientras escribo una obra. Trato de sorprenderme a mí mismo y de divertirme o sufrir por lo que pasa en la escena que escribo. Es la única manera de que eso mismo le pase después al público que la vea. 


Copi


Exploren los temas que nadie quiere tocar. Hablen de la indiferencia, de la frustración, de la falta de amor. Sean abyectos y serán verdaderos. 


Michel Houellebecq
Seguir vivos










La tarea del escritor es escribir,
no terminar obras.


Mauricio Kartun


Mi teoría básica es que la palabra escrita es un virus que se hizo posible por medio de la palabra hablada. No se ha reconocido como tal porque alcanzó una simbiosis estable con el huésped, si bien ahora la relación simbiótica está empezando a quebrarse.


William Burroughs
El trabajo 


Escribir no es grato. Es grato haber escrito. Uno siente placer mientras canta, pero no mientras busca un descenlace o establece una trama. Para empezar, no llaman los oyentes, no aplaude nadie y uno siente muchísimo desaliento. Yo siento que me flaquean las fuerzas cada tres frases. 


Alejandro Dolina


Se trata de las deficiencias de las palabras, que son menos numerosas que las cosas que designan y que gracias a la economía quieren decir algo. Si el lenguaje fuera tan rico como el ser, no sería sino el doble de inútil y mudo de las cosas; no existiría y, sin embargo, sin nombres para nombrarlas, las cosas quedarían en la noche.




Marcelo Cohen
Realmente fantástico y otros ensayos







El hombre, cuando escribe para que lo lean otros hombres, miente. Yo, que escribo para mí, no me oculto la verdad. Digo: no temo descubrir, ante mí, lo que oculto a los demás.

Andrés Rivera
El amigo de Baudelaire





Te escribo, entonces, desarmado, y me acojo al sueño eterno de la revolución, para resistir a lo que no resiste en mí. Te escribo, y el sueño eterno de la revolución sostiene mi pluma, pero no le permito que se deslice al papel y sea, en el papel, una invectiva pomposa, una interpretación pedante, o para complacer. Te escribo para que no confundas lo real con la verdad.

Andrés Rivera
La revolución es un sueño eterno

Escribir satisface dos necesidades básicas del ser humano: la de ser aceptado y la de ser vengado.



David Mamet
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18/9/04

La última pulpería, en Mercedes

Fotos de Juan Ignacio López Sampol

Por Hernán Guzzetti
Publicado en LA NACION
El río Luján, que la circunda, es el testigo infaltable de su vida. La Pulpería fue construida en 1830, asegura su actual dueño, Roberto "Cacho" Di Catarina, más conocido como "el pulpero". Sin embargo, Cacho aclara que su primer propietario fue Buenaventura Céspedes, que la compró en 1868, y sólo en 1910 la adquirió Salvador Pérez Méndez, su abuelo. De aquella época data su fachada, con imborrables huellas del paso del tiempo.
En la entrada de la Pulpería un palenque evita que los caballos se escapen y un cartel advierte que es la última pulpería en pie. Sus paredes son de 45 centímetros de espesor y están asentadas en barro. Su mostrador es de estaño y madera, y sobre las estanterías posan botellas que, camufladas por el polvo y las telarañas, encierran muchas anécdotas.
En la Pulpería hay calor y calidez. Del calor se encarga una poderosa salamandra, y la calidez la aportan dos modernos gauchos. El pulpero asegura que en otros tiempos su abuelo atendió a Segundo Sombra, que en la década del 20 trabajaba de resero y paraba allí para que sus bueyes descansaran. El audaz Juan Moreira fue otro de los que supieron acodarse en el legendario mostrador. Di Catarina conserva el amarillento pedido de captura del irreverente gaucho, que data de agosto de 1869.

HISTORIAS
Cada lugar de la Pulpería encierra historias. Unos guantes de box penden de una de las estanterías. "Es que antes las discusiones se resolvían los viernes, en peleas de boxeo a 5 rounds que organizaba mi abuelo a tales fines", recuerda Di Catarina. Sin embargo, el paisaje es muy distinto. Los visitantes son jóvenes que llegan en auto y lo estacionan al lado de Cachito, el caballo que el pulpero amansó personalmente. Los parroquianos de hoy hicieron de la Pulpería un símbolo, y por ello formaron la Agrupación Gaucha, que concurre a los diferentes desfiles de Mercedes.
Escuchar los relatos del pulpero hace pensar que la historia es un círculo que, muchas veces, se cierra sobre sí mismo. Cacho Di Catarina cuenta que su abuelo hizo quitar las rejas que estaban emplazadas sobre el mostrador y que protegían al pulpero de los robos. "No hacían falta porque la situación económica en aquel entonces no era tan mala", dice el pulpero citando a su abuelo. Sin embargo, la inseguridad ya dejó su huella en la Pulpería, y en lo que va del año sufrió dos robos. "Voy a tener que reponer las rejas, pero en la puerta. No estoy acostumbrado a la inseguridad, y por eso me cuesta meterle llave a todo", dice, con un dejo de tristeza.
El delivery parece ser otra de las caprichosas reiteraciones de la historia. Hoy es una costumbre urbana, pero Cacho cuenta que acompañaba a su padre a hacer el reparto de mercadería. Claro, que los pedidos no se hacían por teléfono, sino que los parroquianos se acercaban a la pulpería para hacer los encargos. Los comestibles descansaban en un sótano que hoy sólo está ocupado por la oscuridad.
Los gauchos, el pulpero y los caballos parecen postales de otra época. Sin embargo, tienen vida y movimiento en la Pulpería de Mercedes.








11/9/04

El hombre de la torre

Por Pablo Lettieri

Eddie era finalmente un hombre feliz. No había llegado a los cuarenta y poseía una carrera sin fisuras. Había logrado ingresar al selecto grupo de los que toman decisiones (o de los que al menos están convencidos de ello). No había sido fácil. No fueron pocos los obstáculos que había tenido que sortear desde el preciso momento en que había tomado la decisión de ser exactamente lo que era ahora: un hombre importante. Eddie recordaba (no se permitía olvidarlo) cuándo había sido ese preciso momento. Fue cuando él tenía tan sólo seis años y su padre estaba abandonando la casa familiar para siempre. Recordaba sobre todo a su madre, suplicando, rogando a su padre que no los dejara. Recordaba el llanto de sus hermanos menores. Recordaba el miedo que sentía. Y la intensa convicción de que la vida nunca más sería así para él. De que todo iba a cambiar. Tenía que cambiar. Por eso Eddie realmente se esforzó. Su ascendencia latina, su origen humilde, el tener que haber competido en el lugar más competitivo del mundo, nada pudo detenerlo en su carrera al éxito.

Ahora tenía un despacho en el piso 102, uno de los más altos de una de las dos torres más altas del mundo. Eddie Eddie era un hombre feliz. Lo había conseguido.

Por eso, cuando el avión se incrustó justo por la mitad de la Torre Sur, la primera de las Twin Towers, Eddie pensó que no iba a permitir que se derrumbara todo lo que tanto le había costado conseguir. Estaba detrás de un negocio importante y nada debía detenerlo. Por eso Eddie alentó a su equipo a seguir trabajando, asegurándoles que estaban a salvo, que lo que demonios fuera que estuviera ocurriendo en la otra torre no les afectaría a ellos.

Fue una decisión equivocada la de Eddie. Tal vez la primera que había tomado en su vida.


Hoy se recuerda el tercer aniversario del atentado a la Torres Gemelas. En la TV escucho que en el lugar, desde entonces denominado “Ground Zero”, construirán una nueva torre. Para el proyecto fue elegido un polémico arquitecto norteamericano de origen polaco, Daniel Libeskind, famoso por sus alegorías. El espacio se llamará “Jardines del Mundo” y la torre, que tendrá forma de espiral, medirá exactamente 541 metros, 1776 pies, igual que el año de la Independencia de los Estados Unidos de América. Otra alegoría: cada 11 de setiembre, entre las 8.46 y las 10.20, el lapso exacto de tiempo entre el impacto en la primera torre y el derrumbe de la segunda, en un mismo punto confluirán los rayos del sol y no habrá lugar para las sombras.

15/8/04

Sobre la variedad de la pizza


Por Pablo Lettieri

Detesto a esas pizzerías que ofrecen una excesiva variedad de gustos de pizzas. Porque, la verdad, quiero hacer una pregunta a todos ustedes, a ver qué me responden. ¿Es ilimitada la posibilidad de agregarle a la pizza cuanto ingrediente uno imagine, amparándose en el “es rica”? ¿Se puede seguir llamando “pizza” a una pizza con palmitos y ananá, por caso? ¿O a una de apio y roquefort? Si se puede, ¿puedo entonces yo ponerle a una pizza el ingrediente que se me ocurra, bajo el pretexto de que “a mí me gusta así”? ¿Puedo entonces ponerle una milansa encima y llamarle “pizza a la milanga”? ¿Puedo ponerle papas y huevos fritos y llamarle “pizza a caballo”?
“Todo tiene su límite”, decía mi abuela, y tenía razón. Pienso que no se puede poner a la pizza cualquier cosa, lo que a uno se le ocurra. Una pizza puede ser: 1) la clásica de muzzarella y salsa de tomate. 2) Con rodajas de tomate al natural y entonces se llamará “a la napolitana”. 3) Con longaniza, y será la “calabresa”, 3) La “fugazzetta”, ya se sabe, con cebolla y, 4) Con anchoas. Y pare de contar. Porque, si la pizza nació en Italia como todos pensamos (o es algo que inventaron los tanos inspirados en alguna comida de otro lado, lo que es lo mismo) admito que haya ciertas variaciones según las diferentes regiones de donde provenga. ¿Pero de qué región de Italia viene la pizza de ananá y palmitos?
No se puede permitir. No se debe permitir porque es atentar con la vida de la pizza. Porque, un día, la pizza va a cambiar tanto que va a dejar de ser pizza Y va a desaparecer. Ya ha pasado.
No me importa que me acusen de conservador o de reaccionario. Hay quienes dicen que es lícito experimentar, probar nuevos sabores, impensadas combinaciones de gustos, mezclas arriesgadas.
Yo creo que debemos defender a la pizza de agresiones foráneas.
Una vez, recuerdo, un amigo me invitó a comer a su casa e hizo una pizza. Eso es lo que dijo, porque no era una pizza lo que había hecho. Porque como no quería ir a comprar una lata de tomates para ponerle, el muy caradura le puso Ketchup. ¡Ketchup! ¡El hijo de puta le puso Ketchup!. Y encima me miró extrañado cuando comencé a insultarlo en mi nombre y en el de mis antepasados, todos de Calabria.
Porque no puedo hacer una Pastafrola y, como no tengo dulce de membrillo, ponerle mermelada de durazno o jalea de frutillas. Porque si hago eso, lo que cociné ya no es una Pastafrola. Será una tarta de durazno o de frutilla, pero Pastafrola no es. No puedo decir “Hice una Pastafrola de naranja”. Es un insulto a la Pastafrola y, por extensión, al inventor de la Pastafrola, a quien no tuve el placer de conocer pero a quien tantos momentos inolvidables le debo, tantas tardes de mate y Pastafrola que ya son parte imborrables de mi vida.
Desde que mi amigo embarró la pizza con Ketchup, ya nunca más lo ví. Creo firmemente en el refrán: “Dime qué comes y te diré quién eres”. Y a mi mujer la tengo amenazada. Sabe que con ciertas cosas no se jode. Y se cuida mucho cuando me dice: “¿querés que haga una pizza?”.

1/6/04

"La fuerza del vampiro
radica en que nadie
cree en su existencia".

Bram Stoker
Drácula

27/5/04

Malcolm X y el odio profundo

Por Pablo Lettieri

Me acuerdo de una anécdota que Malcolm X, el líder del movimiento por la supremacía negra en los Estados Unidos que en la década del sesenta se impuso como la contracara de Martin Luther King, cuenta en su autobiografía. La misma autobiografía que luego usó el director Spike Lee para hacer su film sobre el hombre que prefirió la X a un nombre que, en definitiva, era el que le dieron a sus antepasados aquellos que los convirtieron en esclavos.
En un pasaje del libro, Malcolm X cuenta que, antes de su conversión a la fe musulmana y a entregarse a la lucha por los derechos de los negros, vía en la oscuridad, llevaba una vida de negro “domesticado”, queriendo parecerse a los blancos, tratando de agraderles, sintiéndose inferior.
Fue por esos tiempos que había conocido a un tipo llamado Eddie. Eddie era el típico hombre blanco que amaba a los negros. Malcolm X cuenta que Eddie estaba todo el día con ellos, compartía los mismos bares, no se perdía cuanta manifestación en favor de los negros hubiera.
Malcolm X cuenta también que, en aquellos tiempos, salía con una joven mujer blanca que, además, era muy bella. Esto le provocaba los problemas que en esos tiempos -y que en éstos también— pueden traer aparejado el que un hombre negro se mostrara con una chica blanca. El caso es que un día está con ella en un bar de negros y se cruza con Eddie. Luego de saludarlo efusivamente, Eddie se sienta con ellos en una mesa. En eso, Malcolm va a buscarse un trago. Cuando vuelve, su novia estaba sola. Eddie ya estaba en otra mesa, abrazándose con otros negros. Cuando Malcolm se sienta, ella le dice: “¿Sabés qué me preguntó Eddie cuando te fuiste?: ¿Qué hace una chica tan linda como vos con un negro de mierda?”.

15/2/04

Contar la historia

Por Ariel Magnus
Publicado en RADAR LIBROS

Entre las paradojas que abundan en la obra de Thomas Bernhard, dos parecen haber sido especialmente fructíferas. La primera radica en el movimiento estático o la inmovilidad en marcha. Sentados, acostados o de pie, pero de preferencia quietos, sus personajes hablan o piensan a la carrera, vertiginosamente. Esas voces, interiores o exteriorizadas, propias y ajenas, toman el lugar del casi nulo movimiento físico, transformándose en la acción misma del relato. Las frases largas y circulares, por su carácter pleonástico verdaderos remolinos de palabras, generan el movimiento físico que le está vedado a los cuerpos, muchas veces tullidos o paralizados por alguna enfermedad. Ese saludable movimiento, que apenas si alguna vez se toma un punto y aparte de descanso, sólo se aquieta cuando el libro acaba, cuando el libro calla. Dentro de sus límites no se admiten espacios en blanco, silencios gráficos, cesuras, muerte. Aunque convalecientes, suicidas, moribundas, las voces no se están quietas, y en eso reside la segunda, más que fructífera paradoja de la obra de Bernhard: hablar continuamente de la enfermedad y de la muerte, y en ese flujo continuo generar vida.
Para Thomas Bernhard, como para su adorado Schopenhauer, pocas cualidades hablaban mejor de un hombre que su musicalidad. Alguien musical es aquel que ha alcanzado el grado máximo de expansión de su espíritu. Bernhard mismo había estudiado música (quería ser cantante) y nunca ocultó que ese aspecto era el que más le interesaba explotar en su prosa. Al igual que el continuo verbal, la busca de una prosa netamente melódica no era para el austríaco un fatigoso artificio retórico (como acabó siendo para muchos de sus imitadores) o un valor agregado, una elegancia (como por lo general se concibe la musicalidad en la literatura), sino una necesidad intrínseca al espíritu de su escritura, su máxima expansión. Lograr música con palabras era lograr una voz, la suya propia. “Bernhard hablaba como escribía”, recuerda el dramaturgo Hermann Beil, amigo personal del escritor y lector público de sus obras, en diálogo con Radarlibros. “Me acuerdo que una vez estuve cuatro horas sentado con él en un bar y las cuatro horas habló ininterrumpidamente. Había tres personas más sentadas a la mesa, pero cada vez que alguno de nosotros abría la boca Bernhard le robaba las palabras y empezaba a armar con ellas juegos de palabras y frases que eran como volutas verbales. Se había quedado fascinado con la cara de una chica que vio en la calle, y a intervalos regulares volvía a la cara de esa chica vista al pasar.” Más de una vez, guiada por un extraño concepto del realismo, ese concepto de por sí tan extraño, la crítica (sobre todo la austríaca, que nunca perdonó la violenta sinceridad con que Bernhard habla de sus coterráneos) le echó en cara que sus personajes no hablan como habla la gente, lo que ya se deduce del hecho de que hablan todos igual. En el texto que da título al libro El imitador de voces, Bernhard les da la razón: después de que el imitador de voces muestra su arte magistral, “cuando le propusimos que como cierre imitara su propia voz, dijo que eso no podía”. Bernhard, una de las voces más originales del siglo pasado, sólo podía eso, magistralmente.
A Thomas Bernhard no le gustaba leer en público. O tal vez le gustaba, pero no lo hacía a menudo. Hermann Beil fue testigo de una esas raras lecturas públicas. “Después de escucharlo, volví a casa y empecé a leer sus libros en voz alta. Todavía no sabía que terminaría leyéndolos en público. Leer un texto de Bernhard es como leer una partitura: hay que internalizarlo hasta que salga solo. Ya leí unas sesenta veces El sobrino de Wittgenstein, pero cada vez que llego a la parte en donde él dice: ‘No soy un hombre bueno, sencillamente no tengo un buen carácter’, a mí me corre hielo por la espalda. Algunos me critican diciendo que yo no leo sino que canto. Puede ser, pero entonces es Bernhard el que canta conmigo.” Desde hace poco, un CD doble (ver recuadro) recupera la voz física de Bernhard para los que no tuvimos la suerte de poder disfrutarla en vivo. Escuchar a un autor leerse a sí mismo puede ser una experiencia memorable (Cortázar) u olvidable (Borges), pero en el caso de Bernhard es esencial: es como leerlo con los oídos, como encontrarse con la réplica física de esa voz virtual que fuimos construyendo en nuestras cabezas durante su callada lectura. Bernhard decía que no es bueno ir a conocer los lugares que frecuentaban los autores que amamos. No dijo cuán bueno podía ser que esos autores nos visiten a nosotros.
Desde muy chico, Bernhard supo que tenía una enfermedad pulmonar incurable. La muerte no era para él una amenaza al fin del camino sino una compañera de ruta. “¿Ves que tengo un hombro más bajo que el otro?”, interpela en una entrevista televisiva a su periodista fetiche Krista Fleischmann. “Es la muerte que me llama.” Acudió al llamado hace 15 años, el 16 de febrero de 1989, después de dejar todo el aire de su pecho convaleciente en decenas y decenas de libros inquietos, furiosos, cuya audible voz blanquinegra contiene un aliento vital capaz de trascender las página y apagar las velitas. Porque, de estar vivo, el martes pasado habría cumplido 74 años. Y ése es el aniversario que cuenta. Felices 74, Thomas Bernhard.

8/2/04

Símbolos

Caminan erguidos,
orgullosos de sus símbolos,
porque ellos les proveen recuerdos de dudosas glorias pasadas,
improbables esperanzas de futuros promisorios.


P.L.

11/1/04

Esto no es una pipa

Por Jonathan Rovner
Publicado en PAGINA 12

Si hubiera una lista de los diez tópicos más eficaces que ha dado el arte contemporáneo, no sería del todo arriesgado decir que en esa lista el primer lugar lo ocupa la autorreferencialidad. Desde el cuadro de Magritte que dice “Esto no es una pipa” hasta Godard filmando su propia cámara, pasando por toda la proliferación de relatos protagonizados por escritores, artistas, profesores de literatura y filósofos que han aparecido en los últimos ciento cincuenta años, lo que casi todas estas obras maestras intentan hacer es ya no el arte por el arte, como quería Flaubert, sino más bien el arte sobre el arte.
Variaciones Goldberg, obra de teatro estrenada originalmente en 1991 y recientemente presentada en el Teatro San Martín de Buenos Aires por el maestro Alfredo Alcón, propone una nueva, aunque no del todo novedosa, forma de autorreferencialidad estética. Se trata de una obra de teatro en la que se representan los ensayos y preparativos para la representación de una obra de teatro, cuyo título no nos es revelado. En todo caso, y por si fuera poco, Variaciones Goldberg incurre en y recorre otro tópico favorito del arte de todos los tiempos, a saber: el intertexto bíblico; la reescritura, en clave laica y moderna, de los textos sagrados. Porque la obra de teatro que los personajes de Variaciones Goldberg ensayan y producen, es decir, la obra en cuestión, no es ni más ni menos que una versión teatral del Antiguo Testamento.
El resultado termina por ser hilarante. Posmoderna de principio a fin, los anacronismos, el humor, la intemporalidad y muchas otras formas de irreverencia se aglutinan en esta obra, como si se tratara de una doble celebración pagana, la del fin de la religión y la del fin de la filosofía. Así, las discusiones entre Mr. Jay y Goldberg parecen más escritas para la risa televisiva que para la solemne mirada de un público culto. Quizá sea por eso mismo que, antes de levantar el telón, Tagori indica que se exhiba la siguiente inscripción “DIOS HA MUERTO. Firmado: Nietzsche”, seguida de la frase inversa, “NIETZSCHE HA MUERTO. Firmado: Dios”.
De todo esto resulta que la riqueza semántica de Variaciones Goldberg está dada en que parece ser al mismo tiempo un tratado teórico, una lectura crítica y un ejercicio práctico de todo lo que fue el arte después de la modernidad. Los personajes de la obra superpuestos con los de la Biblia y los personajes de la Biblia, a su vez, superpuestos con los arquetipos de la industria del espectáculo. Entre el nuevo testamento, Becket y el humor judío a la Woody Allen, Variaciones Goldberg adquiere un doble nivel de densidad. Por un lado, la inevitable concentración de significados culturales que implica ver al teatro hablando de sí mismo. Por otro lado, la ya interminable fuente de cuestionamientos burgueses a los que lleva una lectura de la Biblia, en clave moderna. La obra comienza con la Virgen María, una mujer escéptica y de pocas pulgas, fregando las manchas de sangre que el ensayo de Caín y Abel había dejado en el escenario.
 
Variaciones Goldberg 
George Tabori. Traducción de Pablo Gianera y Daniel Samoilovich. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2003. 120 págs.

1/1/04

Enrique Symns. El hombre de los venenos

Por María Maratea
Publicado en ROLLING STONE


Hace poco, mientras paseaba a mi perra por Plaza Dorrego, escuché esta conversación entre dos pibes de unos 16, 17 años:

PIBE 1 (piercing en la ceja, collares, pelo corto y despeinado, jean y zapatillas): No boludo, mi viejo me contó. Era fanático de esa revista. Me contó que hacían notas a los presos, a los drogones, a las putas. PIBE 2 (bermudas, remera blanca, pelo rapado, zoquetes, borceguíes): Que loco. PIBE 1: Dicen que la cerraban a cada rato. Mi viejo tenía todos los ejemplares, pero en una mudanza las perdió. No se consiguen. Ahora son de colección. PIBE 2: Cómo se llamaba la revista, boludo. PIBE 1: Cerdos y Peces.

Le cuento la anécdota a Enrique Symns mientras le pide al mozo una ginebra. Me mira cuando pido un café con leche. Son las cinco y media de la tarde. La camisa azul oscuro contrasta con su pelo escaso, largo y blanco. Es de las personas que cuando apunta con los ojos, ve lo que mira. Prende un cigarrillo. Se inquieta. Le digo que estuve a punto de interrumpir a los pibes y contarles lo que significó en esa época la aparición de su revista. Me acuerdo que aunque recién asomaba la democracia, muchos la leían a escondidas. En las calles todavía se respiraba miedo.

Veníamos de sortear los 70, década que marcó un antes y un después. Si tomamos aquel año fatídico como punto de referencia para hablar de vos, para los que te conocen y los que no, ¿cómo te encontró el ‘76?
Sí, año fatídico el ‘76. Como a muchos otros, a mí también me encontró yéndome a España. Habían desaparecido a la presidenta de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires y le tocaba el turno a la vice, que era mi pareja de aquel momento. Así que tuvimos que irnos.

¿Qué hiciste allá?
Yo era un tipo que no tenía oficio. Había sido un delincuente juvenil. Allá viví de vender autos, de hacer encuestas, y había empezado a escribir. Una editorial mexicana me pidió que escribiera un libro anónimo -como se acostumbraba en aquélla época- que se llamó “La represión sexual en el franquismo”. Me pagaron bien. El libro era muy bueno, pero sobre todo me sorprendió a mí.

¿Por qué te sorprendió?
Porque no sabía que podía hacer un libro de ese tipo. Encuesté como a mil personas. Yo no sabía que era periodista. Y lo era. Soy un periodista nato, o algo así. Descubrí el periodismo caminando. Descubrí que soy un narrador, un antropólogo de la vida cotidiana, por decirlo de alguna manera. Mi ámbito fue siempre lo cotidiano, no el campo social, el político o el artístico. Tengo una especie de capacidad innata para describir, para prestar atención. Así que, sin saberlo, volví con un oficio. Empecé a presentir que capaz que tenía un oficio. Comenzaban los 80s. Vivía de actor callejero, también. Lo había descubierto en España. Trabajaba en la calle o en algún boliche y pasaba el sombrero. Así me encontraron los Redonditos de Ricota, que yo no sabía quiénes eran. Ni el rock me interesaba mucho.

¿Cómo fue ese encuentro?
Yo hacía monólogos en el Centro Cultural Congreso, en la calle Bartolomé Mitre, un lugar que dirigía un hombre encantador, un peronista de la resistencia cultural que convocaba a tipos anarcos y locos para que organizaran allí eventos. Un día apareció la negra Poly; yo no la conocía. Cuando se me acercó creí que me quería levantar. Me fui con ella como si fuera una mujer, no sabía que era una bruja poderosa. Fuimos a un bar a charlar y me contó que me quería presentar a unas personas, a un grupo de rock, nada más. A la siguiente función yo actuaba en la cortada Tres Sargentos, con Horacio Fontova. La Negra apareció con un pelado, bueno, aparecieron los tres: Poly, Skay y el Indio. Esperaron a que terminara con mis monólogos y me ofrecieron trabajar con ellos. Al mismo tiempo, mirá que curiosidad, me llamaron de la revista Pan Caliente. Ralph Roschild se iba a vivir a Holanda y necesitaban un jefe de redacción. Sin saber por qué, con esa intuición demente, Jorge Pistocchi, que era el editor, el dueño, me convocó. Yo no tenía la menor experiencia, apenas la española. O sea que se dieron los dos fenómenos juntos: empecé a trabajar en Pan Caliente como jefe de redacción en mi primer experiencia periodística y empecé a actuar con los Redondos, que en aquella época no eran nada, juntaban cincuenta, sesenta personas. Al poco tiempo entré en contradicción con Pan Caliente; fue cuando todo el movimiento musical del rock participó del evento “Encuentro por Malvinas”, organizado por la dictadura para encubrir sus delitos y legalizarse públicamente. Alberto Silva -quien también trabajaba en la revista- y yo lo señalamos como la gran traición del rock, como uno de los eventos más siniestros de la historia del género, porque eso nunca había sucedido en ninguna parte del mundo. Participan todos menos Piero, que se negó -esa fue una de las históricas ausencias de ese recital- y Fito Páez que, como siempre, fue un tipo distinto a los demás. Eso generó desacuerdos con Pistocchi, quien criticaba a la dictadura pero no al rock. Después me llamaron de Clarín, me generó una contradicción enorme. Eso me hizo dar cuenta, de repente, de que yo era bueno, que yo tenía algo que les interesaba a los demás.

¿Qué pensabas vos de vos?
Mirá, mi vida fue muy curiosa. Yo nunca hice el colegio primario, no aprobé el colegio secundario, no hice nada.

¿Nunca fuiste a la escuela?
Nunca. Soy un autodidacta. De resentido que era, porque mis padres no me habían dado una educación, me comí todo. Aprendí a saber de psicoanálisis, aprendí a leer Kierkegaard, Jaspers, Heidegger. Era toda una cuestión que yo acumulaba en mí.

¿Por qué trabajar en Clarín te generaba contradicción?
En cada país existe el periodismo, lo que se llama “el cuarto poder”. Cada país está representado por un diario. En Chile es muy terrible: El Mercurio, para poder sobrevivir, apoyó el golpe de Pinochet y éste exigió que murieran todos los demás diarios que había. Es un caso excesivo el que te cuento. Clarín es, también, un diario maldito: siempre estuvo acompañando al país, lo hace ahora mismo. En Cerdos & Peces lo declaramos enemigo principal. No es ideológico lo de ellos, es como una especie de extorsión de hombres de negocios, como si fueran un FMI del periodismo. No tiene ideología. Ellos avanzan y van criticando. Son los dueños de la moral. Es la peor peste. Me acuerdo cómo eran los procedimientos: te invitaban a comer, te tentaban con el buen vivir. Pero también me pasó siendo editor de Satiricón y de Eroticón. Era lo mismo, te daban tarjeta de crédito. Hay dos cosas que quieren secuestrarte los grandes medios: antes que secuestrarte el contenido de tus palabras, te quieren secuestrar el lenguaje. No por nada existen los columnistas, a los que se les permite hablar como si fueran personas; a los demás los vuelven uniformes con el quick writing. El jefe te enseña a escribir con un lenguaje desalmado, porque si hay algo sin alma es el periodismo objetivo. No puede existir un carajo la objetividad. Con qué carajo de objetividad podés ir vos a entrevistar a un leproso, después al enfermero, al médico, al psicólogo y no ponerte de parte del pobre leproso. Bueno, es así el mundo. Se llama a eso “policiales” no “delincuenciales”, siempre se llama del lado del poder. Y Clarín es el poder. Clarín es el menemismo oculto en el mundo de las palabras.

¿Después de Clarín, qué vino?
Trabajé en La Voz, un diario que había sacado Vicente Zito Lema con el grupo armado Montoneros. Entonces conocí a Gabriel Levinas, el editor de El Porteño, y le propuse un proyecto: en la España posfranquista había descubierto que después de una gran dictadura hay que destapar los temas de la marginalidad: los homosexuales, los drogadictos, los ladrones, los marginados. Le propuse hacer ese suplemento que fue Cerdos & Peces, que después se convirtió en revista y se hizo famoso.

¿Cuál era la idea de Cerdos & Peces?
Sincerar la vida. Nuestra filosofía era que si vos sos gay tenés que declararlo públicamente. Si sos drogadicto, tenés que asumir una postura ideológica. Cosas que hay que asumir para sustentar ideológicamente el placer que a vos te da la vida, o la manera de desgastarte que tenés. Por eso fundamos el Movimiento de Disidentes Toxicológicos: así le puso Antonio Escohotado a algo que nosotros presentíamos. Yo soy admirador de algunos escritores que hicieron definiciones precisas. Cuando Freud indaga los orígenes del totemísmo exogámico, en Totem y tabú, encuentra esa palabra siniestra y terrible que es tabú; una palabra de origen polinesio, muy misteriosa, que significa temor sagrado y que fue instalada por la casta sacerdotal. La casta sacerdotal lucha contra el éxtasis desde hace miles de años. La única manera de que la casta del poder sobreviva es que la gente no viva en estado de éxtasis. A la gente no le falta ni techo ni comida, le falta éxtasis.

¿Y cómo se alcanza el éxtasis?
Con el sexo indiscriminado, poligámico y promiscuo -promiscuo quiere decir en estado de confusión-, y con la droga. Son las dos cosas que producen éxtasis. Por lo tanto, la misma casta sacerdotal que prohíbe eso convierte a todos los inapestados. Por eso las mujeres promiscuas, los homosexuales o los bisexuales pasaron a ser seres perseguidos. Y también los que consumen drogas, aunque esto no supone una reivindicación indiscriminada de la gente que consume droga, no. Los pelotudos consumen droga, los hijos de puta consumen droga y, por supuesto, sus conductas empeoran. El Movimiento de Disidentes Toxicológicos quería disentir de esa idea de un Estado que se hace cargo de mi salud y me recomienda fármacos de los laboratorios Abbot para que me drogue, me recomienda Lexotanil o Alplax porque tengo ataque de pánico. No, si tengo ataque de pánico yo prefiero mi propia farmacopea. Y parto de algo más antiguo todavía: el chamanismo, en el cual yo creo. Creo en Pancho Sierra, el más grande curador de América latina, un tipo venerado que curaba con un vaso de agua y con palabras. Por eso, en última instancia vuelvo al psicoanálisis: si la enfermedad está anudada con palabras, se tiene que desanudar con palabras. Creo en el psicoanálisis pese a que, cuando apareció en la Argentina, se convirtió en una práctica confesional tan peligrosa como la que propicia la Iglesia. Con esta diferencia: en vez de pecado se habla de enfermedad y en vez de perdón, de comprensión. Lo más terrible que tiene el psicoanálisis es la práctica, no el pensamiento. La práctica del psicoanálisis es siniestra. Es un lugar de acumulación nazi peligrosísimo. Que alguien acumule información sobre personas… Y, bueno, el lacanianismo durante la dictadura fue bastante sospechoso.

¿Y la psiquiatría?
La psiquiatría es la enfermedad más pornográfica y obscena que ha inventado Occidente. Es la locura que se volvió loca para mirar a los Locos y destruirlos. Un psiquiatra es un tipo temible que recurre a la lobotomización, a la cicatrización de las heridas. Todo lo que no se hable no tiene posibilidad de curarse. Por eso existen los loqueros: hombres deshablados, hombres sin palabras, desmembrados e inconstituidos.

¿Alguna vez caíste en un loquero?
Sí, una vez tuve la desgracia de sufrir un ataque de LSD y caí en el [instituto psiquiátrico] Borda. Me hicieron un prontuario que decía: DELIRIO MÍSTICO. ¿Qué me dieron? Artane y Halopidol. Esa es la manera de deshumanizar a un ser. Para mí fue muy importante descubrir la disidencia para así poder erradicar la culpa. ¿Vos sabés lo que significa la palabra culpa? Viene del alemán: quiere decir tener deudas; una deuda interna imposible de pagar.

En “Cerdos & Peces” se podía leer desde Néstar Perlongher hasta Juan José Saer, notas a ex combatientes de Malvinas, crónicas urbanas, las investigaciones policiales de Ricardo Ragendorfe; relatos eróticos de alto voltaje, entrevistas inventadas. O cómo conseguir en Buenos Aires la mejor droga. Y a pesar de que este hombre dice no aceptar ningún tipo de censura, su revista fue la más censurada. -Cuando apareció Cerdos & Peces, en el 83, se decía que era una revista que cometía excesos.

Tantos, que me la cerraban a cada rato. El primer juicio me lo hicieron los jueces de Alfonsín, por apología de la pedofilia. Yo había sacado una nota que se titulaba “Hombres que desean a niños que desean a hombres”. Fue interesante: después de un año y medio, la Corte Suprema de Justicia decidió que la labor del periodismo era contar los acontecimientos del mundo. Yo no hacía apología, estaba denunciando la pedofilia. La gente se niega a hablar de eso. Es curioso: la sociedad que más niega el cuerpo de los niños es la que registra más delitos de pedofilia.


La cerraron muchas veces.
Sí, también por apología de la droga. Me la pasaba en Tribunales en la época de Alfonsín, pero la revista vendía más. Alfonsín era mi aliado.

¿Y durante el menemismo?
Con Menem, la revista murió. Menem nos mató económicamente. A veces me parece que el menemismo refleja algo esencial de lo argentino: fue vencido por el dinero. Todos mis amigos locos de aquella época, después se dedicaron solamente a encontrar modos de mejorar su existencia. El menemismo es despreciable. Su peor consecuencia fue las conductas que despertó en la sociedad; fue el espejo de lo más tenebroso: el afán individualista, el alejamiento de todo gesto solidario.

¿Qué otros enemigos tenía la revista?
El mundo universitario. Terminabas aceptando eso de que “la universidad es la tumba del saber y la cuna del poder”. Mucha gente que se entromete en la universidad lo hace para conseguir un lugar: los abogados que nos hacen juicios, los jueces que nos condenan, los médicos que nos llevan a los cementerios, los presidentes que nos gobiernan miserablemente.

De pronto, Los Redondos dejan el escenario. Aparecen entonces un hombre vestido de gitano, de vagabundo o de árabe. El gitano, el vagabundo o el árabe, algunas veces empiezan así: “Hey, niño. Oye, sube a la mantoña, yo te acompañaré. El río está con agua fresca. Bebe, bebe, quítate la sed. Corre, juega, ríe. Oh, niño. Qué hermoso olor y las flores…”

Mientras tanto, seguías trabajando con los Redondos.
Sí. Trabajé con ellos cuatro o cinco años haciendo monólogos. Hasta que, finalmente, nos separamos.

¿Por qué se separaron?
Lo terrible fue descubrir que las cosas no eran como yo pensaba. Yo soy de los que creen -y en aquella época parecía que lo creíamos todos- que un artista no hace las cosas por dinero ni por alcanzar algún grado de fama. Un artista se parece más a un agente de la salud pública que a un frívolo manifestante de sus tinieblas. Un artista popular, especialmente, debería ser alguien que convoca a hogueras de calidez públicas, pero no para obtener beneficios. Y cuando aparecieron los beneficios no sólo nos erradicaron a quienes formábamos parte de la claque del cuerpo artístico de los Redondos, sino que se convirtieron en aquello que habíamos combatido. Fue muy decepcionante. La experiencia con Los Redondos resultó muy traumática: fue mi último aferramiento a la idea de que existía un underground, que existía una piel espiritual. Quería creer en la posibilidad de hacer cosas más allá de las tres malditas necesidades que señala [William] Burroughs: buscar techo, buscar comida y buscar satisfacción sexual. Burroughs dice que, curiosamente, cada una de estas necesidades está enfrentada a tres misterios inexplorados: buscar comida, a ser generoso; buscar techo, a salir a explorar; y buscar satisfacción sexual, a dar amor a los demás. Después me di cuenta de que no hay que decepcionarse, que es así el mecanismo, que hay muy poca gente como Luca Prodan o Sting: ellos ponían las canciones que componían a nombre de todos.

¿Vos decidiste alejarte de los Redondos?
No, no, no. Fue muy doloroso. Fue como una separación amorosa. Me echaron primero ellos y yo después me fui. Yo creo que me echaron. Me empezaron a echar lentamente.

¿Cómo?
Con actitudes. Yo antes entraba en los camarines, formaba parte de las reuniones. Pero, sobre todo, empezó a haber una actitud moralista. Freud dice que la moral es la peor de las perversiones. Y ésta fue una cuestión moral. Yo hacía espectáculos muy shockeantes, muy eróticos. Criticaron eso: la sexualización de mis shows.

Después estuviste con otras bandas.
Después empecé a actuar con una banda que nadie conocía: Los Piojos, con los que estuve un año y medio. Otro año y medio actué con los Caballeros de la Quema, y por último con la Bersuit. Ahora los veo a todos dónde están y me sorprende. No era esa dirección la que nos habíamos empeñado en seguir. También habría que ver qué pasó en estos cinco años en que no estuve acá, pero es como si se hubieran salteado algo.

¿Y qué pensás al verlos donde están?
Mirá, hay dos cosas muy distintas: una es el oficio y otra es ser artista. Para ser un artista hay que ser héroe, chamán y creador. El héroe es lo que te iguala a lo cotidiano, para ser chamán hay que querer a los demás y para ser creador hay que tener talento. Sin esas tres cosas no se puede ser artista. Lo demás es oficio. Egberto Gismonti contaba que él se iba a la selva, al hastío más ignoto, a robar sonidos. Cuenta que una vez llega una tribu, allá en el Mato Grosso, y él en un momento determinado se pone a tocar la guitarra. Ve que todos se alejan de él, se ponen de espaldas y empiezan a batir palmas, entonces él pregunta qué había hecho mal. El chamán lo mira y le dice: “Cuando un chamán [ellos no lo llaman artista] empieza a investigar el misterio, hay que dejarlo solo, hay que darle la espalda y aplaudir hacia la selva para espantar los malos espíritus”. Gismonti entonces dice: “Cuando ese aplauso se dio vuelta y se dirigió hacia mí, se invirtió la brujería, ahora yo soy el mal espíritu, todo lo que suceda en el escenario es una maldición”. Vos fijate, los pobres pibes compran entradas para ver lo que sea. A mí me da mucha verguenza cuando tengo que cobrar entrada; el tipo viene a verte para cambiar su vida y vos lo engañás, no le das nada más que un referente, porque no le estás proponiendo una vida. Por eso el mundo es un mundo desacinado, un mundo global donde ya es muy difícil comparar a un artista con un chamán. Fito Páez también coincidía en esa versión de que a un cantante popular la única posibilidad que le cabe es tener un origen chamánico, porque la música es importante, no la letra. A la canción popular yo siempre le tuve una enorme desconfianza.

Cuando entré en el rock con los Redondos siempre supe que era peligrosísimo. Que el Indio cantara “con los ojos ciegos bien abiertos”, es hermosa la frase, pero no me voy a olvidar que era una pequeña orden, un pequeño disimulo. Yo no sé qué nos depara el futuro, pero me parece que tiene que venir a través de la abdicación de esta música. Tiene que llegar otra música, otra forma. También recuerdo las conversaciones que teníamos con toda la gente de aquella época, todos éramos conscientes de que no era importante la cultura. Lo importante era, un poco como sucede en las películas, que la música acompañara la vida de las personas. Y finalmente ocurrió que la vida ha quedado desalmada, desaventurada; sí, sobre todo sin aventura. El territorio donde vos tenés que convertirte en el protagonista de tu vida se ha perdido. El hombre del monólogo es el mismo que supo enfrentarse con la moral autoritaria de la derecha. El que asevera que todo cambio viene de lo marginal. O el mismo que dice que Dios es un asesino maldito que nos trajo acá para matarnos a todos.

¿Por qué elegiste Chile para irte?
No podía elegir. Me había ido muchas veces, siempre traté de escapar de Buenos Aires. Viví muchos años en el Brasil, en Colombia, en España. Me hubiera ido a México, quizá hubiera vuelto a España, pero no tenía las condiciones. Cuando fui a España tenía treinta y pico de años y era capaz de ser mozo, lavacopas, no sé. Pero a los 52 no me sentía capaz.

¿De qué te sentías capaz a esa edad?
De tener que sustentar mi propia leyenda, de tener que seguir viviendo de mí mismo. Todavía sigo con ese problema. Soy periodista hace veinte años. Sabía que, en Chile, Cerdos & Peces era muy famosa, igual que en el Uruguay, que es la última instancia que me queda. Yo partía de cinco mil personas que me conocían en Santiago, que estaban ubicadas en lugares estratégicos. Sabía también que Chile era un mercado fácil, un mercado ingenuo, porque ellos viven como se vivía acá hace cincuenta años. Y bueno, fui a ver qué me pasaba.

Y te pasó de todo.
Y me pasó de todo. En un año llegué a ser un tipo muy poderoso, lo que nunca había llegado a ser en mi país. Hice dos programas de televisión que fueron un éxito. Entrevistaba a personajes famosos en los bares que yo elegía y hablaba de temas que no tenían nada que ver con su oficio. Grababa durante una hora la conversación y después la sintetizaba en media hora. Era muy interesante el clima que se generaba. Después hice una revista que fue y sigue siendo muy famosa: The Clinic.

¿Por qué The Clinic?
A Pinochet lo agarraron en Londres, en una clínica, ¿te acordás? Y en los noticieros a cada rato decían “The Clinic”. Le pusimos ese nombre. Fue la primer revista de oposición al pinochetismo. Ahora vende 50 mil ejemplares por quincena. En Chile nunca nada vendió eso.

¿Qué hacías en la revista?
Mi socio chileno tenía la idea de los chistes y La sección política. Yo inventé un suplemento que iba transformando los títulos de los medios chilenos: en vez de El Mercurio, “El Merculo”; en vez de El Metropolitano, “El Metro por el Ano”; en vez de Qué Pasa, “Qué Paja”. Íbamos agarrando los medios chilenos y los destruíamos. Ese era mi trabajo. Yo era socio menor.

¿Por qué te alejaste?
Tuve una pelea con [Ricardo] Solari, el ministro de Trabajo. Fue en un bar, una noche de borrachera. Lo invité a pelear, lo reputeé y me costó un alto precio. Nosotros empezamos la revista antes del triunfo de [el presidente Ricardo] Lagos. No estaba con Lagos, pero lo apoyé, era la única manera de enfrentarse a [Joaquín] Lavin, que era más siniestro que [Mauricio] Macri acá. Esa noche, hablando con Solari, me di cuenta de que, como todo político, el tipo tenía un plan. Burroughs dice acerca del plan: la vida tiene caos y tiene plan. Todo lo que deviene del plan intenta acogotar las angustiantes exclamaciones del caos por exponer su desesperación. El plan tiene una medida satisfactoria, degradante y aviesa para engañar a esta desesperación. Y lo político es eso. Yo no quería hacer una revista para gente satisfecha. Estos eran para mí los temas importantes de la vida: si la gente cogía, dónde, cómo. Qué hacía en la oficina, en qué pensaba.

¿Cuál fue la nota que hiciste que más te gustó?
Una nota sobre la traición. Yo le preguntaba a muchas personas cuál era su mayor traición y cuál había sido la peor traición que había padecido. Y en general me encontré con que todo traidor ha sido traicionado antes.

¿La pelea con el ministro desencadenó tu ida de The Clinic?
Sí, y también por disidencias políticas con uno de mis socios. Además que los chilenos no nos quieren a los argentinos. Nos tratan muy mal. No vas a encontrar en Chile argentinos inteligentes. Yo me gané varias enemistades en Chile.

¿Porqué?
Cuando se separó el grupo de rock más famoso de allá, Los Tres, me pidieron que escribiera su biografía. La escribí. El libro se llama “La última canción”. Construí el libro sobre la base de testimonios. Hice una biografía así: te entrevisto a vos, te pido dos nombres, vos me das dos nombres, creés que esas personas van a hablar bien, pero yo me entero que ellos se separan porque la novia del cantante se acuesta con todos los músicos, lo que genera una crisis interna. Es una manera de explicar la verdad de por qué se habían separado. Lo cuento. Me trajo tantos problemas como la biografía de Fito. Las personas creen que contratan un biógrafo para que hable bien de ellos. Se equivocan si me llaman a mí. Yo vengo a hablar de lo que es tu vida.

¿Por qué Fito se enojó?
Se enojó porque yo también me enojé. Nunca me había pasado en mi vida tener que censurarme. Y él me exigió que tres capítulos no salieran.

¿Cuáles eren?
Uno se llamaba “El Fuhrer y la Páez Family Stone”. Otro era “El Emperador y su Corte”: contaba ciertos valores que se manejaban. Por ejemplo, que la camisa de Fito Páez valía 150 dólares, que el champán que tomaba costaba 100. Y “Una chacrita de latas” recogía anécdotas de Fito embriagado. Porque Fito nunca fue drogón, las habrá probado, como todo el mundo, no sé, pero para él la única droga era la cerveza. El más lindo borracho que yo he conocido… no se le daba por la agresividad, ni por llorar. Se le daba por la insensatez.

¿Y aceptaste la censura?
Sí, al final me convenció. Gané mucha plata con ese libro.

¿Estás enojado todavía con Fito?
No. Yo lo quiero muchísimo, es uno de los tipos más hermosos que conocí. Y una de las personas que más me ayudó en mi vida.

En Chile, con el caso de Los Tres, ¿quedás marginado del periodismo?
Un poco por eso, pero lo que me margina para siempre es lo que me pasó con Adolfo Couve, un gran pintor y escritor. A través de mi recorrida nocturna -porque siempre descubro el mundo ahí-, conozco en la calle un taxi boy, me lo llevo a un bar y me entero de que él había sido amante de Adolfo Couve. Investigo más y me cuenta que, cuando tenía 7 años, Couve se lo llevó a su casa y lo secuestró, ni siquiera lo educó ni lo mandó al colegio: lo convirtió en su esclavo sexual. Era un pedófilo. Siempre quise diferenciar esto, porque en Chile me acusaron de atacar a los gays. Chile es un país de secretos. Ni siquiera aceptaban que el tipo era gay. Y en realidad el tipo era un pedófilo. Por supuesto que me gané el odio total. Me obsesioné e investigué más. La única revista que me dio pie para continuar con esto fue una revista que se llamaba El Periodista. Hasta que saqué Cerdos & Peces y publiqué la investigación completa. Es como si en la Argentina descubriéramos que Borges cogía niños. Adolfo Couve era considerado una columna vertebral del andamiaje del establishment cultural. Y el tipo era un degenerado, era un culeado de mierda. Yo no estoy en desacuerdo con ninguna tendencia sexual, pero creo que lo único condena ble es la violentación de las personas. No hay un chico de 7 años u 8 años que pueda tener una respuesta. Hubo varias denuncias después.

¿Entonces decidiste volver?
Me quedé un año más. Y viví la experiencia más insólita de mi vida. Cuando yo era muy joven, durante la adolescencia, me escapé de la casa de mis padres, fui delincuente, viví en la calle, sabía lo que era eso, pero desde que me constituí en el personaje que soy, nunca más. Aparte nunca había conocido la pobreza, antes de llegar a eso salía a robar o a estafar. Bueno, en Chile caí en la pobreza total. Los Prisioneros me habían contratado para escribir su biografía y como después se arrepintieron tuvieron que indemnizarme con 5 mil dólares. Con eso pagué un año de alquiler por un departamento en Viña, con todas las ventanas al mar, un departamento hermoso. De a poco me fui quedando sin nada. Me fueron cortando el teléfono, la luz, el gas, el agua. Hasta que empecé a dejar de comer.

¿Cuánto tiempo fue lo máximo que estuviste sin comer?
Una semana. Tomaba agua, nada más. Salí a robar y me agarraron. Sentía verguenza. Ya no tenía ni siquiera los viejos estímulos de la juventud. Me fui degradando, me fui acercando a la muerte. No quería vivir más y me entregué a una escena que muy pocas personas, por ahí, han vivido, que es no hacer más nada para existir y no hacer más nada para sobrevivir.

Dejarse morir.
Eso, “dejarse morir”. Qne no es lo mismo que matarse. Viste como es el dolor, si vos a un gato le clavás un cuchillo en el lomo, el gato pega un grito, pero a los diez minutos se olvidó, no tiene memoria. El sufrimiento es una excavación mental que el hombre ha construido. Es un dolor del tiempo, sufro por lo que no fui o por lo que fui, o sufro por lo que no voy a ser. Es una mentira. Yo, encima, trabajé muchos años en escuelas esotéricas. Estuve como dos años en una escuela del budismo zen, en Marruecos. Me ilustré mucho para luchar contra el dolor. Este dolor me desprevino, pero me sirvió para comprender cómo escaparme de mí mismo. Hay muchas muertes que uno va teniendo durante la vida: la decepción del amor, el desengaño de la amistad, el desengaño de uno mismo. Pero no estaba prevenido para esto que me pasó. No estaba preparado para la caída de un rol. Me acuerdo la primera vez que me di cuenta de que todas las chicas que se acostaban conmigo lo hacían porque yo era Enrique Symns. Se lo comenté a Tom Lupo. Le dije: “Loco, escucháme, hace rato que me pasa esto”. Y él me dijo: “¿Pero vos quién sos? Vos sos Enrique Symns”. Me sentí acorralado por mi vida. Yo no quise ser éste que soy. Ahora mismo estoy en esta misma encrucijada. Lo único que sé hacer es escribir.

¿Quién te rescató de esa muerte?
Me rescató un amigo, un escritor chileno, para mí uno de los escritores más interesantes que hay en Chile: Pablo Azócar.

¿Escribiste tu autobiografia?
Es una especie de autobiografía, no está toda mi vida, pero está mi vida relacionada al mundo de las drogas y a todos los mundos a los que fui accediendo, desde la década del 60 hasta el 90. Se llama “El hombre de los venenos.”

¿La publicaste?
No, todavía no. Estoy en eso.

¿Cuál fue el mayor error que cometiste?
Haber salido del espectáculo callejero que yo hacía, que era muy solidario con el mundo. Haberme pasado al universo del rock; haber aceptado, ése fue finalmente el más grande error que yo cometí. Me fui a lo masivo, pero, en realidad, me gustaba mucho más, me daba mucho más recompensa espiritual lo que yo hacía solo.

¿Y tu peor traición?
¿Qué?

Tu peor traición.
No te la voy a contar, no.

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