15/8/04

Sobre la variedad de la pizza


Por Pablo Lettieri

Detesto a esas pizzerías que ofrecen una excesiva variedad de gustos de pizzas. Porque, la verdad, quiero hacer una pregunta a todos ustedes, a ver qué me responden. ¿Es ilimitada la posibilidad de agregarle a la pizza cuanto ingrediente uno imagine, amparándose en el “es rica”? ¿Se puede seguir llamando “pizza” a una pizza con palmitos y ananá, por caso? ¿O a una de apio y roquefort? Si se puede, ¿puedo entonces yo ponerle a una pizza el ingrediente que se me ocurra, bajo el pretexto de que “a mí me gusta así”? ¿Puedo entonces ponerle una milansa encima y llamarle “pizza a la milanga”? ¿Puedo ponerle papas y huevos fritos y llamarle “pizza a caballo”?
“Todo tiene su límite”, decía mi abuela, y tenía razón. Pienso que no se puede poner a la pizza cualquier cosa, lo que a uno se le ocurra. Una pizza puede ser: 1) la clásica de muzzarella y salsa de tomate. 2) Con rodajas de tomate al natural y entonces se llamará “a la napolitana”. 3) Con longaniza, y será la “calabresa”, 3) La “fugazzetta”, ya se sabe, con cebolla y, 4) Con anchoas. Y pare de contar. Porque, si la pizza nació en Italia como todos pensamos (o es algo que inventaron los tanos inspirados en alguna comida de otro lado, lo que es lo mismo) admito que haya ciertas variaciones según las diferentes regiones de donde provenga. ¿Pero de qué región de Italia viene la pizza de ananá y palmitos?
No se puede permitir. No se debe permitir porque es atentar con la vida de la pizza. Porque, un día, la pizza va a cambiar tanto que va a dejar de ser pizza Y va a desaparecer. Ya ha pasado.
No me importa que me acusen de conservador o de reaccionario. Hay quienes dicen que es lícito experimentar, probar nuevos sabores, impensadas combinaciones de gustos, mezclas arriesgadas.
Yo creo que debemos defender a la pizza de agresiones foráneas.
Una vez, recuerdo, un amigo me invitó a comer a su casa e hizo una pizza. Eso es lo que dijo, porque no era una pizza lo que había hecho. Porque como no quería ir a comprar una lata de tomates para ponerle, el muy caradura le puso Ketchup. ¡Ketchup! ¡El hijo de puta le puso Ketchup!. Y encima me miró extrañado cuando comencé a insultarlo en mi nombre y en el de mis antepasados, todos de Calabria.
Porque no puedo hacer una Pastafrola y, como no tengo dulce de membrillo, ponerle mermelada de durazno o jalea de frutillas. Porque si hago eso, lo que cociné ya no es una Pastafrola. Será una tarta de durazno o de frutilla, pero Pastafrola no es. No puedo decir “Hice una Pastafrola de naranja”. Es un insulto a la Pastafrola y, por extensión, al inventor de la Pastafrola, a quien no tuve el placer de conocer pero a quien tantos momentos inolvidables le debo, tantas tardes de mate y Pastafrola que ya son parte imborrables de mi vida.
Desde que mi amigo embarró la pizza con Ketchup, ya nunca más lo ví. Creo firmemente en el refrán: “Dime qué comes y te diré quién eres”. Y a mi mujer la tengo amenazada. Sabe que con ciertas cosas no se jode. Y se cuida mucho cuando me dice: “¿querés que haga una pizza?”.

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