1/10/06

Un moralista incómodo

Por Nicolás Schuff
Publicado en TEATRO

El dramaturgo noruego Henrik Ibsen nació en 1828 y murió en 1906. Fue poeta, y escribió sus primeros dramas en verso. Pero su teatro –de artesanía bella, hábil e innovadora, fundamental en el desarrollo de la dramaturgia moderna– no abunda en pasajes de gran vuelo lírico. Es, por llamarlo así, un teatro de tesis, filosófico. De corte claramente realista en sus comienzos, incorporó con el tiempo elementos del simbolismo. Su eficacia sobre el escenario es admirable y rotunda.
La idea de esta propuesta con Alejandro Tantanian no era poner una obra de Ibsen, ni escribir un texto original sobre él, sino trabajar en parte con fragmentos de sus dramas. Esos textos, escasamente “poéticos”, y tan bien imbricados entre sí en cada obra, ¿funcionarían así, recortados, desgajados? Además, no serían actuados sino leídos.
Ibsen (Fragmentos, cartas, misceláneas) no es, en todo caso, una obra de teatro. Tampoco es un simple montaje de escenas. De manera algo fragmentaria y libre, intentamos dar cuenta de ciertos temas e inquietudes que recorren la totalidad del corpus del dramaturgo. Son temas e inquietudes que anticipan en muchos sentidos a los que recorren el siglo veinte, y llegan hasta hoy. Como escribe Claudio Magris, de la obra de Ibsen “emergen con extraordinaria anticipación muchos de los motivos que retornarán durante decenios en la literatura de la crisis burguesa: la divergencia entre vida y espíritu, o bien entre arte y vida, sentimiento y forma, exigencia moral e impulso vital, libertad caótica y orden represivo, deber y placer; la precariedad del sujeto individual y sobre todo de su unidad psicológica; la antítesis entre vida pública y ética privada, entre interioridad y objetividad social; la irónica contradicción entre la exigencia kantiana de una personalidad autónoma individual y la conciencia de que esta última se halla férreamente determinada por las relaciones sociales”.
La lectura de Ibsen es muy estimulante. Conmueve, extraña, hace pensar. Sondea las conciencias con penetración e ironía, y arrincona y confronta valores establecidos que hoy, con otras formas, siguen tan vigentes como entonces. Es una voz que perdura en el tiempo porque aún vibra y hace vibrar. Es eso que llaman un clásico.
Para confeccionar Ibsen..., dejamos que esa voz, esos personajes y esas ideas, tan poderosas, fueran atrayendo hacia sí, como imanes, diferentes elementos. Asociándose con otras palabras, otras imágenes, sonidos. Pensamos el trabajo como una especie de fresco. Quisimos que de a poco, a través de impresiones no necesaria o evidentemente relacionadas entre sí, se dibujara una figura.
Ibsen fue un idealista y un moralista incómodo. Vivió siempre, por así decir, con un pie afuera, como corrido de lugar. Es un rasgo que, a poco que se recorre su más bien lisa biografía, reaparece y destaca con la insistencia de un destino. De niño, su familia cayó en bancarrota y tuvo que dejar la ciudad para mudarse al campo. Pocos años más tarde, Ibsen abandonó el hogar paterno. Se mudó de ciudad. Trabajó en una farmacia. Quiso ingresar en la universidad, pero sus recursos se lo impidieron. Ningún editor se interesó por su primer obra. Amó a una joven cuya familia no aprobó la unión. Al fin abandonó Noruega y regresó 27 años más tarde.
Con el tiempo obtuvo fama, el amor de una mujer, la holgura material. Pero eso no detuvo su progresivo y general desencanto.
En sus últimos dramas –por ejemplo El constructor Solness, Juan Gabriel Borkman y Cuando despertemos los muertos, hoy poco leídos y representados– sometió sus propias ideas a un examen crítico lúcido y feroz. Son dramas más breves y directos, crudos, precisos como cuchillos, tan buenos como descarnados y opresivos; tan estimulantes y desolados como las cumbres blancas donde mueren, en la última escena de su última obra, aplastados por un alud, sus últimos personajes (Rubek e Irene; el artista y su “musa”).
Por entonces, Ibsen ya había perdido la confianza en la capacidad de la palabra para representar la realidad, indudable en sus primeros trabajos. Era plenamente conciente del abismo abierto entre la vida y su representación. Así, entra al siglo XX con plena carta de ciudadanía.
“Vivir”, escribió, “es luchar contra los demonios del corazón y del cerebro”.
Pasó sus últimos años sin escribir, víctima de una hemorragia cerebral, al cuidado de su esposa. Cuentan que le gustaba observar la calle desde la ventana de su estudio.
Allí lo imaginamos para empezar a confeccionar este trabajo. De pie, mirando por la ventana. Su propia imagen se refleja en el vidrio y se confunde con las figuras del exterior. Otra vez, y como siempre, adentro y afuera. Ibsen recuerda. Interroga el porvenir. Quizá ya no con dolor, sino con cierta desilusionada, melancólica perplejidad.

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