26/5/06

La Biblia y la Tierra

“Cuando los blancos vinieron a África, teníamos la tierra y ellos tenían la Biblia. Nos enseñaron a rezar con los ojos cerrados. Cuando los abrimos, los blancos tenían la tierra y nosotros la Biblia”

Jomo Kenyatta 
Revolucionario. Primer presidente de Kenia.

17/5/06

Daniel Ríos, El Negro


Hace algunos días los radicales perdimos a un gran correligionario cuya voz está profundamente ligada al renacimiento democrático de 1983. Su voz y su presencia en aquella primavera de movilizaciones entusiastas, comprometidas y pacíficas impulsadas para recuperar la vida y la libertad, serán dificiles de olvidar.

La partida de Daniel Ríos, el Negro para los amigos, dejó un vacío físico y espiritual muy grande para sus amigos y para el radicalismo.  Su voz particular  y profunda fue la voz de los grandes actos y concentraciones convocados por la UCR para empujar la lucha esperanzada de los argentinos por la democracia, para recuperarla primero y para defenderla y afirmarla después. 

En la función pública - como justo correlato de su convicción y compromiso militante - tuvo un eficaz y brillante desempeño en la dirección general del Teatro Presidente Alvear en el despertar cultural de la Buenos Aires de 1983. En 1996, con Buenos Aires ya autónoma, fue director del Centro de Divulgación Musical. 

Fue siempre una figura reconocida y popular por su rol de conductor de importantes y exitosos ciclos televisivos, radiales y teatrales y también como maestro de nuevas generaciones de locutores y programadaros de medios de comunicación. 
    
La voz cautivante del Negro Ríos, su vocación política y su convicción radical -la que le viene desde su juventud en la ciudad de Mercedes- le ganaron el respeto y el cariño de todos. Sus compañeros de militancia lo despiden hasta la próxima, cuando podamos volver a escucharlo... 

Chany Inchausti


4/5/06

Exploración

No cesaremos de explorar
y el fin de tanta exploración,
será llegar allí de dónde arrancamos
y conocer el lugar por primera vez.

T.S. Eliot

Solos y de noche con Kiefer Sutherland

Por Erik Hedegaard

En buena medida, Kiefer Sutherland está esperando el día en que los creadores de la enervante serie televisiva 24, de Fox, hagan con su personaje de Jack Bauer lo que han hecho con tantos otros: matarlo, brutalmente, pero con algunas lágrimas. "No me malinterpreten", dice. "Me encanta lo que hago." Pero tiene 39 años, una pequeña fortuna y mucho cansancio. Todo lo que hizo durante los últimos cinco años, diez meses cada año, fue trabajar catorce horas al día para el programa, con un revólver en la mano, los ojos fruncidos, la voz increíblemente intensificada, salvando al mundo con métodos que pueden no estar bien pero nunca están mal. En su vida no tiene novia ni afectos de esa clase. A veces se siente atrapado, enjaulado, de verdad. Y luego, como consecuencia, ocasionalmente recurre a una botella de escocés y termina dando un espectáculo desastroso de sí mismo.
"Llego a un punto en que digo: «A la mierda»", dice un día en Los Angeles, donde vive en un distrito medio sórdido de Silver Lake, en la vasta y abierta extensión de una antigua fundición de acero. "Es algo egoísta y absorbente pensar que si uno trabaja realmente duro debería ser capaz de recompensarse saliendo y haciéndose mierda. Yo debería poder despertarme a la mañana sin decir: «¡Oh, no! ¿Dónde dejé mi bota? ¿Dónde estoy?» o «Parece que ninguno de mis amigos trajo mi auto a casa, ¿no?». No es un modo muy inteligente de vivir, y no quiero vivir así. Pero es la clase de pacto que uno tiene que hacer."
Una vez leí que, en público, Kiefer muestra "una especie de amabilidad falsa y superficial que parece ocultar otra cosa". Esa es también la sensación que transmitía su padre, esa tremenda figura actoral, el gran Donald Sutherland, quien alguna vez ayudó a definir una era, con películas como M*A*S*H y Klute. De hecho, los dos se parecen, con sus extraños y mullidos lóbulos de las orejas, sus mejillas de ardilla y sus sonrisas malévolas. Pero en cuanto al hijo, yo lo encuentro sorprendentemente franco, deseoso de hablar de lo que sea que uno quiera hablar: sus dos fracasos matrimoniales, su desafortunado compromiso con Julia Roberts en 1991, su rechazo de las comidas con determinadas texturas y otra variedad de cosas que le molestan, incluyendo chocar borracho contra árboles de Navidad, su (antigua) tendencia a involucrarse en peleas de bares y esa época de su vida, justo antes de 24, en la que aceptaba papeles realmente malos sólo por el dinero.
Ahora, de todos modos, me está guiando a través de su adorada colección de guitarras antiguas (una Les Paul del 59, una Telecaster del 67, una ES335 del 68 y unas 55 más), diciendo cosas de nerd de guitarras como: "Ves, ésta tiene una clavija de Jimmy Page, así que podría tener una doble bobina aquí y una simple aquí y redireccionar todo. ¡Una calidad tonal increíble!".
Y luego, un rato después, tras tocar con facilidad un poco de Hendrix en una de sus acústicas, dice: "¿Querés salir? Te llevo en subte. Esa es la manera en que me muevo. Así podemos beber algo, porque no puedo manejar y beber."
"¿No podés?", pregunto.
"Nooooo", dice. "Sería muy malo."
Cuando era chico lo cargaban por algo. Además de haber nacido en Inglaterra, su extravagante padre lo coloca en la vida bajo el extravagante nombre de Kiefer William Frederick Dempsey George Rufus Sutherland, y así llega a vivir a Los Angeles. Tiene 3 años. Su mamá, la actriz canadiense Shirley Douglas, y su papá no se llevan muy bien. De hecho, su papá está saliendo con Jane Fonda. El matrimonio se disuelve. Su mamá se va, dejando a Kiefer y a su hermana gemela, Rachel, solos.
Durante esa época, Kiefer desarrolla el primer recuerdo que tiene de su padre. Su padre, la gran estrella cinematográfica, tiene el cabello largo, salvaje y enredado, con una gran barba haciendo juego. Un saco de cuero le aprieta los hombros. Lleva a su hijo al preescolar en una Ferrari que se ganó en un juego de poker. Su padre es "diferente". Los demás padres lo miran. A Kiefer le gusta cómo miran y hacia sus 20 se va a vestir de manera similar, y lo imitará en sus gestos, a pesar de que tendrá un Porsche 911 de 1970 y no una Ferrari.
Después de seis meses, su madre regresa y eventualmente se lo lleva a Canadá. Los diez años siguientes los pasa en siete escuelas diferentes, aprendiendo a hacerse amigos haciendo reír. Eso compensa su carácter inseguro y nervioso, pero no lo hace un gran estudiante. En cuarto año deja el colegio decidido a ser actor, a pesar de las habituales advertencias parentales. Poco después, aterriza en el papel principal de un film de adolescentes, The Bay Boy (1984), y es nominado para un premio Genie, el Oscar de Canadá. Con una paga de 30 mil dólares en el bolsillo, baja a Nueva York y a la vida de actor. Un año más tarde, casi en bancarrota, se muda a Los Angeles y durante algunos meses vive de su dulce Mustang del 67. En 1985, consigue su primera película de Hollywood, gracias a Sean Penn: un pequeño papel en At Close Range (con la mejor frase de la historia: "De tal padre, tal hijo, tal infierno"), cuya mayor parte termina en el suelo de la sala de cortes. Por la misma época, consigue un papel en el programa de televisión de Steven Spielberg Cuentos maravillosos, y, como le gusta decir: "Cuando Steven Spielberg te contrata, te garantiza tres trabajos más". Y así fue, primero como líder de una pandilla en Cuenta conmigo, luego como el vampiro más endiabladamente encantador en The Lost Boys, y finalmente como un cowboy sensible en Young Guns.
Piensa: "Bueno, esto es realmente fácil. Soy bastante bueno. Y va a seguir así". Tenía 21 años. ¿Qué otra cosa podía pensar?
Pero lo que más me interesa sobre esta época de la vida de Kiefer son esos primeros seis meses que pasó lejos de su mamá. El dice que no es gran cosa –"No era inusual que un miembro de mi familia estuviera lejos durante un tiempo"– pero hay que ver.
Le pregunto si sabe adónde fue ella.
"Nunca estuve muy seguro", dice. "Creo que debe de haber vuelto a Canadá por un tiempo."
Entonces, nunca se lo preguntó. "¿Y alguna vez hablaste con tu padre sobre su affaire con Jane Fonda?"
"No."
"¿Cómo te imaginás que sería esa conversación?"
"El probablemente diría: «Me enamoré». Yo entiendo eso. La gente lo entiende. Y cuando uno se enamora, cree en todo de manera tan ferviente y apasionada, que esta clase de experiencia es muy difícil de juzgar."
Eso, por supuesto, es lo que dice el adulto mirando hacia atrás, hacia el niño. Cómo se debió haber sentido el niño, y cómo esos sentimientos debieron de haber funcionado en la vida de ese niño más tarde, es algo de lo que Kiefer no habla.
En esta epoca, el vecindario en el que elige vivir es predominantemente salvadoreño, y allí, de noche, paseando a su perro, un collie llamado Molly, le han apuntado con un arma en la cabeza. Su casa es enorme, de casi 4.000 m2, y no está dividida en habitaciones sino que está abierta en un gran espacio, con sólo media pared que divide la zona de dormir. Mientras me muestra, dice: "Me llevó un tiempo acostumbrarme a dormir en un galpón". Kiefer tiene por momentos una especie de vida desordenada, pero su casa hace pensar en alguien casi obsesionado con el orden. Nada está fuera de lugar. Su cama está hecha y las sábanas parecen recién cambiadas; el paquete de Camel en la mesita de luz ha sido colocado paralelo al borde. No hay platos sucios ni restos de comida en la rejilla del lavadero de la cocina. Su colección de guitarras está bien organizada según marcas y estilos.
Eventualmente, su necesidad de orden sale en medio de una conversación sobre sus posibles falencias como novio.
"Creo que soy una persona bastante demandante", dice. "Me gusta que las cosas sean de determinada manera, todo, desde ser puntual hasta ser ordenado. No he sido flexible con eso. Quiero decir, a medida que crezca, espero poder ser más flexible. Pero, claro, estoy viviendo solo."
"¿Te molesta el desorden?", le pregunto.
"Una vez vino el elenco de 24 a cenar y escuché que Reiko Aylesworth, quien hacía de Michelle, dijo: «¡Es tan lindo que haya limpiado todo!». Otra persona dijo: «No limpió para vos, querida. Siempre está así de limpio». Y su respuesta fue: «Ohhh». Pero hay tanto desorden en todos los demás aspectos de lo que hacemos, que si podés controlar el ambiente de tu casa, mejor hacerlo."
"Es un poco extraño entrar aquí", le digo.
"¿Sí?", dice con una sonrisa.
La razon del exito de 24 a tal nivel —desde 2001, ganó o fue nominada para docenas de premios, llegó a la cima de las listas de los críticos, y dominó su franja horaria— es algo de lo que Kiefer no está seguro, aunque sí tiene una teoría principal: "La gente reacciona bien frente a un tipo que está atrapado y tiene éxito en un nivel pero falla en otro".
Es casi obvio decirlo, pero eso es algo que probablemente también sea cierto para el propio Kiefer. Por ejemplo, uno de los problemas de estar atado a un programa como 24 es que, mientras uno puede tener éxito en algún nivel con las chicas —con la ocasional encamada y demás— puede olvidarse de algo más profundo. A menudo Kiefer se queja de esto.
"Me acosté con muchas chicas por una sola noche, pero ése no es mi estilo", dice. "Pienso en mí de un modo mucho más romántico que eso. El punto de estar con alguien sale de la esperanza y el deseo de conexión. De otro modo, uno puede irse a su casa y masturbarse. De hecho, hay alguien que me gusta mucho. Pero parece que todo lo que yo hago es trabajar y dormir. Si estás en eso, estás bien. Pero si buscás enamorarte, estás muerto. Así no va a suceder. Te vas a aislar y no lo vas a lograr."
"¿Alguna vez fuiste al psicólogo?", le pregunto, a propósito de nada, en verdad.
"Oh, sí", dice inmediatamente. "La primera vez tenía 7 años, porque mi madre estaba preocupada por el daño que podría haberme causado la ruptura de nuestra familia."
"¿Y tenía razón?"
"No lo creo. Algunas personas pueden no estar de acuerdo. Pero yo no lo creo."
Y aun así él no parece determinado a completar con éxito lo que sus padres no pudieron porque, como ellos, siempre terminó fallando. Primero se casó a los 20 con la actriz Camelia Kath —tuvieron una hija, Sarah Jude, ahora de 19 años— pero el matrimonio duró menos de dos años, y terminó porque aparentemente él no podía mantenerse alejado de los bares y los brazos de otras mujeres. Se enganchó de nuevo en 1996, con la ex modelo Kelly Winn, pero se separaron después de cuatro años por, básicamente, las mismas razones. Y luego, entre esas dos uniones, estuvo su infladísimo compromiso con Julia Roberts, a quien conoció mientras filmaban Línea mortal (Flatliners, Joel Schumacher) en 1990. Eran la pareja más codiciada de Hollywood, los Brad y Angelina del momento. Tres días antes de la boda, ella renunció y se fue a Europa con el entonces mejor amigo de Kiefer, Jason Patric, desatando una tormenta de titulares en la prensa amarilla —aparentemente, Kiefer había estado saliendo con una stripper, lo cual él niega— y también asegurándose de que en todas las notas sobre él que saldrían se hablara de él como un gran desastre.
"Reconozco que Julia supo ver lo jóvenes y tontos que éramos, incluso hasta el último minuto, incluso con lo doloroso y difícil que fue", me dice un día. "Gracias a Dios ella lo vio."
"¿Pudiste perdonar a Jason Patric?"
"No se trata de eso. Eramos amigos, y me sorprende nunca haber recibido una llamada de él diciéndome que se había enamorado, y bla, bla, bla. Me enteré por un extraño."
"¿Tu padre te dio algún consejo?"
"Creo que sólo dijo: «Oh, hijo...»."
Desde entonces no volvió a ver a Roberts, ni la llamó para felicitarla por el nacimiento de sus mellizos. Algunas notas dicen que ella se sintió apenada por eso. ¿Pero por qué debería estarlo? Lo que ocurrió, ocurrió hace quince años. Hay que superarlo. Kiefer, por su parte, dice que duda de volver a acercarse al altar alguna vez.
Lo que pasó con su carrera fílmica después del episodio con Julia sigue causando una especie de perplejidad. Estuvo genial como un marine con las manos sobre la Biblia en Cuestión de honor (A Few Good Men, Rob Reiner, 1992), como un loco del kkk en Tiempo de matar (A Time to Kill, Joel Schumacher, 1996) y como un asesino serial en Sin salida (Freeway, Matthew Bright, 1996). Pero también apareció en un montón de bazofias, como The Cowboy Way (Gregg Champion, 1994), por no mencionar cosas peores, hechas sólo por dinero, cuyos nombres él se niega a revelar (¿Renegades?, ¿Chicago Joe and the Showgirl?). Confundido y repugnado por su propia denigración, se retiró a un rancho ganadero que había comprado en Santa Inés Valley, en California. Extrañamente, aprendió a enlazar y junto a su socio, un enlazador profesional llamado John English, desarrolló la habilidad al punto de poder recorrer los circuitos del rodeo y ganar una cantidad de competencias (y quebrarse todos los dedos). Luego, en 2000, recibió una llamada de su amigo Stephen Hopkins, un director inglés que estaba trabajando en el piloto para una serie de narración experimental en tiempo real llamada 24. Le preguntó si le interesaba el protagónico. Kiefer pensó que no tenía nada que perder. Si el piloto era malo, nadie lo vería. Si no lo era, bueno, tal vez tendría trabajo por uno o dos años.
"Cuando 24 se convirtió en un éxito, la gente empezó a decir cosas como: «El regreso» o «La resurrección de los muertos vivos». Al principio yo decía: «¿Qué mierda significa eso?». Pero a veces el cerebro no te deja ver los problemas en los que estás metido."
Ahora están pasando muchas otras cosas además del programa. Hay una película nueva, The Centinel, con Michael Douglas, en la que hace de un agente del servicio secreto descubierto en un plan para asesinar al presidente. Además, creó su propio sello discográfico, Ironworks Music, con su amigo Jude Cole y que acaba de lanzar el primer disco de su primera banda contratada, Rocco DeLuca and the Burden. Y además, claro, está el problema que sigue cada vez que intenta encontrar el equilibrio en una botella de escocés.
El problema siempre estuvo cerca, de una u otra manera. En el pasado hubo tres arrestos por conducir bajo efectos del alcohol y episodios con otros arrestados en la misma situación, como aquella con el actor Gary Oldman en 1991. Lanzando una carcajada, Kiefer dice: "Lo estaban esposando y él estaba de rodillas, justo a la altura de la ventana del auto en el que yo estaba. El tenía la cabeza para abajo, me miró y me dijo: «Bueno, la próxima vez mejor nos juntamos a almorzar». Fue la frase más cool que escuché en mi vida. Me encantaba salir con él. Pero fue hace mucho tiempo".
También estuvo en muchas peleas de bar, incluyendo aquella en la que un tipo insultó a su esposa ("le lamió el pie") y se lo llevaron. "Yo no podía parar de pegar, pegar, pegar, pegar, pegar. «No paro porque no quiero que este tipo se levante». Después de eso me sentí pésimo. Me acuerdo de pensar que la vida es demasiado corta como para portarse así."
Pero principalmente, Kiefer es conocido como un ebrio de esos que hacen todo por hacer reír a los demás. Una vez se tiró a la pileta del Beverly Hills Hotel, completamente vestido, sólo para conseguir unas carcajadas. Otra vez, según la prensa amarilla, se tomó ocho shots de J&B en un bar, se quitó la camisa y desfiló en cueros antes de bailar inclinado sobre un tipo. Pero tal vez el episodio más emblemático sucedió la Navidad pasada, en el Strand Palace Hotel de Londres.
"Después de un maratón de tragos con amigos", escribió The Sunday Mirror, "un enorme árbol de Navidad se interpuso en el camino [de Kiefer]. «Odio ese árbol de Navidad», declaró él. «Ese árbol debe ser derribado». Kiefer advirtió al personal: «Voy a derribarlo. ¿Puedo pagar por él?» Un miembro del personal contestó: «Estoy absolutamente seguro que puede, señor». Luego, embistió con su cuerpo el pino noruego haciendo que las bolas y las luces estallaran contra el suelo... Quitándose las espinas del cabello y la remera, le dijo a un empleado del hotel: «Lo siento, ustedes son tan cool. ¡Este hotel es lo más!»".
Kiefer dice que este relato de los hechos es bastante exacto y discute sólo sus citas. "Yo no dije nada —dice— y eso fue lo gracioso. Era una broma, hecha para que alguien se riera. Y el árbol estaba bien. Estaba bien."
"¿Beber es tu comportamiento más autodestructivo?", le pregunto, conociendo la respuesta.
"Es sin duda lo que más dolor me causa."
"¿Por lo que hacés cuando estás borracho o porque tenés un problema con la bebida?"
Lo piensa sólo un segundo. "Debo decir que un poco de cada. Y porque soy una persona pública, he avergonzado a mi madre y a mi familia y, más especialmente, a mi hija. Eso fue el mayor problema para mí. Tomo un par de tragos y no me preocupa tanto el mañana ni pienso en el ayer. Estoy en este momento y no me importa un carajo nada más, eso es todo. Es tal cual como dice en el manual de los alcohólicos. Y no soy estúpido. Sé que es culpa mía, generalmente por el esfuerzo de hacer reír a alguien. Y después, al día siguiente, digo: «Ay, Dios, no me dejen volver a hacer eso». Entonces, ¿por qué vuelvo a hacerlo, una y otra vez?"
Deja la pregunta flotando. Parece realmente exasperado. Le sugiero que tal vez es el equivalente adulto a lo que hacía cuando era chico al ganarse un grupo nuevo de amigos cada año haciéndolos reír. "Sí", dice levemente. "Pero uno querría poder superar eso en algún momento, ¿no? Seguir adelante."
Y esa es otra de las cosas geniales de Kiefer: él no trata de esconder o acomodar sus variadas pequeñas complejidades, peculiaridades, contradicciones o cuestiones vergonzosas para el consumo público. Dice cosas como: "¿La última película con la que lloré? Uy, mierda. Bueno, voy a ser honesto. Bueno. Creo que fue Realmente amor. Sí. No soy distinto de los demás". Tiene esos "problemas con las texturas" de las comidas y dice: "La palta me volvía loco, nunca me gustó el queso, y los huevos revueltos me dan ganas de vomitar". Dice que a veces le dice "papá" a su padre, pero más que nada se refiere a él como "Ey", como en "Ey, ¿qué andás haciendo?".
Le gusta contar esta historia sobre su padre: "En un momento, antes del divorcio, no teníamos dinero, y su único par de pantalones tenía un agujero, pero mi mamá es una dama dura, y a él le daba miedo pedirle que se lo cosiera. Entonces, en el lugar del agujero, se pintó el culo de negro, para que se confundiera con los pantalones. Así era su sentido del humor". Luego te dice que, al igual que su padre, él a menudo prefiere no usar ropa interior.
Nunca jamás trató de dejar de fumar.
La primera vez que se hizo un tatuaje, estaba entre el signo chino para fuerza y Mickey Mouse con un casco espacial, hasta que se decidió por el último.
Una vez escuchó que unos fans universitarios habían inventado un juego de bebidas en el que tenías que tomar un shot cada vez que Jack Bauer decía: "Maldición", que es el sustituto en la serie para "mierda" y "carajo". Entonces, en un episodio, en una escena, llega a decir "Maldición" tres veces seguidas, "Pum, pum, pum. Y eso en una sola escena. Al final, se habían tomado como catorce «maldiciones». Y yo me imaginaba a todos esos estudiantes destruidos".
Sólo tiene dos espejos en su casa. "Siempre me pensé diferente de lo que veo. Tuve un gran problema con eso cuando vi Cuenta conmigo. Creí que había arruinado la película. Quería que mi personaje fuera malvado, una versión furiosa de James Dean. Y, obviamente, no se veía así para nada. Eso siempre me perturbó. Por eso trato de no mirarme en espejos."
A su casa la llama "la cueva" y dice cosas como: "La verdad es que no quiero vivir en la cueva para siempre".
La noche en la que kiefer y yo salimos a tomar algo por los bares —él prefiere los anti glamorosos, angostos y tranquilos, con gente local— lo saludan en todos lados con la misma frase: "¿Por dónde anduviste?", quieren saber los bartenders. El dice algo sobre lo dura que es su agenda en 24 y ordena un j&b solo, con una Coca aparte. Durante los últimos cinco años ha estado mayormente rodeado de la misma gente, casi todos del elenco y el equipo de 24. Lo conocen tan bien que cuando hablan es como si se tratara de viejos amigos, sin tener que explicarse demasiado. Pero conmigo dice que tiene que explorarse a sí mismo un poco más, y que eso le gusta.
Habla con orgullo sobre su primer año en Los Angeles, viviendo en una casa alquilada por Sarah Jessica Parker, con sus compañeros de lucha, los actores Billy Zane y Robert Downey Jr. "He estado pensando en lo jóvenes que éramos", dice. "Una vez, algunos fuimos a un club de strippers. Nos encontramos abajo, todos teníamos un sobretodo, en medio del verano, en Los Angeles. Eso era nuestra idea de lo que se hacía en un club de strippers. Nos empezamos a reír, pero ninguno se quitó el saco."
Sacude la cabeza contento.
"Me acuerdo de la primera chica con la que me acosté", continúa. "Ella tenía 17, yo 13. Me acuerdo de haberla dejado en su casa después de hacerlo unas siete veces, y de ir saltando hasta la parada del colectivo mientras pensaba: «Lo hice siete veces». Y estaba realmente a los saltos."
Sacude la cabeza otra vez.
Afuera del último bar de la velada, el portero le dice: "Qué bueno que todavía no te fuiste. Esas chicas me dieron la orden de que, si te vas sin darles unos besos, te muela a trompadas".
Kiefer levanta la mano. "¡Pegame! ¡Pegame!", dice gracioso.
Las chicas, un par de típicas chicas norteamericanas llamadas Jennifer y Nicky, salen y hacen que Kiefer pose con ellas en unas fotos.
"Gracias", dice él después. "Dios bendiga sus corazones."
Todos parecen contentos. Una de las frases favoritas de Kiefer es de la película Línea mortal. Camino al subte, la dice: "Al final, todos sabemos lo que hicimos". Y entonces, tal vez para volver a pensarlo, lo dice una vez más.
En el impiadoso mundo de 24, nadie está a salvo. Esto era así en el final de la primera temporada (2002) de la serie de Fox, cuando el personaje principal del programa, el agente antiterrorista Jack Bauer (un dedicado pero finalmente despiadado hombre, interpretado magnéticamente por Kiefer Sutherland), encontró a su esposa, Teri, muerta de un disparo, asesinada por alguien en quien él había confiado y con quien había trabajado, pero que todo el tiempo le había estado pasando información a los terroristas. Bauer abrazó a su esposa y lloró con fuerza. Ese final —que originalmente no había sido planeado— cambió todo en 24 y en lo que sería. "Fue una declaración de principios —dice Joel Surnow, uno de los creadores del programa— acerca de que ésta no es una fantasía heroica norteamericana, sino una tragedia." Además, devolvió el terror de esos días posteriores al 11-S, un evento que había ocurrido a los seis meses de filmación de la primera temporada, poniéndolo de nuevo en foco: en este mundo, ahora, no hay victorias aseguradas. Los mayores esfuerzos no siempre obtienen los mejores resultados. Esa era la sensación general en el país en ese momento, y todo se pondría peor en los años que siguieron, tanto para los Estados Unidos, tanto en 24 como fuera de la serie.
Pero hay otro tema más perturbador aun que ha surgido durante el tiempo de vida del programa. No sólo todos los personajes de 24 están en riesgo sino que, lo que es más importante, nadie está a salvo. La serie se hace muchas preguntas. ¿De qué vale una vida frente al destino de miles? ¿Quién es descartable a ojos del público? ¿Quién tiene el poder de tomar estas decisiones? En ningún otro momento de 24 se vieron todas estas cuestiones más que en un incidente durante las últimas horas de la tercera temporada, probablemente el momento más alto de la serie. Esta vez, el terrorista era un ex agente inglés, Stephen Saunders, cuya visión del mundo cambió drásticamente cuando Bauer lo dio por muerto y lo abandonó en Kosovo después de una misión. Saunders ahora estaba tratando de utilizar un virus altamente letal y de rápida acción para presionar al presidente David Palmer para que renunciara a los distintos modos en que los Estados Unidos habían estado haciendo sufrir y arruinando a los numerosos países menos poderosos del mundo. Saunders ya había dejado libre el virus en los confines de un hotel céntrico de Los Angeles para demostrar sus efectos, cuando supo que el director regional de la ctu, Ryan Chappelle, se le había adelantado y ya había descubierto cierta información que el terrorista no quería que fuera conocida. Le pide al presidente que calle a Chapelle matándolo. Palmer decide que no tiene opción más que atender la demanda de Saunders y le ordena a Jack Bauer que lleve a cabo el asesinato.
Cuando Bauer al atardecer lleva a Chappelle a una baldía estación de tren, lo fuerza a ponerse de rodillas y coloca el arma en la nuca del hombre que tiembla, es un momento inimaginable, desgarrador. Viene a romper todas las reglas de las series dramáticas de televisión, e incluso las del marco propio de la historia, ya que la ocasión representa la negación de todas las cosas en las que Bauer cree. "Dios me perdone", dice, y luego aprieta el gatillo. En el horrible instante, tanto Bauer como el presidente Palmer han violado la esperanza por la que luchan. Han ejecutado a un hombre que compartía su causa, y han dejado que su temor al terrorismo los fuerce a traicionar los valores centrales de la democracia norteamericana. Palmer y Bauer lo hicieron, de todos modos, porque en el mundo de la serie, la buena moral no era una posibilidad aceptable; llevaron a cabo un asesinato con el fin de evitar un número mucho más vasto de muertes. Aun así, no hay nada noble ni redentor en lo que han hecho. Ambos hombres han perdido sus almas. Deberán pagar sus costos, y de hecho lo hacen.
Momentos como el asesinato de Ryan Chappelle conforman un drama contundente y comprometido que es lo que, por supuesto, busca 24. Pero como 24 es un drama sobre terrorismo, podemos encontrarlo en aspectos problemáticos de nuestros tiempos. De hecho, a veces la realidad política ha llegado al programa de modos sorprendentemente premonitorios. La segunda temporada abrió con la escena de un sospechoso que es torturado en Seúl por el interés de oficiales de inteligencia norteamericanos (efectivamente un ejemplo de extraordinaria representación).
De todos modos, eso fue antes de que las prácticas de la cia de la vida real en esos campos fueran reveladas y antes de que emergieran los secretos de Guantánamo y Abu Ghraib. En la segunda mitad de esa segunda temporada, furiosos y temerosos miembros de la administración del presidente Palmer –especialmente su belicoso vicepresidente– lo urgieron para que lanzara un ataque a los países del Medio Oriente sobre la base de pruebas manipuladas. Esas escenas fueron completamente escritas y filmadas antes de la invasión norteamericana a Irak. "Eso fue una experiencia surrealista para nosotros", dice el productor ejecutivo y guionistas Howard Gordon. "Escribimos esa historia antes del discurso de Colin Powell en las Naciones Unidas, entonces nos encontramos en esta extraña danza con la realidad. No estábamos seguros de quién conducía el baile."
Esto no significa que hechos como éste impliquen que la serie es crítica de la administración Bush. Algunos, de hecho, ven lo contrario. En una reciente nota en Time, Joe Klein dijo: "El mensaje del programa no es muy sutil: podemos ganar esta guerra, pero sólo si les permitimos a nuestros héroes hacer el trabajo que sea necesario. No es casual que 24 sea un producto de Fox". Pero cuando se les pregunta a los creadores del programa acerca de la posición política de 24, se obtienen respuestas imparciales. "Le dimos miles de vueltas al asunto", dice Gordon. "En el equipo de guión, hay realmente un espectro político. Hay un montón de debates calientes detrás de escena. Diría que nos interesa la política de una historia interesante –una historia que funcione– y que para eso podemos subvertir nuestras ideas personales, para hacerlo más satisfactorio. Eso puede sonar un poco mercenario, pero es la verdad."
Robert Cochran, otro de los creadores del programa, concuerda. "Hemos sido criticados por ser un programa conservador, por gente de la derecha y por gente de la izquierda", dice. "Nuestra mirada es que no tenemos una postura política. Construimos situaciones que no tienen respuestas claras. Si alguien dice que entiende por qué el personaje hizo lo que hizo, pero que no sabe si debería haberlo hecho, entonces funcionó perfecto." Joel Surnow, otro de los creadores y productor ejecutivo, agrega: "No somos políticos, pero lo que somos es realistas. Nos dimos cuenta de que la gente no mira el programa buscando victorias: lo miran buscando conflictos e interferencias".
Lo que sea que los espectadores vean, se identifican con ello. El programa funciona como una versión acelerada de la premisa de la bomba que está por estallar: algo realmente horrible pasará en el rango de horas –o, más precisamente, pasará una cosa horrible tras otra– a menos que Jack Bauer y los demás tomen decisiones y actúen. Bauer no duda en apurar, atacar o torturar a las personas con las que se cruza –o incluso a personas a las que conoce y quiere– si cree que hacerlo ayuda a evitar un desastre. Sus acciones son a menudo espantosas, pero el escenario del programa demanda acciones decididas. En el mundo real, la clase de acciones que Bauer comete está mucho más lejos de ser usual y casi nunca es tan urgente; además, son 0ineficientes. Por supuesto, 24 no da cuenta de la futilidad de la guerra contra el terrorismo de un modo directo. A la vez, no importa cuántos terroristas Jack Bauer detenga o mate, el terrorismo no se detiene. La supervivencia del programa es el testamento de un fracaso mayor.
¿Entonces por qué 24 es el drama político moral más importante de nuestra época? Lo es por el modo en que el programa representa el dilema norteamericano. Jack Bauer es valiente y a menudo generoso, y suele hacer lo que sea necesario en el momento, pero cuando está torturando o eventualmente asesinando gente –casi nunca norteamericanos– él, también, está encarnando una versión del terrorismo. Es difícil verlo, pero no se puede obviar: es la simulación hiperbólica de las actividades norteamericanas que muchos creen han tenido lugar regularmente, a escondidas del ojo público excepto en la ficción. Por eso 24 es aun más perturbador cuando se mete con las concesiones y ambiciones del poder. Los asesinatos del ex presidente Palmer y el agente de la ctu Michelle Dessler al comienzo de la actual temporada, así como la muerte de los rehenes en el aeropuerto de Ontario (California) y el traspaso de cantidades masivas de gases tóxicos a manos letales, no fueron obra de terroristas internacionales. En cambio, fueron obra de norteamericanos, incluyendo a aquel que fue situado en la administración del actual presidente y estaba determinado a expandir la hegemonía norteamericana. En el sexto episodio, hay un iluminador intercambio entre el presidente Charles Logan –quien está sorprendido por descubrir todo esto– y su jefe de asesores, Walt Cummings, el hombre que ayudó a crear los desastres desde adentro de la Casa Blanca. "¿Entonces todo lo que sucedió hoy fue sólo para matar a unos terroristas?", pregunta el presidente. "No –dice Cummings– el objetivo es producir una cortina de humo, probar la existencia de armas de destrucción masiva en Asia Central. Es necesario. Finalmente nos dará el pretexto para aumentar la presencia militar en la región, garantizando el flujo de petróleo para la próxima generación." Cuando Logan le dice al jefe de asesores que es un traidor por esas intenciones, Cummings le contesta: "No, señor presidente, yo soy un patriota, hago lo que es necesario para continuar con la seguridad y el bienestar de esta nación... Usted deje que las cosas sucedan como están. De otro modo, su administración se verá implicada, y su presidencia destruida".
Salvo por la calidad del tono, la historia de nuestros últimos años está escrita en ese diálogo.
24 trata sobre los peligros que enfrentan los Estados Unidos, desde lo que tienen hasta lo que les falta. La bomba sigue a punto de estallar en cada programa, pero lo que se pierde en esa hora a veces cuenta por todo lo que se gana. Ese momento en el que Jack Bauer fuerza a Ryan Chappelle a ponerse de rodillas y le dispara por orden del presidente podría bien ser una metáfora de lo lejos que puede llegar la democracia norteamericana para destruirse a sí misma con el fin de protegerse. Haciendo que los espectadores se enfrenten con esas perspectivas, 24 nos lleva a territorios más ricos y más perturbadores que cualquier drama didáctico. Mirándolo, no estamos lejos de Jack Bauer cuando aprieta el gatillo. Estamos junto a él, mientras el reloj de la bomba sigue avanzando inexorablemente hacia horas aun más oscuras. No hay un final sencillo a la vista en nuestro drama presente. Si se llega a uno algún día, comenzará de nuevo al día siguiente.

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