9/6/07

En caliente

Por Santiago Delucchi y Ariel Valeri
Publicado en LOS INROCKUPTIBLES

Desde un principio, mucho antes de que el éxito golpeara a su puerta, Babasónicos se caracterizó por saber explotar un amplio imaginario visual. Así, siempre un paso adelante, el grupo dispuso de las imágenes más ingeniosas al servicio de su música. La primera prueba está en su colorida videografía: esos clips, sobre todo aquellos que fueron consignados al realizador apócrifo Benito Scorza, conforman hoy una verdadera serie de colección. Otra prueba, sin duda, reside en el cuidado de sus escenografías: desde las luces hasta el vestuario, siempre estuvieron atentos a los detalles visuales de sus presentaciones en vivo. Pero, curiosamente, nunca habían aprovechado el formato digital para dar muestras de esta capacidad. Claro que todo eso cambió el mes pasado con el lanzamiento de Luces, un DVD que, a grandes rasgos, se ocupa de reproducir un show que Babasónicos dio en mayo del año pasado en el estadio Luna Park. Diego Tuñón, tecladista de la banda, explica que, si bien los recitales se hacen de momentos irrepetibles, este registro tiene su provecho: “Nunca nos interesaron demasiado los discos en vivo. El show, en todo caso, se vive ahí. Aunque ahora la tecnología ayuda bastante para manipular y reproducir esa situación. Este disco, si bien no es la idea acabada de nuestro show, funciona como una idea piloto de lo que hacemos arriba del escenario. Y, a su vez, sirve para mostrarnos en países a los que nunca fuimos”. El repertorio está basado en Anoche (05), el último trabajo de estudio del grupo (la mitad de los temas interpretados provienen de ese disco). Aunque también se incluye material de sus dos antecesores, Infame (03) y, en menor medida, Jessico (01). Tuñón: “No se hizo una lista especial. Siempre tratamos de dar shows distintos y, en este caso, seguimos el repertorio que mejor estábamos haciendo en ese momento. Luego el director tomó un par de decisiones que resultaron bastante interesantes, un poco inspirado en las viejas películas de rock; quizá no sea tan novedoso, pero sí le da una arritmia propia del cine underground, como las películas de Andy Warhol”.
El show, realizado como una suerte de coronamiento de sus últimos éxitos, no tiene nada inusual con relación a lo que Babasónicos suele mostrar en vivo. Arriba del escenario, se sabe, el aspecto visual suele ser algo superior al aspecto sonoro (aunque aquí la banda consigue adecuarse bastante bien a la compleja infraestructura acústica del estadio). Dárgelos, por su lado, sigue siendo el frontman de pocas palabras que siempre fue: elude todo rasgo de demagogia y se limita, como mucho, a un saludo y a un escueto agradecimiento. El cantante, en todo caso, recurre a las facultades comunicativas del cuerpo: actúa, baila y se mueve sin cesar. Lo suyo, está claro, pasa por lo gestual. A veces, incluso, deja que el público entone algunos estribillos conocidos (Putita o Pendejo). Y, así como no hace falta hablar, tampoco hace falta mostrar lo que pasa del otro lado, detrás del escenario, en los camarines, antes y después del show. “Creo que no hay otro lado. La música termina en ella misma. La banda más ridícula del mundo puede hacer la mejor canción, el resto es anecdótico. Se trata de un mundo irracional del que cada uno interpreta lo que quiere. Cualquiera puede manipular ese lugar. Mostrar la personalidad es un error. Lo mismo que buscar en el público una simpatía desde el lado personal; eso es menospreciar al público. Todo empieza y termina en la música, no en el culto a la personalidad.”
Antes de adentrarse en el concierto, Luces ofrece un breve prólogo donde, a modo de collage, se suceden fragmentos que permiten dilucidar un poco el universo que el grupo fue construyendo durante todos estos años. “Hay cosas que, seguramente debido al caos que nos caracteriza, no han quedado claras a lo largo de nuestra carrera. No toda la gente que hoy nos viene a ver tiene una conciencia histórica de nuestra obra. Daniel Melero nos sugirió hacer una reseña de toda nuestra historia, en la cual usamos material en crudo, imágenes inéditas y cosas que habíamos hecho en Super 8. En el medio, además, hay un texto que describe un poco la interpretación de nuestra obra. Son dieciséis años resumidos en tres minutos.” Ese texto, precisamente, parece justificarlo todo, incluso el crecimiento de la banda y la edición de este DVD. Entre esas líneas, escritas como si fuesen para un manifiesto, puede leerse lo siguiente: “Babasónicos ha depurado sin duda su técnica de fascinación de multitudes. (…) Lo que poco o nada ha cambiado es el espíritu que alienta a este de grupo de conspiradores y su lógica secreta. (…) Babasónicos no ha cedido un centímetro de territorio en su plan de conquista del mundo. Fue el mundo el que, lentamente, en ciertos lugares, en determinados momentos, fue rindiéndose para volverse más babasónico. Luces es el registro de este triunfo”. Tuñón aclara: “Todo esto estaba dentro de nuestras cabezas. Siempre apostamos por la longevidad. Pero esta introducción no es conmemorativa. Simplemente ayuda a que nos interpreten mejor… Hay gente que cree que empezamos con Jessico”.
Así, entre recortes, pueden verse al menos algunos de los mejores videos del rock nacional. El interrogante, entonces, se hace evidente: ¿por qué no reunir todos esos clips y editarlos también en este formato? Pero la respuesta no es tan simple: “El rock, para mí, es una paracultura: sin tratar de enseñar, te enseña; te muestra el otro lado de la vida. A mí el rock me dio muchas referencias, me enseñó sobre literatura y sobre cine, cosas a las que yo no accedía. Nosotros también sentimos que teníamos esa responsabilidad. En nuestros videos, por lo tanto, tratábamos de tener un imaginario ridículo. Después nos dimos cuenta de que los videos no tienen tanta importancia con relación al poder que tiene la música. Algunos clips me han parecido interesantes, pero jamás al nivel que alcanza una película o una canción. El video es algo mínimo, ni siquiera es marketing. Las variables de error son miles: puede pasar cualquier cosa. Nosotros dirigimos nuestro primer video porque faltó el director y ya teníamos todo armado”.
La relación de Babasónicos con el mundo audiovisual, sin embargo, va más allá de los videos y los registros en vivo: unos meses atrás, sin ir más lejos, apareció Las mantenidas sin sueños, la película de Vera Fogwill y Martín De Salvo, cuya banda de sonido estuvo a cargo del grupo. “Las bandas de sonido siempre fueron una influencia importante, sobretodo en la época de Dopádromo, cuando nos interesamos bastante en el spaghetti western. Allí se aborda a la música desde otro lado: entre sus notas intermedias, hay sensaciones de desierto y de desasosiego, hay notas tristes y alegres. Todo se dio de forma natural con Vera: ella nos propuso esto en una época en la que estábamos con tiempo y con ganas. Compusimos en base al guión.”
Por estos días, después de cerrar la producción de los discos de algunos amigos (Carca y Victoria Mil), Babasónicos tiene planeado empezar a trabajar en su noveno álbum, al cual quieren otorgarle cierta singularidad. “Estamos viendo qué formato vamos a darle: no queremos que sea un simple disco. Tenemos mucho tiempo y muchas ideas. Intentaremos recorrer otros caminos y romper estructuras en base a melodías. Hasta ahora nunca repetimos lo que veníamos haciendo, nunca llegamos al convencionalismo del disco. Buscamos escribir la canción que no se haya escrito, aunque la música pop siempre tiene una reminiscencia de algo preexistente. Lo importante en este laberinto es no estar en el mismo lugar que ya estuviste.

2/6/07

Tras las huellas de un converso

Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

Pocas veces en la historia de la literatura, la existencia de un escritor ha presentado tantos enigmas como en el caso de Fernando de Rojas, hoy mayoritariamente considerado el autor de La Tragicomedia de Calisto y Melibea, inmortalizada con el nombre de La Celestina gracias a la extraordinaria sustancia de su personaje más conocido. Si se exceptúa, claro, a Shakespeare. No al mítico –aquel construido a partir de la infinidad de conjeturas que transformaron en leyenda al más célebre bardo inglés–, sino al Shakespeare real, de quien tan sólo se preservan una fe de bautizo, una licencia de matrimonio, un escudo de armas, algún título de propiedad y millones de conjeturas acerca de cómo fueron sus días y sus noches.
Pero incluso de Shakespeare se conserva al menos –más allá de los cambios, de las correcciones, revisiones, anotaciones y ediciones piratas–, el corpus magistral de sus obras, que siempre brinda al biógrafo la ilusión de poder acortar esa profunda e inverificable grieta que existe entre la vida y el arte de un autor.
El caso de Fernando de Rojas es aún más difícil: sólo disponemos de su única y solitaria creación. Debemos aceptar, entonces, a falta de otros testimonios, que quien fue capaz de revelar posibilidades ilimitadas de creación a través de una obra pionera de la novela y el teatro modernos, verdadera summa de la concepción del mundo a fines del siglo XV, no volvió a incursionar en la literatura. Como así también que el responsable de semejante hazaña no fue alguien dedicado a las letras sino un abogado, que plasmó su obra maestra con sólo veinticinco años, mientras estudiaba leyes en Salamanca, en unos quince días de vacaciones y “robándole tiempo a mi principal estudio”.
Por otra parte y de un modo menos sorprendente, la consagración histórica de La Celestina no se produjo en vida de su autor. Ningún escritor contemporáneo o cercano a su tiempo lo nombra, a pesar de que se supone que la obra gozó de gran éxito y popularidad en su época.
Todos estos elementos no podían menos que despertar dudas acerca de la paternidad de La Celestina y hasta de la propia existencia de Fernando de Rojas.
María Rosa Lida de Malkiel, una de las más brillantes investigadoras del mundo literario hispánico, afirmó alguna vez que todos los estudiosos de La Celestina estaban de acuerdo en señalar que se encontraban frente a una obra maestra y estaban en desacuerdo prácticamente en todo lo demás. Esas divergencias se multiplican en lo referente a la autoría de la obra y a la vida de su improbable autor, al punto de haber extenuado, por la resistencia del misterio, a varias generaciones de críticos.
El caso es que, a pesar de los esfuerzos de los investigadores que, durante cinco siglos, trataron de hallar pruebas fehacientes de la existencia de Fernando de Rojas, es muy poco lo que de él se sabe. Aún no se ha podido establecer con certeza el lugar y la fecha exactas de nacimiento, aunque se lo cree originario de La Puebla de Montalbán, poblado de la provincia de Toledo, donde habría nacido hacia 1475, hijo de Garci Gonçalez de Rojas y Catalina de Rojas, con toda probabilidad judíos conversos. Stephen Gilman, uno de los más destacados estudiosos de la vida del autor, opina no obstante que su padre fue un tal Hernando de Rojas, quemado en la hoguera por la Inquisición de Toledo en 1488.
Existen documentos que certifican que estudió leyes en Salamanca y que ejerció con cierta fortuna la profesión de abogado en la cercana Talavera de la Reina, a la que se trasladó luego de un altercado con un vecino de su pueblo natal. Casado con Leonor Alvarez, tuvo al menos tres hijos que alcanzaron la edad adulta (Francisco, Juana y Juan), e intervino con frecuencia en los avatares políticos y administrativos de la ciudad, de la que llegó a ser nombrado Alcalde Mayor, según consta en los libros de Acuerdos del Ayuntamiento. Se ha conservado asimismo su testamento, donde figura muy detallado el contenido de su biblioteca, integrada por 93 volúmenes que incluyen libros jurídicos y religiosos, además de textos clásicos de Boccacio, Petrarca, el marqués de Santillana y Erasmo, entre otros. También se hallaron documentos sobre un proceso de la Inquisición de Toledo contra su suegro, Alvaro de Montalbán, acusado de judaizante, quien propuso como defensor a Rojas, pero su candidatura fue recusada por los inquisidores, que lo consideraban poco fiable y no muy libre de sospecha. De cualquier manera, no hay dudas de que Rojas murió en 1541 como cristiano, fue enterrado en la iglesia del Monasterio de la Madre de Dios con hábito franciscano, sin olvidar antes de ordenar en su testamento cien misas por el descanso eterno de su alma.
La filiación religiosa de Fernando de Rojas ha cobrado relevancia en tanto no pocos críticos quisieron explicar, a partir de su condición de judío converso, la supuesta intención de encubrir su nombre en la obra por temor a la Inquisición. También, y de forma ya más claramente arriesgada, otros interpretaron que esa percepción de la vida como una guerra, como litigio de unos contra otros y consigo mismo, y la desesperanzada mirada con la que Rojas percibe la sociedad en crisis de fines del siglo XV, son fruto de las vicisitudes que el hombre tuvo que afrontar en calidad de converso.
De cualquier forma, los lectores modernos no sabremos nunca si ese hondo y conmovedor pesimismo que provocan ciertos tramos de la historia de Calisto y Melibea, ese oscuro sentimiento trágico que la bordea, la desgarrada concepción de la realidad que transmite, son reflejos del temperamento de su autor, de las circunstancias de su biografía o tan sólo invención literaria, diseño poético. Pero sí podemos sospechar que, al final de sus días, el propio Rojas no parecía sentirse demasiado orgulloso con su única y magnífica creación. Del inventario de su imponente biblioteca se desprende que al llegarle la muerte sólo conservaba un ejemplar de La Celestina. Ejemplar que Francisco de Rojas, su primogénito, no quiso conservar para sí, porque su valor por entonces era de diez maravedís, el equivalente a medio pollo.

Las peripecias de un prófugo

Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

El autor de Arlequín, servidor de dos patrones no tuvo una vida feliz, si ello es posible. Enamoradizo y aficionado al juego, pasó buena parte de su existencia escapando de sus acreedores y de más de un marido celoso, sin alcanzar el reconocimiento que su renovación teatral merecía.

A poco de internarse en el curso de su extensa vida, la existencia de Carlo Goldoni parece más que nada signada por la huida. Siendo muy joven abandonó los estudios para escapar con una compañía de cómicos. Nuevas escapadas —de los acreedores, de la justicia, de las mujeres— serían una constante en la vida del poeta y le acompañarían hasta su muerte, ocurrida también en el exilio.
Proveniente de una familia acomodada, Goldoni nació en una bella casa situada en una esquina de la calle Cent’anni, muy cerca de la Iglesia de Santo Tomás, en pleno corazón de Venecia. Era un hogar donde no faltaba nunca la alegría: su abuelo, Carlo Alejandro, el primer Goldoni, se había trasladado allí desde su Módena natal para ejercer la profesión de notario, pero lo que más lo desvelaba era procurarse todo tipo de diversiones: por su palacio pasaban los mejores músicos y actores de la época, y se organizaban continuamente lujosas fiestas, tanto que muy pronto Don Alejandro fue perdiendo no sólo su patrimonio sino también el de su esposa, una viuda respetable y acomodada, perteneciente a la familia Salvioni, con quien se había casado en segundas nupcias. Esta viuda tenía a su vez una hija, Margherita, y Carlo Alejandro no tuvo mejor idea que casarla con su hijo mayor, Giulio Goldoni, para mantener unida a la familia (y, de paso, anexar al decaído patrimonio la dote de ambas). Giulio heredó de su padre el mismo espíritu festivo junto con una absoluta incapacidad para administrar los bienes, por lo que muerto Don Alejandro la menguada fortuna familiar se vino abajo y Giulio tuvo que comenzar sus estudios de medicina con la esperanza de poder mantener a su familia. En ese ambiente tan dado a los placeres y la diversión creció el pequeño Carlo, absorbiendo al tiempo las costumbres venecianas, conociendo personajes, aprendiendo su dialecto lleno de gracia y picardía.
Mientras su padre le procuraba sobre todo diversiones y caprichos, su madre se encargaba de su educación, tratando de que el niño se interesara por los libros que se iban salvando de las sucesivas hipotecas que imponían los acreedores. A los cuatro años, Carlo ya sabía leer y escribir, y a los ocho, sin haber presenciado jamás una representación teatral, ya esbozaba su primera comedia, al parecer lo suficientemente buena como para que algunos parientes dudaran de su autoría.
Semejante precocidad no le aseguró, sin embargo, un tránsito favorable en los posteriores estudios con los dominicos en Rímini: fue un alumno más bien mediocre, por culpa principalmente de la asiduidad con la que concurría al teatro y por la poca atención que prestaba a la filosofía tomista en comparación con su avidez por Plauto, Terencio, Aristófanes y Menandro, cuyos libros devoraba. Y, cuando una compañía de cómicos se cruzó en su camino, no dudó en huir con ellos.
De regreso con su padre, éste intentó encaminarlo nuevamente en los estudios, convenciéndolo de que se inclinara por la medicina, profesión que él mismo ejercía (sin demasiada fortuna, por cierto). Pero mal podía el joven asimilar sus consejos, cuando su progenitor había instalado en la casa familiar a una compañía de cómicos, con la que Carlo probó por primera (y última) vez, sus escasas dotes para la actuación.
Fue entonces que su madre, más sensata, convenció al padre de que el joven Carlo se dedicara a las leyes, y le consiguieron una beca en el prestigioso colegio Ghislieri de Pavia para cursar estudios de jurisprudencia. Y, de paso, librarlo de las redes de una mujer de “mala vida” que el joven había tratado ingenuamente de cortejar.
En Pavia empezó a ser conocido por su buen carácter, su afable conversación, su ingenuidad para tratar a las mujeres (las criadas parecían ser su debilidad y continuamente era engañado por ellas), su irrefrenable pasión por los juegos de azar (no hubo uno que no tentase) y su indudable destreza con los versos. Precisamente por esa habilidad, sus compañeros de Pavia lo convencieron de escribir una sátira contra las jóvenes de las mejores familias de la ciudad, lo que provocó un verdadero escándalo: Carlo fue expulsado y nuevamente tuvo que marcharse.
Este segundo fracaso en los estudios decepcionó un tanto al autor, que se debatía entre su pasión por la poesía dramática y el cumplimiento de obligaciones que le aseguraran su subsistencia. En Udine, donde recaló más tarde, retomó sin muchas ganas sus estudios pero nuevamente debió escapar por aventuras amorosas de las que salió mal parado. Se trasladó entonces a Módena, siempre con la intención de terminar su carrera, y allí, una tarde, quedó perturbado al presenciar cómo representantes del Santo Oficio sometían a un interrogatorio público al abad Gian Battista Vicini, poeta de la corte, para que confesara bajo tortura que había hecho propuestas indecentes a una dama de la ciudad desde un confesionario. Todavía asustado por la contemplación del episodio y consciente de su mala fortuna en asuntos amorosos, quiso ingresar al convento de los Capuchinos, decisión que su padre se encargó de torcer de la mejor manera: llevando a su hijo en una recorrida interminable por los teatros de Venecia. A la semana, se había esfumado la vocación sacerdotal del poeta pero no su natural tendencia a mezclarse en escándalos sentimentales, involucrándose ahora con dos respetadas damas de la sociedad, tía y sobrina, que el galán había intentado seducir (al mismo tiempo), y por lo cual nuevamente debió huir, sin dinero y con destino incierto.
Escurriéndose cada tanto en alguna compañía de cómicos en gira, en una de ellas conoció a Nicoletta Conio, la hija de un notario genovés, “joven inteligente y honesta que me compensó de todas las malas jugadas que las mujeres me habían hecho y me reconcilió con el bello sexo”, según el autor. Hay que pensar que la aparición de la equilibrada y tolerante Nicoletta en la vida de Carlo significó un freno a su tendencia al derroche y a su patológico apego al juego, pero no logró apartarlo de sus frecuentes enamoramientos con cuanta dama se cruzara ante sus ojos.
Promediando su vida y ya convertido en un autor famoso, debió enfrentar a competidores temibles, como Carlo Gozzi o el abate Pietro Chiari, que llevaron sus ataques al interior mismo del teatro, ridiculizándolo en sus obras. También debió lidiar con la crítica, que nunca terminó de aceptar su teatro innovador, con los empresarios, que buscaban el éxito por sobre todo, y con sus editores, que no dudaron en excluirlo de las ganancias cada vez que podían.
Frente a tantos maltratos, Goldoni se empecinó siempre en mostrar una actitud impasible, lo que ayudó a cimentar la fama de persona algo ingenua, cuando no abiertamente tonta. Que no hace justicia, sin dudas, a la compleja personalidad de quien aseguraba que “Mundo” y “Teatro” eran los dos “libros” de los que más había aprendido, que “es puro don de la naturaleza saber encontrar lo ridículo en cada cosa” y que, “por encima de lo maravilloso, es lo simple y natural lo que gana el corazón de los hombres”.
Pobre fue la recompensa que obtuvo: humillado por sus colegas, ignorado por su público, abandonado por sus amigos, mendigó un empleo digno que le permitiera sobrevivir, pero su amada Venecia no pudo o no quiso dar con una miserable ocupación para el único verdadero talento teatral de la República. Goldoni aceptó entonces una oferta de París para hacerse cargo de la Comèdie Italienne y, a pesar de haber cumplido ya el medio siglo, se armó de coraje y encaró su última escapada.
Creyó encontrar, en Francia y en la corte, un medio seguro de vida, pero nunca pudo disfrutar en esas tierras de una fama a esa altura bien merecida. Su final fue desdichado: viejo, enfermo y casi ciego, obligado por la pobreza a malvender su biblioteca, reducido a la mendicidad cuando la Revolución retiró todas las pensiones de la antigua corte, olvidado por todos salvo por la vieja y fiel Nicoletta, Carlo Goldoni murió el 6 de febrero de 1793 y fue enterrado, sin pompas y sin honores, en una tumba anónima del cementerio de Sainte-Catherine, en las afueras de París.
En su Venecia natal, la figura de Carlo Goldoni preside hoy el campo San Bartolomeo, centro preferido para los bailes y punto de encuentro de los jóvenes. La estatua es graciosa pero sin pretensiones, solo interesante por su cabeza, en la que el escultor supo captar la comprensiva ironía del modelo.

Anatomía de un taciturno

Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

Finalmente admirado pero nunca querido por sus compatriotas, la vida del autor de Casa de muñecas no abundó en alegrías. A ello contribuyeron el súbito empobrecimiento de su familia durante su infancia y la mediocridad y el conservadurismo de su país natal. La nota que sigue repasa los hechos salientes de su biografía y los rasgos decisivos de su carácter sombrío.

Lo más llamativo de la más bien monótona vida de Henrik Ibsen es que, perseguido desde siempre por el estigma del fracaso y luego de buscar durante toda su vida el reconocimiento a su obra dramática, cuando por fin alcanzó el éxito esperado descubrió que éste ya no le interesaba demasiado. Había abandonado su patria a los treinta y seis años, en 1864. Pasó veintisiete en el extranjero, principalmente en Italia y Alemania, y regresó a los sesenta y tres a su hogar, Cristianía, convertido en un autor ilustre en todo el mundo. Pero no sentía ninguna felicidad con su vida artística, ni siquiera cuando cumplió los setenta y su patria le dedicó toda clase de homenajes, la misma patria que tres décadas antes lo había rechazado.
La biografía de Ibsen es escasa en cuanto a grandes y trascendentes acontecimientos. Parecía más que nada un “espectador” de la vida y apenas si participaba de ella, o al menos de los aspectos más excitantes. Con una existencia emocional reprimida, siempre temeroso del ridículo y el escándalo, hay que creerle a la investigadora Mary McCarthy cuando afirma que “para Ibsen la dramaturgia fue una forma de psicoterapia”.
Un acontecimiento producido en la infancia del dramaturgo lo marcaría para toda su vida: cuando tenía ocho años, su padre, Knut Ibsen, un próspero comerciante en maderas, hizo algunos malos negocios y cayó en la ruina. La familia, que hasta entonces gozaba de una vida acomodada y del aprecio social de la pequeña Skien natal, tuvo que abandonar la lujosa casa que habitaban y trasladarse a una pobre finca en Venstob, en los alrededores de la ciudad. El pequeño Ibsen se tornó entonces taciturno y retraído, casi no se relacionaba con nadie, refugiándose en la lectura de la Biblia (de la que no se separaba nunca) y en el dibujo, otra de sus pasiones.
Desde entonces, las privaciones y las penurias económicas lo acompañarían durante la mayor parte de vida, determinando en gran medida su progresivo y general desencanto. Quienes mejor lo conocieron lo pintan como un hombre solitario e individualista, también un tanto arrogante y orgulloso. Por lo general malhumorado, era terrible en sus cóleras y habitualmente se quejaba de su pobreza, de su destierro, de la ruindad de las críticas y de la incomprensión popular. En Grimstad, donde tuvo que trasladarse para trabajar como ayudante de un farmacéutico, el joven Ibsen suponía un verdadero enigma. No simpatizaba con nadie y nadie simpatizaba con él. Parecía ofenderle el buen humor de otros jóvenes, quienes criticaban en Ibsen “una necesidad ridícula de estar triste”.
En verdad, son pocas las amistades que se le conocieron a lo largo de su vida. A Ole Schulerud, camarada y amigo del poeta, quien fue también un poco su protector en los tiempos difíciles, lo quiso de verdad y lamentó mucho su muerte. Con Björnstjerne Björnson, el otro gigante de las letras noruegas del siglo XIX, la relación fue más bien complicada. Fueron compañeros de estudios y es seguro que se apreciaban y admiraban mutuamente –al punto que Björnson fue padrino de su único hijo Sigurd y luego su suegro– pero siempre mantuvieron entre ellos una rivalidad que provocó no pocos desencuentros (el más extenso duró diecisiete años durante los cuales casi ni se hablaron). Ibsen le reprochaba a Björnson ciertas posturas políticas y secretamente sospechaba que éste hubiera promovido en la prensa críticas en su contra. Pero lo más seguro es que el encono proviniera de temperamentos extremadamente opuestos: descontando su talento para las letras, Björnson era optimista, apuesto, gentil, carismático y exitoso. Y lo más importante: el pueblo lo quería, algo que nunca logró Ibsen.
Sus relaciones con las mujeres tampoco fueron demasiado exitosas. A los dieciocho años, su sangre joven y vigorosa le jugó una mala pasada y dejó embarazada a una de las criadas de la farmacia donde trabajaba. Henrik tuvo que reconocer al pequeño, pagó lo que el juez dispuso y se olvidó para siempre del asunto. Clara Ebbel, una hermosa joven que conoció en Grimstad, fue su primera musa y mantuvo con ella amores “castos” hasta que los padres de ella, enterados del romance, no consintieron para nada la relación con el poeta y la joven terminó uniéndose poco después a un hombre poderoso de la ciudad. Defraudado, Ibsen conoció luego a Rikka Holst, “la flor de los campos” como él la llamaba, y se apuró a pedirle la mano –lo hizo en verso– pero nuevamente se encontró con la oposición de los progenitores de la joven que tampoco aprobaban la relación. Tuvo que resignarse a verse con ella a escondidas hasta que una tarde el padre los descubrió y Henrik huyó corriendo. Cuando muchos años después volvieron a encontrarse, ya casados ambos, el dramaturgo le preguntó conmovido: “¿Por qué no llegó a haber algo entre nosotros?”, a lo que ella le observó: “Pero Ibsen, ¿no recuerda usted que salió huyendo?”. Y el autor admitió: “Sí, por cierto. Nunca he sido valiente cara a cara”.
Claro que, fuera de su habilidad de entonces para la lírica, era bien poco lo que poseía el joven poeta para llamar la atención de las mujeres. Quienes lo conocieron en su juventud lo pintaban como alguien flaco y un tanto desgarbado, con el pelo siempre revuelto que escondía “una cara afilada y tensa, de color de yeso, tras una barba negra e inmensa”, según la descripción de su amigo Björnson. Andaba siempre con su indumentaria sucia y descuidada, los zapatos rotos (los zapatos eran una obsesión para él) y hasta su suegra, la ilustre escritora Magdalena Thoresen, que en verdad lo apreciaba, lo definió por entonces como “un tipo insignificante”. Años después, cuando alcanzó la madurez, Ibsen adquirió el aspecto anodino de un funcionario envejecido en el cargo o de un pastor luterano y, salvo un breve período en el extranjero en el cual solía usar una chaqueta de pana blanca con sombrero al tono (símbolo de sus devaneos artísticos de por entonces), generalmente se lo veía con una levita muy ceñida al pecho y una galera que parecía pequeña encima de una cabeza gigantesca por la abundante cabellera y la barba tupida que se confundía con sus conocidas patillas. Un malévolo crítico francés lo describió cierta vez como “un león, pero no uno de verdad, sino con melenas postizas”.
Es bien conocido el resentimiento que Ibsen sentía hacia la idiosincrasia de la sociedad noruega y fue siempre un crítico feroz de las conductas de sus semejantes. Nunca sintió a su patria como un verdadero hogar y se refería a ella como “un país donde todo es mezquino y se encoge el alma”. A favor de Ibsen hay que decir que esa patria proporcionaba por entonces pocos motivos de los cuales enorgullecerse. Noruega era una nación dominada por sus vecinos, que no había conocido la independencia por casi cinco siglos y a la que habían llegado muy atemperados los coletazos de la revolución de 1848. Dominada por el conservadurismo luterano, se encontraba también singularmente atrasada desde el punto de vista cultural, y con una vida escénica prácticamente inexistente, lo que explica que pasados los veinte años “el padre del teatro moderno” no hubiera pisado jamás un teatro. En ese ambiente era imposible que pudiera desarrollarse un espíritu inquieto y cuestionador como el de nuestro artista, por lo que fue inevitable que terminara emprendiendo el exilio. Algo que no le resultó fácil, porque cuando solicitó una pensión para viajar por el extranjero, como la que antes habían obtenido Björnson y muchos otros de sus colegas, a él un diputado le contestó por carta que “sólo merecía una paliza”.
Con la ayuda de unos amigos pudo cambiar de aires, lo que no se tradujo, sin embargo, en una transformación de su carácter hosco. Si bien es cierto que se sintió deslumbrado por el paisaje de Italia, por la livsglaede (alegría de vivir) tan típica de sus habitantes y comparaba su atmósfera con la de Cómo gustéis de Shakespeare, su temperamento no estaba para nada en consonancia con el espíritu de la tierra del sol: “Me aíslo y soy un hombre poco sociable en la extensa colonia de Roma”, decía en una carta a un amigo. Tampoco le sedujo demasiado Alemania (vivió en Munich y en Dresde, porque pensaba que allí podía asegurarse una buena educación para Sigurd), un país que lo había acogido muy bien pero donde él consideraba que “jamás podría vivir un verdadero poeta”. Y cuando alguien quiso rebatirlo mencionando el nombre de Von Kleist, alguien que sin dudas había sido un “verdadero poeta”, él contestó: “justamente, el pobre infeliz tuvo que matarse”.
Pero el exilio significó sí un cambio radical para su carrera: los años que vivió en el extranjero constituyeron el período de más exquisita libertad que hubiera conocido jamás, cuando escribió sus mejores obras y alcanzó así la fama que tanto había ansiado. No le había resultado fácil, pero hay que reconocerle la inquebrantable confianza en su vocación, aún en los peores momentos, cuando con su amigo Schulerud debían vender ejemplares de su primera obra como papel para envolver en el establecimiento de un salchichero y obtener así unas monedas que aseguraran su subsistencia. Ibsen verdaderamente sentía una dicha inconmensurable en el acto de escribir, por la “misteriosa satisfacción de crear”, desde que era prácticamente un niño y le había confesado a su hermana Hedvig su “deseo de escalar las más luminosas cumbres para distinguir desde su altura la verdad, aunque hubiera de cegarme su esplendor, para luego morir”.
Y cuando escribía, cuando trabajaba en plena inspiración, sólo necesitaba del más absoluto silencio –cualquier ruido lo enfurecía–, además de tabaco y café (aún se conserva en la Biblioteca Nacional de Oslo una carta suya solicitando dinero para ambos, sin los cuales parece que le era imposible escribir). Metódico al extremo, se levantaba a las siete en verano y a las ocho en invierno. Maduraba su plan de trabajo durante el aseo y escribía de nueve a una para luego almorzar, despachar su correspondencia y salir de paseo, siempre en soledad. Habitualmente se sentaba en un café, donde se dedicaba a observar la vida de los demás, estudiando gestos y reacciones que pudieran llegar a transformarse en futuros personajes, para luego regresar a la calma monacal de su despacho y seguir escribiendo hasta bien entrada la noche.
Para llevar adelante su rutina creadora contó con el apoyo fiel de su mujer, Susana Thoresen, la compañera perfecta de Ibsen durante toda su vida, para con quien la posteridad fue injusta, ya que poco se la menciona en las biografías y estudios sobre el autor cuando, sin embargo, su influencia en la obra del noruego fue determinante. Porque no sólo lo acompañó durante el exilio, sobrellevando las penurias económicas, alentándolo a proseguir cada vez que estuvo a punto rendirse, abandonando una situación privilegiada para unirse a un escritor por entonces prácticamente ignorado. También aconsejaba frecuentemente a su marido y es seguro que algunos de los inolvidables tipos femeninos de sus obras hayan sido sugeridos por esa mujer culta, sensible e inteligente, aunque no muy bella, que él apodaba graciosamente “mi gata”.
Cómo correspondió Ibsen a semejante entrega es algo que nadie sabe. Lo que sí se sabe es que fue al menos bastante ingrato con otra mujer, nada menos con la que le dio el argumento de Casa de muñecas, su obra más famosa. La anécdota la registra Egil Törnqvist en su libro Ibsen: A Doll’s House, y cuenta que cuando ya era un dramaturgo renombrado, Henrik conoció a Laura Petersen, una joven mujer que había imaginado una continuación para su Brand, a partir de la cual se estableció una relación afectuosa entre ambos, tanto que él comenzó a llamarla “mi alondra” (parece que los apelativos relacionados con los animales eran de su preferencia). Luego la vida de Laura cambió: se casó con un licenciado en letras, Victor Kieler, quien resultaría una persona difícil, con tendencia al enojo y, en ocasiones, violento. Un día este hombre se enfermó de los pulmones y los médicos le recomendaron trasladarse a un lugar con mejor clima. Los Kieler no tenían dinero y entonces ella se vio obligada a pedir un préstamo a escondidas de su marido, gracias al cual pudieron viajar y él terminó curándose. Pero los prestamistas acosaron a Laura, por lo que ella decidió contarle todo a su amigo Ibsen y pedirle que la ayudara a vender un nuevo manuscrito de ella, a fin de obtener un adelanto. Pero Ibsen no quiso molestarse (ni soltar una moneda) y le contestó que su manuscrito era demasiado flojo, aconsejándole contarle todo a su marido. No sin antes pedirle detalles sobre su historia, porque el astuto escritor había encontrado en la carta el argumento para una nueva obra teatral. Laura terminó internada en una clínica psiquiátrica, repudiada por su marido quien le pidió el divorcio y le quitó a sus hijos. Casa de muñecas se estrenó al año siguiente y, paradójicamente, es aún hoy considerada un manifiesto “feminista”.
De regreso a Noruega y llegando a los setenta, Ibsen ya no tuvo que preocuparse más por el dinero: había ganado bastante con sus obras y, además, en sus años romanos había sacado por lo menos dos veces la lotería. Se dedicaba entonces a comprar cuadros antiguos, a pasear por las calles de Cristianía luciendo sus numerosas condecoraciones (costumbre que Björnson no dejaba de criticarle) o sentado en el Gran Café del centro de Cristianía, donde tenía una mesa reservada con su propio servicio de café. Allí los camareros habían recibido la orden de no molestarle y evitar que nadie se le acercara. Pero hay que suponer que los transeúntes se agolpaban para observarlo con esa fascinación morbosa que despierta la fama. A fin de cuentas, con el tiempo los noruegos terminaron admirando y respetando a Ibsen, aunque nunca lo amaron. Es también por esos años que conoció a Emilie Bardach, una encantadora jovencita de la que se enamoró y con la que mantuvo un idilio meramente epistolar. Viejo y cansado, Ibsen se conformaba con sentarse a su lado.
Poco después sufrió un infarto que le impidió seguir escribiendo y su salud fue empeorando hasta que no pudo salir más de su dormitorio. En 1906, la gran Eleonora Duse (según muchos la mejor Hedda Gabler que tuviera su obra), viajó a Cristianía para conocerlo pero debió resignarse a observar de pie la ventana del escritor, ansiando siquiera ver su figura. Ibsen estaba moribundo. Al día siguiente, el enfermo fue visitado por un grupo de amigos. La enfermera que lo atendía quiso dar una nota de optimismo y anunció que el dramaturgo se encontraba mejor. En esos momentos Ibsen se incorporó y pronunció sus últimas, memorables palabras: “Todo lo contrario”.


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