29/2/08

La casa de Bukowski, patrimonio cultural


El poeta alcohólico, aficionado al turf, escritor de novelas escatológicas, y escritor de culto ahora es, póstumamente, el niño mimado del establishment de Los Ángeles.

La casa en la que vivió el poeta y narrador estadounidense Charles Bukowski (1920-1994), autor de clásicos del realismo "sucio" como Escritos de un viejo indecente o Música de cañerías, ha sido declarada Monumento histórico y cultural por el Consejo de la ciudad de Los Angeles (California). Así evitarán que los actuales propietarios demuelan el bungalow donde él vivió entre 1963 y 1972.Cuando a fines de 2007 plantearon la posibilidad de salvar la casa, el abogado de los propietarios se opuso aduciendo que Bukowski había tenido inclinaciones nazis y que, además, la casa no tenía importancia en su desarrollo como escritor. Sin embargo, las autoridades de la ciudad californiana no lo entendieron así. Bukowski escribió en esa casa su primera novela, Post office (1971), tras varias décadas dedicado a la poesía y el relato. "Hollywood no es famoso por sus santos o por sus monjas. Siempre atrajo gente complicada e importante, Bukowski definitivamente encaja en ese molde", explicó el consejero Angel Garcetti.Según la agencia Reuters, los vecinos recibieron la noticia perplejos. Muchos ni siquiera habían oído hablar de Bukowski. "¿Sabés? No conozco al tipo -dijo Lorraine Marshall-. Yo adoro la poesía, pero por favor, es un bungalow cochambroso y viejo. A la gente se le va la mano a veces".

25/2/08

Sweeney Todd


Por Marcos Vieytes
Publicado en EL AMANTE 

La oscuridad del universo de Tim Burton no fue ni será nunca terminal, y ninguna película suya posterior a Ed Wood pudo igualar el solitario desasosiego de aquella. Tampoco lo hace ésta (su fe en la familia es todavía más inocultable que en Charlie...), pero el habitual pesimismo de diseño de su cine es aquí tan funcional a la adaptación del musical en el que está basado el film, y tan robustos los números de Grand Guignol ofrecidos, que uno se deja ganar por esa masa de texturas y sonidos suntuosamente infames. Además está Johnny Depp, un actor que con su forma de caminar, con cada primer plano de su mirada fija en el vacío y con cada una de las erres que raspa al cantar, demuestra ser más complejo, más irredimible incluso que el propio director. La fordiana (por Henry, no por John) secuencia de las afeitadas asesinas en serie es una de las más filosas y significativas del año que comienza.

Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street
EE.UU. / Reino Unido, 2007, '116, dirigida por Tim Burton. Con Johnny Depp, Helena Bonham-Carter, Alan Rickman, Timothy Spall, Sacha Baron Cohen.

19/2/08

Ocho brazos para abrazarte


Por Hanif Kureishi

 
Un día, en la escuela –un instituto únicamente para varones en la frontera entre Londres y Kent–, nuestro profesor de música nos dijo que John Lennon y Paul McCartney no eran en realidad los autores de las famosas canciones de Los Beatles que tanto nos gustaban.

Fue en 1968 y yo tenía trece años. Por primera vez en las clases de apreciación musical, íbamos a escuchar a Los Beatles –“She’s Leaving Home”– sin los bajos. La semana anterior, después de un poco de Brahms, se nos había permitido escuchar un disco de Elton John, también sin los bajos. Para el señor Hogg, nuestro profesor de música e instrucción religiosa, el bajo “oscurecía” la música. Pero escuchar cualquier cosa de Los Beatles en la escuela era enaltecedor, un acto tan extraordinariamente liberal que resultaba confuso.

El señor Hogg levantó la tapa del equipo estereofónico de la escuela, que se guardaba en una gran caja de madera oscura y era trasladado sobre un carrito a través de las dependencias por un conserje lisiado de la guerra del que todos abusaban. Hogg puso “She’s Leaving Home” sin ninguna introducción, pero tan pronto como comenzó a sonar, él inició su análisis de Los Beatles.

Lo que dijo fue devastador, si bien lo hizo de una manera sencilla, como si estuviera exponiendo algo que era obvio. Estos eran los hechos: Lennon y McCartney no podían haber escrito las canciones que se les adjudicaban; era un fraude; no podíamos dejarnos engañar por Los Beatles, ellos sólo eran los hombres de paja.

Aquellos de nosotros que no estábamos molestos por su cháchara mientras sonaba la canción, reíamos. Es cierto que, por una vez, la mayoría escuchábamos a nuestro profesor. Yo estaba perplejo. ¿Cómo podía creer algo tan absurdo? En realidad, ¿qué había detrás de esa idea?

–Entonces, ¿quién escribió las canciones de Los Beatles, señor? –se atrevió a preguntar alguien. Y Paul McCartney cantó:

We struggled hard all our lives to get by,

She’s leaving home after living alone,

For so many years.

El señor Hogg nos dijo que Brian Epstein y George Martin habían escrito las canciones de Lennon y McCartney. Los Fabulosos sólo tocaban en los discos –si es que hacían alguna cosa–. (Hogg tenía sus dudas en cuanto a si sus manos habían llegado alguna vez a tocar los instrumentos.) “En sus discos los que tocan son músicos de verdad”, dijo. Luego guardó el disco en su famosa funda y cambió de tema.

Pero yo pensé en la teoría de Hogg durante días; en muchas ocasiones estuve tentado de acorralarlo en el pasillo y discutir un poco más el tema. Cuanto más pensaba el asunto en solitario, más revelador me resultaba. Los “cabezas de estropajo” ni siquiera sabían leer música..., ¿cómo iban a ser unos genios?

Para el señor Hogg resultaba insoportable que cuatro hombres jóvenes, sin ninguna educación importante, pudiesen ser los portadores de tanto talento y merecedores de la aclamación de la crítica. Pero Hogg tenía una actitud un tanto sagrada hacia la cultura. “Es culto”, decía de alguien; el antónimo de “Es vulgar”. La cultura, incluso la cultura popular –por ejemplo, las canciones folk–, era algo para lo que se necesitaba poner una cara especial, conseguida tras muchos años de pesados estudios. La cultura involucraba una forma particular de arrugar la nariz, una mirada distante (hacia lo sublime), una manera de fruncir los labios en forma de boca de piñón. Hogg sabía. Todo esto iba acompañado, además, de signos indumentarios para entendidos, consistentes en parches de cuero cosidos a los codos de unos sacos lustrosos y antiguos.

Como es obvio, Los Beatles no habían nacido inmersos en el conocimiento. Tampoco lo habían adquirido en ninguna academia o universidad reconocidas. Por el contrario, con apenas veinte años cumplidos, los Fabulosos hacían cultura una y otra vez, sin ningún esfuerzo, incluso mientras gesticulaban y hacían guiños ante las cámaras como si fuesen escolares.

Sentado en mi dormitorio, dedicado a escuchar a Los Beatles en un Grundig de bobina, comencé a comprender que admitir el genio de Los Beatles resultaría devastador para Hogg. Le quitaría demasiadas cosas. Las canciones que eran tan perfectas y hablaban de sentimientos comunes tan fáciles de reconocer –“She Loves You”, “Please, Please Me”, “I Wanna Hold Your Hand”– habían sido escritas por Brian Epstein y George Martin porque Los Beatles sólo eran muchachos como nosotros: ignorantes, groseros, maleducados; muchachos que jamás, en un mundo justo, conseguirían hacer nada importante con sus vidas. Esta creencia implícita, o forma de desprecio, no era abstracta. Nosotros sentíamos y algunas veces reconocíamos –y la actitud de Hogg hacia Los Beatles lo ejemplificaba– que nuestros maestros no sentían ningún respeto hacia nosotros como personas capaces de aprender, de encontrar que el mundo era interesante y de querer conocerlo.

Los Beatles también le resultaban difíciles de digerir a Hogg porque para él había una jerarquía entre las artes. En la cumbre se encontraban la música clásica y la poesía, junto a la gran pintura y la novela. En medio estaban ejemplos no muy buenos de todas las anteriores. Al final de la lista, y apenas consideradas como formas artísticas, el cine (“las películas”), la televisión y, finalmente, lo más ínfimo: la música pop.

Pero en los albores posmodernos –a mediados de los sesenta– me gustaría creer que Hogg comenzó a experimentar un vértigo cultural, motivo por el cual, en primer lugar, se preocupó por Los Beatles. Pensó que él sabía lo que era cultura, lo que tenía peso, y qué cosas se necesitaban saber para ser educado. Estas cosas no eran relativas, no eran una cuestión de gusto o voluntad. Existían nociones objetivas; había criterios y Hogg sabía cuáles eran. O al menos pensaba que lo sabía. Pero esta forma particular de certidumbre, de autoridad intelectual, junto con muchas otras formas de autoridad, estaba cambiando. La gente ya no sabía dónde estaba.

Además, tampoco se podía ignorar a Los Beatles incluso aposta. Estos rockeros de traje eran únicos en la música popular inglesa, mucho más importantes que cualquiera anterior. Qué placer era pasar montado en el autobús por delante del palacio de Buckingham, y saber que la reina estaba en su interior, en zapatillas, viendo su película favorita, Submarino amarillo, y tarareando “Eleanor Ribgy” (“All the lonely people...”).

A Los Beatles no se les podía dejar de lado tan fácilmente como a los Rolling Stones, que a menudo parecían un sucedáneo de grupo americano, especialmente cuando Mick Jagger comenzó a cantar con acento americano. Pero la música de Los Beatles era de una belleza sobrenatural y se trataba de música inglesa. En ella se podían escuchar canciones picarescas de los teatros de variedades, baladas de taberna y, lo más importante, himnos. Los Fabulosos tenían las voces y el aspecto de niños de coro, y su talento era tan grande que podían hacer cualquier cosa –canciones de amor, cómicas, infantiles y estribillos para los hinchas de fútbol (en White Hart Lane, donde está el campo de Tottenham Hotspurs, cantábamos: “Here, there and every-fucking-where, Jimmy Greaves, Jimmy Greaves”). También podían hacer rock and roll, si bien tendían a parodiarlo, después de haberlo dominado desde el principio.

Un día, mientras estaba en la biblioteca de la escuela, durante la hora del almuerzo, encontré un ejemplar de la revista Life donde había un buen número de citas correspondientes a la biografía de Los Beatles escrita por Hunter Davies, el primer libro importante acerca de ellos y su infancia. No tardó en ser robado de la biblioteca y pasado de mano en mano, entre los alumnos, como una especie de “Vida de Santos” contemporánea. (Según el programa escolar debíamos leer a Gerald Durrell y a C. S. Forester, pero teníamos nuestros propios libros, que discutíamos, de la misma manera que nos intercambiábamos y discutíamos los discos. Nos gustaban Candy, El señor de las moscas, James Bond, Mervyn Peake y Sex Manner for Men, entre otras cosas.)

Por fin mis padres me regalaron la biografía para mi cumpleaños. Fue el primer libro de tapa dura que tuve y, con la excusa de estar enfermo, me tomé un día libre de la escuela para leerlo, con largas pausas entre capítulos para prolongar el placer. Pero The Beatles no me satisfizo de la manera que había imaginado. No era como escuchar, pongamos por caso, Revolver, después de lo cual te sentías inspirado y satisfecho. El libro me perturbó y embriagó; me hizo sentirme intranquilo e insatisfecho con mi vida. Tras leer acerca de los logros de Los Beatles, comencé a pensar que no esperaba gran cosa de mí mismo, que ninguno de la escuela lo esperaba. Al cabo de un par de años comenzaríamos a trabajar, no mucho más tarde nos casaríamos, y compraríamos una casa pequeña en el barrio. Nuestra forma de vida ya estaba decidida aun antes de haberse iniciado.

Para mi gran sorpresa, resultó ser que los Fabulosos eran chicos provincianos de clase media baja; no eran ricos ni pobres, su música no surgía de las penurias, ni tampoco contaban con los privilegios de la cultura. Lennon era duro, pero no era la pobreza la que le había hecho así. El Liverpool Institute, al que habían ido Paul y George, era un colegio bueno. El padre de McCartney ganaba dinero suficiente como para que Paul y su hermano Michael pudiesen tomar lecciones de piano. Más tarde, el padre le había regalado una guitarra.

Nosotros no teníamos guías o modelos a imitar entre los políticos, militares o figuras religiosas, o para el caso ni siquiera entre las estrellas de cine, como habían tenido nuestros padres. Los futbolistas y las estrellas del pop eran las figuras reverenciadas por mi generación, y Los Beatles, más que cualquier otro, constituían un ejemplo para legiones de jóvenes. Si el hecho de provenir de una clase equivocada restringía el sentido de lo que podías ser, entonces ninguno de nosotros se convertiría en doctor, abogado, científico o político. Estábamos condenados a ser empleados, funcionarios, vendedores de seguros y agentes de viaje.

No es que llevar algún tipo de vida creativa fuese algo totalmente imposible. A mediados de los sesenta, los medios de comunicación comenzaron a crecer. Hubo una demanda de diseñadores, artistas gráficos y cosas parecidas. En nuestras clases de arte diseñamos envases para tubos de dentífrico y fundas para discos con el fin de estar preparados, si llegaba la ocasión, para ir a la escuela de arte. Entonces estas escuelas gozaban de una gran fama entre los muchachos; se las consideraba como lugares de anarquía, las fuentes del arte pop británico, de numerosos grupos pop y generadoras de luminarias como Pete Townshend, Keith Richards, Ray Davies y John Lennon. Junto con el Royal Court y la sección dramática de la BBC, las escuelas de arte eran la institución cultural más importante en la Gran Bretaña de la posguerra, y algunos chicos afortunados consiguieron refugiarse en ellas. En una ocasión, me escapé del colegio para pasar el día en la escuela de arte local. En los pasillos, los muchachos sentados en el suelo con las piernas cruzadas iban despeinados y tenían las ropas manchadas de pintura. Una banda ensayaba en el comedor. Les gustaba tanto estar allí que se quedaron hasta la medianoche. Junto a la entrada trasera había preservativos tirados en el césped.

Pero estos muchachos estaban condenados a ser artistas comerciales, que era, por lo menos, un “trabajo honesto”. El arte comercial era una cosa aceptable, pero cualquier cosa que se aproximara demasiado al arte puro producía vergüenza; era pretencioso. Incluso la educación caía en esta trampa. Posteriormente, cuando fui a la universidad, mis vecinas se asomaban en bata y zapatillas para contemplarme y chismorrear entre ellas mientras yo pasaba calle abajo con mi enorme abrigo militar de segunda mano y una pila de libros de la biblioteca. Quisiera creer que eran los libros y no el abrigo la razón de sus protestas –la idea de que estaban financiando mi inutilidad con sus impuestos–. Sin duda alimentar mi cerebro no produciría ningún beneficio al mundo; sólo serviría para darme más argumentos; creas una intelligentsia y lo único que consigues es que te critiquen en el futuro.

(...)

Entonces podía, al menos, prepararme para ser un aprendiz. Pero, por desgracia para los vecinos, nosotros habíamos visto A Hard Day’s Night en el Bromley Odeon. Junto con nuestras madres, gritamos durante toda la proyección, con los dedos en los oídos. Después, no sabíamos qué hacer con nosotros mismos, adónde ir, cómo exorcizar la pasión que habían despertado Los Beatles. Lo habitual ya no era suficiente; ¡ahora ya no podíamos aceptar lo común de cada día! Deseábamos el éxtasis, la magnificencia, lo extraordinario: ¡hoy!

Para la mayoría, este placer sólo duró unas pocas horas y entonces se esfumó. Pero para otros abrió una puerta al tipo de vida que quizás, algún día, se pudiese alcanzar. Y así Los Beatles pasaron a representar las posibilidades y las oportunidades. Eran oficiales de carrera, un mito para guiarnos, una luz a la que seguir.

¿Cómo podía ser? ¿Cómo era posible que entre todos los grupos surgidos en aquel gran período pop Los Beatles fuesen los más peligrosos, los más amenazadores, los más subversivos? Hasta que conocieron a Dylan y, más tarde, tomaron ácido, Los Beatles vestían trajes a juego y escribían inocentes canciones de amor que no ofrecían mucha ambigüedad o llamadas a la rebelión. Ellos carecían de la sexualidad de Elvis, la introspección de Dylan y la malhumorada agresividad de Jagger. Y sin embargo..., y sin embargo –ésta es la cuestión–. Todo lo referente a Los Beatles representaba placer, y para los jóvenes provincianos y de las afueras de Londres el placer sólo era el resultado y la justificación del trabajo. El placer era la recompensa del trabajo y se gozaba sólo durante los fines de semana y fuera del horario laboral.

Pero cuando veías A Hard Day’s Night o Help!, estaba bien claro que aquellos cuatro muchachos se lo pasaban bomba; las películas transmitían libertad y disfrute. En ellas no había rastro alguno de la larga y lenta acumulación de seguridad y estatus, los movimientos año tras año hacia la satisfacción que se esperaba que pidiéramos a la vida. Sin ninguna conciencia, deber o preocupación por el futuro, todo lo referente a Los Beatles hablaba de alegría, abandono y atención a las necesidades de uno mismo. Los Beatles se convirtieron en héroes de los jóvenes porque no eran respetuosos; ninguna autoridad había quebrantado su espíritu; tenían confianza en sí mismos; eran divertidos; contestaban; nadie podía hacerles callar. Era esta independencia, creatividad y poder adquisitivo de Los Beatles lo que tanto preocupaba a Hogg. Su hedonismo ingenuo y sus logros deslumbrantes resultaban demasiado paradójicos. Para Hogg, darles su aprobación sincera hubiese sido como decir que el crimen da dividendos. Pero rechazar el mundo nuevo de los sesenta era admitir ser anticuado y estar fuera de contacto con la realidad.

Hubo una última estrategia desarrollada en aquel tiempo por los defensores del mundo convencional. Era la posición común de los vecinos. Argumentaban que el talento de tales grupos era escaso. El dinero lo gastarían tan deprisa como lo habían ganado, derrochado en objetos que eran demasiado ignorantes para poder apreciar. Estos músicos eran incapaces de pensar en el futuro. Qué tontos eran en desperdiciar la posibilidad de un trabajo seguro a cambio del placer de disfrutar de la admiración adolescente durante seis meses.

Esta actitud burlona de “cualquiera-puede-hacerlo” ante Los Beatles no representaba necesariamente una cosa mala. Cualquiera podía tener un grupo –y lo tuvo–. Pero desde el primer momento estuvo bien claro que Los Beatles no eran un grupo de tres al cuarto como los Merseybeats o Freddie and the Dreamers. Durante la época en que Hogg se preocupaba acerca de la autoría de “I Saw Her Standing There” y quitaba los bajos de “She’s Leaving Home”, al mismo tiempo que se preparaba para acostumbrarse a ellos, Los Beatles hacían algo que jamás se había hecho antes. Escribían canciones acerca de las drogas, canciones que sólo podían ser comprendidas en su totalidad por personas que tomaban drogas, canciones destinadas a ser disfrutadas plenamente si estabas drogado mientras las escuchabas.

Paul McCartney había admitido que tomaba drogas, especialmente LSD. Esta noticia resultó muy sorprendente en aquel entonces. Para mí, la única imagen que me sugerían las drogas era la de los esqueléticos drogadictos chinos en fumaderos de opio cochambrosos y adictos a la morfina en las películas de clase B; también la de la esposa de Larga jornada hacia la noche. ¿Qué estaban haciendo con sus vidas aquellos melenudos? ¿Hacia dónde nos llevaban?

En la cubierta de la funda de Peter Blake para Sgt. Pepper, entre Sir Robert Peel y Terry Southern aparece un ex alumno de Eton y novelista mencionado en En busca del tiempo perdido y considerado un genio por Proust: Aldous Huxley. Huxley fue el primero en tomar mescalina en 1953, doce años antes de que Los Beatles utilizaran LSD. Tomó drogas psicodélicas en once ocasiones, incluso cuando agonizaba su esposa le inyectó LSD.

Durante su primer viaje, Huxley experimentó la sensación de convertirse en cuatro sillas de bambú. Cuando los pliegues de sus pantalones de franela gris empezaron a “ser”, el mundo se convirtió en un organismo vivo, atractivo, imprevisible. En este universo transfigurado, Huxley comprendió tanto el miedo como la necesidad de lo “maravilloso”; que uno de los principales apetitos del alma era la “trascendencia”. En un mundo alienado y rutinario, regido por el hábito, la necesidad de escapar, de la euforia, del estímulo de las sensaciones, no se podía negar.

A pesar de su entusiasmo por el LSD, cuando Huxley tomó psilocibina junto con Timothy Leary en Harvard, se sintió alarmado por las ideas de Leary acerca de un uso más amplio de las drogas psicodélicas. Pensó que Leary era un “burro” y consideró que el LSD, en el caso de que se quisiera ampliar su uso, debía estar destinado a una elite cultural –a los artistas, psicólogos, filósofos y escritores–. Era importante que las drogas psicodélicas se empleasen con seriedad, en primer lugar como una ayuda a la medicación. Sin ninguna duda, no cambiarían nada en el mundo, por ser “incompatibles con la acción e incluso con el deseo de actuar”. Huxley se mostró especialmente inquieto por las cualidades afrodisíacas del LSD, y le escribió a Leary: “Le recomiendo vivamente que no se vaya de la lengua con el sexo. Ya hemos montado bastante revuelo al sugerir que las drogas pueden estimular las experiencias estéticas y religiosas”.

Pero no había nada que Huxley pudiese hacer para irse de la lengua. En 1961, Leary le dio LSD a Allen Ginsberg, que se convenció de que la droga contenía las posibilidades del cambio político. Cuatro años más tarde, Los Beatles conocieron a Ginsberg por medio de Bob Dylan. En su propia fiesta de cumpleaños, Ginsberg apareció desnudo, excepto por unos calzoncillos en la cabeza y un cartelito de “No molesten” colgado del pene. Posteriormente, John Lennon aprendería mucho del estilo de exhibicionismo de Ginsberg como protesta, pero en esa ocasión se apartó de él diciendo: “¡Estas cosas no se hacen delante de las chicas!”

Durante la segunda mitad de la década de los sesenta Los Beatles funcionaron como un canal poco común pero necesario e importante en la popularización de ideas esotéricas: sobre el misticismo, sobre las diferentes formas de participación política y sobre las drogas. Muchas de estas ideas tenían su origen en Huxley. Los Beatles podían seducir al mundo en parte por su inocencia. Eran, básicamente, unos buenos chicos que se habían vuelto malos. Y cuando se convirtieron en chicos malos, arrastraron a un montón de gente con ellos.

Lennon proclamó que había hecho centenares de “viajes”, y él era la clase de persona que podía tener interés en experimentar estados mentales poco comunes. El LSD crea euforia y suspende las inhibiciones; puede hacernos conscientes del sabor intenso de la vida. En la escalada de conciencia del “viajero”, también se estimula la memoria. Lennon sabía que la fuente de su arte era el pasado, y sus canciones ácidas estaban llenas de melancolía, autoexamen y arrepentimiento. Por lo tanto, no debe sorprendernos que Sgt. Pepper, que en un momento dado debía incluir “Strawberry Fields” y “Penny Lane”, estuviese concebido en un principio como un álbum de canciones acerca de la infancia de Lennon y McCartney.

Muy pronto Los Beatles comenzaron a vestir prendas diseñadas para ser interpretadas por personas que estaban colocadas. Dios sabe cuánto “ser” hubiese experimentado Huxley de haber podido ver a John Lennon en 1967, vestido con una camisa estampada con flores verdes, pantalones de pana roja, calcetines amarillos y un bolso donde llevaba las monedas y las llaves. No se trataba de adaptaciones baratas pero a la moda de lo que los varones jóvenes habían vestido desde finales de los cuarenta –camperas y pantalones tejanos, zapatillas de deporte, botas de trabajo o DM, gorras de béisbol, camperas de cuero–, estilos democráticos prácticos para el trabajo. Los Beatles rechazaron esta concepción del trabajo. Como dandies baudelerianos se podían permitir el lujo de vestir de una forma irónica y afeminada, por diversión, más allá de las convenciones habituales. Se apartaron del afanoso mundo de la posguerra cargado con los recuerdos de la devastación y el miedo –la guerra estaba más cercana a ellos de lo que Sgt. Pepper lo está de mí– vestidos con relucientes trajes de orquesta, terciopelo arrugado, sedas color durazno y cabellos largos; sus ropas eran maravillosamente no funcionales, y encarnaban su creatividad y los placeres del consumo de drogas.

En 1966, Los Beatles se comportaban como si hablasen directamente con todo el mundo. Esto no era ninguna apreciación equivocada; estaban en el centro de la vida de millones de jóvenes en Occidente. Sin ninguna duda es el único grupo pop del que se puede decir que, culturalmente, sin ellos, las cosas hubiesen sido muy diferentes. Todo esto no significa que lo que hacían tenía influencia e importancia. En ese momento, antes de que la gente fuese consciente del poder de los medios de comunicación, los cambios sociales sancionados por Los Beatles prácticamente ya habían ocurrido sin que nadie se diera cuenta. Los músicos siempre habían estado relacionados con las drogas, pero Los Beatles fueron los primeros en exhibir su empleo –marihuana y LSD– en público y sin vergüenza. Jamás dijeron, como hacen los músicos ahora –cuando los descubren–, que las drogas eran un “problema” para ellos. Y, a diferencia de los Rolling Stones, jamás fueron humillados por el consumo de drogas ni detenidos. Se dice que en una redada realizada en la casa de Keith Richards en 1967 la policía esperó a que George Harrison saliera antes de entrar.

Los Beatles hicieron que tomar drogas pareciera una experiencia divertida, elegante y liberadora; al igual que ellos, veías y sentías de una manera que jamás hubieras imaginado posible. Su respaldo, mucho más que el de cualquier otro grupo o individuo, libró a las drogas de sus asociaciones subculturales, vanguardistas y, en general, sórdidas, para convertirlas en parte de la actividad juvenil. Desde entonces, las drogas ilegales han acompañado a la música, la moda y la danza como parte de lo que significa ser joven en Occidente.

Allen Ginsberg llamó a Los Beatles “el paradigma de la era”, y, desde luego, estuvieron condenados a vivir el resto de su época con todas sus locuras, extremismos y meritorios idealismos. Un sinnúmero de preocupaciones de la época fueron expresadas a través de los Fabulosos. Incluso Apple Corps fue una idea característica de los sesenta: un intento de hacer funcionar una empresa comercial de una manera informal, creativa y no materialista.

Por mucho que hicieran o por mucho que se equivocaran, en cuestiones musicales Los Beatles siempre estaban por encima, y quizá fue eso, paradójicamente, lo que hizo inevitable su final. La pérdida de control que pueden acarrear las drogas psicodélicas, la furia política de los sesenta y su violencia antiautoritarias, la locura y la falta de autenticidad como estrellas del pop, en muy pocas ocasiones violan el perfecto acabado de su música. Canciones como “Revolution” y “Helter Skelter” intentan expresar pasiones no estructuradas o muy profundas, pero Los Beatles tienen demasiado control como para permitir que su música se desmande. Jamás han sonado como si el grupo fuera a desintegrarse por la pura fuerza del sentimiento, como ocurre con Hendrix, los Who o Velvet Underground. Su capacidad es tan grande que toda la locura puede quedar contenida en una canción. Incluso “Strawberry Fields” y “I Am the Walrus” son logradas y contenidas. La excepción es “Revolution Nº 9”, que fue incluida en el White Album porque Lennon la defendió a capa y espada; quería romper con la estructura y la formalidad de su música pop. Pero Lennon tuvo que dejar Los Beatles para continuar en aquella dirección y no fue hasta su primer álbum en solitario cuando consiguió desprenderse de la parafernalia de Los Beatles y exhibir el sentimiento puro que buscaba.

Al menos, esto es lo que pretendía Lennon. En los setenta, las tendencias de la liberación de los sesenta se bifurcaron en dos corrientes; el hedonismo, el autoengrandecimiento y la decadencia, encarnada por los Stones; y la política seria y la autoexploración, representada por Lennon. Continuó participando activamente en las obsesiones de su tiempo, como iniciado y líder, y esto lo convirtió en la principal figura de la cultura de su época, de la misma manera que Brecht lo fue, por ejemplo, durante los años treinta y cuarenta.

Pero, para continuar su desarrollo, Lennon tuvo que abandonar el marco de Los Beatles y trasladarse a América. Tuvo que deshacer Los Beatles para poder seguir con una vida interesante.


Incluido en Soñar y contar de Hanif Kureishi (Editorial Anagrama).

El adiós de Fidel al poder


Queridos compatriotas:
Les prometí el pasado viernes 15 de febrero que en la próxima reflexión abordaría un tema de interés para muchos compatriotas. La misma adquiere esta vez forma de mensaje.
Ha llegado el momento de postular y elegir al Consejo de Estado, su Presidente, Vicepresidentes y Secretario.
Desempeñé el honroso cargo de Presidente a lo largo de muchos años. El 15 de febrero de 1976 se aprobó la Constitución Socialista por voto libre, directo y secreto de más del 95% de los ciudadanos con derecho a votar. La primera Asamblea Nacional se constituyó el 2 de diciembre de ese año y eligió el Consejo de Estado y su Presidencia. Antes había ejercido el cargo de Primer Ministro durante casi 18 años. Siempre dispuse de las prerrogativas necesarias para llevar adelante la obra revolucionaria con el apoyo de la inmensa mayoría del pueblo.
Conociendo mi estado crítico de salud, muchos en el exterior pensaban que la renuncia provisional al cargo de Presidente del Consejo de Estado el 31 de julio de 2006, que dejé en manos del Primer Vicepresidente, Raúl Castro Ruz, era definitiva. El propio Raúl, quien adicionalmente ocupa el cargo de Ministro de las F.A.R. por méritos personales, y los demás compañeros de la dirección del Partido y el Estado, fueron renuentes a considerarme apartado de mis cargos a pesar de mi estado precario de salud.
Era incómoda mi posición frente a un adversario que hizo todo lo imaginable por deshacerse de mí y en nada me agradaba complacerlo.
Más adelante pude alcanzar de nuevo el dominio total de mi mente, la posibilidad de leer y meditar mucho, obligado por el reposo. Me acompañaban las fuerzas físicas suficientes para escribir largas horas, las que compartía con la rehabilitación y los programas pertinentes de recuperación. Un elemental sentido común me indicaba que esa actividad estaba a mi alcance. Por otro lado me preocupó siempre, al hablar de mi salud, evitar ilusiones que en el caso de un desenlace adverso, traerían noticias traumáticas a nuestro pueblo en medio de la batalla. Prepararlo para mi ausencia, sicológica y políticamente, era mi primera obligación después de tantos años de lucha. Nunca dejé de señalar que se trataba de una recuperación "no exenta de riesgos".
Mi deseo fue siempre cumplir el deber hasta el último aliento. Es lo que puedo ofrecer.
A mis entrañables compatriotas, que me hicieron el inmenso honor de elegirme en días recientes como miembro del Parlamento, en cuyo seno se deben adoptar acuerdos importantes para el destino de nuestra Revolución, les comunico que no aspiraré ni aceptaré- repito- no aspiraré ni aceptaré, el cargo de Presidente del Consejo de Estado y Comandante en Jefe.
En breves cartas dirigidas a Randy Alonso, Director del programa Mesa Redonda de la Televisión Nacional, que a solicitud mía fueron divulgadas, se incluían discretamente elementos de este mensaje que hoy escribo, y ni siquiera el destinatario de las misivas conocía mi propósito. Tenía confianza en Randy porque lo conocí bien cuando era estudiante universitario de Periodismo, y me reunía casi todas las semanas con los representantes principales de los estudiantes universitarios, de lo que ya era conocido como el interior del país, en la biblioteca de la amplia casa de Kohly, donde se albergaban. Hoy todo el país es una inmensa Universidad.
Párrafos seleccionados de la carta enviada a Randy el 17 de diciembre de 2007:
"Mi más profunda convicción es que las respuestas a los problemas actuales de la sociedad cubana, que posee un promedio educacional cercano a 12 grados, casi un millón de graduados universitarios y la posibilidad real de estudio para sus ciudadanos sin discriminación alguna, requieren más variantes de respuesta para cada problema concreto que las contenidas en un tablero de ajedrez. Ni un solo detalle se puede ignorar, y no se trata de un camino fácil, si es que la inteligencia del ser humano en una sociedad revolucionaria ha de prevalecer sobre sus instintos.
"Mi deber elemental no es aferrarme a cargos, ni mucho menos obstruir el paso a personas más jóvenes, sino aportar experiencias e ideas cuyo modesto valor proviene de la época excepcional que me tocó vivir.
"Pienso como Niemeyer que hay que ser consecuente hasta el final."
Carta del 8 de enero de 2008:
"...Soy decidido partidario del voto unido (un principio que preserva el mérito ignorado). Fue lo que nos permitió evitar las tendencias a copiar lo que venía de los países del antiguo campo socialista, entre ellas el retrato de un candidato único, tan solitario como a la vez tan solidario con Cuba. Respeto mucho aquel primer intento de construir el socialismo, gracias al cual pudimos continuar el camino escogido."
"Tenía muy presente que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz", reiteraba en aquella carta.
Traicionaría por tanto mi conciencia ocupar una responsabilidad que requiere movilidad y entrega total que no estoy en condiciones físicas de ofrecer. Lo explico sin dramatismo.
Afortunadamente nuestro proceso cuenta todavía con cuadros de la vieja guardia, junto a otros que eran muy jóvenes cuando se inició la primera etapa de la Revolución. Algunos casi niños se incorporaron a los combatientes de las montañas y después, con su heroísmo y sus misiones internacionalistas, llenaron de gloria al país. Cuentan con la autoridad y la experiencia para garantizar el reemplazo. Dispone igualmente nuestro proceso de la generación intermedia que aprendió junto a nosotros los elementos del complejo y casi inaccesible arte de organizar y dirigir una revolución.
El camino siempre será difícil y requerirá el esfuerzo inteligente de todos. Desconfío de las sendas aparentemente fáciles de la apologética, o la autoflagelación como antítesis. Prepararse siempre para la peor de las variantes. Ser tan prudentes en el éxito como firmes en la adversidad es un principio que no puede olvidarse.
Fidel Castro
Fuente: Granma, 19 de febrero de 2008

18/2/08

Promesas del Este


Por Agustín Campero
Publicado por EL AMANTE


David Cronenberg nos vuelve a entregar una película de gángsters. Y Promesas del Este bien podría funcionar como un espejo simétrico de su película anterior, Una historia violenta. El personaje principal es casi el mismo, y lo vuelve a representar el excelente Viggo Mortensen. No voy a abundar en el tema de las simetrías porque contribuiría a romper la fantasía propia de cualquiera de sus películas, pero digamos que nuevamente se trata de un mundo equilibrado, amenazado por maldades intrínsecas a ese mundo y a la naturaleza del hombre; y de un héroe con un sentido de misión que ajusta su accionar y la moral del mundo a ese sentido. En Promesas del Este la puesta en escena construye un mundo equilibrado pero tenso, en ningún momento relajado y siempre sometido al contraste entre lo bueno y lo malo. Pero, nuevamente, la ambigüedad. Y nuevamente, la representación: la proyección que de sí mismo y de su papel en el mundo tiene el personaje principal. Llevado al extremo, tanto a través del recorrido literal del personaje de Mortensen, como por las interpretaciones que se pueden hacer a partir de los pequeños hiatos que posibilitan una interpretación acerca de la ambigüedad, el héroe parece afirmar una de las máximas cronembergianas: "La ilusión es lo que vale". Y entonces, más que una película sobre el bien y el mal, Promesas del Este bien podría tratarse de una película acerca de la voluntad de imposición de una ilusión que el héroe le quiere proyectar al mundo.

Eastern Promises
Reino Unido/Canadá/EEUU, 2007, 100', dirigida por David Cronenberg, con Viggo Mortensen, Naomi Watts, Vincent Cassel, Armin Mueller Stahl, Jerzy Skolimowsky.

17/2/08

Salem´s Lot


Por Stephen King

Mi suegro ya se ha jubilado, pero cuando trabajaba para el Departamento de Servicios Humanos de Maine tenía un letrero muy atrevido colgado en la pared de su oficina. Decía: Una vez tenía ocho ideas y ningún hijo; ahora tengo ocho hijos y ninguna idea. Me gusta porque hubo un tiempo en el que yo no tenía ninguna novela publicada pero tenía unas doscientas ideas para escribir historias de ficción (doscientas cincuenta los días buenos). En la actualidad, tengo alrededor de cincuenta novelas publicadas en mi haber y solo me ha perdurado una única idea sobre la ficción: un seminario de literatura impartido por uno mismo probablemente duraría unos quince minutos.

Una de las ideas que tuve durante aquellos viejos y buenos tiempos fue que sería perfectamente posible combinar el mito vampírico de Drácula de Bram Stoker con la ficción naturalista de Frank Norris y los comics de horror de la firma E. C. que tanto me gustaban cuando era joven... y plasmarlo todo en una gran novela americana. Tenía veintitrés años, recuérdalo, así que dame un respiro. Tenía un título de profesor en el que la tinta apenas se había secado, unos ocho relatos cortos publicados y una enfermiza confianza en mi capacidad creativa, por no mencionar mi totalmente ridículo ego. Además, tener una esposa con una máquina de escribir a la que le encantaban mis historias convirtieron estas dos últimas cosas en lo más importante de todo.

¿De verdad pensaba lograr fusionar Drácula y Cuentos desde la cripta para llegar a un Moby Dick? Sí. Realmente lo pensaba. Incluso tenía planeada una sección al comienzo llamada “Extractos” donde incluiría notas, comentarios y apuntes sobre los vampiros, de la misma forma que Melville lo hizo con las ballenas al principio de su libro. ¿Me desalentó el hecho de que Moby Dick sólo vendiera una docena de copias a lo largo de la vida de Melville? No; una de mis ideas era que un novelista debe tener una mirada amplia, una mirada panorámica, y eso no incluye preocuparse por el precio de los huevos. (Mi esposa no estaría de acuerdo con eso, y creo que la señora Melville tampoco.)

En cualquier caso, me gustaba la idea de que mi novela de vampiros sirviera de balanza para la de Stoker, novela de terror que pasó a la historia como la más optimista de todos los tiempos. El conde Drácula, a la vez temido y adorado en su pequeño y oscuro feudo europeo de Transilvania, comete el fatal error de recoger sus bártulos y echarse a la carretera. En Londres conoce a hombres y mujeres de ciencia y razón: Abraham Van Helsing, experto en transfusiones de sangre; John Sweard, que conserva su diario en cilindros fonográficos de cera; Mina Harker, que taquigrafía el suyo y además trabaja como secretaria para los Valientes Cazadores de Vampiros.

Las modernas invenciones e innovaciones de su época fascinaron a Stoker y la tesis subyacente de su novela es clara: en una confrontación entre el hijo extranjero de los Poderes Oscuros y un grupo de buenos y ejemplares ingleses equipados con todo tipo de comodidades, los poderes de la oscuridad no tienen ninguna posibilidad de vencer. Drácula es perseguido desde Carfax, su residencia británica, regresa a Transilvania y finalmente le clavan una estaca durante el alba. Los Cazadores de Vampiros pagan un precio por su victoria –esta es la genialidad de Stoker–, pero sin lugar a dudas saldrán victoriosos.

Cuando me senté a escribir mi versión de la historia en 1972 –una versión cuya fuerza de vida viene invocada más por el nerviosismo de los mitos judeo-americanos de William Gaines y Al Feldstein que por las leyes urbanas de Romain– contemplé un mundo diferente, uno donde todos los artilugios que Stoker tuvo que haber contemplado con esperanzada maravilla, habían comenzado a parecer siniestros e incluso peligrosos. El mío era un mundo que había comenzado a atascarse con sus propias aguas residuales, un mundo que había desgarrado la bolsa de las cada vez más escasas fuentes energéticas y que tenía que preocuparse no solo de las armas nucleares sino también de su divulgación (la gran época del terrorismo estaba, afortunadamente, muy en el horizonte por aquellos tiempos). Me vi a mí y a mi sociedad en el otro extremo del arco iris tecnológico, y me dispuse a escribir un libro que reflejara esa sombría idea. Un libro donde, en resumidas cuentas, el vampiro pudiera acabar almorzándose a los Valientes Cazadores de Vampiros.

Llevaba unas trescientas páginas de este libro –por entonces titulado Second Coming– cuando publicaron Carrie, y mi primera idea sobre escribir novelas se fue a pique. Pasaron años antes de que oyera el axioma de Alfred Bester “El libro es el jefe”, pero no lo necesitaba; lo había aprendido por mí mismo mientras escribía la novela que finalmente llegaría a ser Salem’s Lot. Por supuesto, el escritor puede imponer el control; pero eso es una idea asquerosa. Escribir controlando la ficción se llama “trazar una trama”. Acomodarse en el asiento y permitir que la historia siga su curso... se llama “contar una historia”. Esto último es tan natural como respirar; trazar una trama es la versión literaria de la respiración artificial.

Establecido mi sombrío punto de vista de las pequeñas localidades de Nueva Inglaterra (me crié en una y sé cómo son), no tenía duda de que en mi versión el conde Drácula resultaría completamente triunfante sobre los raquíticos representantes del mundo racional puestos en fila en contra de él. Con lo que no podía contar era con la conformidad de mis personajes para ser representantes raquíticos. En lugar de eso, cobraron vida y comenzaron a hacer cosas por su propia iniciativa –a veces cosas elegantes, y a veces, cosas estúpidamente arriesgadas–. La mayoría de los personajes de Stoker están presentes en el final de Drácula, a diferencia de lo que ocurre al final de Salem’s Lot. Así y todo es, a pesar de la voluntad de su autor, un libro sorprendentemente optimista. Me alegro. Todavía veo todos los raspones y abolladuras en sus parachoques, todas las cicatrices en su costado que fueron infligidas por la inexperiencia de un novel artesano en su negocio, pero también encuentro pasajes de poder aquí. Y algunos de gracia.

Doubleday publicó mi primera novela, y tenía una oferta para la segunda. La completé al mismo tiempo que otra, la cual me parecía una novela “seria”; se titulaba Carretera maldita. Se las mostré a mi editor de aquella época, Bill Thompson. Le gustaron ambas. Mientras almorzamos no se tomó ninguna decisión, luego volvimos caminando hacia Doubleday. En el cruce de Park Avenue con la calle 54 –o algún lugar parecido– nos detuvimos ante la luz roja de un semáforo. Finalmente rompí el silencio y le pregunté a Bill cuál de las dos novelas debía publicarse.

–Carretera maldita probablemente obtendría una atención más seria –dijo él. Pero Second Coming es como Peyton Place pero con vampiros. Es un gran libro y podría llegar a ser un best seller. Pero hay un problema.

–¿Cuál? –pregunté mientras la luz se ponía en verde y la gente comenzaba a moverse a nuestro lado.

Bill se apartó del bordillo de la acera. En Nueva York no puedes desperdiciar una luz verde ni siquiera en momentos en que estás tomando una decisión crucial, y esta –podía sentirlo incluso en ese instante– era una que afectaría al resto de mi vida.

–Te encasillarás como escritor de terror –dijo.

Me sentí tan aliviado que solté una carcajada.

–No me preocupa cómo me llamen mientras las facturas no se queden sin pagar –dije–. Publiquemos Second Coming.

Y eso es lo que hicimos, aunque el título se cambió por Jerusalem’s Lot (mi esposa dijo que Second Coming sonaba como un manual de sexo) y más tarde terminó siendo Salem’s Lot (los cerebros de Doubleday dijeron que Jerusalem’s Lot parecía el título de un libro religioso). Finalmente, me encasillaron como un escritor de terror; una etiqueta que nunca he llegado a confirmar o denegar, simplemente porque pienso que es irrelevante para lo que hago. Sin embargo, sí resulta útil a las librerías para colocar mis libros en las estanterías.

Desde entonces he tenido que dejar marchar todas las ideas sobre escribir ficción excepto una. Es la primera que tuve (a los siete años, creo recordar), y será probablemente la que mantendré firme hasta el final: es mejor contar una historia, y mucho mejor todavía cuando la gente de verdad quiere oírla. Creo que Salem’s Lot, incluso con todos sus defectos, es una de las buenas. Una historia de las que asustan. Si no la has oído nunca antes, permíteme contártela ahora. Y si ya la habías oído, déjame que te la cuente una vez más. Apaga el televisor –de hecho, ¿por qué no apagas todas las luces salvo la que alumbra tu sillón favorito?– y hablemos de vampiros en la oscuridad. Creo que puedo hacerte creer en ellos, porque yo también creía en ellos mientras trabajaba en este libro.

La primera vez que leí Drácula

Por Stephen King
Publicado en RADAR LIBROS

Leí Drácula por primera vez a los nueve o diez años, alrededor de 1957. No recuerdo qué me impulsó a leerlo, tal vez algo que me había comentado algún compañero de clase o quizás alguna película de vampiros programada en el Cine de terror de John Zacherley, pero en cualquier caso me apetecía leerlo, de modo que mi madre lo sacó prestado de la biblioteca pública de Stratford y me le dio sin comentario alguno. Tanto mi hermano David como yo éramos lectores precoces, y nuestra madre alentaba nuestra pasión sin apenas prohibirnos lectura alguna. Con frecuencia nos daba un libro que uno de los dos había pedido y comentaba “es una porquería”, sabedora de que aquella observación no nos disuadiría, sino más bien al contrario. Además, mi madre sabía bien que incluso la porquería tiene su lugar en el mundo.
Para Nellie Ruth Pillsbury King Semilla de maldad era una porquería. La escalera circular, de Mary Roberts Rinehart, era una porquería. The Amboy Dukes, de Irving Shulman, era una porquería descomunal. Sin embargo, no nos prohibió leer ninguno de aquellos libros, aunque sí otros. Mi madre denominaba los libros prohibidos “porquería con mayúsculas”, pero Drácula no se encontraba entre ellos. Los únicos tres libros prohibidos que recuerdo con claridad son Peyton Place, Kings Row y El amante de Lady Chatterley. A los trece años ya los había leído todos, y los tres me habían gustado, pero ninguno podía compararse con la novela de Bram Stoker, en la que horrores ancestrales colisionaban con la tecnología y las técnicas de investigación más modernas de la época. Aquel libro era sencillamente único.
Recuerdo con toda claridad y profundo afecto aquel libro de la biblioteca de Stratford. Poseía aquel aire acogedor y gastado que siempre tienen los libros de biblioteca muy solicitados, con las esquinas de las hojas dobladas, una mancha de mostaza en la página 331, el leve olor a whisky derramado en la 468... Sólo los libros de biblioteca hablan con tal elocuencia muda de la influencia que las buenas historias ejercen sobre nosotros, de la permanencia inalterable y silenciosa de las buenas historias frente a la naturaleza efímera de los pobres mortales.
–Puede que no te guste –me advirtió mi madre–. Me parece que no es más que un montón de cartas.
Drácula constituyó mi primer encuentro con la novela epistolar y una de mis primeras incursiones en la ficción adulta. Resultó que no constaba tan solo de cartas sino también de fragmentos de diario, recortes de periódicos y el exótico “diario fonográfico” del doctor Seward, conservado en cilindros de cera. Una vez disipado el desconcierto inicial ante aquel rosario de géneros, lo cierto es que me encantó el formato. Poseía cierta cualidad de fisgoneo justificado que me resultaba tremendamente atractiva. También me encantó la trama. Había muchos pasajes aterradores, como cuando Jonathan Harker se da cuenta de que está encerrado en el castillo del Conde, la sangrienta escena en que clavan la estaca a Lucy Westenra en su tumba, el instante en que abrasan la frente de Mina Murray Harker con la hostia consagrada... Pero lo que me provocó una reacción más acusada (no olvidemos que por entonces contaba tan solo nueve o diez años) fue el grupo de aventureros intrépidos que se lanzaba en ciega y valiente persecución del conde Drácula, ahuyentándolo de Inglaterra, siguiéndolo por toda Europa hasta su Transilvania natal, donde la trama alcanza su desenlace en el crepúsculo. Diez años más tarde, al descubrir la trilogía de El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, pensé: “Esto no es más que una versión algo menos tenebrosa del Drácula de Stoker, con Frodo en el papel de Jonathan Harker, Gandalf en el papel de Abraham Van Helsing y Sauron en el papel del Conde”.
Creo que Drácula fue la primera novela adulta realmente satisfactoria que leí en mi vida, y supongo que no es de extrañar que me marcara tan pronto y de forma tan indeleble.

16/2/08

Tim Burton por Johnny Depp


En el invierno de 1989 me encontraba en Vancouver, Columbia Británica, haciendo una serie de televisión. Estaba en una situación muy difícil: obligado por contrato a un rollo rutinario que, para mí, rayaba en el fascismo (polis en el cole... ¡Dios!). Mi destino, al parecer, se hallaba en algún lugar entre Chips y Joanie Loves Chaachi. Sólo tenía un número limitado de posibilidades: 1) sobrevivir saliendo lo menos quemado posible, 2) conseguir que me echaran cuanto antes y salir un poco más quemado; 3) abandonar y que me demandaran no sólo por todo el dinero que yo tenía, sino también por todo el dinero de mis hijos y los hijos de mis hijos (lo que, supongo, me habría causado severas quemaduras y posibles ampollas para el resto de mis días y hasta habría afectado a las futuras generaciones de Depps que aún tuvieran que venir). Como he dicho, era un verdadero dilema. La opción 3) quedaba fuera de consideración gracias al consejo extremadamente sensato de mi abogado. En cuanto a la 2), bueno, lo intenté pero no picaron. Finalmente me decidí por la 1): pasaría por ello lo mejor que pudiera.
La quemadura mínima pronto se convirtió en autodestrucción potencial. No me sentía a gusto conmigo mismo, ni con aquel período carcelario autoimpuesto y fuera de control que mi ex representante me había prescripto como buena medicina para el desempleo. Estaba colgado, rellenando el hueco entre anuncios. Farfullando incoherentemente las palabras de un guionista que no conseguía leer ni por obligación (y sin saber, así, qué clase de veneno podían contener los guiones). Pasmado, perdido y embutido en las tragaderas de los americanos como joven republicano. Chico de la tele, galán joven, ídolo de adolescentes, tío bueno. Plastificado, posterizado, posturizado, patentado, pintado, ¡¡¡plástico!!! Grapado a una caja de cereales con ruedas, a 300 kilómetros por hora en una carrera unidireccional, para acabar estrellado en manos de los coleccionistas de termos y tarteras. Chico novedad, chico comercializado. Jodido y desplumado, sin salida de esta pesadilla.
Y de pronto, un día, me llegó un guión de mi nueva agente, un regalo del cielo. Era la historia de un chico con tijeras en vez de manos, un inocente inadaptado en una urbanización. Leí el guión en seguida y lloré como un recién nadio. Asombrado de que alguien pudiera ser tan lúcido como para concebir y escribir una historia así, la volví a leer de inmediato. Me afectó y conmovió de tal manera que mi cabeza se vio inundada por fuertes oleadas de imágenes: los perros que tuve de pequeño, la sensación de ser raro y obtuso mientras crecía, el amor incondicional que sólo niños y perros son lo bastante evolucionados para sentir. Me identifiqué con la historia que me obsesionó por completo. Leí todos los libros infantiles, cuentos de hadas, libros de psicología infantil, todo, cualquier cosa... y entonces la realidad se impuso. Yo era un chico de la tele. Ningún director en su sano juicio me contrataría para este personaje. No había hecho ningún trabajo que demostrara que podía con un papel así. ¿Cómo podría convencer a este director de que yo era Eduardo, de que le conocía de la cabeza a los pies? A mis ojos, eso era imposible.
Se organizó un encuentro. Iba a conocer al director, Tim Burton. Me preparé viendo sus otras películas (Bitelchús, Batman, La gran aventura de Pee-Wee). Alucinado por la innegable magia que ese tipo poseía, estaba aún más seguro de que nunca me vería en el papel. Me avergonzaba de pensar en mí como Eduardo. Después de varios tiras y aflojas con mi representante (gracias, Tracey), me obligó a asistir a la reunión.
Volé a Los Angeles y fui directamente a la cafetería del hotel Bel Age, donde debía encontrarme con Tim y con su productora, Denise Di Novi. Entré fumando como una chimenea, buscando al posible genio de la estancia (yo no sabía qué aspecto tenía) y ¡BANG! le vi sentado en un reservado detrás de una hilera de plantas, tomándose una taza de café. Nos saludamos, me senté y empezamos a hablar... o algo así. Más tarde lo explicaré.
Era un hombre pálido, de aspecto frágil y ojos tristes, con un pelo que expresaba muchas más cosas que la lucha de la noche anterior con la almohada. Un peine con patas habría batido a Jesse Owens a la vista de las greñas de aquel tío. Un mechón hacia el este, cuatro puñados al oeste, un remolino y el resto de aquel sinsentido apuntando a todas partes, norte y sur. Recuerdo que lo primero que pensé fue: “Duerme un rato”, pero no podía decirlo, por supuesto. Y de pronto la idea me golpeó en la frente como un martillo pilón de dos toneladas. Las manos, su forma de moverlas en el aire casi sin control, tamborileando nerviosamente sobre la mesa, su forma ampulosa de hablar (un rasgo que compartimos), los ojos abiertos y atentos, curiosos, ojos que han visto mucho y aún lo devoran todo. Este loco hipersensible es Eduardo Manos de Tijeras.
Después de compartir tres o cuatro cafeteras, hablando cada uno sobre las frases inacabadas del otro, pero entendiéndonos a pesar de todo, acabamos la reunión con un apretón de manos y un “encantado de conocerte”. Salí de la cafetería con un subidón de cafeína, mordiendo la cucharilla del café como un perro rabioso. Ahora me sentía todavía peor a causa de la sincera conexión que había notado entre nosotros durante la reunión. Los dos entendíamos la perversa belleza de una jarrita con forma de vaca, la fascinación por las uvas de resina, la complejidad y la fuerza que se pueden encontrar en un tapiz de Elvis sobre terciopelo, viendo, más allá de la materialidad, el profundo respeto por “aquellos que no son otros”. Estaba seguro de que podríamos trabajar bien juntos y convencido de que, si se me daba la oportunidad, podría llevar a buen fin su visión artística de Eduardo Manos de Tijeras. Mis oportunidades eran, como mucho, escasas... si existían. Gente más conocida que yo no sólo estaba siendo considerada para el papel sino que estaba luchando, batallando, peleando, pateando, gritando y rogando por él. Un solo director había dado la cara por mí y era John Waters, un gran cineasta proscripto, un hombre por el que tanto Tim como yo sentíamos gran respeto y admiración. John se había arriesgado por mí ofreciéndome la oportunidad de parodiar mi imagen “dada” en Cry Baby. Pero ¿vería Tim en mí algo que le hiciera aceptar ese riesgo? Yo esperaba que sí.
Esperé durante semanas, sin oír noticias a mi favor. Mientras tanto, seguía preparando el papel. No era algo que quisiera hacer porque sí, sino algo que tenía que hacer. No por razones de actuación, de ambición, avaricia o taquilla, sino porque aquella historia se había instalado en el centro de mi corazón y se resistía a ser expulsada. ¿Qué podía hacer? En el momento en que estaba a punto de resignarme a ser el chico de la tele para siempre, sonó el teléfono.
–Dígame –contesté.
–Johnny... eres Eduardo Manos de Tijeras –dijo una voz, con sencillez.
–¿Qué? –salió de mi boca.
–Eres Eduardo Manos de Tijeras.
Colgué el teléfono y me repetí esas palabras. Y luego se las repetí a todo el mundo con quien me topé. Joder, no podía creerlo. Estaba dispuesto a arriesgarlo todo y darme el papel. Pasando de los deseos, esperanzas y sueños del estudio de tener a una gran estrella con tirón demostrado de taquilla, me eligió a mí. Inmediatamente me convertí en una persona creyente, convencido de que se debía a alguna clase de intervención divina. Para mí, este papel no era sólo un avance en mi carrera. Este papel era la libertad. Libertad para crear, experimentar, aprender y exorcizar algo de mí. Me rescataba del mundo de la producción de masas, de la muerte en la televisión comecocos, por aquel joven brillante y extraño que había pasado su juventud haciendo dibujos raros y pateando las calles de Burbank sintiéndose, él también, bastante monstruoso (como descubriría más tarde). Me sentía como Nelson Mandela. Me recuperaba de mi hastiada visión de “Hollyweird” y de lo que significaba no controlar nada de lo que verdaderamente necesitas para ti.
En esencia, debo casi todo el éxito que por suerte haya podido tener a aquella alucinante reunión con Tim. Porque si no hubiera sido por él, creo que hubiera seguido adelante con la opción 3) y abandonado aquel puto programa mientras aún me quedaba un resquicio de dignidad. Y también creo que gracias a que Tim confió en mí, Hollywood me abrió sus puertas, jugando a un curioso “sigan al jefe”.
Desde entonces, he vuelto a trabajar con Tim en Ed Wood. Fue una idea de la que me habló sentados en el Café Formosa de Hollywood. A los diez minutos, ya estaba decidido a hacerlo. Para mí, casi no importa lo que Tim quiera rodar... yo lo hago, puede contar conmigo porque confío en él ciegamente, en su gusto, su visión, su sentido del humor, su corazón y su cerebro. Creo que es un verdadero genio, y no diría esa palabra de mucha gente, podéis creerme. No se puede poner etiquetas a lo que hace. No se le puede llamar magia, porque eso implicaría algún truco. No es sólo habilidad, porque eso suena como algo que se ha aprendido. Lo que tiene es un don muy especial que no vemos todos los días. No es suficiente llamarle cineasta. El título de genio le sienta mejor, no sólo en cine, sino en dibujo, fotografía, pensamiento, imaginación e ideas.
Cuando me pidieron que escribiera este prólogo decidí hacerlo desde la perspectiva de cómo me sentía sinceramente en el momento en que me rescató: un perdedor, un inadaptado, otro trozo de carne para el consumo de Hollywood.
Es muy difícil escribir sobre alguien a quien quieres y respetas cuando existe tan gran relación de amistad. Es igualmente difícil explicar la relación de trabajo entre un actor y un director. Lo único que puedo decir es que conmigo Tim no necesita más que decir unas cuantas palabras inconexas, torcer la cabeza, mirarme de soslayo o de una determinada manera y ya sé exactamente lo que quiere para la escena. Y siempre he hecho lo que he podido para dárselo. Así es que tendría que decir lo que siento por Tim sobre el papel, porque si se lo dijera a la cara lo más probable sería que se riera como una bruja y me diera un puñetazo en un ojo.
Es un artista, un genio, un excéntrico, un amigo enloquecido, brillante, valiente, locamente divertido, leal, inconformista y sincero. Estoy en deuda con él y le respeto más de lo que nunca podría expresar en un papel. El es él y ya está. Y es, sin lugar a dudas, el mejor imitador de Sammy Davis Jr. del planeta.
Nunca he visto a nadie tan inadaptado adaptarse tan bien. A su manera.


Este retrato está incluido en Tim Burton por Tim Burton, Mark Salisbury, editor, Prólogo de Johnny Depp. (Editorial ALBA.)

10/2/08

La cámara lúcida

Entrevista con Sara Facio
Por María Moreno
Publicado por RADAR

Ahora la buena terrorista Sara Facio, esa que hace unos años se animaba a decir que los fotógrafos se vestían para ir al Sheraton como si estuvieran por ir a Sierra Maestra, que la foto del Che muerto en Bolivia tendía a ser la foto común tomada por un reportero, y que ninguno de los admirables de la izquierda caviar que tanto la promocionaban –Pablo Neruda, Julio Cortázar, Pablo Picasso– se fue a vivir a Cuba, se ha dejado las canas, agregando aún majestuosidad a esa cabeza que, en sus ondas y crestas blanco azulado, parece remedar naturalmente el capello que distingue ciertas jerarquías nobiliarias. Por eso, si bien Maple, el del tango “A media luz” (“pisito que puso Maple/piano, estera y velador/un telephon que contesta”), antaño dictaba una elegancia más a la Argentina Sono Film que al british criollo, a ella le gusta que su última exposición (dice) se realice en el palacio de la antigua mueblería. Para el catálogo oficial: el 14 de febrero a las 19 horas la Fundación OSDE inaugura en Imago espacio de Arte (Suipacha 658, 1ºpiso) la muestra Sara Facio antológica 1960-2005.
Como siempre que se la invita a hablar, Sara Facio empieza por protestar por motivos cívicos. Es que ella, que es capaz de quejarse de la “anarquía” sin ponerle comillas verbales –“Hay tanta anarquía y falta de educación ciudadana que el 80% de la gente que se va con su automóvil de vacaciones no pagó la patente”– y, con jocosa impunidad, suele burlarse de la izquierda –“No sé por qué es un héroe el Che Guevara. Me gustaría que alguien me lo explicara con fundamento”, me dijo alguna vez, cuando todavía no habían aparecido las biografías críticas–, conserva algo del estilo de Victoria Ocampo cuando utilizaba su indignación como garantía suficiente de verdad –la indignación como signo, ya no de clase, sino de pertenencia tácita al campo de la razón y de la libertad.

–Ahora estoy indignada con los intendentes de Buenos Aires, que están espeluznados con que Macri haya tenido el 80% de los votos y no tienen vergüenza de la mugre que han dejado en esta ciudad. Uno de ellos, que se dice afrancesado y que vivía en la Place Vendôme y en la Rue de la Paix, ¿nunca caminó dos cuadras por Buenos Aires? Y el otro, al que ahora votan para la Legislatura, que anunció un superávit, que no sabía qué hacer con la plata, ¿por qué no la arregló?

Con un tono mucho más tenue dice que ésta será su última muestra, que las series de fotografías que integran Buenos Aires, Buenos Aires, Bestiario, Escritores de América Latina, Autopaisajes, Humanario, Actos de fe en Guatemala, Funerales del presidente Perón, Las hechiceras –que ha corregido en De brujos y hechiceras (“que no digan que sólo me gustan las mujeres”) para incorporar las imágenes de Fangio, Quino, Lenoir y Goyeneche– y tantas otras son algo así como un testamento. Que ya basta. Hace poco se quebró las muñecas. Y con ese pragmatismo irónico que cultiva, una especie de sentido común cachador que la hace reírse de lo cool pero que termina por ser cool, afirma que no va a tomar una sola foto más.

PERON VUELVE (CRUZ DIABLO)
Si hay en Sara Facio el placer por las afirmaciones brutales y sin censura que Landrú atribuía a su Tía Vicenta, su gorilismo blando no le impidió ser testigo del peronismo en el poder y una de sus más sofisticadas cronistas. Las series Perón vuelve, Funerales del presidente Perón, más las que ya no conserva y que se han publicado en Francia, durante sus tiempos de reportera gráfica de agencia, son de las mejores: Sara Facio es célebre por sus retratos pero también por sus instantáneas, que sería más adecuado llamar instantáneas con una segunda oportunidad porque parecería que ella registra el instante entre que la cámara le avisa al objeto (humano) de su presencia, permitiéndole corregirse un poco, y el que lo haría llegar a la pose. Como si le habilitara a las figuras de lo que antes se llamaba “pueblo” una cierta participación en el editing.
Los muchachos peronistas adquirió a la distancia un sentido trágico. Se trata del rostro de tres muchachos y una chica. La probable diferencia de clases, la evidente de género, está atenuada por la democrática campera, el cabello largo. Hay un efecto “banda” que cruza el pecho del muchacho ubicado en el centro de la imagen: algo funciona como una profecía en su mezcla de harapo, banda presidencial y luto. Sobre el hombro del muchacho se apoya una mano con una alianza –era un período que favorecía la alianza de clases en torno de un proyecto nacional–; viene de afuera del grupo, sugiriendo el continuum del cuerpo común de la movilización.

–Ahora tiene un último sentido porque vino una persona y me dijo que uno de los muchachos es un desaparecido. Fue algo que me impactó mucho. Tengo fotos de la vuelta de Perón, de cuando el indulto, de la masacre de Ezeiza. Cuando mataron a Rucci, un rato antes yo había mandado a mi agencia en París el rollo tomado en un acto donde estaba Rucci con Perón y otros sindicalistas. Me llamaron por teléfono para preguntarme: “¿Quién es ese Rucci que mataron?”. “Está en el rollo que mandé.” Mientras hablaba por teléfono, ellos lo revelaron y yo les iba dando los datos para que lo reconocieran.

–Estuviste en Ezeiza
–Un odio. Estuve pero me volví cuando empezó la matanza porque me descompuse. Estaba en el suelo del escenario tomando fotos. No se cómo hice para llegar. Había ido con Alicia D’Amico en un Fiat 600, lo dejamos por ahí, en un campo. Era otra época, porque había un millón de personas, lo fui a buscar a los dos días y allí estaba. Entonces trabajaba en SIPA, que funcionaba en Francia. Tenía que mandar los rollos. Desde el aeropuerto. Me acuerdo que fui con un colega que no lo voy a nombrar porque se hacía en los pantalones del miedo que tenía. Agarré el auto y quise seguir. Entonces nos paró un soldado que me dijo: “¡No se puede pasar!”. “¡Pero yo tengo que pasar! ¡Estoy trabajando!” Mi colega bajó. “Usted se estaciona acá”, dijo el soldado. Y yo, en lugar de estacionar, seguí. Mi amigo dice que vio cuando levantaba el arma. ¡Que me iba a disparar!

–No era tan seguro...
–En esa época en que no había Internet ni nada vos sacabas un rollo y tenías que ir a Ezeiza para hacer un envío por Air France. Después de estar en el medio, de vomitar, ¿no iba a entregar las fotos? Andá a saber las buenas que saqué y que nunca vi. Le saqué a Favio y al padre Mugica mientras estaba en el palco y me pasaban las balas por encima. De repente me dije: “¿Qué estoy haciendo yo acá en medio de éstos que no sé quiénes son y que se están matando vaya a saber por qué?”. Era algo en lo que yo no estaba involucrada y no creía. Si hubiese sido peronista y hubiese estado en uno u otro bando, tenía sentido. Si era montonera, de la FAL, de la FAR o de Mongo. No me gusta la política porque me parece que el último patriota fue el que se pegó el tiro.

–¿Cuál?
–Lisandro de la Torre.

CLIC DEL CLIC
En el 2000 Sara Facio se burlaba de las fotografías intervenidas (“yo te doy la fórmula, así que ponela en un recuadrito: hacés una foto grande –ésa es la condición sine qua non– del mar, le agregás lengüitas de lobos marinos, rociás todo con esperma de ballena y la colgás”), pero en los ‘90 había aceptado hacer junto a Nushi Muntaabski la serie Bestiario, donde la autoría original se vuelve indiscernible, con la inclusión de elementos provenientes del diseño gráfico y la historieta. Por esa época coloreó una foto de Jeanne Moreau, por algo es egresada del Profesorado Nacional de Bellas Artes.

–El único que me felicitó fue Marcos López.

–¿En qué medida te valés de los avances técnicos?
–En nada...

Y se detiene. La fotografía digital le parece tan compleja en sus exigencias como la que ella practicó en el siglo XX con rollos, negativos, papel, revelador, fijador y cuarto oscuro (y seguramente esos roperitos con cuerdas y broches de colgar la ropa para secar copias).

–Ahora sí, como dice el lugar común, nivelás por lo bajo: la foto del telefonito es muy simpática y, de carambola, te puede salir fenómena, pero no es serio. Lo serio es que vos digas “voy a hacer veinte fotos para hacer una muestra” y que esas fotos sean perfectas. Y para eso está la técnica.

–¿No te tentó experimentar?
–Tengo setenta y ocho años.

–¿Y la Internet que coloca cámaras en los inodoros y regala amantes planos como tarjetas de crédito?
–Bah. Para lo que sirve es para saber si Cate Blanchett es irlandesa o no.

–¿?
–Yo decía que hizo de irlandesa en una película pero que ella es australiana. Y estábamos en una reunión y empezamos a apostar que sí, que no. Fui a Internet, busqué, imprimí... ¿Qué decía? Que nació en Australia. La fotografía digital no la hace poner el grito en el cielo ni la ve como el democratismo del clic ni la universalización del artista amateur.

–Lo que puede pasar con la foto digital es lo que pasó, salvando las distancias, con el daguerrotipo y la fotografía. Hubo un corte. Porque la fotografía que hemos hecho nosotros en el siglo XX ya no es lo que era. Ni la aproximación de uno, que es lo más importante, a los temas, ni tampoco el registro, porque todo se puede transformar de tal manera que esa esencia de la fotografía que conocemos como reflejo de la realidad, por más subjetivo que sea, se pierde hasta el punto de que se puede poner en duda si estamos haciendo realmente fotografía.
Sara Facio tiene una serie titulada Autopaisaje, donde irrumpe en una escena natural con una parte del cuerpo que subraya la posición de la cámara pero que deja afuera precisamente la zona considerada de mayor concentración de identidad: el rostro. Porque ella dice que de narcisismo, poco. Hay quienes se autoeclipsan con su propia obra con gran alharaca y... reinciden como las estrellas de rock, hay amagos que ceden a una pulsión implacable –hace unos años César Aira coqueteaba con que dejaría de escribir– y hay quienes se dan una prórroga ante la muerte utilizando lo que la actualización técnica tiene de llevadero, como Agnès Varda, a quien la camarita digital le regaló una cómoda movilidad al borde de sus ochenta años.

–¡Pero, por favor! Si para hacer esta clase de fotos ya no se consiguen papeles ni drogas. Entonces, es una etapa terminada. En los museos del mundo ya ni se puede tocar fotos. En uno de Tokio me mostraron unas con guante y barbijos. En la Portrait Galery de Londres las fotos de Lewis Carrol están en una vitrina detrás de una cortina que les tapa la luz y que vos podés levantar con la mano, pero que es tan pesada que a los dos minutos la bajás. ¡Una foto no puede tomar luz! La tenés que ver en pantalla. Entonces yo ya no voy a hacer más fotos.

–¿Se puede parar? Marguerite Duras escribió hasta el final. Claro que la escritura parece más accesible.
–¿Cómo que no se puede parar? ¿No lo hizo Rimbaud? Entonces, mirá si no lo voy a hacer yo.

–Es una de las excepciones. Y muy precoz.
–Muchos lo han hecho, pero lo que pasa es que a Rimbaud, como era lindo, francés y joven, todo el mundo lo recuerda.

–O sea que paraste.
–Lo de romperme las manos pareció adrede. Algo me dijo: “¿No habías dicho que ya basta?”. Entonces ¡basta!

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