31/1/11

El Gran Circo




El gran circo es un homenaje de Ariel Bufano, creador del Grupo de Titiriteros, a los orígenes del teatro nacional y a sus pioneros, los hermanos Podestá. Y está integrado por números circenses tradicionales (destrezas, acrobacias, malabaristas, payasos, animales amaestrados, equilibristas y trapecistas), materializados con toda la magia de los títeres. Estrenado en 1983 y repuesto numerosas veces desde entonces, este espectáculo se ha convertido en un verdadero clásico de la compañía y se cuenta entre los que más público han convocado en toda la historia del teatro argentino.

24/1/11

“La izquierda lee, la derecha asesina”

Por Andrés Rivera

Dashiell Hammett, el autor del Halcón Maltés, fue juzgado el 26 de marzo de 1953 por el subcomité del Senado estadounidense presidido por Joseph McCarthey que examinaba qué libros procomunistas habían conseguido infiltrarse en ciento cincuenta bibliotecas dependientes del Departamento de Estado en el extranjero. Entre ellos, había trescientos ejemplares de libros de Hammett en las estanterías de setenta y tres de estas bibliotecas. Por esa razón el escritor fue citado a declarar. Tras un largo interrogatorio, McCarthey le pregunta a Hammett: “Si usted estuviera gastando, como estamos haciendo nosotros, más de cien millones de dólares al año en un programa de informaciones que se supone tiene por objetivo luchar contra el comunismo, y si usted fuera el encargado de este programa de lucha contra e comunismo, ¿adquiriría usted las obras de unos setenta y cinco autores comunistas y las distribuiría por todo el mundo estampando en ellas nuestro sello oficial de aprobación? ¿O prefiere no contestar a esta pregunta?”. Hasta ese momento Hammett se había atenido a la cláusula cuarta de la constitución norteamericana que autoriza a no contestar si la respuesta puede volverse una acusación hacia uno mismo. Pero ante ésta contestó, y dijo: “Bien, yo pienso -por supuesto no lo sé- que si estuviera luchando contra el comunismo creo que lo que haría es no darle a la gente ninguna clase de libros”. A lo cual McCarthey agregó: “Viniendo de un autor, este comentario es poco corriente. Muchas gracias, ha terminado el interrogatorio”.
La primera revolución perfecta, la más burguesa y acabada y ejemplar fue -en la opinión de Lenin- la francesa, la de la emblemática caída de la Bastilla. Esa revolución se forjó en la biblioteca de Juan Jacobo Rouseau. A partir de eso me pregunto: -¿Cuáles fueron las bibliotecas que dieron agua y pan a Kurt Wilckens, el obrero anarquista que puso fin a la vida del Coronel Varela, jefe de la represión armada y del pogrón de la semana trágica? Kurt Wilckens leía a Bakunin y a Kropotkin.
¿A quiénes leyeron los estudiantes que protagonizaron la reforma universitaria de 1918? A Hegel, a Marx, a Engels. ¿Sacudieron el polvo de muchas, pocas, algunas bibliotecas? Sí, allí estaban sus armas. ¿Allí estaba la letra, el grito, la consigna?
Si, allí, en los intersticios de la palabra escrita, reunida por militantes desvelados, por trabajadores que llegaron de Génova y Turín, de la dilatada Rusia zarista, de Barcelona la hermosa, del París insurrecto de 1871.
¿Quiénes contribuyeron, quiénes nutrieron a los revolucionarios bolcheviques?
Las bibliotecas, que guardaban los trabajos de Marx, de Engels, de Jorge Plejanov, de Rosa Luxemburgo. ¿A quién leyó Rodolfo Walsh? ¿Sólo al aséptico Artur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes? ¿A quién leyó David Viñas en el destierro? ¿Cuáles bibliotecas frecuentó en su azaroso exilio, mientras le llegaban informaciones desgarradoras del holocausto argentino? ¿A quiénes leyeron los treinta mil desaparecidos? ¿Qué bibliotecas dieron asilo a su congoja antes de que los narcotizasen y los arrojaran al mar desde los aviones? ¿Qué leyó, y en cuáles bibliotecas, el ciudadano y ex presidente Carlos Saúl Menem? ¿Y el ciudadano y actual mandatario Fernando de la Rúa? El hoy comandante en jefe del Ejército, teniente general Ricardo Brinzoni, que suele reivindicar, con mala prosa, a torturadores confesos y asesinos convictos, ¿qué lee? ¿A cuáles bibliotecas apela?
¿Quiénes sacan de las bibliotecas a Esteban Echeverría, a José Hernández, a Roberto Arlt, a Manuel Puig? ¿Quiénes han leído Literatura argentina y realidad política de David Viñas? ¿Y Noticias secretas de América de Eduardo Belgrano Rawson? Títulos imprescindibles para el adolescente, para la dama y el caballero y para los camaradas, si aún los hay. También hay que incluir Respiración artificial de Ricardo Piglia en esta escasa nómina.
¿Tuvo bibliotecas el teniente coronel Varela, que ordenó ejecutar durante el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen a centenares y centenares de trabajadores en el sur patagónico? ¿Tuvieron bibliotecas Jorge Rafael Videla y Eduardo Emilio Massera? ¿Tuvo una biblioteca Adolfo Hitler? ¿Tuvo una biblioteca Francisco Franco? ¿Qué lee en su retiro Augusto Pinochet.
¿Qué buscó en las bibliotecas el subcomandante Marcos ¿Qué Karl Marx en el British Museum? ¿Qué Jorge Luis Borges en silenciosas bibliotecas porteñas? ¿Qué buscaron los rehenes políticos e ideológicos de Juan Manuel de Rosas y de los generales José Félix Uriburu, Agustín P. Justo, Pedro Aramburu, Antonio Bussi y del Coronel Ramón Camps? Consuelo, placer, sabiduría, para enfrentar a los laceradores de su carne y verdugos de la contrarrevolución. Lo que aquí sostengo no ofrece posibilidad, ni la más mínima, de refutación: la izquierda lee, la derecha asesina.


El siguiente texto es un fragmento de una conferencia de Andrés Rivera durante el ciclo “Un golpe a los libros”, desarrollado entre marzo y septiembre de 2001 en la ciudad de Buenos Aires. El texto integra el libro del mismo nombre, de editorial Eudeba.

18/1/11

Lo que sé

Por Robert De Niro
Publicado en ESQUIRE


Los que hablan no saben. Los que saben no hablan. Eso ha sido así desde siempre.

También: si no vas, nunca lo sabrás. Les digo eso a mis hijos.

Diez años parecen haber sido hace unos pocos años.

Si es la silla indicada, no lleva demasiado tiempo sentirse cómodo en ella.

Italia ha cambiado. Pero Roma es Roma.

Construimos una pared de goma para la escena de la cárcel en Toro salvaje. Era una gomaespuma dura. Estrellar la cabeza contra una pared verdadera no hubiera sido posible. Había que hacerlo hasta quedar contentos.

Me gustaría ver todas mis películas una sola vez tan solo para ver qué me hace pensar, para ver cuál fue el patrón. Pero con todas las películas en las que estuve, eso significaría ver dos o tres por día durante un mes. No sé de dónde sacaría el tiempo.

Si Marty quisiera que yo hiciera algo, lo consideraría muy seriamente, aún si no me interesara.

Mi definición de un buen hotel es un lugar en el que me quedaría.

Si no recuerdo mal, no se hacían muchas secuelas en aquella época. El Padrino fue una de las primeras. Así que no pensábamos sobre las secuelas de la manera en que lo hacemos ahora. Recuerdo estar viendo la calle completa entre la Avenida A y la Avenida B convertida en los comienzos del siglo XX. Las vidrieras, los interiores de los locales. El tamaño era increíble. Uno sabía que lo que estaba haciendo era ambicioso.

Siempre estaré en deuda con Francis.

Cuando hice El francotirador, pensé: Tailandia es un lugar interesante. Volveré pronto. Pero no regresé hasta como dieciocho años después.

Todos pueden criticar. Pero al final del día, uno sabe que las intenciones de Obama son las correctas.

Deberías haber hecho esto. Deberías haber defendido esto más que aquello. El presidente tiene que lidiar con eso todo el tiempo. Imaginate lo que debe ser tener que tratar con todas estas fuerzas que se te vienen encima, tener que transar, sopesar las consecuencias de cada decisión en relación a las otras. Es difícil. Si lo pensás un poco, es un poco como ser un director.

Siempre les digo a los actores que van a una audición: No temas hacer lo que indican tus instintos. Tal vez no consigas el papel, pero la gente va a tenerte en cuenta.

Me dicen que Jodie Foster dijo:

Para el momento en que me dieron el papel en Taxi Driver, ya había hecho más cosas que De Niro o Martin Scorsese. Había estado trabajando desde los tres años. Así que aunque tenía sólo 12 años, sentía que era la veterana allí.

De Niro me llevó a un lugar aparte cuando empezamos a filmar. Me pasaba a buscar por mi hotel y me llevaba a diferentes restaurantes. La primera vez básicamente no dijo nada. Sólo murmuraba. La segunda vez comenzó a repasar las líneas conmigo, lo cual era bastante aburrido porque yo ya me las sabía. La tercera vez, repasó las líneas conmigo otra vez, y ahora estaba realmente aburrida. La cuarta vez, repasó las líneas conmigo, pero empezó a irse para otro lado, sobre ideas completamente diferentes dentro de la escena, hablando sobre cosas muy locas y pidiéndome que siguiera su improvisación.

Así que empezamos con el guión original y él luego se iba por una tangente y tenía que seguirlo, y entonces era mi trabajo encontrar eventualmente el espacio para devolverlo a las últimas tres líneas de texto que ya habíamos aprendido.

Fue una revelación enorme para mí, porque hasta ese momento yo creía que ser un actor era tan solo actuar naturalmente y pronunciar las líneas que había escrito otro. Nadie jamás me había pedido que construyera un personaje. Lo único que habían hecho para dirigirme era decir algo como “Decilo más rápido” o “Decilo más lento”. Así que era una sensación completamente nueva para mí, porque me di cuenta de que actuar no era un trabajo tonto. Yo creía que era un trabajo tonto: alguien escribía algo y vos lo repetías. ¿Qué tan tonto era eso?

Hubo un momento en algún restaurante, en algún lugar, en el que me di cuenta por primera vez de que era yo quien no había estado aportando demasiado a la mesa. Y sentí una excitación de esas en las que transpirás y no podés comer y no podés dormir.

Me cambió la vida.

¿Jodie dijo eso? No, no me acuerdo. La gente tiene recuerdos de cosas que yo no recuerdo. ¿Ella tenía cuánto, doce? Increíble...

Si no lo hacés bien ahora, nunca será como debería ser; y se queda ahí para siempre.

Es la misma historia de siempre: la delgada línea entre el dinero y la calidad. ¿Tenemos que gastar todo esto para hacer esto? Bueno, sí, porque si no lo hacemos...

Si tomás un atajo, la gente se va a dar cuenta y se va a sentir engañada. Es como una película: acumulativamente, todos los atajos y los engaños restan algo de la textura.

En ocasiones, tener restricciones financieras te beneficia. Te obliga a inventar soluciones más creativas.

Simplemente voy al teatro. Nadie me molesta. Ni siquiera me reconocen. Lo hago de cierta manera.

No pude entrar a ver Avatar en el IMAX 3-D.

Mientras tengas hijos, siempre habrá algún problema.

No sé si mis hijos me han enseñado algo, pero se me han revelado cosas. Cosas que ocurren. Ahora sos un abuelo. Y tus hijos te están dando consejos.

Es interesante cuando tus hijos te dan consejos. El otro día tuve una conversación con mi hijo mayor. El me decía: “No debería hacer esto, y esto, y esto”. No es que estuviera de acuerdo con él en todo. Pero fue una buena sensación.

Envejecés y te volvés más cauteloso.

Aparecen situaciones por las que ya pasaste, y podés ver hacia dónde se dirigen.

Un buen consejo puede ahorrarte un pequeño fastidio.

Tuve a mis mellizos aquí. Tienen quince años. Cuando yo era adolescente, había menos restricciones que las que yo les impongo a mis hijos. Pero yo sé que esas restricciones son importantes. Aun así, tienen que tener su espacio. Es un equilibrio delicado. Te decís: yo sobreviví a eso. ¿Cómo lo harán ellos? Y sin embargo lo hacen. Con un poco de suerte.

Puedo reírme más ahora que cuando era más joven. Soy menos sentencioso.

Me cuesta mucho regalar una de las pinturas de mi padre.

He mantenido el estudio de mi padre por los últimos 17 años, desde que murió. Lo mantuve tal cual estaba. En un momento pensé en dejarlo ir. Luego tuve una reunión de amigos y familiares para verlo por última vez. Grabarlo en video. Pero me di cuenta de que es diferente en persona que en video. Es otra experiencia. Así que me lo quedé.

Sé valiente, pero no imprudente.

Sin importar lo que hiciera, Marlon siempre era interesante.

Para mostrar lo primitivas que solían ser las cosas: teníamos que disponer un trípode para pasar en video las escenas de Marlon en la sala de proyección de Paramount, para que yo pudiera estudiar sus movimientos. Lo interpretaba sobre un pequeño acto por acto.

Nunca hablamos con Marlon sobre nuestras actuaciones en El Padrino. ¿Qué me iba a decir? Nos conocíamos. Pasé algún tiempo en su isla con él. Pero no hablás de actuación. Hablás de cualquier cosa menos de actuación. Supongo que la admiración no se expresa en palabras.

Sí, podés hacer nuevos amigos. Hace poco conocí a una pareja; son mucho más jóvenes que yo. Es agradable.

La realidad es este momento.

Alguna gente entiende lo que es crear algo especial, y otras piensan en qué es lo que pueden sacarle.

No voy a leer todos los libros que quiero leer.

Quizá me gustaría hacer cosas que fueran más como retirarse. Como sentarme en un lugar y simplemente disfrutar. Una buena caminata. Un café. Como retirarme, pero no retirarme. Mientras disfrute de lo que estoy haciendo, ¿por qué retirarme?

Atravesás muchas fases diferentes en la vida. Solía comer postres todo el tiempo de chico. Ahora no como mucho postre. Excepto cuando estoy en restaurantes especiales y me digo: Bueno, estoy acá, tengo que comer el postre.

Ahora es ahora. Entonces era entonces. Y el futuro será lo que el futuro sea. Así que disfrutá el momento mientras estás en él. Ahora es un gran momento.

11/1/11

Tracy Tzu

El día en que el mundo volvió a quedar patas para arriba

Por Silvina Friera
Publicado en PAGINA 12

Verano imperdonable, con la tristeza embotellada en los ojos, en el cuerpo. El país está de riguroso luto. Las niñas y los niños de ayer, las mujeres y los hombres de hoy que siguen cantando a coro a Manuelita que vivía en Pehuajó tienen una pena infinita. Esas voces ahora se quiebran –la congoja siempre desafina– cuando intentan completar lo que hizo la tortuga: un día se marchó. “¡Qué de campanas en la sangre siento/ cada vez que me olvido de la muerte!/ Pero sucede que ella no me olvida”. Estos versos, pletóricos de exquisito dolor adolescente, pertenecen al primer libro que publicó María Elena Walsh, Otoño imperdonable, en 1947. Prologaban, con la energía desmesurada de los primeros pasos, la obra de una artista genial, tan fuera de serie que todo lo que tocaba –poesía, narrativa, música, dramaturgia– devenía inmediatamente en oro. Tan fuera de serie es –en presente, porque su inmenso legado no admite el pretérito– que considerarla un “icono nacional, “prócer cultural”, “blasón de casi todas las infancias”, “un mito o patrimonio de la Argentina”, es recitar –de memoria– una seguidilla de lugares comunes de la lengua contra los que ella luchó hasta pulverizarlos. La muerte no se olvidó de ella. Aunque se deseó que la noticia se hiciera humo, como un mal presagio, ayer murió María Elena o la Walsh –como prefiera cada lector–, a los 80 años, “luego de una prolongada internación y como epílogo de padecimientos crónicos que la aquejaban”, según indicó el parte emitido por el Sanatorio de la Trinidad.
La muchacha que alguna vez se definió como “desabrida, limpia y chúcara” nació en “cuna de oro” el 1º de febrero de 1930, en Ramos Mejía. Su padre, Enrique Walsh, era un alto empleado de los ferrocarriles, “un anglo-argentino enamorado de Dickens y fabuloso músico autodidacto” que tocaba muy bien el piano. Su madre, Lucía Elena Monsalvo, descendía de andaluces. En la tranquila población de la línea del Oeste, la niña trovadora crecía con el abono ideal: infancia de clase media ilustrada, rodeada de libros y de cine. Entre sus fantasías más secretas –confesaría muchos años después, cuando ya era María Elena Walsh y se arrimaba a la orilla de lo que se llama un clásico– se imaginaba cantando y bailando en un escenario, como en las “maravillosas” comedias musicales que admiraba, las de Ginger Rogers y Fred Astaire. En el aula de sus recuerdos brillaba la alumna aplicada, amiga atenta de los árboles y las gallinas, y del pastito que brotaba entre los ladrillos de las antiguas veredas, las mismas que evocó en una de sus canciones, “Fideos finos”. En ese ambiente de libertad, el oído se afinó con las canciones tradiciones inglesas para niños que su padre le cantaba. Ahí comenzó a meter manos a la obra gracias a las construcciones verbales del nonsense británico.
Dueña de un pudor victoriano que se confundía tal vez con timidez, María Elena se plantó, incorregible en su rebeldía, cuando a los 12 años decidió ingresar a la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. Allí conoció a la fotógrafa Sara Facio, quien con los años se convertiría en su “gran amor, ese amor que no se desgasta sino que se transforma en compañía perfecta”, como se lee en su última novela autobiográfica, Fantasmas en el parque, publicada en 2008. En 1945, con tan sólo 15 años, apareció su primer poema, titulado “Elegía”, en la revista El Hogar, y también escribió para el diario La Nación. Dos años después, en ese 1947 dolorosamente inolvidable, murió su padre al mismo tiempo que publicaba el poemario Otoño imperdonable, que recibió el segundo Premio Municipal de Poesía. Una lluvia de elogios coronó a la “joven promesa”. Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez celebraron ese primer libro.
Cuando se recibió de profesora de Dibujo y Pintura, enfiló con una beca para la Universidad de Maryland (Estados Unidos), invitada por Jiménez, el autor de Platero y yo. Los seis meses que permaneció junto al poeta fueron una experiencia traumática. Inolvidable, en el peor de los sentidos. “Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, cubrirme de una desdicha que hoy me rebela –escribió Walsh en un texto publicado en la revista Sur, en 1957–. Me sentía averiguada y condenada. Suelo evocar con rencor a la gente que, mayor en mundo, tuvo mi verde destino entre sus manos y no hizo más que paralizarlo.”
De regreso en Buenos Aires, consiguió la medicina para superar ese mal trago junto a Jiménez. Volvió a escribir ensayos en diversas publicaciones y frecuentó los círculos literarios e intelectuales. “Como a sus vanas hojas/ el tiempo me perdía./ Clavada a la madera de otro sueño/ volaban sobre mí noches y días.” Otra vez llegó un libro, el segundo poemario, Baladas con Angel, editado en un mismo volumen con Argumento del enamorado, de Angel Bonomini, quien entonces era novio de María Elena. No todo iba viento en popa, aunque pocos lo pudieran percibir. No soportaba las presiones familiares ni de la sociedad. Para ella el peronismo era una “dictadura”. Necesitaba un cambio, respirar otros aires. La aventura arrancó con una carta que sería el principio de una asociación artística y amorosa. La tucumana Leda Valladares, que entonces se encontraba en Costa Rica, la tentó con una propuesta: juntarse en Panamá para rumbear juntas hacia Europa. En el barco Reina del Pacífico, María Elena se probó el traje de cantante. Días y noches su voz se fue fogueando con las zambas de Yupanqui y los hermanos Abalos; cantó chacareras, bagualas y vidalitas anónimas, al son de los instrumentos de la compañera tucumana. Instaladas en París en 1952, en el Hôtel du Grand Balcon, una desvencijada pensión de artistas, la dupla fue eclipsando los escenarios parisienses con su exótico repertorio de canciones folklóricas. El dúo llegó nada menos que al famoso cabaret Crazy Horse. Pablo Picasso, Jacques Prévert y Joan Miró estuvieron entre su fascinado público. Las muchachas compartieron camarín con Charles Aznavour, por entonces un simple debutante.
En la “ruta a la libertad”, en la París donde se codeó con la chilena Violeta Parra y grabó sus primeros álbumes –Chants d’Argentine (1954) y Sous le ciel de l’Argentine (1955), con canciones de tradición oral del folklore andino argentino–, empezó a escribir su primer libro para chicos, Tutú Marambá. Leda & María Elena volvieron a la Argentina en 1956 y pronto salieron de gira por el noroeste argentino. Después grabarían los dos primeros álbumes en el país, Entre valles y quebradas vol 1 y Entre valles y quebradas vol 2, ambos de 1957. Canciones de Tutú Marambá (1960) incluye las primeras canciones que harían famosa a María Elena: “La vaca estudiosa”, “Canción del pescador”, “El Reino del Revés” y “Canción de Titina”. El espectáculo musical-dramático para niños concebido por el dúo, Canciones para mirar, se estrenó en el Teatro San Martín en 1962. A partir de doce canciones, Leda y María irrumpían en el escenario vestidas como juglares mientras los actores –Alberto Fernández de Rosa y Laura Saniez– representaban mímicamente, entre otras, “La Pájara Pinta”, “Canción del estornudo” y “La mona Jacinta”. La sociedad parió un nuevo espectáculo más, Doña Disparate y Bambuco, dirigido por María Herminia Avellaneda, donde aparecieron el Mono Liso y la tortuga Manuelita, el personaje insignia del universo infantil amasado por Walsh.
Antes de la separación de María Elena & Leda, hubo un último disco, Navidad para los chicos (1963). Etapa creativa y amorosa cerrada, publicaría un puñado de libros para chicos –El reino del revés (1964), Zoo loco (1964), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) y Aire libre (1967), que consolidó el universo infantil que MEW construyó en la década del ’60. Desde entonces, las infancias de millones de argentinos estarán enlazadas por una liturgia inoxidable.
Narradora del disparate, “milagrera” a la hora de expandir el humor y el absurdo, irreverente hasta lo inconcebible, además de irónica y satírica, no habrá otra igual. La genia MEW, como si fuera una hechicera, tenía una pulsión poética extraordinaria. En la matriz de su escritura está la poesía. En el prólogo de Hecho a mano, su poemario para adultos de 1965, está la clave. “No sé, yo solamente versifico/ pura conversación a mi manera”, decía. Las etapas, del folklore a las canciones para chicos, pasaban. La poesía siempre quedaba. En el ’68 arrancó con sus recitales unipersonales para adultos, Juguemos en el mundo, que fue disco también y en 1971 se transformó en una película en la que actuó, dirigida por Avellaneda. Ese espectáculo-disco incluía la emblemática “Serenata para la tierra de uno”: “Porque me duele si me quedo,/ pero me muero si me voy/ con todo y a pesar de todo/ mi amor yo quiero vivir en vos”.
A la Walsh –opción que suena mejor para repasar sus intervenciones públicas– le encantaba levantar polvareda. La bandera que se enarboló como símbolo de libertad y coraje fue el artículo que publicó en 1979 “Desventuras en el País-Jardín de Infantes”, cansada por la censura y las prohibiciones de películas, programas de televisión y libros. Ya estaba retirada de los escenarios; dictadura, terror y espanto trajeron el parate artístico en 1978. Esa pieza contra la figura del censor merece ser revisada y discutida sin menoscabar la importancia capital que tuvo. Un párrafo de los menos recordados legitima sin artilugios lingüísticos el accionar de la represión y convalida la teoría de los “dos demonios”. “Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos –señaló en ese texto–. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabemos intrincada y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué.” Ante la posibilidad de implementar la pena de muerte en el país, en 1991 escribió un poema demoledor: “Cada vez que se alude a este escarmiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas”. La Walsh no sintonizaba con el imperativo de la “corrección política”. Una de sus últimas intervenciones más criticadas fue cuando –en 1996– invitó a la Carpa Blanca docente a retirarse de la plaza “por autoritaria e inofensiva”.
Su primera novela para adultos, Novios de antaño, fue publicada en 1990, el mismo año en que recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba, cuando ya era –desde 1985– Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. En 1994 se recopilaron las canciones completas para niños y adultos bajo el título Las canciones; toda su obra literaria ha sido reeditada por Alfaguara y sus libros han sido traducidos al inglés, francés, hebreo, italiano, finés, danés y sueco. En una de sus últimas entrevistas con el suplemento Radar habló de su reconciliación con el peronismo. “Al ver los manejos de la Revolución Libertadora recapacité sobre todo lo que había sido la obra del peronismo, aparte de sus manejos, así, represivos, digamos. Me di cuenta de lo que había representado para el pueblo, que es mucho. Años después viajé por el interior y la única escuela que había y el único puente eran restos de esa época del peronismo.” Se burlaba, en esa entrevista, sobre lo que le generaba la palabra “póstumo”. La pensaba como “una especie de chiste”. Y confesaba que le gustaría ser recordada “como alguien que quería dar alegría a los demás”. La vida sin María Elena tiene un gusto amargo. Entre risas y lágrimas, dos sentimientos que no son incompatibles, los argentinos la despedimos, emocionados: “¡Gracias, maestra, por tanta alegría!”.

Nada personal

Por Horacio Verbitsky
Publicado en PAGINA 12

Han pasado cincuenta años pero no la conmoción que me produjo su show Canciones para mirar, que estrenó el verano de 1961 en el primer festival de arte para chicos, en la ventosa Necochea, y a partir de marzo en el Teatro San Martín, inaugurado por esos días. Los espectáculos infantiles de entonces eran una sarta de tonterías, parecidos a los programas de entretenimiento para grandes en la televisión, pero a los gritos y marcando más las palabras porque en esa época todos los nenes eran bobos. María Elena cambió eso para siempre. No tenía hijos ni sobrinos para quienes componer. Hija del director de la estación Ramos Mejía del ferrocarril británico del Oeste, que le leía las nursery rhymes sajonas, escribía para sí misma, rebuscando en su propia infancia. María Elena apelaba al desenfado del humor y de la inteligencia, que conservaba en estado puro, como los chicos antes de que los aplanen las instituciones de la educación y de la cultura.
En la década de 1950 había viajado a París, alejándose de un desengaño amoroso, después de cubrir con pétalos de flores el lecho que iba a compartir con alguien que no podía disfrutar de ese romanticismo infantil. Allí formó un dúo con Leda Valladares, la gran investigadora y recopiladora del folklore argentino, que fue su maestra. Leda con guitarra y charango y María Elena con bombo y caja tocaban en un cafetín de la Rive Gauche en cuyo guardarropas se ganaba unas monedas Pepe Fernández, su más íntimo amigo de la adolescencia. Durante un tiempo de mi infancia tomé clases de piano con Pepe, que todavía era persona y no zamba. Mientras aguardaba mi turno, no podía apartar la vista de una foto que Grete Stern le había tomado a María Elena, adolescente pecosa con un cuello enorme que desbordaba de su sweater, asomada a la ventana para mirar el mundo con sus ojos de agua. Los gallegos Fernández, la británica Walsh, la alemana Stern y los moishes Verbitsky, todos vivíamos en Ramos Mejía, que por entonces era un pueblito de la provincia de Buenos Aires. Pepe también tenía otras fotos: María Elena en bicicleta, en la misma época, con un jardinero de lona; Leda y María en el boliche francés, con ponchos exóticos. Me las mostraba y no podía imaginar que existiera una mujer más bella. Por distintas razones, ella fue nuestro amor imposible. Cuando María Elena volvió a la Argentina, Pepe me llevó a conocerla, en la casa modesta a la que se mudaron los Walsh después de la nacionalización de los ferrocarriles, cuando debieron dejar la casita inglesa frente a la estación. Pepe recreaba aquellas historias en respuesta a mi asedio para apoderarme de todo lo que recordara de ella, que era mucho porque entonces recién estaban llegando a los treinta, que a mí me parecía una edad avanzada. Ante terceros la llamábamos La Polilla, para seguir la conversación sin intromisiones.
Iniciativa de un intendente con inquietudes, el festival de Necochea brillaba por sus buenas intenciones. Pero María Elena y Leda eran otra cosa, una exquisitez que cortaba el aliento. Cantaban con un somero vestuario de juglares, que en mi recuerdo se lograba con unos recortes de paño de colores sobre sus mallas negras, mientras la actriz Laura Saniez se hacía la vaca estudiosa, la hormiga Titina o la pájara Pinta y los nenes enloquecían. Cuando María Elena decía “La luna es redonda” mientras con sus manos dibujaba un cuadrado en el aire, las palabras para explicarle se les hacían un nudo en los labios, más lentos que sus cerebritos alerta. No hace falta que cuente las historias deliciosas de esas canciones, en las que cada tema recreaba un género de nuestra música entonces casi olvidada, porque ya hay tres generaciones que las conocen de memoria. Por más vieja y arrugada que sea, Manuelita es tan joven como aquella tarde de mediados del siglo pasado y sigue sin contarle a nadie por qué en ese preciso momento Leda y María Elena se distanciaron.
La otra intimidad que el pudor me impediría contar si ella pudiera leerla, ocurrió veinte años después. Comenzaba la década de 1981. Yo vivía escondido, atisbando los primeros indicios de que la dictadura no duraría todo lo que sus jefes deseaban. Alguien me dijo que María Elena tenía una de esas enfermedades malditas de las cuales no se regresa. Después de años sin vernos me largué hacia su casa sin previo aviso. Me dijo que no quería ver a nadie, que necesitaba estar sola. Y antes de que pudiera despedirme empezó a interrogarme sobre mi vida, a contarme sus presunciones y cotejarlas con mis respuestas, a preguntarme por amigos comunes. Me contó que solían creerla hermana de Rodolfo Walsh y que asentía sin aclarar la confusión. Cuando nos acordamos habían pasado tres horas. Me pidió que volviera la semana siguiente. Cuando me abrió la puerta llevaba un exótico turbante celeste como sus ojos, que dejó de usar al recuperarse de los estragos del tratamiento. En esos meses de five o’clock tea semanal sólo me crucé con la gran fotógrafa Sara Facio, con quien fue feliz por más de treinta años, y con Gabriela Massuh, la otra amiga admitida en aquella fortaleza asediada. María Elena me hacía poner discos de Bill Evans, me señalaba la escalera y me dirigía para que limpiara y ordenara su biblioteca, mientras hablábamos de los libros y de las películas y de las personas. Nada personal, porque MEW era sooooo british. Pero ni aun entonces, pese a la fragilidad extrema de ese combate por su vida, perdió un pedacito de su dignidad y de su orgullo. Alguien me había recomendado un tipo de gimnasia adecuado para después de la cirugía y del tratamiento químico y yo se lo transmití a Sara. No recuerdo las palabras que siguieron al inicial “¿Y a vosh qué te pasha?” con que me atajó la semana siguiente, pero todavía siento la furia de sus ojos fulminándome por haber hecho algo a sus espaldas, como si alguna vez alguna cosa hubiera podido escapar a su control. Por uno de esos lugares comunes que repetimos los legos en la ciudad alisada por el sicoanálisis, siempre pensé que esa actitud de saber y decidir todo la había salvado. Hace dos meses, cuando un grupo de amigos me sorprendió con una fiesta por mis cincuenta años como periodista, María Elena dijo que no podía ir pero que me grabaría un mensaje. Después no pudieron mandarle la cámara prometida. Mejor así. Prefiero la imagen de las fotos que acompañan este recuerdo melancólico.

9/1/11

Alfredo Alcón: “Conducir este país no es fácil, pero yo tengo ganas de creer”

Por Facundo García
Publicado en PAGINA 12

La puntualidad es la cortesía de los reyes. Por eso hace rato que Alfredo Alcón espera amablemente que llegue el cronista. Cae la tarde, y el teatro Mar del Plata –donde el actor está presentando Los reyes de la risa junto a Guillermo Francella– está en penumbras. Es el principio de un encuentro en el que se hablará del gobierno nacional, de la oposición, de arte y de sexo. Pasiones, en definitiva: “Vengan, vamos por acá”, invita él, y se interna por el laberinto de bambalinas con la soltura de un nene entre sus juguetes. En dos minutos se esfuma de los palcos del primer piso y reaparece en el centro del escenario. “Ubicate por acá. Pero ojo, porque si te quedás mucho tiempo vas a tener que actuar en la obra”, bromea.
Si las luces están apagadas da la impresión de ser un señor maduro, rodeado por un aura de fragilidad que descoloca a los que están acostumbrados a verlo en papeles vigorosos. Pero cuando se acomoda en el centro de la escenografía, su cadencia es otra. Alcón se magnifica hasta el vértigo. “Y qué lindo sería que a cada persona le correspondiera un decorado, ¿no? Aunque bueno, a veces le endilgamos a alguien un espacio de acuerdo con lo que nosotros creemos que le corresponde, y casi lo obligamos a permanecer ahí”, dice.


Además uno cambia continuamente. Nadie se corresponde con un único decorado toda la vida.
Cambiás a cada segundo. Si nos pusiéramos a enumerar todos los pensamientos que han pasado como pescaditos por nuestra mente desde que arrancamos esta charla, nos sorprenderíamos. Pero somos cabezas duras: tratamos de ordenar el mundo, de clasificarlo en términos fijos, hasta que vienen huracanes y nos sacuden la estructura. El día en que uno aprende a convivir con esos huracanes, se da cuenta de que puede ser más flexible. A mí me gusta el cambio. Detesto los lugares estáticos. Una sala repleta de gente haciendo ruido, y yo teniendo que esperar, sin posibilidad de hacer nada para modificar eso: ésa es para mí la descripción del infierno.


Pasiones

La necesidad de “que pase algo” lo persigue desde siempre. Una noche, el Alfredo niño le pidió a su papá que le bajara la luna. El hombre accedió: trajo una escalera y empezó a subir estirando las manos al cielo. La adrenalina de ver cómo ascendía por los peldaños dejó su huella en el hijo. “Yo soñaba. Hacía fuerza para que el cielo se abriera y bajaran los ángeles tocando sus trompetas –se transporta–. Tanto deseaba que ocurriera algo determinante, que una vez agarré una estampita de la Virgen de mi madre, la rompí en pedacitos y se la tiré en la cara, sólo para originar una reacción.” De ahí a la dramaturgia había unas pocas cuadras. “Cuando mi familia iba al teatro era distinto. Nos preparábamos quince días antes. Mi madre y mi abuela se vestían con sus mejores ropas y veíamos a potencias como Margarita Xirgu. ¿Cómo no me iba a apasionar con eso? (se ríe para adentro) Obvio, nadie me avisó que después iba a tener que dar funciones todos los días, si no hubiera evaluado mejor en qué me metía.”

¿Y consiguió esos cambios que buscaba?
Casi. El hecho estético es “la inminencia de una revelación que no se produce”, como decía Borges. Hay días en que antes de comenzar la función sentís que el público está respirando a tu ritmo. Y cuando es un gran texto, toda la sala palpita. Surge un silencio extraño. El público no siempre se da cuenta. Pero a ver: ¿por qué fue al teatro? ¿Por qué espera que le cuenten una historia? Para ver si entiende algo más. Entonces hacés lo tuyo, y por un brevísimo segundo intuís un paisaje sin nombre. Después se termina. Caés de nuevo y te parece que lo que estás haciendo es una mierda.

Borges decía aquello de la “inminencia de una revelación” a propósito del arte. Pero también hay quien experimenta así al fenómeno que llamamos Argentina.
Supongo que tiene que ver con que para terminar de revelarnos tenemos que definir mejor nuestro sentido de pertenencia, y no necesariamente a partir de elementos rimbombantes. Mis abuelos, sin ir más lejos, se largaban a recordar “el sol de mi pueblo”, “la plaza de mi pueblo” y hasta “el vino de mi pueblo”, aunque sospecharan que no iban a volver ahí nunca más. Una vuelta yo estaba juntando unos mangos para ver si podía pagarles un viaje a su lugar natal. Le pregunté a mi abuelo si realmente estaba interesado en regresar allá por unos días. ¿Y sabés qué me dijo? “Por supuesto. Quiero ver si creció un arbolito que planté.” ¡El viejo me dio una respuesta poética!

Cuando se habla de pasiones, a Alcón se le ilumina el semblante. Se entiende por qué encarnó a El santo de la espada, de Leopoldo Torre Nilson, y al demonio que tentaba al Nazareno Cruz de Favio. “Un apasionado es siempre peligroso para los que están arriba. Y una sociedad que te permite apasionarte y cuestionar es lo contrario a una sociedad fascista”, sentencia.

¿Será por eso que se le tiene tanto miedo al debate y la polémica?
El debate que proponen algunos políticos se parece a la pelea entre dos vecinas que se llevan mal. Yo he discutido con gente de derecha que te argumentaba y te permitía tener debates fascinantes. Pero con la derecha argentina eso no pasa. Y no te pido tanto como un pensamiento, ¿eh? No seamos tan pretenciosos. Hablemos, por ejemplo, del lenguaje. De elegir los sustantivos, los adjetivos y los verbos que sean adecuados. Hay una aridez tremenda. Se limitan a gritar “¡y el año que viene, ya van a verrr!”. Vos les ves el brillo en la mirada y te das cuenta de que lo de ellos es un odio barato. Porque hasta en el odio, que no es bueno, puede haber creatividad y sutileza.

¿Nunca se le dio por militar?
No me afilié a ningún partido. No obstante –y por motivos muy concretos– idealicé al peronismo durante mi infancia. Nosotros éramos de Ciudadela. Mi padre trabajaba en una fábrica y me acuerdo de que un día vino feliz, contando que estaban aplicando unas leyes bárbaras: las ocho horas de trabajo, el aguinaldo, las vacaciones. Yo era chico y no entendía mucho, pero percibía mayor tranquilidad en casa, a un nivel casi energético.

Las simpatías de Alcón tienen más raíces profundas. Cuesta imaginarlo en la escuela (¿Lo pondrían las maestras a actuar de San Martín en todos los actos?). Como sea, él se limita a relatar que hubo una mañana de esta tierra en la que él era chiquito y espiaba la ciudad desde su balcón. Esa mañana su universo tembló. “A los ocho o nueve años me asomé para ver una comitiva que venía por la General Paz. ¿Y a quién veo en la ventanilla de uno de los autos? A Evita. Ella no estaba saludando gente, ni a nadie. Simplemente se trasladaba a algún acto. Pero por un segundo me miró y nos quedamos los dos así, quietos. Después el auto siguió, y me guardé esa mirada.”

Y cuando se integró al ambiente teatral ¿ya estaba politizado?
En cierta medida sí. Cuando quise estudiar teatro, a los catorce, fue un escándalo en casa. “Vago”, me decían. Para colmo mamá ya había quedado viuda y yo era hijo único, así que el peso de mi elección era mayor. Necesitaba conseguir trabajo en un horario que me permitiera cursar en la escuela de teatro. Medio como manotazo de ahogado, escribí a la Secretaría de Trabajo y Previsión. Mi vieja me decía: “¡No les pongas que querés estudiar teatro! ¡No te van a dar bola!”. Y sin embargo lo puse. A la semana recibí una respuesta con siete u ocho laburos para que fuera a presentarme. Yo sé que Evita no se debe haber ocupado personalmente de una minucia así, pero la carta tenía su firma.

¿Qué espera de la política?
Espero justicia en su sentido más elemental. Que los pobres también tengan derecho a elegir, a conquistar su chance de saber quiénes son en lo más hondo sin que otros les elijan el destino. Espero que el mundo los respete lo suficiente para que puedan buscar, equivocarse y perder un poco el tiempo sin que eso signifique pasar hambre.

Nos venimos acercando a la pregunta y llegó: ¿me cuenta qué opina del gobierno de Cristina?
Le veo cosas que me interesan mucho. Lo que pasa es que en Latinoamérica hay un asentamiento terco de la pobreza como condición de las mayorías. Dos por tres, para hablar mal del Gobierno te dicen que si vas a Chile vas a encontrar una potencia mundial, y resulta que vas y hay taperas de barro igual que acá, en Ecuador o en Brasil. Ahora han parado un poco con esa zoncera de que “salvo nosotros, los demás nadan en la abundancia”. Conducir este país no es fácil, no es administrar Suecia. Por otra parte, la misma Presidenta se ha ocupado de decir que queda mucho por hacer. Yo tengo ganas de creer, y sentir eso ya es mucho.

En algunos sectores se vive un clima especial. De fe, digamos.
Exactamente. Me encanta que los jóvenes, que parecían lejos de todo, se hayan calentado y tengan ganas de ver de qué se trata y de involucrarse en serio. Es como si se hubieran dado cuenta de que sólo con buenas intenciones no arreglamos nada. No es tan complejo: con que algunos ganaran menos ya sería bastante. No puede, no debe ser imposible el equilibrio. De lo contrario, no lo necesitaríamos tanto.

Como artista, usted vive encarnando seres diversos, así que debe conocer bien la “paleta humana”. ¿Qué tipo de personajes necesitaría la Argentina, si el país fuera una obra teatral?
Antes que nada, aclaro que yo no tengo dones de conducción política. Si algún día me ves como ministro, preocupate (risas). Brecht escribió “pobre del país que necesita héroes”, y no estaba errado. Por supuesto que uno puede pensar en el Che Guevara, que fue un héroe necesario. Pero sin duda era más necesario encontrar el camino para que triunfaran sus ideas y él no muriera como murió. No sé si hacen falta estrellas. Si lográramos mantener coherencia y persistencia en las ideas –con todos los caminos que hay que transitar para conseguir eso, porque a veces hay que gambetear un poco sin perder el rumbo– estaríamos haciéndonos un gran favor. Ojo: la trampa está muy bien hecha: hasta el mismo pobre a veces cree que la miseria es su destino porque así lo manda Dios. Después de hablar de Evita, se me vino a la mente la mirada del Che, mirá vos.

En breve, la multitud empezará a hacer fila para ver el show. “¡Te dije, si te quedás un rato más en el escenario, te meto en la obra!”, se divierte Alcón. Hay aroma de final, y el entrevistado se incomoda cuando se le sugiere que a lo mejor ya tiene su lugar en la historia. “Si querés apostamos –ironiza–. Lo más probable es que dentro de un par de décadas no se acuerde nadie, y no me molesta en absoluto.” La memoria precipita una imagen que lo caló: “Había un maestro que se llamaba Pedro López Lagar. Agustín Alezzo y otros estudiantes de teatro iban a verlo cuatro o cinco veces seguidas, de tanto que lo admiraban. Y un día me lo encontré sentadito, esperando para saludar a una actriz más joven que no sabía de él ni quería salir de su camarín para conocerlo. Me dolió tanto verlo solo que me acerqué y le mentí. Le inventé que la mujer no iba a salir porque estaba sufriendo un tremendo dolor de muelas. Si talentos como el de aquel ídolo cayeron en el olvido y el aislamiento, ¿quién soy yo para que me recuerden?”.

 

3/1/11

"True Grit" de los hermanos Coen

Por John Walsh
Publicado en THE INDEPENDENT


El 15 de diciembre pasado, en una avant première realizada en Nueva York, Jeff Bridges se mostró entusiasmado por el brillante futuro que le espera a la chica de 13 años que lo acompañaba. La muchachita dio una vuelta para las cámaras y, sin aliento, les dijo a los reporteros que había terminado sus exámenes de séptimo grado durante la filmación, y que se preparaba para el octavo. En la película, Bridges interpreta a un sheriff venido abajo, con un parche en el ojo, a quien la chica contrata para vengar la muerte de su padre, asesinado por un renegado llamado Tom Chaney, que tiene una quemadura de pólvora en la mejilla...
¿El argumento suena conocido? Por supuesto. La versión original de Temple de acero (True Grit) se estrenó en 1969, dirigida por el veterano Henry Hathaway, y le dio un Oscar al personaje principal, interpretado por el mejor cowboy de todos los que se vieron en pantalla: John Wayne. Después de toda una vida en las películas, fue el único Oscar de Wayne, a los 62 años (“Guau”, dijo Wayne, al recibir la estatuilla de manos de Barbra Streisand. “Si me hubiera puesto ese parche 35 años más temprano...”). Pero la película fue un éxito por varias razones. Por empezar, era para toda la familia. En su núcleo estaba la precisa, precoz, hiperarticulada y muy cristiana jovencita, Mattie Ross, que siempre se abre camino y logra intimidar a Rooster Cogburn, el tuerto y alcohólico hombre de ley. Por otro lado presentaba tres desagradables villanos, Jeff Corey, Dennis Hopper y Robert Duvall, y en el lado de los buenos estaba el cantante country Glen Campbell, haciendo –no muy bien– de un soldado de Texas llamado LaBoeuf. La luminosa fotografía de la película era responsabilidad de Lucien Ballard, el director de fotografía favorito de Sam Peckinpah. Presentaba un climático tiroteo en el que Cogburn, insultado de manera intolerable por cuatro enemigos montados, toma las riendas con la boca y galopa hacia ellos, disparando y recargando un rifle con una mano y un revólver con la otra. Y tenía un final feliz, en el que Rooster visita a Mattie en su rancho familiar: ella le dice que le gustaría que los enterraran juntos y él, diciendo “ven a ver alguna vez a este viejo gordo”, salta una cerca en su espléndido caballo nuevo.
¿Qué fue, entonces, lo que pudo haber persuadido a Joel y Ethan Coen, los niños terribles de Hollywood, los más peculiares e inteligentemente extraños cineastas, de realizar una remake de Temple de acero? En su versión, además de Bridges, están Matt Damon como LaBoeuf, Josh Brolin como el asesino Chaney y la sorprendente Hailee Steinfeld como Mattie. Ciertamente hay algunos clásicos toques Coen: una escena inicial que es un largo, lento acercamiento de cámara, una risible escena de linchamiento, una coda final que es un lento y largo alejamiento de la cámara, un momento surrealista en el que un oso a caballo surge del helado bosque de Colorado. Pero la mayor parte de la película no se toma libertades demasiado shockeantes con respecto a la trama original. Los primeros comentarios en Estados Unidos lo llamaron “una pieza reverencial de nostalgia”, y asumieron que, por una vez, los Coen quisieron hacer un film “normal”. ¿Puede eso ser verdad?
Una visión tan limitada pierde de vista el punto principal. De hecho pierde dos puntos: el primero es que la nostalgia es lo último que les interesa a los Coen. Temple de acero es una película sobre la redención, y tanto su tema como su idioma son tan modernos como Wikileaks. La narrativa sobre el tipo venido abajo, el alcohólico, el corrupto, el anticuado, el retirado o caído en desgracia moral que de pronto encuentra el camino de retorno y se levanta en medio de una gran aventura, es el mito más potente en la cinematografía moderna. Está por todos lados. Dos semanas después del estreno de Temple de acero llegará Country Strong, la historia de Kelly Canter (Gwyneth Paltrow), una cantante alcohólica que acaba de salir de rehabilitación después de su arresto por desorden público, y al salir a la ruta descubre que una irritante joven rival está cantando sus canciones. Es una versión con agregado de lágrimas y peleas con novios del papel que Jeff Bridges hizo el año pasado en Crazy Heart, el cantante country & western en decadencia que gana el corazón de Maggie Gyllenhall.
El año pasado, Michael Caine interpretó al soldado retirado que se convierte en vigilante urbano en el thriller de venganza inglés Harry Brown. Dos años atrás, un casi irreconocible Mickey Rourke virtualmente se interpretó a sí mismo en El luchador, sobre un luchador de catch que se niega a sucumbir a una nueva carrera detrás de un mostrador de venta de salchichas. Llegó poco después de que Clint Eastwood fuera en Gran Torino Walt, un viudo retirado de su trabajo en una fábrica y ex combatiente de Vietnam cuya vida parece confinada a regar su jardín y a gruñirles a sus relaciones, hasta que se redime a sí mismo salvando a sus vecinos orientales y dispersando a una pandilla local a balazos.
Todas estas películas vuelven sobre el clásico que Sidney Lumet filmó en 1982 sobre El veredicto, el drama de tribunales de David Mamet: allí Paul Newman era Frank Galvin, un alcohólico, decadente, etc., abogado que tomaba un caso de mala praxis médica. Todos siguen la misma trayectoria, mostrando ante el espectador cómo un desesperanzado terminal se embarca en una aventura de gloria o muerte. Donde los Coen tienen un logro particular es en darle a su héroe decadente un orgullo subversivo, aun en su desesperanza: el Rooster de Jeff Bridges nunca duda, ni por un momento, de sus habilidades, aun cuando falla al dispararle a una botella de whisky en el piso. Su autoconfianza personal llega de la mano de un viaje nocturno para salvar a un ser humano, más que por derrotar a un enemigo o ganar un premio. Así es una película que conmueve más que el acostumbrado triunfo-del-decadente.
La segunda virtud que los críticos parecen no haber advertido es que los Coen no intentan hacer una remake del film, sino que tratan de hacer una versión más fiel del libro. La novela de Charles Portis en la que se basa Temple de acero apareció en 1968 y causó cierta conmoción en círculos literarios, pero fue rápidamente eclipsada por el ruido alrededor del Oscar para John Wayne. Los hermanos Coen volvieron a la astuta ficción de Portis porque les gustó no exactamente la trama sino su estilo único con el lenguaje. Hasta aquí, los críticos estadounidenses no parecen haberse dado cuenta de que Portis les dio a sus personajes un formato de conversación que encaja perfectamente con el amor de los Coen por las comunidades extrañas, fuera de norma. Empezando por el hecho de que no hay una idea clara de cómo hablaban los cowboys en 1880, los Coen se burlan de todo el género de tipos duros haciendo hablar a todos de un modo bastante formal. ¿En qué otro western una jovencita podría señalarle a un soldado de Texas su “inefectiva persecución” de un villano? ¿En cuál un soldado podría decirle a un sheriff que “parece haberse graduado de merodeador a ama de leche”?
Temple de acero es una remake que tiene sentido. Toma el material original, un libro que subvierte y demuele las más honestas convenciones del género western, y retuerce sus tácticas. Pero también honra el habla única del original, encontrando en ello un lenguaje con el que los realizadores pueden liberar su alegre infierno. El resultado es maravilloso: una película que sirve para graficar la diferencia entre una remake y una genuina reinvención.



notas