30/11/11

Domesticación o barbarie

"¡Ah, eso! La cautela, la cautela. Parecería que cierta cosa polémica es algo así como barbarie. ¿Qué es lo que se ha postulado y logrado aquí?: una especie de domesticación del intelectual. Ya no es civilización o barbarie; es ser domesticado o bárbaro. ¿Está claro? Si de eso se trata, postulo una especie de barbarización del espacio intelectual."

David Viñas

Do you speak English?

Por María Esperanza Casullo
Publicado en LA BARBARIE
6 de julio de 2011

Leo Clarín y veo en la página 66 que “la Embajadora de E.E.U.U. leyó en Escuelas.”

“La embajadora de Estados Unidos, Vilma S. Martínez (y otros) participaron ayer de la lectura de textos en inglés en ocho escuelas públicas de la Ciudad de Buenos Aires (…) en el marco de las celebraciones por el Día de la Independencia.”

Buenísimo. Ahora quiero que me confirmen que la embajadora boliviana va a leer textos en aymara y quechua para el aniversario de la independencia boliviana, el embajador brasileño textos en portugués para la fecha patria brasileña, y que el embajador argentino en Estados Unidos va a ir a leer a Marechal y Borges en las escuelas públicas de DC, o me voy a calentar realmente mucho.

29/11/11

El móvil de Hansel y Gretel

Por Hernán Casciari
Publicado en ORSAI

Anoche le contaba a la Nina un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel de los hermanos Grimm. En el momento más tenebroso de la aventura los niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa. Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer. Mi hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo: “No importa. Que lo llamen al papá por el móvil”.

Yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción de la vida ajena a la telefonía inalámbrica. Y al mismo tiempo descubrí qué espantosa resultaría la literatura —toda ella, en general— si el teléfono móvil hubiera existido siempre, como cree mi hija de cuatro años. Cuántos clásicos habrían perdido su nudo dramático, cuántas tramas hubieran muerto antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían solucionado los intríngulis más célebres de las grandes historias de ficción.

Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le ocurra. Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth, El hombre de la esquina rosada o La familia de Pascual Duarte. No importa si el argumento es elevado o popular, no importa la época ni la geografía.

Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al dedillo, con introducción, con nudo y con desenlace.

¿Ya está?

Muy bien. Ahora ponga un teléfono móvil en el bolsillo del protagonista. No un viejo aparato negro empotrado en una pared, sino un teléfono como los que existen hoy: con cobertura, con conexión a correo electrónico y chat, con saldo para enviar mensajes de texto y con la posibilidad de realizar llamadas internacionales cuatribanda.

¿Qué pasa con la historia elegida? ¿Funciona la trama como una seda, ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio, ahora que tienen la opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse mensajes de texto? ¿Verdad que no funciona un carajo.

La Nina, sin darse cuenta, me abrió anoche la puerta a una teoría espeluznante: la telefonía inalámbrica va a hacer añicos las nuevas historias que narremos, las convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.

Con un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con incertidumbre a que el guerrero Ulises regrese del combate.

Con un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del leñador no es necesaria.

Con telefonito, el Coronel sí tiene quién le escriba algún mensaje, aunque fuese spam.

Y Tom Sawyer no se pierde en el Mississippi, gracias al servicio de localización de personas de Telefónica.

Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el lobo está yendo para allí.

Y Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que Pinocho no llegó por la mañana.

Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o representadas) en los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación. Han podido existir gracias a la ausencia de telefonía móvil.

Ninguna historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o complicada, si los amantes esquivos hubieran tenido un teléfono en el bolsillo de la camisa. La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta, de Shakespeare) basa toda su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: la amante finge un suicidio, el enamorado la cree muerta y se mata, y entonces ella, al despertar, se suicida de verdad. (Perdón por el espoiler.)

Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de texto a Romeo en el capítulo seis:

M HGO LA MUERTA,

PERO NO STOY MUERTA.

NO T PRCUPES NI

HGAS IDIOTCES. BSO.

Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría evaporado. Las últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían gollete, no se hubieran escrito nunca, si en la Verona del siglo catorce hubiera existido la promoción “Banda ancha móvil” de Movistar.

Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre por otros más adecuados. La tecnología, por ejemplo, habría desterrado por completo la soledad en Aracataca y entonces la novela de García Márquez se llamaría ’Cien años sin conexión’: narraría las aventuras de una familia en donde todos tienen el mismo nick (buendia23, a.buendia, aureliano_goodmornig) pero a nadie le funciona el messenger.

La famosa novela de James M. Cain —’El cartero llama dos veces’— escrita en 1934 y llevada más tarde al cine, se llamaría ’El gmail me duplica los correos entrantes’ y versaría sobre un marido cornudo que descubre (leyendo el historial de chat de su esposa) el romance de la joven adúltera con un forastero de malvivir.

Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en dos actos por un título más acorde a los avances técnicos. Por ejemplo, ’Godot tiene el teléfono apagado o está fuera del área de cobertura’, la historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece nunca o que se quedó sin saldo.

En la obra ’El jotapegé de Dorian Grey’, Oscar Wilde contaría la historia de un joven que se mantiene siempre lozano y sin arrugas, en virtud a un pacto con Adobe Photoshop, mientras que en la carpeta Images de su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio, paulatinamente, hasta perder definición.

La bruja del clásico ’Blancanieves’ no consultaría todas las noches al espejo sobre “quién es la mujer más bella del mundo”, porque el coste por llamada del oráculo sería de 1,90€ la conexión y 0,60€ el minuto; se contentaría con preguntarlo una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.

También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de solución automática. Todas las intrigas, los secretos y los destiempos de la literatura (los grandes obstáculos que siempre generaron las grandes tramas) fracasarían en la era de la telefonía móvil y del wifi.

Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como loco por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.

Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que nunca llega; no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares. No hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de regreso a casa.

La telefonía inalámbrica —vino a decirme anoche la Nina, sin querer— nos va a entorpecer las historias que contemos de ahora en adelante. Las hará más tristes, menos sosegadas, mucho más predecibles.

Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real, no estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de la conexión permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá desesperado al aeropuerto para decirle a la mujer que ama que no suba a ese avión, que la vida es aquí y ahora.

No. Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso, un mensaje breve desde el sofá. Cuatro líneas con mayúsculas. Quizá le haremos una llamada perdida, y cruzaremos los dedos para que ella, la mujer amada, no tenga su telefonito en modo vibrador. ¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura, si algo siempre nos va a interrumpir la incertidumbre? Una llamada a tiempo, un mensaje binario, una alarma.

Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos: cuidado que el duque está yendo allí para matarte, ojo que la manzana está envenenada, no vuelvo esta noche a casa porque he bebido, si le das un beso a la muchacha se despierta y te ama. Papá, ven a buscarnos que unos pájaros se han comido las migas de pan.

Nuestras tramas están perdiendo el brillo —las escritas, las vividas, incluso las imaginadas— porque nos hemos convertido en héroes perezosos.

28/11/11

Toda historia es contemporánea

"Toda historia es historia contemporánea”.

Benedetto Crocce

27/11/11

no pensar

"Porque los hombres eran incapaces de sobreponerse a la muerte, a la miseria, a la ingorancia, para ser felices se pusieron de acuerdo en no pensar en ellas."

Pascal

22/11/11

Osqui Guzmán: "Mi trabajo es construir con lo que encuentro"

Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

 
“Mi primera impresión sobre el Gringuete fue que era un fantasma”, confiesa el actor Osqui Guzmán, para admitir enseguida que, al fin y al cabo, ésa es una característica que podría atribuirse a cualquier personaje de ficción. “Pero, una vez que entré en su cuerpo, y desde que estoy haciéndolo, me pareció alguien atravesado por la historia que tiene que contar una y otra vez, como si fuera una condena. También es una bendición. Ambas sensaciones conviven en el Gringuete, porque él ama esta historia y a sus personajes. Pero también sufre por su terrible desenlace. Sabe que su gloria y su condena es volver a repetirla y revivir a sus personajes, para encontrar un sentido”.

¿Un sentido a qué?
A su propia existencia. Su enamoramiento fatal de Salomé y esa fidelidad de perro que practica con ella, como el cariño que siente por su ama Cochonga, el respeto a Herodes o el deslumbramiento por el Bautista, son los sentimientos que le dan sentido a su vida sencilla de peón matarife, que sólo sabe sacrificar vacas y carnearlas con desgano. Al mismo tiempo, él pierde su inocencia al relacionarse con esos personajes: sabe y siente que el dolor es infinito.

Esa condición de narrador y a la vez protagonista, la obligación de entrar y salir de la historia, ¿representa una dificultad desde lo actoral?
Sí, pero es como la condición del titiritero, que interactúa con sus títeres. Este muñeco que traigo y muestro vive de esta manera; y yo hablo con él y lo conduzco a un destino ineludible, trágico. Desato en él las peores tormentas, pero sólo porque la historia lo reclama. Me sirvió mucho un espectáculo maravilloso de Ariane Mnouchkine y el Théâtre du Soleil: Tambours sur la digue. Se trata de un cuento japonés que ellos dramatizan a través de marionetas humanas. Cuando Kartun me contó su idea acerca del Gringuete, enseguida me acordé de ese espectáculo. Porque plantea una necesidad de desdoblarse, de poder hacerse invisible frente a la historia que está contando para luego volver a aparecer. De hecho, en los primeros ensayos, empecé a trabajar la invisibilidad frente a los demás personajes, como si ellos estuvieran viviendo la historia y no me pudieran ver.

¿Es su forma habitual de aproximarse a un personaje o cambia en función de lo que requiere una determinada puesta?
Cuando leo el texto, trato de descubrir qué es lo que me pide. Para un actor, el atractivo que ofrecen las obras de Kartun radica en que entregan un paisaje lleno de imágenes. Uno percibe claramente el terreno por donde va a transitar su personaje, y en función de eso comienza el juego. Lo primero que hago siempre es jugar, juego mucho, trato de divertirme. Para eso, ciertamente, es necesario tener el tiempo suficiente, para poder agregarle sucesivas capas de cebolla al personaje. Algunos lo llaman “método exterior”, yo lo llamo “súper lúdico”. El juego abre zonas desconocidas del personaje y permite liberarlo. Juego a muchas cosas, y por lo general no se las cuento a nadie. De repente, hace poco se me ocurrió imaginar que caminaba sobre el fuego, y en eso Mauricio me grita: “¡Che, eso que hiciste está muy bueno!” Y entonces lo incorporamos a una escena.

¿Estos mecanismos se ponen en juego durante los ensayos o pueden surgirle fuera de ellos, en su imaginación, durante su rutina diaria?
Todo es material para representar. Cualquier cosa puede despertar ese pequeño momento que uno necesita: en la calle, caminando o viajando ensimismado en colectivo, al despertarse o a la noche antes de dormir, en cualquier momento puede aparecer una imagen, una acción, un sonido. Hay algo de cartonero en este trabajo: uno junta sensaciones, frases, ideas, gestos, movimientos. Recuerdo que hace tiempo me topé con un hombre extraño que caminaba por la calle, con las ropas raídas, que de repente se frenó, miró fijamente una planta y empezó a mover la cabeza, como si estuviera estableciendo un diálogo con ella. Yo lo guardé en mi memoria. Y, cuando Mauricio me pidió que entrara hablándole a unos gauchitos que cuelgan de la escenografía, lo primero que se me vino a la cabeza fue ese hombre que había visto en la calle. ¡Y eso que pasaron más de tres años! Todo lo necesario está constantemente a nuestro alrededor.

Trabajar con un texto tan rico, cargado de términos en desuso y, al mismo tiempo, de palabras que son como desechos del lenguaje que funcionan dramáticamente debe implicar un trabajo arduo.
Es verdad. El texto propone muchos términos añosos y a la vez extraordinarios, de los que desconocemos su significado exacto. Aunque me arriesgo a pensar que terminamos entendiéndolos, porque conocemos su música. Hay que abordar esos textos con arrojo, enfrentarse a ellos como si uno fuera a estrellarse, sentir que son un cuerpo. Si uno se permite la libertad de abordarlos comprendiendo el juego poético que proponen las palabras y las frases en función de lo que va sucediendo, termina siendo un viaje maravilloso. Habrá momentos de zozobra –a veces es inevitable sentir que estamos mintiendo–, pero lo importante es saber que se encontró un camino.

IMPROVISAR, ANTE TODO

Después de esa etapa lúdica inicial, ¿qué otros recursos se ponen en juego?
Siempre está la improvisación, que para mí es todo. La improvisación consiste, esencialmente, en un trabajo de encuentro más que de búsqueda. Desde que comienzo a ensayar hasta la última función, estoy encontrándome con la obra. Porque ella propone una serie de rutinas que son como las de la vida misma. Sé dónde va a hacerse la función, sé qué tengo que ponerme y sé el texto que voy a decir... Como sucede con las rutinas de la vida: vos mismo venís a esta entrevista, sabés que tenés que llegar a una hora fijada con anterioridad, a un lugar determinado y es probable que tengas preparadas las preguntas que vas a hacerme… pero no sabés nada más. El resto, en verdad, lo tenés que improvisar. Mi trabajo como actor es improvisar siempre. Siempre.

Desde ese punto de vista, todos los actores improvisan.
Para mí sí, en el sentido de que es muy raro que un actor sólo repita una marcación. Puede que un mal actor, tal vez. En todo caso, la diferencia está en que la improvisación requiere de ciertas estrategias específicas. Las estructuras que utilizamos son las convenciones teatrales, que han sido las mismas desde que se inventó el teatro. Incluso lo experimental, que rompe con esas convenciones, se basa en ellas. Lo que hacemos es entrenar esas convenciones para que, en la medida en que uno va improvisando, pueda descubrir dónde está la historia. Mi trabajo es un proceso de construcción con lo que encuentro, por eso estoy siempre tranquilo. También depende mucho de la obra; en la medida en que es poética, profunda, siempre se abre a la posibilidad de probar cosas: uno sabe que lo que haga se convertirá en signo, porque la obra lo contiene.

¿Qué dificultades enfrentó a la hora de construir el personaje del Gringuete?
Lo más difícil fue lo que comentábamos recién sobre el desdoblamiento. Porque, claro, es un trabajo que uno puede conceptualizar y entender qué mecanismos deben ponerse en juego. Pero es complicado mantener ese desdoblamiento en el desarrollo interno del personaje a lo largo de la obra. Cómo hacerlo consciente, cómo entrar y salir de la historia en su proceso interior, ese que el público no puede percibir.

En el pasaje de narrador a protagonista de su propia historia.
Exactamente. Cuando encontramos el mundo de la historia, ese proceso surgió solo. Ya veníamos probando cosas y jugando, pero siempre dentro de lo formal. A partir de encontrar el padecimiento del personaje, floreció todo el Gringuete. Hay algo muy interesante que enseña Kartun en sus clases (después de trabajar en El Niño Argentino, empecé a estudiar dramaturgia con él), y es que el personaje acciona de acuerdo con un movimiento, un fluir que tiene que ver con su propia esencia. ¿Qué es lo que hace el Gringuete antes que nada: gringuetea. ¿Cuándo gringuetea y cuándo es el Gringuete? Son dos cosas diferentes. Comprender eso me ayudó también muchísimo, pero no porque me lo propusiera de antemano, el trabajo nunca sucede así. No pensé: “Ahora voy a gringuetear y ahora voy a hacer de Gringuete”. Simplemente me encontré haciendo eso y me dije: “¡Listo! ¡Es esto!” Entonces lo afirmé y, cuando podés afirmarlo, cuando lo incorporás, ya está, queda capturado. Por eso, para mí, el poder reflexionar acerca del trabajo es importantísimo. No para construir a partir de ahí. Por el contrario, es un procedimiento lúdico el que me conduce a un razonamiento que me satisface, pero que es siempre posterior, porque si no se convierte en una formalidad.
Hay un temor que suelen tener los actores que alcanzan cierto reconocimiento, que es el de encasillarse, de repetirse, por lo que siempre están deseando tal o cual personaje que resultará un desafío para ellos. Yo no siento esos desafíos, ni me interesan. Trabajo para la obra y, si la obra está buena, ya es más que suficiente. Y si encima el trabajo grupal es satisfactorio, mejor aún. No hay nada más saludable para el actor que trabajar en un proyecto que está protegido por la composición total.

21/11/11

El teatro del mundo

El mundo es un gran teatro,
y los hombres y mujeres son actores.
Todos hacen sus entradas y sus mutis
y diversos papeles en su vida.

William Shakespeare
Como gustéis
(Acto II, Escena 7)

20/11/11

De catástrofe en catástrofre. Entrevista con Thomas Bernhard


Por Asta Scheib
Publicado en QUIMERA Nº 65 (1987)
Traducción de Thomas Kauf

"Uno nunca sabe quién es. Son los demás los que le dicen a uno quién y qué es ¿no? Y como esto uno lo oye millones de veces en su vida, por poco que ésta sea larga, acaba por no saber en absoluto quién es. Todos dicen algo distinto. Incluso uno mismo está siempre cambiando de parecer".

¿Hay seres de los que usted dependa, que tengan una influencia decisiva en su vida?
Uno siempre es dependiente de las personas. No hay nadie que no dependa de algún ser. El hombre que estuviera siempre a solas consigo mismo acabaría hundiéndose al cabo de muy poco tiempo, se moriría. Yo soy de la creencia que para cada uno de nosotros existen seres decisivos. Yo he conocido a dos en mi vida; mi abuelo paterno y una persona a la que conocí un año antes de la muerte de mi madre. Fue una relación que duró más de treinta y cinco años. Todo lo que a mí se refería provenía de esta persona, de ella lo he aprendido todo. Y con su muerte también desapareció todo. Entonces uno se encuentra solo. Al principio a uno le gustaría morirse también; después se pone a buscar. A todas las personas que todavía se tienen, a las que se ha dejado olvidadas en el transcurso de la vida. Entonces se encuentra uno muy solo. Hay que aprender a vivir con ello.
Cuando me encontraba solo, fuese donde fuese, siempre he sabido que esta persona me protegía, me mantenía, y también que me dominaba. Después, todo desapareció. Uno está en el cementerio. Están cerrando la tumba. Todo lo que tuvo algún significado se ha ido. Entonces se despierta cada día por la mañana con una pesadilla. No se trata forzosamente de que se quiera seguir viviendo. Pero uno tampoco quiere pegarse un tiro, o colgarse. A uno eso le parece feo, y desagradable. Entonces sólo quedan los libros. Se precipitan sobre uno con todos los horrores que en ellos se pueden escribir. Pero de puertas afuera se sigue viviendo como si nada, para evitar que el entorno, que siempre está al acecho de nuestras debilidades, nos devore. Por poco que uno las deje aflorar, abusará de nosotros y nos sumergirá en un mar de hipocresía. Entonces la hipocresía se llama compasión. Es la definición más bella de la hipocresía.
Tal como he dicho antes, es difícil, tras treinta y cinco años de convivencia con una persona, encontrarse de repente solo. Esto sólo lo entienden las personas que han vivido una experiencia parecida. Uno se vuelve de repente cien veces más desconfiado que antes. Uno se vuelve más frío de lo que antes ya se le catalogaba. Aún más reservado. Lo único que le salva a uno es que no hay que morirse de hambre.
En realidad, lo que se dice agradable, esta vida no lo es. Sin contar con la propia decrepitud. Un derrumbe total. Uno sólo se mete en casas con ascensor. Ingiere un cuarto de litro de vino para comer, otro cuarto para cenar. Más o menos se hace soportable. Pero cuando para comer se bebe ya medio litro, entonces, se pasa muy mala noche. La vida se reduce a este tipo de problemas. Tomar pastillas, no tomarlas, cuándo tomarlas, para qué tomarlas. Uno va enloqueciendo de mes en mes, porque las cosas se van embrollando.

¿Cuándo tuvo usted alguna alegría por última vez?
Uno se alegra cada día de seguir viviendo y de no estar todavía muerto. Esto constituye un capital inapreciable.
Aprendí, del ser que se me ha ido, que uno se agarra a la vida hasta el final. En el fondo, todos estamos contentos de vivir. La vida no puede ser tan mala hasta el punto de no aferrarse a ella. La curiosidad es el estímulo. Uno desea saber: ¿qué más falta aún? Es más interesante saber lo que ocurrirá mañana, que lo que está pasando hoy. Cuanto mayor se hace uno, más interesante se vuelve la vida. Tras la destrucción del cuerpo, la mente se desarrolla sorprendentemente bien.
Lo que más me gustaría es saberlo todo. Siempre trato de robar a la gente, de sacarle todo lo que lleva dentro. En la medida en que esto se puede practicar a escondidas. Cuando la gente se da cuenta de que la estás robando, entonces se cierra. Como cuando se ve a un sospechoso acercarse a la casa, se atranca la puerta. Aunque también se puede forzar la puerta, cuando no queda más remedio. Todo el mundo puede dejarse una ventana abierta en el desván. Esto puede ser muy estimulante.

¿Ha deseado usted alguna vez fundar una familia?
Sencillamente me he limitado a sentirme feliz de sobrevivir. Fundar una familia, ni se me podía pasar por la cabeza. No tenía salud, y por lo tanto, tampoco ganas de pensar en estas cosas. No me quedó más alternativa que refugiarme en mi capacidad de raciocinio, y tratar de sacarle algún provecho ya que mi cuerpo estaba agotado. Estaba vacío. Y así ha seguido, durante años y años. ¿Es eso bueno, o malo? ¿Quién lo sabe? Pero es una forma de vivir. La vida puede asumir infinitas formas.
Mi madre murió a los cuarenta y seis años. Fue en 1950. Conocí a mi compañera un año antes. Al principio sólo fue una amistad y una relación muy fuerte con una persona mucho mayor que yo. En cualquier lugar del mundo donde me encontrase, ella era el punto central del cual yo lo extraía todo. Yo siempre sabía que esta persona era totalmente mía en los momentos difíciles. No tenía más que pensar en ella, sin siquiera buscarla, y todo se arreglaba. Incluso ahora, sigo viviendo con esta persona. Cuando estoy preocupado pregunto: ¿Qué harías tú? Así he conseguido apartarme de algunas atrocidades integrales, que no se pueden excluir con la edad, ya que todo está dentro de uno. Para mí, ella fue el elemento de moderación y de disciplina. Y por otra parte también el elemento de apertura al mundo.

En algún momento de su vida ¿se ha sentido usted satisfecho?
Nunca me he sentido satisfecho de mi vida. Siempre me he sentido muy necesitado de protección. Con mi amiga encontré protección, y siempre me impulsó a trabajar. Ella se sentía feliz de verme hacer algo. Por eso fue maravilloso. Viajábamos. Yo le llevaba sus pesadas maletas, pero aprendí muchas cosas, por poco que se pueda decir esto refiriéndose a uno mismo, pues de todas maneras siempre es poco, o casi nada. Pero para mí lo fue todo.
Cuando yo tenía diecinueve años, en Sicilia, me enseñó donde vivía Pirandello, pero sin la pedantería empalagoso de la persona muy culta. Como de pasada. Fuimos a Roma, a Split, pero lo importante entonces eran sobre todo los viajes interiores que hicimos. Vivíamos en un sitio perdido en el campo, con mucha sencillez. Por las noches la nieve caía encima de nuestra cama. Sentíamos esta predilección por la sencillez. Las vacas pastaban junto al dormitorio, tocando a donde vivíamos, donde tomábamos la sopa rodeados de libros.

¿Usted está conforme con su vida de escritor?
Bueno, uno siempre anhela mejorar escribiendo, sino sería para volverse loco. Es un fenómeno que aparece con la edad. Las composiciones deberían irse volviendo más rigurosas. Yo siempre he tratado de mejorar progresando. Partir del último paso para dar el siguiente. Evidentemente, los temas son siempre los mismos, claro está. Cada uno sólo tiene su propio tema, y se mueve dentro de él. Y entonces se hacen las cosas bien. Siempre se tienen muchas ideas: hacerse monje, ferroviario, o leñador, quizá. Pertenecer a la gente muy sencilla. Lo que evidentemente es un error, porque uno no pertenece a ella. Cuando uno es como yo, no puede convertirse en monje o en ferroviario, claro está. Siempre he sido un solitario. A pesar de este fuertísimo lazo siempre he estado solo. Al principio, claro, aún creía que tenía que ir a los sitios y participar. Pero por lo menos desde hace un cuarto de siglo apenas me relaciono con otros escritores.

Uno de sus temas principales es la música. ¿Qué significa para usted?
Estudié música cuando era joven. Me ha perseguido desde la infancia. Aunque siempre me ha gustado, la música ha sido como una caza y un acoso para mí. Sólo estudiaba para poder estar con gente de mi edad. Probablemente esta necesidad era la consecuencia de mi relación con esta persona mucho mayor que yo. He jugado, cantado, hecho teatro con mis colegas del Mozarteum. Después la música se volvió imposible debido a motivos puramente físicos. Sólo se puede hacer música cuando se está permanentemente con más gente. Como precisamente era esto lo que yo no quería, el problema se resolvió por sí solo.

Sus ataques, principalmente contra el Estado y contra la Iglesia, son a menudo muy fuertes. En Extinción (Auslóschung) describe usted el catolicismo como «lo que destruye el alma del niño, lo que le asusta, lo que anega su carácter». Para usted, su país, Austria se ha convertido en «un negocio sin escrúpulos donde sólo se comercia con todo y donde todos estafan a todos por todo». ¿ Escribe usted desde una posición de odio universal?
Yo amo a Austria. Esto no se puede negar. Pero la estructura del Estado y de la Iglesia es tan horrible que sólo se puede odiarla.
Soy de la opinión que todos los países y todas las religiones, a la que se los conoce de cerca, son igual de horribles. Con el tiempo se descubre que la estructura es en todas partes la misma, tanto en las dictaduras como en las democracias; en el fondo, para el individuo son igual de horribles. Por lo menos vistas de cerca. Pero más vale no dejarse llevar y no proclamar este tipo de cosas, para que no me echen los perros.

¿Para usted no es importante el reconocimiento, como escritor y como ser humano en su propia patria?
El hombre, desde el principio, está sediento de amor por naturaleza. Sediento del cariño, del don que el mundo tiene por ofrecer. Cuando a uno le privan de esto, por mucho que repita mil veces que es un ser frío, que nada ve ni nada oye, le golpea con toda dureza. Pero esto es así, es inevitable. Cuando se dan voces en el bosque, el eco las devuelve. Cuando se conoce el bosque, también se conoce el eco. En el fondo, también se está enamorado del odio y del desdén.

¿Es quizá por esta razón que de entrada, en sus libros, empieza usted por hacer tabla rasa? Da la impresión de un ajuste de cuentas algo brutal con determinadas personas. ¿Recibe usted las reacciones consecuentes ?
Sí. A veces se vuelve casi insoportable. Ayer, cuando estaba en la ciudad, una mujer se me echó literalmente encima. Se puso a gritar: «Si sigue usted por este camino reventará». Se está indefenso ante este tipo de cosas. O, por ejemplo, está uno tranquilamente sentado en un banco en el parque, y recibe de repente un golpe por la espalda. Aún no has tenido tiempo de reaccionar y apenas alcanzas a oír cómo alguien grita: «Muy bien, siga por este camino. » Uno mismo provoca estos incidentes. Lo que pasa, es que no se contaba con ello. Apenas puedo seguir viviendo en Ohlsdorf, mi lugar de residencia. Los atropellos por todas partes se me hacen insoportables. Por lo demás, las alabanzas son tan siniestras, falsas, hipócritas y egoistas como los insultos. Se da el caso, que la gente, si no abro en seguida la puerta, se enfada y me rompe los cristales. Primero llaman, después pican, después gritan, y acaban rompiéndome las ventanas. Después se oye el rugido de un motor que se aleja. Porque fui lo suficientemente estúpido, hace veintidós años, de dar mi dirección, ahora ya no puedo seguir viviendo en Ohlsdorf. La gente se sube al muro que rodea mi casa. Cuando por la mañana bajo hasta el portal, ya hay gente encaramada. Dicen que quiere hablar conmigo. O, los fines de semana, la gente va a ver al escritor, como antes iban al parque a ver los monos. Esto es más divertido. Se acercan hasta Ohlsdorf y asedian mi casa. Yo los observo escondido detrás de las cortinas como un preso o como un loco. Insoportable. Desde hace doce años ya no doy más, conferencias. Ya no me siento capaz de sentarme y ponerme a leer mis cosas. Tampoco soporto a la gente que aplaude. El aplauso es la recompensa del actor. Vive de ello. Yo, por mi parte, prefiero las transferencias de mi editorial. Pero las marchas, los desfiles y la gente que aplaude en los teatros o en los conciertos me son insoportables. Las calamidades siempre las provoca la masa enfervorizado que aplaude. Todos los horrores provienen de los aplausos.

Usted ha dicho, en Extinción que uno debería dejarse erigir en viejo bufón a los cuarenta. ¿Por qué?
Este método es el único que permite soportarlo todo. Usted me ha preguntado por la imagen que tengo de mí. Sólo puedo decir lo siguiente: la del bufón. Entonces funciona. La imagen del bufón, del viejo bufón. Un bufón joven carece de interés, ni siquiera se le reconoce como bufón.

¿Fue para usted la escritura, sobre todo en sus libros primerizos como El Aliento o El Frío , también un medio de superar su enfermedad?
Mi abuelo era escritor. Hasta después de su muerte no me atreví a ponerme a escribir. Cuando yo tenía dieciocho años, se descubrió en el pueblo donde había nacido mi abuelo una placa en recuerdo suyo. Después de la ceremonia todos fueron al albergue de mi tía. Yo también estaba allí, y mi tía, dirigiéndose a unos periodistas que cubrían la información, dijo: «Allí está el nieto, que nunca será nada, aunque a lo mejor también sabe escribir». Entonces uno dijo: «Mándemelo el lunes». Así recibí el encargo de escribir sobre un campo de refugiados. Al día siguiente mi reportaje ya figuraba en el diario. No he vuelto a sentirme tan entusiasmado en mi vida. Es una sensación maravillosa: escribir algo que se imprime durante la noche, aunque sea mutilado y recortado. Pero en fin, ahí estaba. De Thomas Bernhard. ¡Sangre había sudado para escribirlo! Durante dos años escribí la crónica judicial, que me volvió a la memoria cuando me puse a escribir prosa. Un tesoro inestimable. Creo que de ahí surgen mis raíces.

¿Qué siente ahora, cuando críticos como Reich-Ranicki o Benjamín Henrichs escriben sobre usted con admiración? ¿También se siente entusiasmado?
Con las críticas no me he vuelto a entusiasmar más. Al principio, sí, porque me las creía; pero cuando se llevan treinta años viendo estos cambios de valoración, estas devoluciones de favores con intereses, uno acaba descubriendo los mecanismos. Uno manda a su criado y le dice: «Ahora quiero que me hagas una crítica negativa». Así funciona.

¿Le molestan las críticas feroces?
Sí, hoy en día todavía sigo cayendo en todas las trampas. Los periódicos siempre me han fascinado, desde mi juventud hasta hoy. Apenas puedo soportar un día sin periódicos. Al cabo del tiempo se acaba conociendo a la gente en las redacciones. A lo mejor no los he visto en mi vida, pero sé cuáles son los entresijos de un teatro, el trasfondo de una redacción, conozco a los editores, a los lectores, los negocios. El espíritu siempre se pierde por el camino, el sabor también se queda en el camino, y la poesía. Por encima pasan los ejércitos de redactores y críticos. Pasan por encima de los cadáveres de todos los que hacen algo creativo. Volvemos a topar con algo fascinante: me hiere, pero ya no me molesta en mi trabajo.

En una conferencia usted dijo: «Nada tenemos que decir, excepto que somos miserables». ¿Escribe usted para dejar constancia de sus derrotas?
No. Todo lo que hago, lo hago sólo para mí. Todo el mundo lo hace todo sólo para sí, tanto el funámbulo, como el panadero, o el revisor de tren, o el acróbata del aire. Con la salvedad de que en las acrobacias aéreas, durante el espectáculo, el público mira al cielo, y, mientras el aeroplano está volando la gente ya espera que se estrelle. Con los escritores pasa lo mismo, con una diferencia importante: mientras el aviador sólo se estrella una vez, en cuyo caso suele matarse o quedar muy mal parado, el escritor también suele salir muerto o mal parado-, pero siempre resucita. Siempre vuelve a dar el espectáculo. Y cuando más viejo se hace, más alto vuelta, hasta que un día se le pierde de vista. Entonces la gente se pregunta: ¡Qué raro! ¿Cómo es que no se ha vuelto a estrellar?
Yo gozo escribiendo, lo que no es nada nuevo. Escribir es el único lazo que todavía me ata. Claro que la cuerda está algo deshilachada. Pero en fin, así es. Nadie es eterno. Pero mientras dure mi vida, viviré escribiendo. La escritura es mi existencia. Hay meses, o años, en los que no puedo escribir. Es horrible. Pero en algún momento siempre vuelve, y entonces algo se fragua. Este ritmo es terrorífico y extraordinario a la vez: es algo que los demás probablemente no conocen.

En sus libros, salvo contadas excepciones, no da usted una imagen muy favorable de la mujer. ¿Es un fiel reflejo de su experiencia personal?
Sólo puede decir que, desde hace un cuarto de siglo, me relaciono exclusivamente con mujeres. No soporto a los hombres, ni las conversaciones de hombres. Me vuelven loco. Los hombres siempre hablan de lo mismo: de su profesión o de mujeres. Es imposible escuchar algo original en boca de los hombres. Las reuniones de hombres me son insoportables. Prefiero la cháchara de las mujeres. Para mí, las únicas relaciones provechosas han sido con mujeres. Después de mi abuelo, lo he aprendido todo con las mujeres. No creo haber aprendido nada de los hombres. Los hombres siempre me han puesto de mal humor. Curioso. Después de mi abuelo, se acabó, ni un hombre más. Siempre he buscado protección y salvación entre las mujeres, que también se han mostrado superiores a mí en muchas cosas. Y además saben dejarme en paz. Yo puedo trabajar rodeado de mujeres. En cambio, sería totalmente incapaz de producir nada en un entorno de hombres.

Tras la muerte de la compañera de su vida, ¿existe alguien de quien usted no puede prescindir?
No, podría rodearme de cientos de personas, bailar en mil bodas, pero no imagino nada peor. Hace poco soñé que el ser que perdí, volvía. Yo le dije: «el tiempo que no has estado aquí ha sido el más horríble». Como si sólo hubiese sido un intermedio y los muertos ahora siguieran viviendo conmigo. Fue algo tan fuerte, irrepetible. Ya no es posible. Ahora me sitúo en el punto de vista del espectador, en un ángulo muy cerrado desde donde observo el mundo. Punto.

¿Cree usted en la posibilidad de otra forma de existencia tras la muerte?
No. Gracias a Dios no. La vida es maravillosa, pero lo más maravilloso es pensar que tiene fin. Este es el mejor consuelo que me guardo en la manga. Pero tengo muchas ganas de vivir. Siempre las he tenido, salvo en los momentos en que he acariciado la idea del suicidio. Me ocurrió a los diecinueve años, otra vez a los veintiséis con muchas fuerza, y otra más a los cuarenta. Ahora, sin embargo, tengo ganas de vivir. Cuando se ha visto a alguien que se está muriendo, agarrarse con todas sus fuerzas a la vida, se comprende esto.
Lo más extraordinario que me ha ocurrido en mi vida es sostener la mano de este ser en mi mano, notar su pulso, notar que late más despacio, notar otro latido más lento aún, y se acabó. Es tan increíble. Cuando todavía retienes su mano entre las tuyas, entra el enfermero con la etiqueta numerada para el cadáver. La enfermera le vuelve a echar, diciendo: «Vuelva un poco más tarde». En seguida te vuelves a enfrentar a la vida. Uno se levanta sin hacer ruido, recoge las cosas; entre tanto vuelve ya el enfermero y pone la etiqueta numerada en el dedo gordo del pie del cadáver. Acabas de vaciar el cajoncito de la mesita de noche, y la enfermera dice: «También tiene que llevarse el yogurt». Fuera croan los cuervos. Como en una obra de teatro.
Entonces aparece la mala conciencia. Los muertos le dejan a uno con un inmenso sentimiento de culpa.
Me siento incapaz de volver a los sitios donde estuve con ella, donde escribí mis libros. Yo he escrito todos mis libros en lugares diferentes: en Viena, en Bruselas, en cualquier lugar de Yugoslavia, en Polonia. En sentido estricto, tampoco he tenido nunca mesa de escribir. Si se me daba escribir, me daba lo mismo donde lo hacía. Incluso he escrito sumido en el máximo ruido. Nada me molestaba. Ni el ruido de una grúa, ni los gritos de la multitud, ni los chirridos de un tranvía, ni una lavandería o un matadero debajo de mi piso. Siempre me ha gustado trabajar en países donde no entiendo el idioma. Es un estímulo increíble.
Sentirme perfectamente en mi casa en medio de la extrañeza más absoluta. Para mí lo ideal era alojarnos en un hotel; y mientras mi amiga paseaba durante horas, yo podía trabajar. A menudo, sólo nos veíamos durante las comidas. Verme dispuesto a trabajar la llenaba de felicidad. Nos quedábamos con frecuencia cinco meses, o más, en un país. Eran los momentos culminantes. Muchas veces, cuando se escribe, se tiene una sensación maravillosamente bella. Si además se puede compartir con alguien que sabe apreciarla y que sabe dejarle a uno en paz, es perfecto. Nunca he tenido mejor crítico que ella. Nada que ver con las tonterías de la crítica oficial que no profundiza. Esta mujer sacaba siempre una crítica fuerte, positiva, que me era útil. Ella me conocía a fondo. Con todos mis errores. Lo echo de menos.
Me sigue gustando estar en nuestra vivienda de Viena. Allí me encuentro protegido, probablemente porque vivimos allí muchos años juntos. Es el único nido que queda de toda nuestra vida en común. El cementerio tampoco está lejos.
Es una gran ventaja haber vivido esto una vez en la vida. Las cosas después ya no te afectan. Dejas de interesarse por el éxito o por el fracaso, por el teatro o por los directores, por los redactores o por los críticos. En realidad a uno ya no le importa nada. Lo único, es tener todavía dinero en el banco para poder seguir viviendo. Por lo demás mi ambición ya no era lo que había sido, pero con su muerte también se acabó. Nada te conmueve. Sigues disfrutando con los filósofos antiguos, con algunos aforismos. Es parecido a refugiarse en la música: durante unas pocas horas se puede llegar a tener un excelente humor. Todavía tengo algunos planes: antes tenía cuatro o cinco, ahora sólo me quedan dos o tres. Pero no son imprescindibles. Ni yo, ni el mundo los estamos reclamando. Si tengo ganas todavía haré algo, si no las tengo, o me faltan las fuerzas, pues se acabó. Qué más da lo que yo escriba; en resumidas cuentas siempre son catástrofes. Esto es lo deprimente del destino del escritor: nunca consigues trasladar al folio lo que has pensado o imaginado; la mayoría se pierde durante el traslado. Lo que llegas a plasmar no es más que un pálido y ridículo reflejo de lo que habías imaginado. Esto es lo que más deprime a un autor como yo. En el fondo no puedes comunicarte. Todavía no lo ha conseguido nadie. En alemán mucho menos; es una lengua envarada y torpe, en el fondo horrible. Es una lengua espantosa que mata todo lo que es ligero y maravilloso. Lo único que se puede hacer, es sublimarla con el ritmo, confiriéndole musicalidad. Lo que escribo nunca corresponde a lo que he imaginado. Los libros deprimen menos, porque uno se imagina que el lector pone más fantasía y a lo mejor consigue que el texto cobre vida. En cambio en el escenario, en el teatro, lo único que se levanta es el telón. Sólo quedan los actores que, durante meses y meses, han sufrido hasta la noche del estreno. Ellos deberían representar a los personajes que uno ha imaginado. Pero no lo consiguen. Estos personajes que en mi mente todo lo podían, de repente se componen de carne, huesos y agua. Son torpes. Yo había concebido la obra como algo grandioso, poético; pero los actores no son más que unos intérpretes profesionales, unos traductores. Una traducción poco tiene que ver con el original. Por la misma regla de tres, la representación de una obra en el escenario, poco tiene que ver con lo que pasó por la cabeza del autor. Las tablas, que, dicen, son una representación del mundo, para mí, sólo han sido eso, tablas; unas tablas que me lo han detrozado todo. El teatro todo lo pisotea. Siempre es una catástrofe.

Sin embargo usted sigue escribiendo, tanto libros como obras dramáticas. ¿De catástrofe en catástrofe?
Sí.

19/11/11

Blade Runner


“He visto cosas que ustedes jamás se imaginarían. Naves de ataque ardiendo en el hombro de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tanhauser. Todos esos momentos... se perderán... en el tiempo. Como lágrimas... en la lluvia. Hora... de morir...”

17/11/11

Indio Solari: "No es fácil ser un artista independiente"

Publicado en ROLLING STIONE
 
Una vez más, el Indio Solario habló con Mario Pergolini en Cuál es? Y una vez más, con esa elocuencia ornamentada que lo caracteriza, habló de todo. "Hay una serie de malentendidos", dijo con respecto a la mística que envuelve a su personalidad y su música, esa mística que moviliza multitudes todos los años hacia sus conciertos. "Hacemos un buen show, tengo una banda de puta madre, no pijoteamos el espectáculo, tenemos buenas pantallas, buen sonido (...). Pero el personaje al que se le reclamas cosas como si tuviera actitudes que no tiene, ese es un malentendido que se basa en las biografías de Internet". "Es difícil hacerse cargo del cariño de miles y de esa expectativa", agregó.
"¿Por qué sólo dos conciertos este año?" Preguntó el conductor. El líder redondo apenas hizo referencia al accidente que provocó la cancelación de la primera fecha pautada para su show en Junín, hecho que terminó con la muerte del fan de La Renga, Miguel Ramírez: "El problema fue la bengala pero lo mío, para trabajar, no es el verano. Ahora entro a grabar y el año que viene seguramente no toque; quizás haga un teatro a fin de año". Luego agregó: "Ni en pedo me bancaría hacer 15 noches seguidas en un teatro, como máximo dos noches. (...) Existe la posibilidad de tocar en Nueva York. Es el lugar en el que puedo hacer con comodidad vida urbana con mi familia". Y más: "Vengo presagiando hace años que esto se va a acabar. Es inusual el éxito permanente. Llega un momento en el que hacerse cargo de una escena de estadios es difícil. El teatro no me parece una alternativa ruin, tocaría en el Luna Park o en Obras. Son espacios gratos, los extraño".
En cuanto a la posibilidad de una reunión redonda en su próximo disco, dijo: "Era medio demagógico invitar a Semilla, a Dawi y a Walter en el primer disco; ahora ya podría ser pero vi un reportaje que le hacían a Semilla y ahora no sé si tiene ganas". "Yo los voy a invitar igual", concluyó. Y "Tanto Skay como yo estamos muy conformes con lo que hacemos hoy".
Nuevamente reflexionó respecto a los cambios en la distribución musical a través de la red: "Yo toco cuando quiero y como quiero y grabo cuando quiero y como quiero pero todavía soy un buen vendedor, la gente quiere tener el objeto disco, aunque sea para hacértelo firmar. No me gusta que los artistas estemos sujetos a la falta de protección de los derechos de autor. A mí me agarra al final del viaje pero los pibes que recién empiezan y quieren tener un proyecto. No es fácil hoy en día ser un artista independiente".
Antes de hablar sobre su relación con su hijo Bruno, sus perros, la amistad y sus fobias, también volvió a compartir sus opiniones políticas y su afición hacia el programa oficialista 6,7,8: "Debe existir una separación entre el ciudadano y el artista, el artista no debe formar parte del sentido común (...); no creo en el artista militante. Voy a hablar como ciudadano: creo que ha habido un gran desprestigio de tipos inteligentes por defender causas sin argumentos y en 678 hay argumentos".


13/11/11

Michael Schlecht, diputado alemán del partido de izquierda Die Linke: "La democracia está desapareciendo"

Por Eduardo Febbro (Desde Atenas)
Publicado en PAGINA 12

Afuera el primer ministro griego Giorgos Papandreu, reemplazado por un emisario del sistema bancario. Afuera el presidente del Consejo Italiano, Silvio Berlusconi, reemplazado por otro tecnócrata interlocutor del sistema financiero. La crisis de la deuda se cobró más que estas dos víctimas: en España se modificó la agenda electoral, en Portugal los partidos implementaron reformas dictadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo, en Irlanda el desastre condujo al mismo callejón. La democracia europea se convirtió en una democracia bancaria. El diputado y economista alemán Michael Schlecht, responsable del grupo parlamentario del partido Die Linke, La Izquierda, analiza en esta entrevista el trastorno de las democracias europeas y denuncia el papel que ha desempeñado el capitalismo alemán en esta megacrisis. Para Michael Schlecht, la democracia se está esfumando del Viejo Continente.

La democracia europea la están construyendo los bancos, no los electores que deciden por una mayoría. Más allá de lo que pensemos de ellos, Papandreu y Berlusconi son las víctimas más recientes de esta nueva doctrina.
La respuesta es muy simple. La democracia está desapareciendo día tras día en Europa. Por ejemplo, cuando el pasado 5 de junio se organizaron las elecciones en Portugal, la Troika (Fondo Monetario Internacional, Banco Central Europeo, Unión Europea) pidió a los dos partidos políticos portugueses que podían ganar las elecciones que firmaran un acuerdo, mediante el cual se comprometían a implementar las condiciones impuestas por la Troika. Ahora eso ocurrió con Grecia y le toca el turno a Italia. Por consiguiente, se puede decir que los portugueses no tuvieron elecciones verdaderamente libres. Se usó un arma contra ellos. En realidad, con esta política europea, Alemania está defendiendo con uñas y dientes los intereses financieros, los intereses del mercado. El gobierno de Angela Merkel tiene una actitud muy agresiva en este punto. Es una agresión sin tanques. Pero el resultado es el mismo.

Ello equivale a decir que Alemania es hoy la gran policía financiera de Europa. Alemania, junto con Francia, ha sido la avanzada del reemplazo de poderes surgidos de las urnas por tecnócratas teledirigidos por los bancos.
Alemania dando su acuerdo a lo que está ocurriendo. Alemania está preparando el terreno porque tiene un excedente de exportaciones mucho más grande que sus importaciones. En los últimos diez años el excedente alemán alcanzó un trillón de euros. Por otra parte, este excedente gigantesco acarrea una contrapartida del otro lado: hace que la deuda crezca en los países importadores. El 50 o 60 por ciento de la deuda creada por esta política alemana aparece en las cuentas de los demás países de Europa. Todos hablan de la deuda en Europa, pero nadie dice nada sobre el país que gana mucho con esa deuda. Y ese país es Alemania. La deuda de los países europeos es el resultado de la política alemana en el Viejo Continente. El núcleo de esta política es el dumping de los salarios. En los últimos diez años tuvimos un dumping salarial que llega al 5 por ciento, y ello sin tener en cuenta la inflación. Ningún otro país de Europa conoce una situación semejante derivada del dumping salarial. Esta política de dumping equivale a poner una ametralladora en las manos de los capitalistas alemanes. Es un arma muy destructora. En el siglo pasado, Europa estaba arrasada por tanques alemanes. Ahora está arrasada por la política de Angela Merkel.

La desaparición de la democracia en Europa es un hecho considerable. El Viejo Continente es la cuna de la democracia. Es un ejemplo pésimo para el mundo. ¿Acaso no es el fin del poder y de los valores de Europa sobre el resto del planeta?
Veremos qué nos dice el futuro. Creo que el año próximo los pueblos de Europa pueden luchar y levantarse en defensa de los intereses de la democracia y contra los mercados financieros. Ahí tendremos una posibilidad de restablecer la democracia en Europa. Esa es la lucha de la izquierda alemana en ese momento.

¿Cree usted realmente que habrá un pueblo mayoritario dispuesto a plantear la lucha? ¿Acaso no es demasiado tarde, acaso la ideología del consumo no adormeció las conciencias?
Creo que bajo las condiciones que existen hoy podemos ver el surgimiento de movimientos sociales fuertes, como ocurrió en Grecia. La situación que encontramos en Alemania incita a ello. La historia está abierta para que la escriban los pueblos.

¿Qué le ha ocurrido a la socialdemocracia europea? Pese a que su enemigo ideológico, el liberalismo a ultranza, cometió todos los errores posibles y hundió al planeta, el discurso de la socialdemocracia no cuaja, no genera confianza. ¿Es una crisis de la socialdemocracia o una crisis del electorado?
Las dos cosas. Estoy convencido de que dentro de un futuro inmediato tendremos una explosión en la Eurozona. Tenemos que escribir en los libros de historia que los socialdemócratas alemanes, junto al Partido Verde, fueron el poder político que generó las medidas que conducen al fin del euro. Los socialdemócratas y los verdes iniciaron el dumping salarial. Esa política es la responsable de lo que ocurre hoy. Reconozco el drama total que hay en este momento en Europa por culpa de esta situación. Durante muchos, muchos años, fue necesario que en Europa central hubiese guerras y muerte. Después de 1945 y por primera vez en la historia tuvimos 70 años de paz, lo que es totalmente anormal. La paz en este continente es una anomalía. Si recorremos la historia de Europa veremos que nunca antes tuvimos 70 años de paz seguidos. Ahora bien, esta paz es el resultado de los intercambios de ideas y de mercaderías que se llevaron a cabo bajo el techo de la construcción europea. Pero si este techo se rompe y se cae sobre la cabeza de los pueblos la situación se vuelve muy inquietante, peligrosa. Tal vez volvamos a lo mismo. Vamos a tratar de mejorar el movimiento de izquierda bajo estas nuevas condiciones, vamos a explicar mejor nuestra política para ganar la batalla.

10/11/11

El mortal inmortal

Por Pablo Lettieri


“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son,
pues ignoran la muerte;
lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal (…)
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres.
Éstos se conmueven por su condición de fantasmas;
cada acto que ejecutan puede ser el último;
no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño.
Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso”.

Jorge Luis Borges
El Inmortal (fragmento)


La celebridad que la escritora inglesa Mary Shelley alcanzó con su primera novela, Frankenstein o el moderno Prometeo, escrita cuando tenía apenas 18 años, ensombreció en gran medida su obra posterior, integrada por novelas, poemas y relatos teñidos por un romanticismo incipiente.
Tal es el caso de su novela El último hombre (1826), considerada lo mejor de su producción, que narra la futura destrucción de la raza humana por una terrible plaga. O sus relatos de terror, entre los que destaca El mortal inmortal, en la que autora advierte que la ambición de una vida eterna puede convertirse en la peor de las maldiciones, una posibilidad más horrible que los demonios y los monstruos que habitan las pesadillas.

Argumento
16 de julio de 1833. Es un día especial para Winzy, el narrador y protagonista de esta historia, porque cumple trescientos veintitrés años. Y es cuando decide contar su historia.
Winzy es discípulo de Cornelius Agrippa, un famoso alquimista sobre el que carga con una macabra leyenda. Se dice que durante su ausencia, uno de sus alumnos despertó a un espantoso espíritu y fue destrozado por él. Tras este suceso, sus ayudantes –incluido Winzy– se negaron a seguir trabajando con él y se vio obligado a continuar solo con su experimento. Pero Winzy está muy enamorado de una hermosa mujer, Bertha, y para casarse con ella necesita del dinero para salir de su pobreza. Por eso decide aceptar el ofrecimiento del alquimista de volver a trabajar para él, a pesar de los peligros que ello implica. Claro que las obligaciones que le impone Agrippa –controlar permanentemente sus misteriosas preparaciones químicas– le quitan el tiempo para encontrarse con su amada. Y cuando Winzy la ve acompañada de un joven rico y apuesto, estalla de celos. Entonces decide tomar el elixir que estaba preparando su maestro, convencido de que se trata de un filtro para curar el amor. No alcanza tomarlo todo porque justo aparece Agrippa, quien al advertir lo que está haciendo su discípulo se enfurece, provocando que éste vuelque lo que queda de la pócima.
Al pasar los días, Winzy siente una completa felicidad y está convencido de que es indiferente al amor que sentía por Bertha. Sin embargo, al verla en el bosque descubre que su amor por ella es más grande aún de lo que pensaba. Y lleno de un valor que supone le ha dado el elixir de su maestro, la arranca del castillo donde Bertha vive infeliz con su protectora, una vieja rica y solitaria, y se casa con ella.
Winzy se siente feliz. No sólo ha logrado su mayor deseo (el amor de Bertha) sino también que su temperamento haya cambiado, volviéndose alegre y radiante.
Así pasan varios años hasta que Winzy es llamado por su maestro, quien antes de morir le revela la verdadera finalidad del experimento que había vivido: el elixir de la inmortalidad.
Al principio, Winzy descree del poder de la pócima. Pero el tiempo pasa y no envejece, lo que termina provocando inquietud y rechazo de sus amigos y vecinos, por lo que Winzy y Bertha deciden abandonar su pueblo.
Tras el exilio, la situación se hace intolerable: mientras Bertha envejece lentamente, Winzy permanece siempre joven y las diferencias se hacen cada vez más notorias. Hasta que llega la muerte de Bertha y la vida de Winzy se vuelve un calvario: la soledad y el aislamiento lo convencen de que no puede considerase entre los seres humanos y desea la muerte, aunque sigue temiéndola. Y, dudando aún de su inmortalidad y para ponerla a prueba, decide emprender una expedición a la que ningún mortal pueda sobrevivir.

Mary Shelley y “Lo fantástico”
Luego de la célebre Frankenstein y de la desesperanzadora El último hombre, sus novelas más importantes, Mary Shelley (1797-1851) escribió una serie de relatos que tratan temas y mecanismos del denominado “género fantástico”, como la invisibilidad, la fragmentación, la transformación y la inmortalidad.
El relato fantástico, o “fantasy”, ha sido extensamente estudiado, y son muchas las definiciones sobre sus alcances, por lo general encontradas entre sí. Suelen llamarse “fantásticas” aquellas obras en las que irrumpe lo inesperado, lo sobrenatural, lo contradictorio con la realidad del lector.
El crítico estructuralista Tzvetan Todorov, en su ensayo Introducción a la literatura fantástica, profundizó la definición y nombró las dos características que identifican al género fantástico: la vacilación del lector en torno a los fenómenos narrados (vacilación que puede estar también en uno de los personajes del relato) y una forma de leer dichos fenómenos que no sea alegórica ni poética.
Lo fantástico ocuparía así el tiempo de esa incertidumbre, la de no saber qué carácter atribuir a los acontecimientos de un relato. En cuanto se elige una respuesta, se abandona lo fantástico para entrar en un género vecino: lo extraño o lo maravilloso. Si no encontramos una explicación racional a lo narrado, entonces estamos en el terreno de “lo extraño”. Si, en cambio, lo narrado no tiene una explicación en el mundo real pero lo aceptamos como un universo con sus propias reglas (como por ejemplo en El señor de los anillos) entonces estamos en presencia de “lo maravilloso”.
En el caso de El mortal inmortal, encontramos que el protagonista vacila acerca de su propia condición (y nosotros, los lectores, también), y esa vacilación se mantendrá hasta el final del relato. “¿Soy, entonces, inmortal? Ésa es un pregunta que me he formulado a mí mismo, día y noche, desde hace trescientos tres años, y aún no conozco la respuesta”, dice Winzy apenas comenzado el relato. Cuando el alquimista le revela el verdadero carácter del elixir, duda de sus efectos: “yo vivía, e iba a vivir eternamente! Así había dicho el infortunado alquimista, y durante unos días creí en sus palabras. Entonces, ¡era inmortal! (…) Pocos días más tarde me reía de mi credulidad”. Luego, enfrentado a la realidad de que no envejece, Winzy intenta atribuirle al elixir propiedades de larga vida: “Su ciencia era simplemente humana; y la ciencia humana, me persuadí muy pronto, nunca podrá conquistar las leyes de la naturaleza hasta tal punto que logre aprisionar eternamente el alma dentro de un habitáculo carnal. (…) Era un hombre afortunado que había bebido un sorbo de salud y de alegría de espíritu, y quizá también de larga vida, de manos de mi maestro; pero mi buena suerte terminaba ahí: la longevidad era algo muy distinto de la inmortalidad”. Y casi al final del cuento, luego de haber enterrado a su amada hace tiempo y habiendo pasado más de tres siglos, el protagonista aún vacila: “¿Soy inmortal? Vuelvo a mi primera pregunta”. Y enseguida intenta convencerse de que sólo se trata de un brebaje que le ha brindado muchos más años de vida que a los demás mortales: “¿no es más probable que el brebaje del alquimista estuviera cargado con longevidad más que con vida eterna? Tal es mi esperanza. Y además, debo recordar que sólo bebí la mitad de la poción. ¿Acaso no era necesaria la totalidad para completar el encantamiento? Haber bebido la mitad del elixir de la inmortalidad es convertirse en semiinmortal...; mi eternidad está pues truncada”.
Más adelante comprobaremos que en esa tremenda duda del personaje, que no puede decidir si ha alcanzado la inmortalidad o sólo es un afortunado longevo, está la clave principal de El mortal inmortal.

Condenado a errar eternamente
Asociado a la idea de inmortalidad está el mito del errante, del mortal que se hace inmortal y para quien la vida es una carga pesada. Un mito caracterizado por ese vagar maldito y que influenció a la imaginación romántica fue la del Judío errante. Esta leyenda parece tener su origen en los evangelios de San Mateo y San Juan, en momentos cercanos a la Crucifixión de Cristo. Y relata que un judío negó un poco de agua al sediento Jesús durante el camino hacia la Cruz, por lo que éste lo condenó a “errar hasta su retorno”. Por tanto, el personaje en cuestión debe andar errante por la Tierra.
En el cuento de Mary Shelley, la apelación al mito del errante es directa: “¿El Judío Errante?... Seguro que no. Más de dieciocho siglos han pasado por encima de su cabeza. En comparación con él, soy un Inmortal muy joven” dice Winzy.
Ahora bien, ¿cuál es la intención de la autora al incluir de manera tan clara el mito del judío errante? Creemos que es su forma de adelantar al lector que Winzy, como el Judío errante, deberá soportar muchos exilios y que, por lo tanto, no podrá echar raíces en ningún lado.

¿Mortal o inmortal?
Una particularidad del relato es que la autora establece la ambigüedad, la vacilación, desde el mismo título: El mortal inmortal sugiere una paradoja. Es una idea extraña, opuesta a lo que se considera verdadero o a la opinión general. En otras palabras, es una proposición en apariencia verdadera que conlleva a una contradicción lógica o a una situación que infringe el sentido común.
Winzy no obtiene el supuesto don de la inmortalidad como una gracia divina (si fuera así estaríamos en el terreno de “lo maravilloso”) sino como resultado de un experimento químico que es preparado por un “filósofo alquimista” (en definitiva, un mago). Alguien capaz de conocer ciertos secretos considerados demoníacos, de quien se puede sospechar que ha hecho un pacto satánico. Pero al fin y al cabo, se trata de un ser humano. Tanto que su conocimiento no le alcanza para evitar la muerte, como él mismo dice: “la labor de mi vida”.
La pócima de la pretendida inmortalidad, nos dice la autora, es fruto de la ciencia, pese a que el alquimista que la realiza es poco menos que un brujo aliado del demonio. Es un producto de lo humano. Así como su famoso Frankenstein es un monstruo que nació como resultado de los experimentos de un científico con sueños de ser Dios, la inmortalidad (su posible maldición), es resultado del hombre, y su ambición por torcer las leyes de la naturaleza.

El suicidio y la moral
A lo largo de su interminable vida, Winzy siempre ha sospechado que el elixir no lo protegería contra la muerte causada por “el fuego, la espada y las asfixiantes aguas”. Sin embargo, y a pesar de considerar la vida una pesada carga (“no tengo más guía que la esperanza de la muerte”), encuentra reparos frente a la decisión de terminar con ella. Confiesa no haberse hecho soldado ni duelista para no involucrar a terceros en su muerte (“sin convertir a otros en un Caín”). Y aunque se ha preguntado si dadas sus circunstancias el suicidio podría considerarse un crimen, nunca se ha animado a lanzarse al agua de los lagos y ríos que ha contemplado largamente con intenciones autodestructivas.
En el fondo, Winzy se debate entre el hastío de la vida y el temor a la muerte.
Finalmente, encuentra una solución a su dilema: “Hoy he concebido una forma por la que quizá todo pueda terminar sin matarme a mí mismo, sin convertir a otro hombre en un Caín... Una expedición en la que ningún ser mortal pueda nunca sobrevivir, aun revestido con la juventud y la fortaleza que anidan en mí. Así podré poner mi inmortalidad a prueba y descansar para siempre... o regresar, como la maravilla y el benefactor de la especie humana”.
Esquivando así tanto el suicidio directo como la responsabilidad de forzar un asesinato, Winzy recurre a lo que podría considerarse una versión especial del juicio de Dios: medirse con el poder de la naturaleza –un enemigo invencible– en una especie de combate singular. Aunque puede haber pocas diferencias entre lanzarse a un río y caer al agua desde un puente colgante que se cruza durante una peligrosa expedición emprendida voluntariamente (y sobre todo innecesaria), esa aparentemente sutil diferencia es, sin embargo, una opción moral del protagonista. Porque caerse de un puente es un accidente y no un suicidio.
Independientemente de su complejidad, el plan que ha diseñado se debe a la singularidad que la alquimia le ha proporcionado a su propia naturaleza. Ni dios ni humano, Winzy se enfrenta a una soledad aterradora. Y para hallarle un sentido a su extraña existencia, para comprobar si es invulnerable, decide primero explorar sus características. Pero luego diseña, ya no como simple aprendiz de alquimista sino como riguroso hombre de ciencia, su proyecto. Si muere, alcanzará la paz de la muerte; si sobrevive, obtiene la garantía de su inmortalidad. Desde la perspectiva de la ficción, no se trata de un hombre que intenta suicidarse porque está cansado de la vida. Winzy es un hombre de ciencia cuyo sujeto experimental es él mismo, aunque sus acciones resulten potencialmente suicidas.

Lo fantástico y lo romántico
En su errar de mortal-inmortal, Winzy descubre que el amor se corrompe con el tiempo y la muerte se convierte en el mayor de los anhelos, en la única manera de escapar de un destino fatídico. Se configura así el espíritu previo al Romanticismo, un movimiento originado en Alemania y en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII como una reacción revolucionaria contra el racionalismo de la Ilustración y el Clasicismo. La característica fundamental del Romanticismo fue darle prioridad a los sentimientos y reaccionar en contra de la tradición clasicista, basada en un conjunto de reglas establecidas. La libertad auténtica es su búsqueda constante y también lo que lo hace revolucionario. Por eso Mary Shelley y otros poetas románticos tuvieron una inclinación tan clara por las novelas góticas y fantásticas: porque le permitían la libertad necesaria para combatir los excesos del racionalismo. Y es por eso también que el Romanticismo le concedió una voz a los que se consideraba como parias de la sociedad: los locos, los idiotas, los hechiceros, convirtiéndolos en protagonistas.
En El mortal inmortal se encuentra uno de los caracteres más importantes que hacen evolucionar al relato gótico hacia el Romanticismo: la conciencia del individuo como entidad autónoma frente a la universalidad de la razón del siglo XVIII. Winzy es, sin dudas, un claro exponente de esta tendencia, un ser dotado de libertad para actuar.

El tiempo es la cuestión
“Pero, de nuevo, ¿cuál es el número de años de media eternidad? A menudo intento imaginar si lo que rige el infinito puede ser dividido”, dice Winzy. Hasta ahora, para despejar la duda acerca de su inmortalidad, para asegurarse de que su vida será infinita y su vitalidad constante, sólo ha podido dejar que pase el tiempo. Sin embargo, no tiene forma de comprobar ese transcurrir, más allá de que descubra una cana en su cabello.
Winzy, el errante protagonista de Mary Shelley en El mortal inmortal, está fuera del tiempo. Es imposible de localizar dentro de una estructura temporal conocida. En la mayoría de las fantasías de inmortalidad se combinan diferentes escalas temporales, de tal manera que siglos, años, meses, días, horas y minutos aparecen como unidades arbitrarias, insustanciales, flexibles.
La verdadera condena de Winzy parece ser la de no poder vivir con la duda, con la incertidumbre acerca de su muerte. “A veces creo descubrir la vejez avanzar sobre mí. He descubierto una cana. ¡Estúpido! ¿Debo lamentarme?”, se pregunta. “Sí, el miedo a la vejez y a la muerte repta a menudo fríamente hasta mi corazón, y cuanto más vivo más temo a la muerte, aunque aborrezca la vida. Ése es el enigma del hombre, nacido para perecer, cuando lucha, como hago yo, contra las leyes establecidas de su naturaleza”. El enigma de Winzy es justamente lo que lo hace humano. La esperanza de la muerte, y también su temor, lo hace “mortal”. Porque, como dice Borges en la cita de su obra El Inmortal que abre este trabajo, “lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”.
“La muerte hace preciosos y patéticos a los hombres” (otra vez Borges).
Tal vez Winzy haya comprendido que su vida inmortal no tiene sentido, porque carece, como en los mortales, del “valor de lo irrecuperable y de lo azaroso”.


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