11/12/11

Rock’n’roll circus

Por Mariana Enríquez
Publicado en RADAR

Algunas fotos tienen destino de poster, remera, postal; se convierten en la imagen más reconocible, más popular y casi congelada del personaje, del ídolo. La del Che tomada por Alberto Korda. La de Einstein sacando la lengua, de Arthur Sasse. La de Freud con cigarro de 1920, de autor desconocido. La de Julio Cortázar con cigarrillo, de Sara Facio. La de Jim Morrison con los brazos extendidos y el collar de canutillos, de Joel Brodsky. Y la de John Lennon cruzado de brazos en una terraza, con la remera blanca que dice New York City en letras negras. “No sé por qué se volvió la foto oficial de John –dice Bob Gruen, neoyorquino, 66 años, el hombre que tomó esa foto en 1974–. Es misterioso por qué ciertas imágenes acaban siendo icónicas. Cuando la sacamos ni nos imaginamos que iba a ser tan conocida en el mundo entero. Hay millones de fotos de John Lennon: que la mía haya sido singularizada es como si hubiera ganado un premio. Tuve mucha suerte.”

Bob Gruen no lo dice, pero es probable que una parte del aura de esa foto tenga que ver con la paradoja o la premonición. John Lennon lleva sobre el pecho el nombre de la ciudad donde sería asesinado y su expresión es inescrutable, con la mirada oculta detrás de los anteojos oscuros. Además, Gruen la dio a conocer en 1980, poco después de la muerte de Lennon, para un homenaje público en Central Park. Gruen se da cuenta de que muchos, muchos de sus mejores retratados están muertos. Joe Strummer, de The Clash, muerto en 2002 de un ataque cardíaco. Sid Vicious, muerto de una sobredosis de heroína a los 21 años. Joey, Dee Dee y Johnny Ramone, que murieron uno tras otro entre 2001 y 2004, como en un contagio. Jerry Nolan, Johnny Thunders y Arthur Kane, de New York Dolls. John Lennon, asesinado en 1980. “A veces mi vida es como en Sexto sentido –dice–. Hace unos meses, en mi estudio, estaba preparando un trabajo y vi a mi alrededor las fotos de Lennon, Strummer, Joey Ramone, Sid Vicious... Me di vuelta y le dije a mi asistente: ‘I See Dead People’.”

Bob Gruen se ríe de su chiste con una carcajada seca y un brillo en los ojos azules. “¿Qué puedo hacer? Es extraño que tanta gente que conocí en mi vida esté muerta. Trato de tomármelo con humor y con cierta filosofía: no sabemos lo que es la vida, por qué estamos vivos o muertos... No me paso el día pensando en por qué sobreviví.”

¿Siente alguna responsabilidad hacia ellos?
Mucha, porque la mayoría eran mis amigos. Trato de mantener su memoria viva y mostrar sus imágenes de una manera positiva. Los retraté en su mejor momento, jóvenes, creativos, hermosos. Yo también viví una vida rockera, de excesos, una vida peligrosa. Pero por suerte sobreviví. Pude haber sido yo el muerto, pero no fue así, sigo vivo. Jim Keltner, el baterista de Plastic Ono Band, me dijo una vez que soy el testigo. Que tuve que sobrevivir para contarle al mundo lo que pasó. Y siento esa responsabilidad.

EL MEJOR LUGAR Y EL MEJOR MOMENTO
Bob Gruen nació, creció y vive en Nueva York. A los 4 años, su madre, fotógrafa aficionada, le mostró la extraña magia de un cuarto de revelado y a los 8 años recibió su primera cámara de regalo. Pero durante años la fotografía fue algo casual. Tomaba instantáneas de su familia, de amigos, de la ciudad; como adolescente que vivía en el Greenwich Village de la explosión folk de la primera mitad de los ‘60 tenía mucho material para retratar pero poca conciencia de estar viviendo un momento histórico, así que sobre todo se dedicaba a sacarle fotos a la banda con la que vivía, The Glitterhouse. Pero Bob Gruen tenía una obsesión: ver en vivo, y retratar, a su ídolo, Bob Dylan. Se había perdido sus míticos shows en el Newport Folk Festival de 1963 y 1964, aquellos con Joan Baez, y estaba determinado a ser parte de Newport ‘65. Llegó, molestó y consiguió que le dieran un pase oficial de fotógrafo. Bob Gruen no sabía, claro, que Bob Dylan iba a tocar aquel mítico show eléctrico que sería leyenda. Su debut como fotógrafo de rock fue retratar uno de los cinco conciertos más célebres de la historia. “Eso me pasa mucho –dice ahora, con inocultable satisfacción–. Suelo estar en el lugar adecuado en el momento adecuado. No sé por qué y por suerte nunca lo analicé; de haberlo hecho quizás hubiera perdido ese extraño don.” Lo cierto es que allí estuvo y se acuerda de la reacción de los atribulados folkistas: “Fue un escándalo, pero no todos lo abucheaban. Algunos sí, otros aplaudían, otros se gritaban entre ellos, fue un caos, debatían durante el show el significado de tocar enchufado, era puro miedo al cambio, a algo diferente. Lo que Bob quiso decir, creo, era que, ahora, la música folk de los Estados Unidos era el rocanrol. Y tenía razón, por supuesto, el rocanrol es mucho más popular que cualquier otro tipo de música americana, es la música de la gente”.
¿Dylan es fácil de fotografiar?
No. Es muy difícil. No le gusta. Pero debo admitir que a él nunca lo conocí del todo. Es una de las pocas personas con las que trabajé y con las que nunca realmente hablé. Dylan me habló solamente una vez y estaba enojado conmigo. Cuando hizo el Rolling Thunder Tour, en los ‘70, no quería fotos, incluso hacía revisar a la gente por si entraba cámaras. Yo escondí la mía, en mi saco, y tomé fotos: sentía que era mi deber como periodista hacerlo, que no era justo no permitir fotos; como un hombre de los medios sentía que era importante. Saqué muchas fotos y las vendí a revistas. Tres meses después me encontré con Bob en la calle, en Berlín. Me señaló con su bastón: creí que me iba a pegar. Y me dijo que, en efecto, hacía tiempo que pensaba en romperme la cara si me veía. “Te metiste en mi concierto y sacaste fotos sin permiso”, me dijo, rabioso. Yo estaba shockeado, primero porque me reconociera, porque supiera que era yo quien había tomado esas fotos. Y también me impactó que estuviera tan enojado. Para mí, que soy fan, fue como conocer a Dios y que quisiera matarme.

¿Quién más es complicado de fotografiar?
Los Rolling Stones tienen muchas restricciones. Es agotador. Tienen demasiados abogados y managers. Personalmente son gente muy agradable, pero conseguir fotos o pases es muy difícil, no se les puede sacar fotos sin permiso. En los conciertos sólo permiten cinco minutos en dos canciones y luego hay que irse. Los fotografié por primera vez en 1972, el 1997 hice el libro Crossfire Hurricane, 25 Years of the Rolling Stones y desde entonces acceder a ellos se ha vuelto tan restrictivo que voy a los conciertos a pasarla bien pero ya no les saco fotos.

El sentido de la oportunidad –o cierto destino de oportunidad, Gruen se inclina por esto último– lo acompañó en los años ‘70. Como jefe de fotografía de Rock Scene Magazine retrataba a Led Zeppelin junto a su avión privado pero también a la escena del seminal punk neoyorquino, que con el tiempo se convertiría en la edad de oro de la rebeldía artie y juvenil. Gruen se pasaba las madrugadas en CBGB y en Max Kansas City haciéndose amigo de los New York Dolls, Patti Smith, The Ramones, Television, Talking Heads, The Heartbreakers, Blondie. Los cándidos backstage de esa era son testimonio del deslumbrante underground neoyorquino, tan precario, tóxico y fabuloso, al mismo tiempo.

“Nos parecía normal estar aislados. Nadie esperaba que esa escena fuera un éxito, no era mainstream, no era para la cultura popular. Era para artistas y para gente que quería pasarla bien. La expresión más común para las bandas que tocaban en CBGB era ‘no commercial potential’. Querían decir que podían ser divertidas pero que no iban a hacer dinero. Por eso es tan extraño que muchos de ellos se hicieran famosos mundialmente, como Blondie o Patti Smith; nadie esperaba que salieran de Nueva York. Y, además, no eran muy buenos al principio. Nadie sabía cómo tocar, la verdad. Era para expresarse y divertirse: tampoco había dinero. Si una chica te compraba una cerveza era una buena noche y si la chica se iba con vos a tu casa era una noche fantástica. Que terminaran con tanto dinero es una especie de chiste. De buen chiste.”

¿Por qué los Ramones nunca lograron el éxito comercial en Estados Unidos?
Fue difícil para ellos en mi país porque eran demasiado excitantes para que los pasaran en la radio. Eran más excitantes que las publicidades y que los DJ... daban miedo. Así que nunca los pasaron mucho por la radio y estar en la radio es esencial en Estados Unidos para que la gente te conozca. Aún no los pasan mucho. Además, cuando empezaron eran muy punk y nadie pensaba que irían a ningún lado, tocaban tan rápido que no se entendía lo que decían. En los discos eran muy pop pero en vivo eran un poder total, una velocidad que te dejaba sin aliento, dando vueltas en el aire. Un amigo mío, Legs McNeil, me dijo, la primera vez que vio a los Ramones: “No sé que pasó, pero me gustó”. Yo también me sentía así. Solamente sabía que quería volver a verlos. Tuve suerte de ser amigo de todos y de sacarles esa foto en el subte, en la que tienen los instrumentos sin fundas porque no tenían plata para pagarlas. Una foto que define esos años, ese entusiasmo, creo.

Es increíble que la mayoría de los Ramones hayan muerto....
Bueno, Tommy y Marky siguen vivos. Yo siento mucha satisfacción y gratitud con Argentina, porque ellos pudieron conocer el éxito y la adoración en este país, cosa que los sorprendía sobremanera. La semana pasada comí con Linda, la mujer de Johnny; ella y el hermano de Joey son los dueños de The Ramones. Y conservo en casa una pintura de Dee Dee, donde él se retrató con su doble personalidad. Porque, bueno, había un Dee Dee bueno y un Dee Dee malo. Podía ser dulcísismo o podía darte muchísimo miedo. Tenía mucha calle. Y era fuerte. Uno no quería verlo de malhumor. Yo, por lo menos, no quería.

También retrató la escena punk de Londres, heredera de la neoyorquina... ¿Fue a buscarla?
No fui a buscar nada. No sabía que había una escena punk en Inglaterra. Conocí a Malcolm McLaren porque le había vendido ropa a los New York Dolls. En realidad fui a Europa porque mi hijo de dos años estaba ahí con mi suegra francesa, que vivía en París, y yo lo extrañaba y lo quería ver. Había hecho un poco de dinero con los Bay City Rollers, había vendido algunas fotos de Kiss a una revista japonesa y tenía plata, la suficiente para un avión. Vi a mi hijo, la pasé bien, fui a Alemania a visitar a los editores de una revista para la que había trabajado y fui a Inglaterra porque estaba en el camino de vuelta a casa. Llamé a Malcolm porque era la única persona que conocía y me consiguió una habitación donde estar. Pero antes me llevó a un lugar llamado Club Louise, donde conocí a los Sex Pistols, The Clash, Billy Idol, Siouxsie, a todos. En una semana conocí a todos los que serían la base del punk en Inglaterra.

¿Y qué banda le gustó más?
The Clash. Me parecieron fantásticos. Después de un show en Edimburgo empecé a hablar con Joe Strummer y nos hicimos amigos. En 1978 vinieron a Nueva York y yo era una de las pocas personas que conocían en la ciudad, así que estuve con ellos, los fotografié, los llevaba para todos lados con mi auto. Strummer era terriblemente cálido y sumamente inteligente. Un tipo fuera de serie.

¿Y los Sex Pistols?
Con los Pistols me llevaba bien, eran graciosos. Johnny Rotten, eso sí, era desagradable: yo no podía creer que alguien fuera tan desagradable a propósito y disfrutarlo. Pero los demás eran muy decentes y agradables. En uno de los ensayos, recuerdo, me ofrecieron una taza de té, como abuelitas británicas.

Sid Vicious fue uno de sus retratados favoritos...
Sid era un gran modelo y un mal bajista. También era un chico muy agradable. Lo llamaban Vicious por oposición, como si a un flaco desnutrido le dijeran El Gordo. En realidad era un dulce. Era un nenito cuando murió, tenía 21 años, no tuvo tiempo de experimentar la vida, no estaba completo, no sabía nada. Cuando empezó a tomar heroína se fue del mundo. Yo lo conocí bastante limpio, porque cuando estaba de gira en el bus no tomaba drogas: mantenían a su novia Nancy lejos y por ende las drogas estaban lejos. El la amaba, hablaba de Nancy constantemente.

¿Se encontró con él después del asesinato de Nancy?
Poco después del crimen, cuando salió de la cárcel, donde estuvo dos meses, Sid vino a un concierto de Blondie y yo lo hice pasar al backstage. Estaba limpio, feliz, tan agradable. Pero en ese backstage estaban todos aterrorizados porque no sabían si Sid era un asesino o no. Todos conocían a Nancy de Nueva York, era parte del entorno de los New York Dolls y de la escena en general. Yo no creo que él haya matado a Nancy. No sé quién lo hizo: mi teoría, y la de muchos, es que alguien entró a robarles, porque la puerta de su habitación en el hotel Chelsea estaba siempre abierta, tenían mucho dinero ahí dentro y estaban siempre dados vuelta. Le pregunté personalmente qué había sucedido y Sid me dijo que él se había quedado dormido y, cuando despertó, Nancy estaba muerta, asesinada. Yo le creí, le creo. Nunca la hubiera lastimado. La amaba.

EL AMIGO AMERICANO
La primera vez que Bob Gruen vio a John Lennon y Yoko Ono fuera de un escenario fue en el Apollo Theatre en 1972. La pareja más famosa del mundo estaba esperando un auto para irse y Gruen les tomaba fotos. Lennon le dijo, medio en chiste medio en queja, “la gente siempre nos está sacando fotos y nunca las vemos”. Gruen le dijo que él se las mostraba, se las llevaba a su casa si quería. Que se las pasaba por debajo de la puerta, porque vivían muy cerca. “No se las pasé por debajo de la puerta, les toqué timbre –cuenta–. Me abrió Jerry Rubin, el activista, cosa que me sorprendió: esperaba a un secretario. Jerry me preguntó si John y Yoko me estaban esperando y le dije que no. Y dejé las fotos y me fui. Años después Yoko me dijo que eso los impresionó: todos los que venían a su casa querían conocerlos, todos querían algo de John y Yoko. Yo también quería conocerlos, claro, pero no forcé la situación, traté de no ser molesto. Les di algo y me fui. No necesitaban mis fotos, obviamente, pero se las quería dar.”
Poco después, Gruen volvió a verlos durante una entrevista con la Elephant’s Memory Band. La nota era en un hotel, pero Gruen pidió hacer las fotos en el estudio, para tener imágenes de John y Yoko con la banda. Yoko le dijo que podía acompañarlos al estudio, pero que debía esperar hasta el final de la noche, porque no iban a posar. Gruen esperó: estar toda la noche en un estudio con John y Yoko no era exactamente un mal programa. “Al final sacamos fotos de la banda y tres semanas después me encontré con el baterista: me dijo que estaban tratando de encontrarme porque yo era el único que tenía fotos de la banda completa, y que las querían ver. Fue él quien me llevó a la casa de John y Yoko el día siguiente. A ellos les gustaron las fotos y querían usarlas para el disco Sometime in New York City. Les mostré otras fotos y nos quedamos charlando y tomando, normalmente, como hace la gente, y después de unas horas me dijeron que la habían pasado bien conmigo. Yoko dijo: ‘Queremos que seas nuestro amigo, que estés en contacto con nosotros. Tenemos guardias cuyo trabajo es mantener a la gente lejos, pero no te dejes intimidar por ellos’. Me dijo que si alguien me decía que no podía verlos, yo tenía que volver a llamarlos más tarde. Quedé contento y sorprendido. Así me transformé en el fotógrafo personal de John y Yoko, y en su amigo.”

¿Sigue en contacto con Yoko?
Claro. Hablamos una vez por semana. También tengo una relación increíble con Sean, que es un chico muy cool. Siempre compartí música con él y con mi hijo, les pasaba discos de Serge Gainsbourg, de hip hop... El me presenta como su tío, cosa que me emociona mucho.

¿Era fácil fotografiar a Lennon?
Muy fácil. Cuando lo conocí ya había sido un Beatle y era una de las personas más fotografiadas del mundo. Se sentía muy cómodo ante la cámara, no estaba harto de ser fotografiado para nada, como puede pasarle a otra gente. Era un modelo natural, sabía cómo iba a verse, tenía ideas, y era un tipo muy lindo, muy atractivo. Yo no tenía que trabajar mucho.

Bob Gruen se enteró del asesinato de Lennon por teléfono. Cuando recibió el llamado, estaba revelando fotos de John y Yoko en su laboratorio. Esa noche debía encontrarse con ellos, pero estaba llegando tarde. “Estaba destrozado. Pero enseguida me di cuenta de que el mundo estaba mirando y de que no se trataba de un amigo mío: era John Lennon. Y mi trabajo era encontrar la mejor de sus fotos para que los diarios publicaran la noticia de su muerte. Así que me puse a buscar entre mis negativos.”
EL FIN DE UNA ERA
Bob Gruen fotografió a tantos rockers que la lista podría ser interminable; él mismo asegura que no le falta ninguno, salvo Otis Redding, que murió en 1967, cuando él recién empezaba a trabajar profesionalmente. Ni entonces ni ahora es un entusiasta de la técnica. Sin ningún apego por los viejos equipos, usa cámara digital sin nostalgia: “Es más fácil, sabés lo que pasa, es automática, no tenés que revelar... En fin, no soy un romántico. Hace treinta años había que saber cualquier cantidad de matemática para encontrar la exposición necesaria o ideal, para hacer foco, y yo no era muy bueno para eso, así que no extraño esos días. Mis fotos no son técnicamente perfectas, muchas no son siquiera buenas. Lo que yo siempre traté de captar es la actitud, el sentimiento, la emoción, la atmósfera. Eso suele estar reñido con la perfección técnica”.

Sin embargo, aunque encuentra las cámaras digitales más amigables, Gruen saca muchas menos fotos por estos días. Por muchos motivos. Pero, sobre todo, por saturación. “Yo solía sentir que tenía un deber, que con este oficio tenía la responsabilidad de llevar un archivo histórico, pero ahora lo hace cualquiera. Todo el mundo tienen una cámara en el bolsillo. Hay demasiadas fotos en el mundo hoy.”

¿Y hay demasiadas bandas?
Sí, pero sobre todo, no hay íconos. Cualquier chico en su habitación tiene acceso a grabar y a la distribución. Estoy seguro de que hay buenos grupos, pero es como encontrar una aguja en un pajar. Hay cientos de miles de músicos haciendo pública su música, y mucha de esa música es mediocre. En aquellos días tenías que ser muy cabeza dura, muy determinado, para conseguir el dinero para una guitarra y un amplificador. Tenías que desearlo de verdad, tenías que tener realmente algo urgente para decir y tocar y tocar hasta que alguien te descubriera y te pagara un disco. Era muy difícil y muy poca gente lo hacía.

¿Quién es interesante hoy?
Estuve de gira con Green Day y me gustan mucho, me gusta su actitud, su mensaje. Además, son divertidísimos. Ryan Adams es muy cool, muy talentoso, está totalmente loco, puede retener la atención durante medio segundo nada más. Estaba muy orgulloso de ser incluido en mi libro Rock Seen, parecía un chico. Le dije que se lo merecía y se emocionó, fue muy conmovedor. Courtney Love tiene algo especial. No sé de mucho más.

¿Ya no busca nueva música, nuevos grupos?
No. Pero no solamente porque es tan difícil hoy en día. En realidad, nunca lo hice. Yo siempre busqué pasarla bien. Y todavía ando buscando diversión.

John Lennon, NYC 1974

“Fue un día típico en la terraza de su edificio. John me pidió fotos para un disco, Walls & Bridges. Tenía la idea específica en mente: quería primeros planos de su cara, todos del mismo tamaño, para poder cortar las fotos en tres tiras y mezclarlas, hacer diferentes expresiones. Sacamos media hora de fotos haciendo caras y él me dijo ‘Saquemos algunas más, para usar como publicidad’. Desde la terraza se veían los edificios, se veía el horizonte de Nueva York, y me acordé de la remera. Yo tenía una remera así, que usaba todo el tiempo. No se vendían en negocios, las vendían manteros, en la calle, las hacían ellos mismos. Siempre que veía alguna la compraba y compraba para mis amigos. El año anterior a que sacáramos la foto, le di una a John Lennon. Ese día le pregunté si todavía tenía esa remera y me dijo que sí. Sabía dónde estaba y la fue a buscar. Se la puso y eso fue todo.”
 
Iggy Pop & Debbie Harry. Toronto, Canadá, 1977


“Para hacer esta foto hoy deberíamos rogarle a un montón de publicistas y managers durante meses y además montar un estudio y cruzar los dedos. En aquel entonces, fue natural. Yo fui a Toronto con Blondie porque iban a tocar con Iggy, que en ese momento tenía nada menos que a David Bowie en el piano. Era una gran noticia, Bowie en un segundo plano, eso me llevó hasta Canadá. En el camarín, antes de salir, Iggy vino a saludar a Blondie. Y yo les pedí una foto juntos, a él y a Debbie. La hicieron en el baño. Iggy empezó a treparse a Debbie y a tocarle las tetas y yo no lo pude creer. Iggy era así: nadie más se hubiera atrevido a tocar de esa manera a Debbie. Ella reaccionó lamiéndole el pecho. Fue muy erótico, muy excitante, pero duró segundos: sacamos nada más que seis fotos. Y ésta se volvió famosa porque es casi un imposible momento íntimo entre dos íconos.”

Joe Strummer & Gaby - Kiss On Car’, NYC 1981

“Los Clash estaban en Nueva York por un mes en junio de ‘81 cuando tocaron en Times Square y Don Letts estaba haciendo una película sobre ellos. Fuimos a Battery Park, en el sur de Manhattan, para filmar. Yo los llevé en mi auto: ese auto de la foto es mío, un Buick Special de 1954, un auto viejo que conseguí casi nuevo porque alguien lo había tenido en un garage por treinta años y me lo vendió por 300 dólares. Yo paseaba a los Clash en él todo el tiempo. De repente Joe se acostó sobre el auto con Gaby, su novia, y se vio tan rocanrol, tan años ‘50, un momento casi cinematográfico, que tomé la foto. Fue un segundo.”

5/12/11

Christian Wolff: “Sigo apostando a la originalidad”

Por Sandra de la Fuente
Publicado en TEATRO
La vida del compositor Christian Wolff representa, tal vez mejor que ninguna otra, la convergencia –y también el choque– cultural entre la vieja tradición europea y la vanguardia estadounidense en la música, desde mediados del siglo pasado.

El menor de la célebre constelación de músicos relacionados estéticamente con John Cage nació en 1934, en Niza, la ciudad francesa en la que sus padres se radicaron tras entender que la crisis económica alemana no les permitiría continuar con el trabajo editorial comenzado tiempo atrás, en Munich. Kurt, el padre de Christian, era un conocido editor. Fue responsable de la difusión de la vanguardia literaria centroeuropea, el primero en publicar a Kafka. También publicó a Walter Benjamin y a Robert Musil.

El exilio en Nueva York, en el año 1941, no interrumpió el contacto de los Wolff con el mundo intelectual europeo, en parte porque muchos de sus actores también se habían exiliado en Manhattan pero además porque, a poco de haber llegado a Estados Unidos, la familia consiguió crear la editorial Pantheon Books y las Series Bollingen, dedicadas a la difusión de la obra de Jung y sus continuadores.

SEIS CLASES EN SEIS SEMANAS
“De esos primeros tiempos en Nueva York, recuerdo la presencia en casa de Hannah Arendt”, comenta Christian Wolff en la charla telefónica que mantiene con esta cronista desde la granja donde vive hoy, en Vermont, poco antes de viajar a Buenos Aires para participar del Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del Teatro San Martín. Wolff también recuerda las discusiones en la casa familiar ubicada en Washington Square sobre El héroe de las mil caras, el libro de Joseph Campbell publicado por sus padres. El círculo intelectual de los Wolff no hizo más que ampliarse luego de su llegada a Estados Unidos. Las reuniones y discusiones incluían a artistas estadounidenses como la coreógrafa Jean Erdman y el poeta Edward Estlin Cummings, y no dejaban de lado las relaciones con músicos de la vieja escuela como Rudolf Serkin. El joven Christian no tardó en incorporar a John Cage dentro de ese núcleo tan amplio como selecto.

“Es cierto que mi destino como pianista parecía más o menos trazado”, reconoce Wolff apenas se le pregunta por ese entorno intelectual y por sus comienzos en el piano. “El único problema es que yo no estudiaba lo suficiente como para convertirme en un pianista. No sabía muy bien hacia dónde orientarme. Y, apenas entrado en la adolescencia, postergaba el momento de dedicarme al estudio de las obras, me distraía escribiendo mis composiciones que todavía no tenían un tono personal ni estaban trabajadas con mucho criterio. Se las llevaba a mi maestra, sin demasiada convicción estética, pero seguro de que demorarían el tiempo de la práctica instrumental”.

Fue esa maestra de piano, Grete Sultan, quien lo puso en contacto con John Cage y le abrió las puertas de un nuevo universo musical. Suele decirse que fueron sólo seis clases, pero el número suena más a exageración mítica que a realidad. ¿Qué pudo haber aprendido de composición en tan poco tiempo?

“¡Efectivamente, fueron sólo seis clases distribuidas en seis semanas!”, confirma Wolff del otro lado de la línea. “En ese momento, las ideas compositivas de Cage estaban vinculadas con la creación de timbres nuevos –en percusión y a través del piano preparado–, además de un muy calculado procedimiento estructural basado en espacios composicionales definidos por longitudes relacionadas proporcionalmente (lo que él llamaba ‘estructura rítmica’). A mí me interesaba esa búsqueda de timbres nuevos, pero especialmente el procedimiento estructural, que era tan lógico como útil para componer una pieza. Sus desarrollos sobre el uso del azar, que más precisamente significaban componer sin permitir que surgiera la expresión personal del compositor, también empezaban a aparecer en esos tiempos. Y yo adherí sin ninguna dificultad, naturalmente, a esa idea de desalojar la autoexpresión en la música.

”Entonces, en esas seis clases me enseñó cómo usar las estructuras rítmicas. Me dio también algunos ejercicios de contrapunto en el estilo de Palestrina y analizamos el primer movimiento de la Sinfonía op. 21 de Webern. En seis semanas, terminé el análisis de Webern, empecé a utilizar la estructura rítmica y ambos desistimos de los ejercicios de contrapunto. A ambos nos aburrían, y yo no era bueno en esa técnica. De cualquier modo, llegué a escribir algunas piezas e inventé varios procedimientos, algunos de ellos derivados de la estructura rítmica. En ese punto, Cage me dijo que toda la instrucción había sido planeada para que yo pudiera aprender una disciplina de trabajo y que creía que yo ya la había adquirido así que no veía la necesidad de seguir con las clases. Lo que siguió fue una relación muy fructífera, con encuentros regulares en los que conversábamos y nos mostrábamos los nuevos trabajos”.

Pero, si es verdad que las instrucciones de Cage fueron rápidamente asimiladas por Wolff, hay que decir también que el encuentro sirvió de catalizador para las reflexiones metodológicas que Cage venía realizando. Porque en ese tiempo, Bollingen Books había publicado el I Ching y el joven alumno decidió regalárselo a su maestro: “El libro no estaba disponible en inglés desde hacía muchísimo tiempo”, cuenta Wolff. “Y a mí me pareció que a John podía interesarle. Yo me sentía siempre en deuda con él porque no me cobraba las clases. Él había decidido no cobrarme incluso sin que yo se lo hubiera pedido, creo que un poco por imitar la actitud que Schoenberg había tenido con él, cuando se ofreció a darle lecciones gratuitas sabiendo que a aquel joven le iba a resultar dificilísimo pagarle. Como sea, yo siempre buscaba algo para gratificarlo y tuve la impresión de que el I Ching iba a intersarle.”

Hay un silencio en la línea, pero no se debe a una interrupción en la comunicación sino a que Wolff, de pronto, se queda evocando aquel momento singular y particularmente siginificativo para las futuras concepciones compositivas de Cage: “Recuerdo que miró la contratapa del libro, la grilla para identificar hexagramas. Se detuvo en esos croquis un largo rato. Unos meses después, me confesó que estuvo entretenido con ese material durante mucho tiempo antes de ponerse a estudiar el libro completo. Me dijo que, apenas le entregué el libro, se dio cuenta de que allí encontraría un método de trabajo. La grilla muestra cómo realizar los 64 posibles hexagramas con ocho trigramas combinados en posiciones primarias. Y eso le resultaba muy útil para dar un marco metodológico a sus ideas compositivas. Pero como él no era una persona frívola no quedó apegado al hallazgo de una mera técnica, de un procedimiento formal, sino que se adentró en el libro completo y estudió el I Ching como filosofía, como religión.

–¿El interés de Cage por la filosofía oriental surgió con la lectura del I Ching?

–No, no. Por el contrario, John ya estaba muy interesado en filosofía oriental y leía mucho sobre budismo. Por eso, cuando mis padres publicaron el libro, se lo llevé entusiasmado, sabiendo que le interesaría.

–El libro sistematizó las ideas de Cage sobre el azar en la composición, ¿no es cierto?

–De algún modo, sí. Él había pensado ya muchas cosas acerca del azar, pero no estaba del todo satisfecho con lo que había conseguido. En ese momento no podía decir hasta qué punto el libro marcaba un punto de cambio respecto de sus ideas anteriores. Ya había compuesto algunas obras valiéndose del cubo mágico, pero la manera en que el I Ching abre varias posibilidades y te hace elegir finalmente entre un número acotado le interesó muchísimo. Podríamos decir que vi el nacimiento de un nuevo método composicional. Lo que es cierto, también, es que más tarde usó el libro para lo que fue escrito: lo consultó para intentar resolver cuestiones vitales.

–Volviendo al resultado de las lecciones de Cage, resulta significativo que alguien ligado familiarmente a la tradición musical europea como usted, se desentendiera completamente del contrapunto. ¿Sostuvo esa idea a lo largo de toda su obra?

–Sobre el contrapunto, sigo pensando más o menos lo mismo que en aquellos primeros años. No me interesa demasiado. Creo que en algún momento escribí que el contrapunto, la armonía, la melodía y todas las categorías comunes a los procedimientos musicales no son necesarias como punto de partida, aunque es probable que aparezcan en la obra ya como un accidente o como resultado de la utilización de otros procedimientos. Creo que también dije, al principio de los años ‘50, que en cierto punto toda la música se vuelve melódica. Creo que nuestras ideas generales tenían que ver con la independencia de los sonidos, con la desconexión, la discontinuidad, con eso que Henry Cowell definió como sacarse de encima toda esa goma de pegar, ese engrudo –el contrapunto, la armonía, el desarrollo motívico– que se utiliza para sostener y dar continuidad a los eventos musicales. Pero mentiría si dijera que me mantuve completamente apegado a esa idea y tengo que reconocer que, especialmente a partir de los años ‘80, empecé a utilizar bastante el contrapunto.

–A partir de esas seis clases, usted pasó a formar parte de un núcleo de compositores que cambió la historia de la música, un grupo conocido como Escuela de Nueva York, que integraron también Morton Feldman y Earle Brown, junto con el pianista David Tudor. Pero, más allá de haber estados juntos en la Nueva York de esos años, no es fácil encuadrarlos a cada uno de ustedes dentro de una misma escuela. Esa idea parece más impuesta por la distancia histórica que por una vinculación estética real. ¿Cómo fue esa relación?

–En principio, fue con Morton con quien tuve un vínculo más cercano. Earle no llegó a Nueva York hasta el ‘52, y en ese año yo ya pasaba muchísimo tiempo en la universidad de Harvard, donde había ingresado en el otoño del ‘51. Hablábamos mucho acerca de lo que escribíamos, nos mostrábamos las obras. John también formaba parte de esos encuentros. No discutíamos demasiado, no tratábamos de imponer un sistema estético sino que más bien teníamos la idea de que cada uno hacía las cosas de manera muy diferentes de los otros y que así debía ser. Lo que sí compartíamos era la idea de indeterminación, el uso de una notación alternativa a la clásica y el ideal de mundos sonoros más abstractos que, de algún modo, negaban cualquier tipo de expresión subjetiva. Nos veíamos como grupo, pero un grupo en el que cada uno hacía su propio y nuevo camino. Y, sobre todo, nos apoyábamos mutuamente.

–¿Usted necesitaba la solidaridad de un grupo? ¿Se sentía solo en su camino haciendo una música para pocos?

–No me preocupaba demasiado que a poca gente le gustara la música que hacía porque había gente que sí la apreciaba y mucho: bailarines, artistas plásticos, muy de vez en cuando algún otro músico, y por supuesto, Cage, Feldman, Brown y Tudor. No, no me sentía solo, pero sabía que formaba parte de un grupo muy reducido.

LO CLÁSICO Y LO EXPERIMENTAL

–Ha hablado de limitar la expresión de una subjetividad en la música. Y es cierto, su música parece obstinada en negar todo tipo de desarrollo dramático. Por eso, sorprende un poco saber que ha dedicado su vida académica al estudio de la literatura clásica y en especial a las tragedias de Eurípides. ¿De qué modo vincula la experiencia de la literatura clásica con su música?

–No tengo manera de vincularlas. Me apasiona la lectura de los clásicos. Me parece que el espíritu clásico tiene un misterio. Como no quise volverme un académico de la música –quería poder hacer siempre con la música lo que me gustara, conservar la más completa libertad–, entonces elegí la literatura como un modo de vida académica, profesional. Hace once años me jubilé y sigo disfrutando de la literatura. También sigo componiendo estrictamente lo que me interesa.

–¿Sigue buscando nuevos sonidos? ¿Sigue apostando a la originalidad de los años ‘60?

–Sí, sigo apostando a la originalidad, si por esto se entiende no dar nada por sentado. Sigo cuestionándome esos hábitos constructivos que, alrededor de los años ’50, dieron como resultado el neoclasicismo de Stravinski o el serialismo de Schoenberg. Nosotros hemos intentado caminos alternativos, nuevos. No estoy muy seguro de que hoy busque nuevos sonidos con el mismo entusiasmo con el que emprendí la búsqueda en aquellos años. Pero lo que hacía en ese tiempo era experimental, procedía sin saber exactamente dónde terminaría, cómo concluiría la pieza. Y tengo que reconocer que todavía sigo en esa búsqueda, aunque de un modo diferente. De hecho, creo que la buena música del pasado se caracteriza por haber sido experimental para su tiempo. No hay otro modo de que la música tenga vitalidad. También pienso lo experimental en términos más amplios, como aquello que insinúa la posibilidad de un cambio. Y esa es una idea política: lo experimental en música puede ser una imagen de la posibilidad de un mundo diferente y mejor.

–Ahora que habla de política y del mundo, me gustaría saber si sigue adhiriendo al marxismo, si sigue pensando que es factible un progreso en la música, en el arte, en el mundo.

–El marxismo, o de un modo más general, la izquierda, emergió en la música durante los años ‘70 (aunque habría que aclarar que Hanns Eisler, el alumno de Schoenberg, ya en los años ‘30 era un músico con orientación marxista). No sé si se puede pensar en un camino de progreso a través del arte. Por lo menos esa idea hoy no puede reducirse a un enunciado simple sino a varios y con múltiples derivaciones. Pero sí creo que al hacer música –como al desarrollar cualquier otra actividad– uno puede comportarse mejor o peor en términos políticos, mostrarse autoritario o democrático. Y, como dije antes, al adoptar una actitud experimental, uno también adopta un punto de vista político, aunque sólo sea el de ofrecer una imagen de esperanza y de cambio. Esa actitud experimental nos permite salir de un mundo que está bastante dañado sin ser antes ganados por la nostalgia.

¡Indignados!

Por Luis Alberto Quevedo
Sociólogo, profesor de la UBA y de Flacso.

Se ha formado en la Argentina una nueva plaza de indignados: son académicos provenientes de las universidades y del Conicet que se sublevan contra... ¿los estragos del capital financiero global?, ¿los bombardeos de la OTAN en Trípoli?, ¿las patotas que golpean a los docentes...? ¡Nada de eso! Los indigna la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego. Y en pocos días, la prensa se pobló de artículos cargados de enojo y voces agitadas que nos alertan sobre los peligros de esta embestida totalitaria del “discurso oficial”.
¿Cuál es la frase del escándalo que está contenida en el famoso Decreto 1880/11? En realidad son básicamente dos: el artículo 1, cuando dice que “la finalidad primordial será el estudio, la ponderación y la enseñanza de la vida y obra de las personalidades de nuestra historia y de la Historia iberoamericana, que obligan a revisar el lugar y el sentido que les fuera adjudicado por la historia oficial, escrita por los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX”. Y también en el punto (c) del artículo 3, donde se dice que el instituto deberá colaborar “con las instituciones de enseñanza oficiales y privadas, para enseñar los objetivos básicos que deben orientar la docencia para un mejor aprovechamiento y comprensión de las acciones y las personalidades de las que se ocupará el instituto como, asimismo, el asesoramiento respecto de la fidelidad histórica en todo lo que se relacione con los asuntos de marras”.
Decidí ir a la plaza de los indignados y averiguar un poco más. Llegué a un lugar sin estruendo de bombos y redoblantes, pero con muchas pancartas, algunos cánticos y una alta tensión de pensamientos en el ambiente. Apenas ingresé, vi a un puñado de indignados que se paseaban con una leyenda que me intrigó: “Ahora dicen que cualquiera puede escribir sobre nuestra Historia”. Con la distancia que puede tener un periodista holandés y sin molestar, les pregunté: ¿a qué se refieren exactamente? Con cara de pocos amigos, un profesor me dijo: nos indigna que nos saquen del medio a quienes somos los únicos académicos independientes que hemos dedicado nuestra vida a la investigación. Mientras lo escuchaba, se acercó un grupo menor con su cartel “Basta de divulgación, sí a la investigación”, a los que me animé a preguntarles: los que divulgan, ¿qué deberían hacer? “Deberían anotarse en la UBA, hacer la carrera de Historia... ¡y después hablar! Y en lo posible, ¡estar menos en los medios!”, me respondieron.
En otro rincón de la plaza, casi sin querer mezclarse con los indignados más ásperos y bochincheros, se ubicaba un pequeño grupo con una pancarta bien escrita y mejor pensada que decía: “No renunciaremos a nuestro punto de vista”. Me acerqué sabiendo que el diálogo no sería fácil y les pregunté si conocían el Decreto 1435/92 que firmó Carlos Menem para la creación del Instituto Belgraniano Central de la República Argentina. Me dijeron que no, pero que seguramente era menos totalitario que el de este gobierno. Decidí leerles el artículo 15, que dice literalmente: “Los actos de cualquier naturaleza a ejecutar por el Estado o con participación del mismo relacionados con el General Don Manuel Belgrano requerirán asesoramiento previo al Instituto Nacional Belgraniano. Asimismo cuando se trate de actos a realizarse por particulares, instituciones privadas, autoridades, dependencias provinciales y municipales que requieran apoyo financiero o de otro tipo por parte del Estado, será indispensable el asesoramiento previo mencionado”. Luego les pregunté: en estos años, ¿ustedes consultaron a este instituto cada vez que hablaron de Belgrano y cambiaron su punto de vista sobre este héroe nacional? “¡Por supuesto que no!”, me dijeron a coro, porque ese instituto seguramente es independiente... ¡y no está en manos del pensamiento único! Bueno, les aclaré, en realidad es igualmente autárquico y depende formalmente de la misma secretaría que el Instituto Manuel Dorrego.
Una mujer de suaves modales, que pareció entender que valía la pena dialogar, me dijo con voz pausada que el problema es que el nuevo instituto tiene en sus manos construir una versión de la historia que incumbe a más de veinte héroes y quieren que lo que ellos producen se enseñe en las escuelas: ¡esto es realmente peligroso! Yo le dije que los entendía, pero que el Instituto Belgraniano también tenía como misión enseñar toda su producción en las escuelas y que el Instituto Nacional Sanmartiniano era mucho peor en este punto. Le recordé que el Decreto 22.131 del año 1944 decía textualmente en su artículo 2 que el Instituto Sanmartiniano “rectificará públicamente por comunicaciones, escritos, conferencias o cualquier otro medio de difusión todo error que se ponga de manifiesto en publicaciones, obras, conferencias, etc., con respecto a la verdad histórica sobre la vida del prócer y hechos en que intervino”. Me miró casi con piedad y me dijo: “Pero lo conduce desde hace muchos años el general brigadier Diego Alejandro Soria, un hombre confiable y sin vocación totalitaria”. Yo sólo le pregunté: ¿es investigador del Conicet el general brigadier? Pero no alcanzó a escucharme, ya que aceptó una nota para una radio que cubría todo el evento cuyo nombre recuerda, justamente, a quien escribió la Historia Argentina y la vida del general San Martín a fines del siglo XIX.
Mientras pensaba en qué poco sabíamos de las misiones de muchos institutos históricos que nos acompañan desde hace mucho tiempo, vi entrar a un grupo un poco más ruidoso. No eran académicos, eran intelectuales y periodistas que tenían en sus manos pancartas hechas con el típico papel prensa que usan los diarios y gritaban: “¡Se va a acabar, se va a acabar, esa manera de pensar!”. Me acerqué porque no tenía el tono conciliador de los académicos y me di cuenta de que los gritos aludían con desprecio tanto al Ejecutivo nacional como a los divulgadores e historiadores revisionistas que acompañaban al proyecto del Instituto Manuel Dorrego. Les pregunté una sola cosa: ¿qué es lo que más los indigna? “¡Todo! Pero lo que no soportamos es que no pongan a gente idónea y consagrada al frente de los institutos históricos.” Les dije que no me parecía que el Instituto Manuel Dorrego fuera una excepción y les pregunté si conocían al Instituto Nacional Browniano, que fue creado también por Carlos Menem en 1996 y que no despertó tantas polémicas. Me dijeron que sí, que sabían que existía un instituto que preservaba la figura del glorioso Almirante Brown, pero que estaba manejado por historiadores serios y no por divulgadores de poca monta. Les recordé que el artículo 10º del Decreto 1486/96 firmado por Menem y Corach decía que entre los distintos miembros del instituto están los miembros honorarios que serán (entre otros) “el presidente de la Nación argentina; el jefe de Estado Mayor General de la Armada; el embajador de la República de Irlanda acreditado en el país; el presidente del Centro Naval; el presidente del Círculo Militar; el presidente del Círculo de Aeronáutica y el intendente municipal del Partido de Almirante Brown de la Provincia de Buenos Aires” (sic). ¿Serán historiadores y académicos probos tanto el embajador de Irlanda como el intendente del Partido de Almirante Brown para merecer esta distinción? ¿Constituirá una discriminación –que debemos denunciar ante el Inadi– haber excluido al presidente del Club Atlético Almirante Brown?
A los gritos, fui acusado de oficialista, totalitario y pagado por el Gobierno para hacer esta provocación, y por eso me dejaron solo otra vez en medio de la plaza. Confieso que fue el único momento en que sentí algo de temor y por eso terminé refugiándome en un grupo de Indignados 2.0 que sostenían una pancarta que rezaba: “¡Control a Wikipedia ya!”. Me gustó el aspecto de estos jóvenes y les pregunté: pero, ¿ustedes quieren controlar la web? Y me dijeron: no toda la web, ¡sólo la que habla de historia, y que usan nuestros docentes y alumnos! ¡Vamos a exigir que todo lo que allí se escriba sea también controlado por el Conicet y los académicos de las universidades! ¡La web es un caos intolerable y en Wikipedia escribe cualquiera! Pero ésa es la lógica de Internet, dije en voz baja, y es también un rasgo de nuestra cultura: la pluralidad de voces, opiniones, saberes, conocimientos... No terminé de decir la palabra “pluralidad” cuando estos jóvenes ilustrados me habían dejado otra vez solo, aunque antes de irse me sacaron fotos con sus celulares y me juraron un escrache en las pantallas del periodismo independiente. Me quedé sin crédito en el celu, sin amigos en Facebook y sin seguidores para twittear... ¡game over!



Ironías de la historia

Por Horacio González
Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

Las ironías de Carlos Pagni, una de las revelaciones del diario La Nación –si descartamos el humor superado de Carlos Reymundo Roberts, señorito jovial que reproduce jornadas de jocosidad antiplebeya tal como lo dice su nombre y podían darse en un delicioso foyer de algún club exclusivo de caballeros a finales del siglo XIX–, no tienen indudablemente un tono amistoso. Es que la ironía, que a veces es un instrumento pudoroso de la amistad, suele ser también una malicia complaciente de las conciencias que no quieren verse todo el tiempo ejerciendo un acto de vituperio. Es así que lo hacen también con autocontención, provocando la sucinta risa del agraviado, que finalmente comprende, aflojando tal vez su empaque. ¿Qué se comprende? Que el agravio puede ser gratuito, y que puede picar menos o más según la importancia que se le dé a la vibración humillante que quede resonando en el aire. Sea como sea, como decisión de ataque, la ironía es el instrumento de una cautela. O la pedagogía del desprecio ejercido con discreción.
En este terreno, observando nada más que cuestiones de estilo, Clarín sigue con su complejo aparato aforístico –me refiero a sus editoriales principales–, con remates coloquiales alrededor de expresiones barriales y una sentenciosidad que aunque preanuncia catástrofes, lo hace con un dejo sobrador, por momentos una picaresca de sobreentendidos suburbanos, a veces un cancherismo que sabe el juego de todos los implícitos: es el humor de las redacciones viejas, tamizadas por un profesionalismo desencantado y diálogo con núcleos densos de interés que por ser tácitos, deben crear una lengua que apenas los rodee, los diga con habilidades sibilinas, tocando incluso cuerdas atrevidas, no es raro que progresistas, pero de desciframiento un tanto aceitoso, no siempre fácilmente asequibles. Pero La Nación ha encontrado nuevas plumas, de naturaleza irónica, que conviven con los retazos de las viejas posiciones. En lo perseverante del diario está el sostén de los dictámenes áulicos de Morales Solá o Grondona, con mayores o menores simetrías históricas y dosis más o menos dosificadas de acrimonia, casi siempre con oscuras, graves advertencias; en los rebordes, los retablos espirituales de los que se sienten injuriados por los signos y atmósferas de época, y en el caso que nos ocupa, por Institutos que aluden a viejos próceres y reverdecimientos de historiografías rosistas que, no por ser conocidas, dejan de esparcir sagrados espantos.
Pero Pagni no. Espanto ninguno. Bien por ahí. Todo le estimula su filoso instrumento irónico, con el cual trata un manojo de suspicacias que usualmente no pasarían de pobres prejuicios de un sector que cree que los lenguajes sociales están establecidos con el rigor definitivo de los estamentos culturales del mundo clásico. No en Pagni. En él se convierten en el ajuar despreciativo de un hombre de mundo, son pequeñas obritas del periodismo contemporáneo sus sobreentendidos mordaces; sus elegantes condenas a un mundo intelectual que sin embargo no se priva de mostrar que conoce; y sus palabras seleccionadas para la risa de los cofrades. Sabe ofender. Pero uno también sabe reír y sabe sentirse ofendido, con dignidad de lector. Es decir, puede leerse algo que nos concierne como si fuera dirigido a otro o como si solo fuera un conjunto de enconos de un hábil prestidigitador, lo que vendría a equivaler a la ética supersticiosa del lector, recomendada por cierto escritor universal argentino. Pagni sabe a quién me refiero, o si no dirá que “los humanistas escriben difícil”. Pero en verdad no escribimos sobre Pagni, sino sobre un personaje de ficción cuya figura parece poseer una cabeza calva con sonrisa de lansquenette –Pagni sabe lo que es– protegiendo con sonrisa de medio tono sus humoradas presuntamente destructivas.
La cuestión de esta nota atañe a la creación del Instituto Dorrego, que Pagni considera una “ventanilla” donde un grupo le ganó la competencia a otro; donde el prócer fusilado sería una metáfora banal de fusilamientos, que cualquier político usaría para referirse a un maltrato eventual por parte de la prensa. No es así, pero por lo menos debe haber sido divertido escribirlo, un hallazgo para la noble tribuna. La palabra ventanilla puede significar en Proust un viaje por el campo, en Pagni, una imputación. La palabra fusilamiento recorre en cambio toda la historia moderna y siempre es acertado meditar un poco antes de hacerla parte de una chanza. Pero esas chocarrerías elegantes que intentan recrear las redacciones periodísticas de la época en que Rubén Darío y Lugones escribían en los diarios, son ahora utilaje menor. Alcanza para justificarlo en el club dirigido por Roberts, pero no para proporcionarle la indulgencia que se les dedica a los ingenios chispeantes que además dicen verdades. Disociemos aquí las cosas.
No es verdad que haya habido ninguna puja, se sabe. Lo que además se comienza a saber es lo que también ya se sabía. Circularidades, Pagni, circularidades. Que el país tiene en debate, entre tantas otras cosas, la formas y los fundamentos de la elaboración de sus grandes textos de historia contemporáneos, esto es, su pasado en cuestión, pues no hay ninguna sociedad que conserve en absoluta quietud sus criptas ilustres ni que quiera reemplazarlas por otras simétricamente invertidas. Lo que se quiere es presentar el principio de reformulación permanente de las raíces intelectuales de todo proceso histórico, donde cada tiempo presente tiene derechos nuevos a la interrogación responsable y meditada, no por eso sin combate. El combate por la historia, como dijo Lucien Febvre.
Es más, la garantía efectiva de la democracia consiste mucho más en considerar la historia como un conjunto de saberes colectivos en revisión antes que efectuar una clausura que incluso teniendo rasgos de gran originalidad, como la que intenta Ernest Renan en Francia en los mismos tiempos en que Saldías escribe aquí su historia de Rosas, deja la educación no en manos del Estado ya realizado, no de una clase profesional –siquiera de historiadores oficiales–, sino de grandes sacerdotes laicos, pregramscianos, que a fuer de pacificadores colectivos dejan un relato escolar brillante pero disecado.
Revisar es preciso. Vivimos y no podemos dejar de vivir una época en la cual la sociedad tiene que generar vigorosas corrientes de opinión autónomas que lancen atrevidas fórmulas de reescritura, nuevos métodos de investigación y nuevos ingenios sobre las grandes hipótesis sobre la relación tiempo-texto (¿es otra cosa la historia?). La hora latinoamericana, que Deodoro Roca formulaba como consigna de otra generación argentina, vuelve a reclamar ahora nuevas pasiones y posturas. En cuanto al Estado... funda Institutos, sí. Redacta decretos sobre ellos, sí. Pero esto supone mucho más una oferta de discusión que el proyecto de fabricar un escudo de Aquiles, ya elaborado y pintado incluso en su diversidad concluida, listo para la marcha. No. Un Estado garantiza libertades no sólo cuando las define y las sostiene desde afuera, sino cuando discute consigo mismo. Un ejemplo parecido, Pagni, es la buena academia discutiendo consigo misma. El historiador liberal norteamericano Nicolas Shumway, con una visión que introduce cierto elemento de liviandad en el tratamiento de la historia (unas “ficciones orientadoras”, una “invención de la nación”, terminologías de algún modo hoy triunfantes) en su libro La invención de la Argentina, da sin embargo una interpretación cercana al artiguismo y mucho menos a lo que hoy seguiríamos llamando imprecisamente mitrismo.
Otro ejemplo más interesante: si cotejamos la Historia de la Nación Latinoamericana, de Jorge Abelardo Ramos, con Historia contemporánea de América Latina, de Tulio Halperin Donghi, podrán surgir toda clase de distinciones y diferencias. A éstas las conocemos de memoria. Pero surge, además, que en ambos casos la historia es producto de una decisión de escritura compleja, la escritura-irónica de combate en Ramos (usted la entiende, Pagni) y la escritura-tiempo de Halperin, no menos irónica, tratando sobre indecidibles así como Ramos trata de la historia como absoluta decisión política entre la frustración y la salvación. Estilos contrapuestos, pero mostrando que la historia que interesa es la que pone en revisión, primero, sus propios instrumentos en una sociedad que examina sin miedo sus escrituras y lenguajes públicos. La historia es irónica, Pagni. Cuando a algunos –sabemos que no a usted– les parece que un Leviatán se queda con todo, todo un país demuestra que se trataba de avanzar un paso más en la discusión colectiva.


La necesidad del revisionismo

Por Hugo Chumbita
Historiador, docente e investigador de las universidades de Buenos Aires y de La Matanza.

Los hechos históricos son inconmovibles, a veces transparentes, a veces oscuros o enigmáticos. Pero la historia es una disciplina –ciencia y arte– cuya razón de ser es revisar y actualizar la visión del pasado. La generación que tomó el poder con el proceso de la “organización nacional” buscó instituir y congelar una versión, la de los vencedores de Pavón, que servía al proyecto de la “europeización” de Argentina como satélite de las potencias capitalistas dominantes.
Dentro de aquella interpretación, la Revolución de Mayo era la obra de una minoría ilustrada que, tras derrotar al absolutismo español, enfrentó a las fuerzas autóctonas de la barbarie o la anarquía, las cuales demoraron durante medio siglo la implantación del orden constitucional y las condiciones del progreso económico. Este esquema rescataba principalmente a Rivadavia, el precursor de la deuda externa, como ideólogo de la república liberal, descalificando a Artigas, Dorrego, Rosas y los demás caudillos federales como representantes del atavismo de la plebe y las masas rurales, que se oponían a la apertura del país al mundo civilizado.
Sarmiento describió el dilema sudamericano como un “conflicto de razas”, atribuyendo la frustración del sistema republicano a la mezcla de sangre hispánica e indígena, una herencia cultural que debía ser extirpada mediante la educación pública. Mitre concibió a la clase dirigente del país como una prolongación de la elite caucásica europea, destinada a gobernar y “civilizar” esta parte del mundo. El relato histórico implantado por el Estado oligárquico siguió ese canon racista y colonialista, constituyendo una superestructura cultural alienante en la que se instruyeron las generaciones siguientes.
Las bases económicas, políticas y sociales de la dependencia fueron cuestionadas por los movimientos populares y democráticos del siglo XX, pero sus fundamentos ideológicos no fueron desplazados. Esa ideología neocolonial promueve la mentalidad que necesita hoy el capitalismo global para utilizarnos como cantera de recursos naturales y también de recursos humanos, mostrándonos como desideratum el espejismo del “primer mundo”, ese que ahora vemos sumido en el espanto y la decepción de sus pueblos. El relato histórico liberal-oligárquico fue desafiado en la Argentina por sucesivos movimientos intelectuales revisionistas, pero sus monumentos, sus himnos y sus bronces persisten en los manuales de enseñanza y en la nomenclatura oficial. En general, las tendencias historiográficas universitarias no se han sacudido aún ese lastre, y han encontrado módicas coartadas para eludir su responsabilidad.
La iniciativa del Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego es una apuesta al debate para reconstruir una visión actual del trayecto de la república, a partir de un pensamiento situado –el “pensar desde aquí” de Arturo Jauretche–, con un enfoque nacional, popular, federal y americanista de los dilemas que atraviesan nuestra historia y que aún están pendientes de resolución. No para imponer una contrahistoria ni otra versión oficial del pasado, sino para que el conocimiento histórico cumpla la misión de abrir los ojos de la nueva generación a los retos del futuro.


2/12/11

Palos y golpes en el regreso de la patota

Por Emilio Ruchansky
Publicado en PAGINA 12

Como ocurrió con la ocupación del Parque Indoamericano hace un año, ayer una patota atacó a manifestantes que pretendían, esta vez, frenar el proyecto de la administración macrista para eliminar las Juntas de Clasificación Docente. Con la cara tapada, palos, cadenas y facas, este grupo de choque irrumpió en una entrada lateral de la Legislatura porteña y disipó el abrazo simbólico que los docentes hacían en ese edificio. “Y no para impedir que voten, sino para dialogar con los legisladores”, aclaró la docente María del Carmen Conte. El hecho será denunciado, ya que los docentes tienen material fílmico de la patota y las patentes de los micros que los llevaron. El objetivo de los atacantes era allanar la entrada a los legisladores oficialistas. Los docentes responsabilizaron al gobierno porteño y hoy uno de los gremios hará un nuevo paro en repudio.
La patota llegó alrededor de las 11, en tres colectivos que estacionaron sobre Avenida de Mayo, frente a la Casa de Gobierno porteña. Los muchachos enfilaron para el pasaje Roverano, una galería que une esa avenida con la calle Hipólito Yrigoyen y da a una puerta lateral de la Legislatura porteña. Un rato antes, Mario, el encargado de Roverano, vio cómo se juntaba un grupo de 15 o 20 legisladores macristas en la portería de la galería, mientras otros aguardaban en Ley Seca, un bar cerca de la salida del pasaje que da a la Legislatura. Habían huido al ver a los docentes. La legisladora macrista Victoria Morales Gorleri denunció que fue golpeada y arrojada al piso por los manifestantes.
“Yo a esos los conozco porque muchos son clientes de acá”, confirmó el encargado al referirse a los legisladores del PRO, mientras destacaba el lustre del bronce y los revestimientos de mármol de la galería del edificio construido en 1895, que se comunica también con la estación Perú del subte. Por esos pasillos pasó la patota que tenía entre sus filas a varias personas encapuchadas con sus utensilios para el apriete. Para despistar, portaban una bandera con pintadas en contra del jefe de Gobierno porteño y su ministro de Educación: “Macri y Bullrich = Dictadura”. Incluso cantaron consignas contra el líder del PRO.
Fernanda, la dueña del kiosco que está en la salida del pasaje que da a Yrigoyen, los definió como “pesados y pasados”. Su pequeño polirrubro fue la primera víctima de la patota. Le rompieron los escaparates, aseguró, “para llevarse cigarritos Café Creme, alfajores, chicles y todo lo que estaba a mano”. La mujer, que por miedo no da su apellido, contó que la agredieron con un palo, mientras ella ponía a salvo a una empleada embarazada. Al frente de la barra iba un hombre con gorra negra, campera celeste y pantalón, ambos con el logo de la selección de fútbol. Al pasar, saludó a un empleado de seguridad de la Legislatura.
Cuando la patota finalmente llegó a la puerta donde un grupo de docentes mantenía su abrazo simbólico hubo incidentes. Les lanzaron patadas, piñas y amenazas. Tres maestros resultaron heridos. “Primero me pegaron en la espalda, después me dieron una patada”, comentó Jorge Adaro, integrante del gremio Ademys. “Para preservar a los compañeros iniciamos la retirada”, agregó Néstor Dimilia, secretario adjunto de ese sindicato, quien adelantó que hoy harán la denuncia. La zona, coincidieron varios gremialistas, fue liberada previamente por la policía Metropolitana.
El rol de la patota era crear un corredor para que en ningún momento se cruzaran los legisladores del PRO y los maestros, quienes pretenden anular el proyecto macrista para quedarse con las funciones de las Juntas de Calificación Docente. “El ataque fue un atentado a la democracia”, decía Conte, una docente de un colegio de Floresta, quien después de los incidentes se quedó en la entrada preguntando si podía ver la sesión. “Ya salieron tres personas, ¡déjenme pasar!”, le reclamaba a los agentes de seguridad que la ninguneaban como si estuviera en la puerta de un boliche.
Mientras los legisladores macristas pasaban a través del pasillo humano conformado por los agresores, una parte de la patota siguió amedrentando a los docentes. “Nos robaron banderas y también golpearon a camarógrafos y fotógrafos. Hay muchos videos de la barra esta, vamos a ir a la Justicia para que se los identifique”, aseguró a este diario el secretario general de UTE, Eduardo López. En un momento, el encargado del pasaje Roverano quiso cerrar la galería. “Pero apareció un jefe de seguridad de la Legislatura y me pidió que esperara, que él se hacía cargo. Todavía había unos legisladores que no habían entrado. Seguían en el café Ley Seca”, contó.
La aparición de los integrantes del Sindicato de Vendedores Ambulantes (Suvara) calmó los ánimos. Estaban allí para frenar un proyecto que les impide la venta para subsistencia y, al igual que los maestros, colocaron una carpa sobre la calle Perú. Según comentó a este diario un gremialista docente, fueron ellos lo que ultimaron a la patota. “Si no se van en un minuto y medio, los molemos a palos”, les habrían dicho a los muchachos, que no lo dudaron mucho. Uno, por handy, pasó la nueva ubicación de los tres colectivos, en la Avenida Sáenz Peña y Florida.
Cuando se fue la patota, apareció la brigada de la Policía Federal. Algunos docentes insistían en que los atacantes pertenecían a segundas líneas de las barras bravas de Boca y de Chicago. Tenían sus razones para sospecharlo, si hasta Rafael Di Zeo, ex jefe de la barra xeneize, admitió hace un tiempo a la BBC que él y la 12 fue utilizada para actividades políticas y no precisamente para repartir volantes partidarios. En los pasillos de la Legislatura se hablaba de una interna entre el PRO puro, representado por Diego Santilli, y el peronismo macrista de Cristian Ritondo. Estos últimos querrían ensuciar a los primeros.
Oscar Coronel, secretario adjunto del Suvara, aseguró a este diario que en un primer momento, desde las oficinas de prensa del gobierno porteño trataron de instalar la idea de que la pelea ocurrió entre los manteros y los docentes. “Hicimos una conferencia de prensa conjunta para negarlo”, dijo el gremialista. Por la tarde, la Legislatura siguió rodeada por vendedores ambulantes y maestros. Hubo acusaciones cruzadas entre los docentes, quienes aseguraron que la patota fue enviada por el gobierno porteño, y los legisladores oficialistas que los culpaban de agredir a un total de cuatro diputadas de su bloque.
En repudio “a la agresión recibida”, Ademys resolvió anoche realizar un nuevo paro de actividades hoy “independientemente de lo que ocurra dentro del recinto” y solicitó el apoyo de los demás gremios para la medida. Muchos maestros acompañaron desde afuera la votación, sin poder participar de la sesión, como la docente Conte, a quien le descontaron “1100 pesos por los paros”. A su lado, el docente Alejandro Báez se preguntó: “¿Y a los legisladores les descuentan cuando no sesionan?”.

1/12/11

Escenarios de Buenos Aires: 10 años


Por Pablo Lettieri

La cámara quiere capturar el gesto, la palabra, el instante teatral, pero la escena se resiste. Su esencia efímera se lo hace difícil. Sin embargo, desde hace una década, los integrantes del Área de Producción Audiovisual del CTBA intentan, de diferentes formas, apresar lo irrepetible para que pueda volver a verse, una y otra vez.
Pensado en principio como un medio audiovisual para difundir las actividades del CTBA, Escenarios de Buenos Aires, el programa que realiza el Área y que se emite semanalmente por Canal (á), fue involucrándose cada vez más en el proceso de creación de los espectáculos. Para espiar el tentador mundo del actor y develar los mecanismos utilizados en la creación de un personaje. Para descubrir los recursos del director en busca del germen de la acción dramática. Pero también, para dar cuenta del trabajo cotidiano de un ejército anónimo de artistas y técnicos que construyen escenografías, cosen vestuarios, acomodan objetos y levantan telones, entre tantas otras labores que contribuyen a la “magia” del teatro.
Convencidos de que mejor que contar una obra es mostrar cómo se va gestando durante los ensayos, en algún momento decidieron prescindir hasta de las entrevistas con los protagonistas para que fuera sólo la cámara la encargada de narrar la experiencia.
Ahora, para celebrar sus diez años en el aire, los responsables de Escenarios… prepararon dos programas especiales en los que un puñado de actores vuelve a interpretar –sin vestuario, ni maquillaje, ni artificios– fragmentos de obras del repertorio del Complejo. Pero esta vez los escenarios son espacios generalmente vedados al público: la terraza del San Martín, el puente de luces de la Coronado, los talleres de escenografía y sastrería, los pasillos de los camarines o el depósito de utilería.
Al fin, un nuevo intento por recuperar la fugacidad del acontecimiento.


café nocturno


"En mi cuadro Café nocturno altero el color del techo y las paredes, se trata de un lugar donde uno se puede buscar la ruina, volverse loco o cometer crímenes. En fin, he tratado por los contrastes de rosa tierno y del rojo sangre y borra de vino, del suave verde Luis XV y Veronés, contrastando con los verdes amarillos y los verdes azules duros, todo ésto en una atmósfera de hornaza infernal, de azufre pálido, de expresar algo así como la potencia de las tinieblas de un matadero."

"(...) Las ideas para el trabajo me vienen en abundancia, y ésto hace que aún estando aislado no tenga tiempo de pensar o de sentir; sigo pintando como una locomotora... Los estudios exagerados como el Sembrador y ahora el Café nocturno, me parecen atrozmente feos y malos por lo general, pero cuando estoy emocionado por cualquier cosa, como este pequeño artículo sobre Dostoievski, entonces son los únicos que me parecen tener una significación más seria."

Vincent van Gogh
(de Cartas a Theo)


notas