11/2/13

El país donde los acuerdos de precios funcionan y el libre mercado fracasa

Por Artemio López
Publicado en INFOBAE

La semana que se cierra, como es habitual, estuvo signada por la iniciativa excluyente de la presidenta Cristina Kirchner, quien anunció, por segunda vez en el exitoso ciclo de peronismo kirchnerista, otra gran medida de gestión orientada a sostener los niveles de consumo y el empleo, mejorando las condiciones de vida cotidiana del conjunto de la ciudadanía, en especial, de los sectores más vulnerables.
Se trata del acuerdo de precios, el cual, inmediatamente de anunciado, como también es habitual, recibió la réplica Totalmente Negativa por parte de la cadena del desánimo, desplegada con sagrada furia por los medios opositores  y por el coro de políticos y sabios neoliberales que le son funcionales.
El argumento central de aquellos que sustentaron las “bellas” posiciones de libre mercado durante los años noventa y antes es falaz, y puede resumirse en una patética sentencia: “Los controles de precios siempre han fallado en la Argentina“.
¡LES VA A SALIR UNA JOROBITA!
En esta humildísima columna vamos a señalar los tres acuerdos de precios peronistas exitosos y a rememorar, a vuelo de pájaro, la derrota por goleada de los “curtidores” de la teoría neoliberal y la supuesta superioridad del libre mercado en la fijación de precios.
1. Viajemos, entonces, al año 1952, cuando Juan Domingo Perón crea la Comisión Nacional de Precios y Salarios que tenía la función de vincular aumentos salariales con los niveles de productividad y evitar aumentos de precios no justificados.  Las medidas de control o acuerdo de precios que generó el “Pocho” lograron revertir la situación, y la inflación pasó del 38% en 1952 al 4% en 1953 y cayó al 3,8% en el año 1954. Por otra parte, en términos generales, puede decirse que el nivel de actividad económica, en su conjunto, se reactivó y pasó de una caída de 6% del PBI en1952 a un crecimiento del 5,4% en 1953.
Hacia 1954 el Producto Bruto Interno se ubicaba un 10% por sobre el del año 1952, mientras que el incremento de precios había sido tan solo del 8% acumulado bianual, los salarios reales mantenían los niveles de principios de la década y la participación de los trabajadores sobre la renta fue la máxima en la historia nacional.
En este sentido, la serie estadística histórica sobre la distribución funcional del ingreso muestra dos años clave: 1954 y 1974. En ambos se alcanzó la máxima participación de los asalariados en el Producto. En 1954, el registro fue de 50,1%, alcanzándose así el deseado fifty-fifty.
Frente a esto, como sabemos, la reacción conservadora apeló al golpe de Estado para derrocar al gobierno peronista y desarticular el proceso socioeconómico que permitió conquistar la Justicia Social, conquista que siempre supuso en el país transitar etapas de acuerdos de precios.
2. En el año 1973, con el regreso definitivo del General Perón, el Pacto Social, que impulsara como principal medida de política económica supuso también acuerdo de precios, y fue tan exitoso que logró bajar la inflación drásticamente del 100% existente, cuando iniciara el gobierno el “Tío” Cámpora, al 30% en solo un año.
Luego, acontecimientos políticos, trágicos unos y muy desestabilizantes otros,como el asesinato de Rucci, la muerte del General Perón y la ausencia de poder político que supuso, impulsaron el sabotaje permanente al “Plan Gelbard” por parte del poder económico transnacional, la izquierda mágica y la derecha esotérica.
Este proceso desestabilizador hizo trepar el IPC al 76% en pocos meses y forzó la renuncia del ministro elegido por Perón, “maldito” para la derecha, que se opuso a la política de distribución del ingreso, y para la izquierda, que nunca entendió la apuesta peronista a un capitalismo con equidad. Gelbard fue perseguido ferozmente por la dictadura de Videla-Martínez de Hoz en 1976, que le quitó su nacionalidad argentina. Se exilió en los Estados Unidos y murió, apátrida, en octubre de 1977. Sus restos reposan en un cementerio de California.
Muerto Perón, la ofensiva contra el Plan Gelbard finalmente culminó con el llamado “Plan de los Tres Chiflados“, en referencia a López Rega, Celestino Rodrigo, autor del “Rodrigazo”, y el siniestro Caballo de Troya neoliberal Ricardo Zinn, integrantes todos ellos de la, en esos días, nutrida orden esotérica “Los caballeros de Fuego”, que sostenía, entre otras lindezas y así lo expresaba López Rega en reuniones de gabinete, que Perón era la reencarnación de un Faraón Egipcio. (¡Úpalala!)
Zinn, liberal y antiperonista furioso, reconoció explícitamente que su plan tenía como objetivo de fondo la destrucción del modelo político social implementado a partir de 1946 y que tuvo su recomienzo a mediados del año 1973 con la llegada al gobierno de Héctor Cámpora y Juan Perón, a punto de que ya en el año 1974, y también como efecto del control de precios, la participación de los trabajadores en el Producto alcanzó el 47,0%, ¡segundo récord histórico!
Así las cosas, vemos que el plan de acuerdo de precios implementado por Gelbard y sostenido políticamente por Perón no fracasó como consecuencia de asépticas “inconsistencias de teoría económica”, como pretenden hacernos creer los gurúes neoliberales -incluido el ex ministro Lavagna, otro prócer al que ya le haremos pelo y barba-, sino que fue fracasado por la ofensiva política de los sectores conservadores que no culminaron su tarea sino hasta el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 y las consecuencias por todos conocidas.
3. Por último, llegamos al año 2006, durante la etapa más reciente de acuerdos de precios que fue desplegada exitosamente por otro gran patriota peronista, Néstor Kirchner, que supuso la muy oportuna eyección del Ministerio de Economía deRoberto Lavagna, quien, según Kirchner, en lugar de establecer compromisos efectivos con los formadores de precios “éste tomaba cafecito”.
En efecto, en los inicios del año 2006, con el sistema de controles de precios funcionando, la inversión de la curva histórica de impacto de la inflación desagregada por quintiles de población (cada una de las cinco partes en que se divide la sociedad) resultó una nota destacada de la política económica tras la partida del entonces protocandidato del radicalismo, conocido como “El Pálido Lavagna”- Néstor dixit.
Las consecuencias casi inmediatas del acuerdo de precios del año 2006 fueron inmejorables.Veamos esto más de cerca.
En el quintil poblacional más bajo -el 20% más pobre de la sociedad-, el 46,6% del ingreso del hogar se destina a alimentos y bebidas, por lo que moderar la inflación de la canasta básica alimentaria resulta central para mejorar las condiciones socioeconómicas de la población más vulnerable.
En el lapso comprendido entre los meses de enero de 2002 y mayo de 2003, la inflación de la canasta básica de alimentos duplicaba el Índice de Precios al Consumidor general (IPC). Esta relación IPC/Canasta alimentaria se alteró drásticamente durante la gestión de gobierno de Néstor Kirchner, y hasta el ante último trimestre de gestión del ex ministro Lavagna, los alimentos aumentaban mucho menos que el IPC general.
Esta relación virtuosa para un país en crisis socioeconómica de la profundidad que tuvo la Argentina -que supone el aumento de la canasta alimentaria por debajo el IPC general- cambió sustancialmente en los meses de septiembre, octubre y noviembre de 2005, cuando se proyectaba una inflación anualizada de canasta de alimentos del 24,7% lo que hubiera supuesto, por el lado del gasto de los hogares, 1,2 millones de indigentes más -no existía la Asignación Universal por Hijo como mecanismo compensador.
Este enorme fracaso de Lavagna en el control inflacionario que de persistir hubiera generado un gran deterioro social, tras la implantación de los acuerdos de precios se detuvo, y los sectores más vulnerables recibieron a partir de enero de 2006 mucho menor impacto inflacionario.
El alza del índice de precios en alimentos y bebidas de 2006 para el 20% más pobre fue del 3,3%, para el segundo quintil, 20% mayoritariamente clase media baja, fue del 3,8%, y para el tercer quintil, clase media plena, ascendió apenas al 3,8%, valores inferiores al 4,9% del aumento general de alimentos y bebidas, y muy por debajo del 25% de canasta básica que dejara como pesada herencia Lavagna.
De esta forma, mediante el control de precios y contra toda la mala onda tirada entonces por el señor “Pálido”, junto al FMI y la derecha económica, medios y gurúes, en el año 2006 Néstor Kirchner, mediante el acuerdo de precios, logró que el índice inflacionario de 2006 bajara al 9,8% anual, 2,5 puntos por debajo del nivel del año anterior, cuando había trepado a 12,3% y, muy especialmente, se detuvo drásticamente el aumento de la canasta básica de alimentos que cayó 20 puntos en un año.
Finalmente -y como para que tengan, guarden y repartan-, ¿qué hicieron los gurúes libremercadistas durante sus diversas gestiones de gobierno, incluida la última dictadura?  Fácil: tomaron un país con 3% de pobreza en 1975 y lo devolvieron con 54% en 2003, mientras a la indigencia la dispararon del 2% al 27,6 en igual lapso. Por suerte, el desempleo solo pasó del 3% en 1975 al 24% en 2003, y la participación de los trabajadores sobre el producto cayó del 47% de 1974 al 17% de mayo del 2003.
Ahora sí, en materia inflacionaria debemos reconocer que los gurúes libremercadistas anduvieron al pelete: por ejemplo, 178% de inflación en 1978 con el “Oreja” Martínez de Hoz, congelando salarios y con los milicos asesinando, persiguiendo y prohibiendo la actividad sindical.
A los éxitos en el control inflacionario bajo el paradigma de los sabios neoliberales debemos agregar dos ciclos de híper durante los años 1989 y 1990 y una salida a toda orquesta de la súper estabilidad de precios con deflación incluida  en diciembre de 2001, cuando mandaron a la indigencia, al hambre digámoslo sin rodeos, a 4 de cada 10 menores de 15 años a nivel nacional -por citar solo un ejemplo sensible de los grandes hits a que nos tienen acostumbrados los neoliberalotes  argentos, esa especie de joyas nunca taxi,  que, como pollo al espiedo, están quemados hasta el culo, pero igual siguen girando… (¡Ay, perdón, me crispé!)


10/2/13

Adiós a las armas


Los últimos meses resultaron movidos en la por lo general discreta vida pública de Stephen King. En diciembre pasado dio una conferencia en una universidad de Massachusetts, rara aparición pública ante estudiantes y fans, donde se dejó interrogar de buen humor y habló de todo, desde su nueva novela hasta 50 sombras de Grey. Y hace un mes, después de la masacre en la primaria Sandy Hook, en un gesto ciudadano urgente, escribió un ensayo a favor del control de tenencia de armas en Estados Unidos. Lo llamó Guns, se consigue en formato digital a menos de un dólar, y lo recaudado va en beneficio de la Brady Campaign to Prevent Gun Violence, una organización que se ocupa de trabajar para conseguir leyes de control de armas más estrictas. Radar reproduce fragmentos del texto en el que además, por primera vez, King habla de manera extensa y detallada sobre por qué decidió retirar de circulación y de su catálogo Rabia, la novela de 1977 sobre un adolescente que emprende una masacre escolar cuando, después de varios casos de imitación o inspiración, se convirtió en una especie de manual para jóvenes asesinos.

Por Stephen King
Publicado en RADAR

Entre mis primeros y últimos años en la secundaria, escribí mi primera novela, entonces titulada Getting It On. Supongo que si la hubiese escrito hoy, y algún profesor la hubiese leído, hubiese hecho llegar el manuscrito inmediatamente al consejero estudiantil y estaría rápidamente bajo terapia. Pero 1965 era un mundo diferente, uno donde no tenías que sacarte los zapatos antes de abordar un avión y en el que no había detectores de metales en las entradas de los colegios secundarios. Tampoco era un mundo en el que Norteamérica hubiese estado constantemente en guerra durante una docena de años.
Getting It On se trataba de un chico con problemas llamado Charlie Decker, con un padre tirano, una carga de angustia adolescente, y una obsesión con Ted Jones, el chico más popular de la escuela. Charlie lleva una pistola al colegio, mata a su profesor de matemáticas, y toma a todos sus compañeros como rehenes. Durante el asedio posterior comienza a producirse una especie de inversión psicológica, y gradualmente el resto de la clase comienza a ver a Ted en vez de Charlie como el villano. Cuando Ted trata de escapar, sus supuestamente equilibrados compañeros lo cagan a patadas. Charlie pone fin a su último día en la educación pública intentando cometer lo que a veces es llamado un suicidio compasivo.
Diez años después de haberla escrito, cuando la primera media docena de mis libros se convirtieron en bestsellers, me puse a revisar Getting It On, la reescribí y la envié al editor de mis libros en tapa blanda con el seudónimo de Richard Bachman. Se publicó bajo el nombre de Rabia, vendió unos pocos miles de ejemplares y desapareció de escena. O eso fue lo que pensé.
Entonces, en abril de 1988, un estudiante secundario de San Gabriel, California, llamado Jeff Cox, ingresó en su clase de inglés, declaró que “El terrorismo urbano es divertido” y tomó como rehenes a sus compañeros de curso, armado con un rifle de asalto .223, de fabricación coreana. Realizó unas pocas demandas modestas: gaseosas, cigarrillos, sandwiches y un millón de dólares en efectivo. Disparó algunos tiros, pero en las paredes y el techo, en vez de hacerlo contra los chicos. “No creo ser capaz de matar a nadie”, dijo. “No creo que pueda hacerlo.” Uno de los estudiantes le saltó encima cuando estaba hablando por teléfono y lo desarmó. Cuando la policía le preguntó de dónde sacó la idea, les dijo que de una noticia sobre un avión secuestrado que salió en televisión. Ah, y también de una novela llamada Rabia.
Diecisiete meses más tarde, un tímido adolescente de 17 años llamado Dustin Pierce ingresó en su clase de historia en una secundaria de Jackson, Kentucky, con una Magnum .44 y una escopeta. Disparó al techo, e hizo salir a la maestra Brenda Clark y alrededor de una docena de estudiantes. Mantuvo como rehenes a otros once, mientras la policía rodeaba el edificio y un equipo de SWAT era enviado al lugar en helicóptero. Pierce, mientras tanto, hojeaba el libro de calificaciones de Clark y decía: “Mirá lo listo que soy. ¿Por qué estoy haciendo esto?”. Uno por uno, fue dejando salir a sus rehenes, y para las cuatro de la tarde sólo quedaban Dustin y su revólver de Harry el sucio. “Comencé cada vez más a temer que se suicidase”, declaró el negociador de rehenes Bob Stephens. “Parecía estar imitando la trama de un libro que había estado leyendo.” El libro era Rabia. Dustin Pierce no se suicidó ni mató a nadie. Hizo a un lado sus armas y salió con las manos en alto. Lo que realmente quería, según se supo, era ver a su padre. Y que su padre –tal vez por primera vez– lo viese realmente.
En febrero de 1996, un chico llamado Barry Loukatis entró en su clase de matemáticas en Moses Lake, Washington, con un revólver calibre .22 y un rifle de caza. Usó el rifle para matar a la maestra Leona Caires y dos estudiantes. Después, blandiendo la pistola en el aire, declaró: “Seguro que esto le gana a la matemática, ¿no es cierto?”. La cita es de Rabia. Un maestro de educación física, en un admirable acto de heroísmo, cargó contra Loukatis y lo redujo.
En 1997, Michael Carneal, de 14 años, llegó a la secundaria Heath, en Paducah, Kentucky, con una pistola semiautomática Ruger MK II en su mochila. Se acercó a un grupo de estudiantes que rezaba después de la escuela, se tomó su tiempo para cargar su arma y ponerse tapones de tirador en los oídos, y abrió fuego. Mató a tres e hirió a cinco. Después dejó caer su arma al piso y comenzó a llorar. “¡Mátenme! ¡Por favor! ¡No puedo creer lo que hice!” Una copia de Rabia fue encontrada en su casillero.
Eso fue suficiente para mí, aun cuando –por entonces– los tiroteos de Loukatis y Carneal eran los únicos relacionados con Rabia de los que tenía conocimiento. Les pedí a mis editores que sacasen la novela de circulación, algo que hicieron, aunque no fue fácil. Por entonces formaba parte de un volumen que reunía los cuatro libros de Bachman (además de Rabia, estaban incluidas La larga marcha, El fugitivo y Carretera maldita, otra novela sobre un tirador con problemas psicológicos). La colección Bachman aún se consigue, pero no van a encontrar Rabia en ella.
De acuerdo con el libro El efecto copycat, escrito por Loren Coleman (Simon & Schuster, 2004), también pedí disculpas por haber escrito Rabia. No señor, no señora. Nunca lo hice y nunca lo haré. Hace falta más que una delgada novela para hacer que Cox, Pierce, Loukatis y Carneal hiciesen lo que hicieron. Eran chicos infelices con problemas psicológicos profundos, chicos que fueron patoteados en su escuela y lastimados en sus casas por negligencia parental o directamente abuso. Parecían estar actuando dentro de un sueño, dos de ellos preguntándose en voz alta después del hecho por qué hicieron lo que hicieron. Con respecto a cómo se encontraban ellos antes de actuar:
Cox pasó varias semanas en una guardia psicológica del condado de Los Angeles, donde se refirió a ponerse una pistola en la boca y tirar del gatillo.
Pierce fue daño colateral de un feo divorcio; su padre se fue y su madre solía contarle al chico que pensaba suicidarse.
Carneal fue acosado por sus compañeros de escuela. Además, sufría de una paranoia tan grande que solía cubrir los respiraderos y las ventanas de los baños de la escuela porque creía que lo miraban cuando hacía sus necesidades. Cuando se sentaba en una silla, levantaba sus pies para que nadie que estuviese escondido debajo lo pudiese agarrar.
Loukatis escribía poemas sobre lo inútil que era su padre y cómo deseaba que estuviese muerto.
Los cuatro tuvieron fácil acceso a las armas. La mayoría de las que usaron estaban en sus casas. Cox compró la suya en la armería de Wolfe, en su ciudad natal de San Gabriel, por 400 dólares. Facilísimo. El empleado del lugar no tuvo razón para no vendérsela: el chico dijo que la semiautomática era un regalo de su padre y tenía la edad suficiente según la ley de California para comprar un arma de fuego.
La madre de Ryan Lanza compró las suyas, como mucha gente lo hace, para defensa de su hogar. Cuando el joven Lanza necesitó usarlas, la mató con ellas.
Mi libro no quebró a Cox, Pierce, Carneal o Loukatis, o los convirtió en asesinos: encontraron algo en mi libro que sintieron que les hablaba porque ya estaban quebrados. Pero sí veo a Rabia como un posible catalizador, y por eso es que lo saqué de circulación. Uno no deja un bidón de nafta donde un chico con tendencias piromaníacas pueda encontrarlo.
Sin embargo, lo hice no sin cierto remordimiento. No porque pensase que era gran literatura –con la excepción de Rimbaud, los adolescentes raramente escriben grandes obras– sino porque contenía un brillante y desagradable núcleo de verdad que era más accesible para mí cuando era joven. Los adultos no olvidan los horrores y las vergüenzas de su niñez, pero esos sentimientos tienden a perder su inmediatez (excepto tal vez en sueños, donde incluso hombres y mujeres mayores se descubren teniendo que dar exámenes para los que no han estudiado, y sin ropas). Las reacciones violentas y emociones retratadas en Rabia provienen directamente de la vida de secundaria que estaba viviendo entonces cinco días a la semana, nueve meses por año. El libro cuenta verdades desagradables, y quien no sienta espasmos de arrepentimiento al cubrir la verdad con una sábana, es un estúpido sin conciencia.
Hasta donde yo sé, la escuela secundaria apestaba cuando fui, y probablemente siga apestando. Suelo prevenirme de la gente que la recuerda como los mejores años de su vida con mucho cuidado y cierta dosis de piedad. Para la mayoría de los chicos, es una época de dudas, nervios, dolorosa autoconciencia e infelicidad. Son los que tuvieron suerte, en realidad. Para la subclase patoteada –los débiles, esmirriados, y chicas que reciben rutinariamente toda clase de apodos denigrantes– son años miserables y llenos de dos clases de odio: el que sentís por vos mismo y el que sentís por los idiotas que te empujan en los pasillos, te bajan los pantalones cortos en la clase de gimnasia y eligen esa clase de encantadores sobrenombres como Putito o Cara de Rana, que se te pegan para siempre. En los rituales iraquíes de madurez, los futuros soldados tenían que correr desnudos cuesta abajo por un pasillo formado por guerreros armados con palos con la punta llena de espinas. En la secundaria, la meta es el Día de Graduación en vez de la pluma de la adultez, pero imagino que el sentimiento es casi el mismo.
Tuve amigos en la secundaria –incluyendo una novia que se la jugó por mí cuando necesitaba que alguien se la jugase, Dios la bendiga– y era dueño de un sentido del humor con el que gané cierto respeto (y también un par de castigos, un trueque que valió la pena). Eso me permitió salir adelante. Aun así, no podía esperar a que llegase el momento de dejar la secundaria y conocer gente que no considerase tirar hacia arriba de los calzones de los más débiles una parte válida de la interacción social.
Si así fue para mí, un tipo más o menos promedio, ¿cómo habrá sido para chicos como Jeff Cox, Dustin Pierce, Barry Loukatis o Michael Carneal? ¿Es realmente tan sorprendente que hayan terminado encontrando un hermano del alma en el ficcional Charlie Decker? Pero eso no los excusa, o les da un pasaporte para expresar su odio y miedo. Charlie se tenía que ir.
Era peligroso. Y lo era de demasiadas formas.

SOLUCIONES NO; MEDIDAS RAZONABLES
No tengo nada en contra de los propietarios de armas, los tiradores deportivos o los cazadores –mientras los animales que cacen sean plaga o que se coman lo cazado–, pero las armas a las que nos referimos no se usan para matar ciervos o practicar tiro. Si se usa una Bushmaster en un ciervo para pegarle más de un tiro, el pobre animal se convierte en un pedazo de carne. Las semiautomáticas tienen sólo dos propósitos. Uno es que el dueño vaya a un campo de tiro de vez cuando, grite yeehaw y se erotice ante el fuego rápido y el vapor que sale del cañón. Su otro uso –su único otro uso– es matar gente.
Después de Sandy Hook, los partidarios de las armas deben preguntarse si su entusiasmo en proteger incluso los límites distantes de la tenencia de armas tiene algo que ver con preservar la Segunda Enmienda o si solamente es un deseo obcecado de aferrarse a lo que tienen y al demonio con el daño colateral. En ese caso, déjenme sugerirles que no es una posición sustentable, moralmente hablando.
Hace poco leí, online, una defensa de este tipo de armas escrita por una mujer de California. Me dejó boquiabierto. Las armas, decía, son sólo herramientas. Como las cucharas, decía. ¿Prohibirían las cucharas simplemente porque la gente las usa para comer demasiado?
Señora: a ver si puede matar veinte chicos de primaria con una cuchara.
Las armas no son herramientas –salvo que se dé vuelta una pistola y se use la empuñadura para clavar un clavo–. Las armas son armas. Las automáticas y semiautomáticas son armas de destrucción masiva. Cuando los lunáticos quieren declarar la guerra contra los que están desarmados e indefensos, éstas son las armas que usan. En la mayoría de los casos, son compradas legalmente. Estas máquinas de matar se venden por Internet mientras escribo esto. La pregunta se ha hecho muchas veces, pero supongo que debo repetirla: ¿cuántos tienen que morir antes de que entreguemos estos juguetes peligrosos? ¿Los asesinatos tienen que ser en el mall donde uno compra? ¿En el barrio? ¿En la propia familia? Uno espera un poco más de espíritu público y ciudadanía que eso, incluso en este país políticamente hecho mierda. Un arma no tiene nada que ver con una cuchara. Un arma es un arma.
En enero de 2013 el presidente Obama anunció –ante los predecibles aullidos de indignación de la derecha– veintitrés órdenes ejecutivas y tres iniciativas mayores para ayudar a restringir la diseminación de armas y endurecer las penalidades por uso ilegal y posesión (la respuesta de la NRA fue una publicidad vil que sugería que las hijas de Obama estaban recibiendo tratamiento especial, como si un ataque terrorista no fuera siquiera una posibilidad para la familia del presidente).
De todas las medidas razonables, la más importante y la que –creo– no será llevada a cabo es la prohibición de venta de armas de asalto como la Bushmaster y el AR-15. No ocurrirá en parte por la influencia de la NRA en muchos congresistas y senadores, pero también porque muchos partidarios de las armas se aferran a las semiautomáticas de la misma manera que Amy Winehouse y Michael Jackson se aferraban a la mierda que los estaba matando. Hay mucha racionalización pero muy poco debate verdadero sobre el tema de prohibir las armas de asalto. Lo que obtenemos en general son gritos incoherentes de indignación y furiosas referencias a la “agenda liberal”. Cuando escucho a los partidarios de las armas y a la NRA sanatear con este tema me viene la imagen de un niño pequeño teniendo un berrinche, en el suelo, revolcándose con las manos tapándose los oídos. “¡No! ¡No! ¡No! ¡La la la, no te escucho, no te escucho!”
Lo que no pueden escuchar, porque no quieren, es que la restricción de armas de alto calibre funciona, posiblemente porque estos locos están tan tremendamente locos que necesitan un mapa para ponerse los pantalones a la mañana. James Holmes puede haber pensado que era el Guasón pero no lo era; era un tonto con un par de tornillos flojos. La mayoría de ellos lo son.
Aquí tienen otro estúpido: Martin Bryant, de Porth Arthur, en Tasmania. El 28 de abril de 1996 se lanzó a una carnicería con un AR15 que compró vía una publicidad en un diario –muy sencillo–. Este tarado feliz se cargó una docena en un café muy concurrido, luego fue a una tienda de souvenirs donde mató a unos cuantos más, después se movió hasta un estacionamiento, donde mató todavía más. La cuenta final fue 35 muertos y 23 heridos. Calificó su tarea de “muy divertida” y en la corte se rió salvajemente cuando el juez le leyó los cargos y pronunció los nombres de los muertos. Ahora está cumpliendo una sentencia de 1035 años en la prisión Ridson y con eso probablemente será suficiente. Para él al menos, si no lo es para los familiares y amigos de las víctimas.
Para Australia, sin embargo, sí fue suficiente. El gobierno prohibió o restringió las armas automáticas (y también las escopetas semiautomáticas del tipo que Eric Harris usó en Columbine). Y en cuanto a las automáticas que estaban en la calle, el gobierno autorizó una enorme compra que eventualmente recuperó para el estado unas 600.000 armas. Casi el 20 por ciento de las armas en manos privadas. Desde los asesinatos de Bryant y las subsecuentes leyes más duras, los homicidios por arma de fuego descendieron casi un 60 por ciento en Australia. Los partidarios de las armas para todos odian esta estadística, y la discuten, pero –como le gusta decir a Bill Clinton– no es una opinión. Es aritmética.
Al final, esta especie de prohibición sólo puede ser conseguida de una manera: se conseguirá si los partidarios de las armas la apoyan. Puedo escuchar risas y comentarios como que los cerdos van a silbar y los caballos van a volar antes de que esto suceda pero, bueno, soy un optimista. Si la suficiente cantidad de tenedores de armas le piden al Congreso que haga lo correcto, e insisten en que se sume la NRA, los resultados pueden sorprendernos.
Yo no saqué Rabia de circulación porque lo demandaba la ley; estaba protegido por la Primera Enmienda y la ley no podía pedirme que la retirara. La retiré porque a mi juicio podía estar lastimando a la gente y por eso era responsable retirarla. Las armas de asalto van a permanecer accesibles a los locos hasta que las poderosas fuerzas pro armas en este país decidan hacer un cambio similar. Deben aceptar la responsabilidad, reconociendo que la responsabilidad no es lo mismo que la culpabilidad. Tienen que decir: apoyamos estas medidas no porque lo pide la ley, sino porque es lo más prudente.
Hasta que eso pase, las matanzas van a continuar. Vamos a ver el ULTIMA NOTICIA, los videos filmados con celular de gente corriendo, los parientes llorando, los carrozas funerarias. Vamos a ver, una y otra vez, qué fácil es para los locos entre nosotros conseguir armas de destrucción masiva.

EPILOGO
Poco después de terminar este texto, un adolescente de Nuevo México asesinó a sus padres y a tres hermanos más chicos. Trató de llevar el AR15 que encontró en el closet de sus padres a un Walmart cercano y comenzó a dispararle a la gente hasta “eventualmente ser asesinado en el intercambio de fuego con los representantes de la ley” (la declaración). Un amigo lo hizo desistir de cumplir con esta parte del plan.
Cerca de ochenta personas por día mueren en Estados Unidos por heridas de armas de fuego.


Master Class




Recuerdo la primera vez que vi a un escritor verdadero en vivo. Estaba en primer año en la universidad, en Maine, y Joseph Heller vino a hablar de Catch 22. Recuerdo estar pensando: “Estoy respirando el mismo aire que el tipo que inventó a Yossarian y Major-Major (personajes de Trampa 22). Yo estaba enamorado de la lectura. Estaba enamorado de mi novia, pero había ocasiones en las que si me hubieran dicho que podía quedarme con una cosa, o mis libros o mi novia, me hubiera sentado a pensarlo. Yo estaba estupefacto, y ahí estaba él, vistiendo este traje realmente bueno. También recuerdo que pensé que no parecía un escritor sino un tipo de Wall Street. Habló durante un rato y eventualmente me di cuenta de que es tan sólo un tipo, como cualquiera. Y así soy yo: soy sólo un tipo y estoy acá para contestar a sus preguntas y hablar de lo que quieran hablar.
En cuanto al proceso de escritura, quiero hablar de la novela que estoy escribiendo actualmente. Llevo unos tres cuartos y si tengo mucha suerte voy a terminarla para fin de año. Normalmente lo hago rápido, pero muchas veces no sé si un libro va a terminarse hasta que se termina, porque no hago un esquema del argumento de antemano, ni hago muchas anotaciones, supongo que porque estoy más viejo. Una vez hacía un trabajo con John Irving y me dijo una de las cosas más raras que escuché: que lo primero que hace cuando empieza a escribir un libro es escribir la última línea. Pensé: por Dios, eso es como comerse el glaseado y después la torta. El sabe todo lo que va a pasar. Yo no sé un carajo de lo que va a pasar, pero así es como funciona para mí: el año pasado, cuando conducía de regreso desde Florida a Maine, paré en un motel de Carolina del Sur. Nunca hay mucho que hacer en estos lugares, más que prender la tele, recostarse y ver las noticias locales. Y ahí estaba, viendo las noticias locales, cuando pasan la cobertura de un suceso del día. Esto fue un año y pico atrás, cuando la economía estaba realmente destrozada. McDonald’s anunció que abriría varios puestos de trabajo, y se presentaron mil personas a la solicitud. Entre toda esta gente había una mujer que el día anterior se había peleado con otra. Aquella otra mujer había encontrado en la cama con su marido a la mujer que ahora estaba en la fila para buscar trabajo, y decidió que iba a hacerle frente y de ser posible, arrancarle la cabeza. Cuando se enteró de que la amante de su marido iba a estar buscando trabajo, condujo su auto hasta ella, la encontró, se abrió paso entre la gente, la agarró y comenzó a sacudirla. La mujer consiguió huir, pero entonces la otra se volvió a subir al auto, y avanzó entre la gente, hasta que la alcanzó. Tras golpearla, se subió al auto y arrancó marcha atrás, nuevamente sobre la multitud. Fue un desastre, dos personas murieron. Y yo pensé: quiero escribir sobre esto. No sabía por qué. Sólo sabía que quería hacerlo.
A menudo me preguntan si llevo un anotador. Creo que un anotador es la mejor manera de que un escritor realice sus malas ideas. Mi idea sobre las buenas ideas es que una buena idea es la que permanece. La idea original para Under the Dome la tuve en 1973, cuando tenía veintipico y daba clases en un colegio secundario. Era un tema muy grande para mí, y yo era muy joven para el tema aún. Escribí unas 25 páginas y lo dejé de lado, pero el principio del libro sigue siendo parte de aquello que escribí. Lo reescribí de memoria, porque lo bueno se queda.
Mi método para empezar cualquier historia consiste en contármela a mí mismo por la noche, cuando me acuesto. Me lo cuento a mí mismo. Hay que darle tiempo, con tiempo, si tomaste un trozo de carbón se puede convertir en un diamante.
Muchas veces la gente viene a verme para ver si estoy realmente jodido de la cabeza. En muchas entrevistas me preguntan cómo fue mi infancia. Yo sé que lo que quieren saber es qué es lo que me traumatizó tanto que escribo esta cosa terrorífica. Pero no hay nada que yo recuerde. Aunque, por supuesto, si lo hubiera no se los contaría.

¿Cómo compararía su experiencia escribiendo novelas y escribiendo guiones?
–Antes no me tomaba muy en serio lo de los guiones. En una entrevista incluso dije que los guiones son un trabajo de idiotas; y créanme que he visto muchos guiones, escritos por idiotas, gente que no puede redactar una oración. Algunos ganan mucho dinero; la diferencia está en que todo en una película se encuentra en la superficie. Esto lo dice alguien que ama las películas. Creo que una razón por la que tantos de mis libros fueron llevados al cine es porque mi sentido creativo fue formado por una imaginería visual antes que por los libros. Hoy esto es así para todo el mundo, pero yo soy el primero de los escritores de mi generación que vio Bambi y muchas películas en televisión antes de empezar a leer. Aprendí primero ese medio visual, pero cuando me enamoré de los libros fue un amor total, y durante un tiempo pensé que las películas eran un medio menor. No es suficiente haber visto muchas películas en tu vida, hay que escribir un par de guiones para aprender. Cuando llevaba un año y medio escribiendo novelas a tiempo completo, conseguí un libro para aprender a escribir películas. El libro era una estupidez, pero al final incluía como ejemplo un guión de La dimensión desconocida, y eso no era una estupidez. Entonces tomé el libro de Bradbury Something Wicked this Way Comes y escribí una adaptación, lo hice sólo para mí, para aprender. Y luego escribí mi tercer libro, El resplandor; conseguí los derechos contractuales para escribir el primer boceto de guión para adaptarlo al cine y lo hice, escribí una primera versión. Pero luego me enteré de que Kubrick, que había conseguido los derechos a través de Warner Bros., había decidido que él y la escritora Diane Johnson se iban a hacer cargo del guión. Básicamente dijeron: “Esto no sirve”, e hicieron lo que querían hacer, lo cual no me enojó, porque antes de instalarse uno recibe cientos de rechazos y se acostumbra, es parte del juego. Uno aprende.

¿Cómo le hace sentir saber que asustó a tanta gente?
–Me encanta asustar a la gente. A veces me preguntan si me molesta que me llamen “escritor de terror”, y yo digo: llámenme como quieran mientras yo pueda seguir haciendo lo que hago y mantener a mi familia con ello. Lo que importa es escribir libros que puedan aguantar dos lecturas. Yo soy un escritor confrontativo, quiero crearte un impacto directo, entrar en tu zona de intimidad, ponerme a la distancia de un beso, un abrazo, un golpe. Quiero toda tu atención. El primer libro que me volvió loco fue El señor de las moscas, de William Golding. Lo leí a los 13 o 14 años y durante tres días se convirtió en la cosa más importante de mi vida, más allá de si ese chico Jack de la novela iba a sobrevivir o no en la isla. Hasta que lo terminé fue todo para mí. No importaban ni las comidas ni los juegos con amigos, tenía que saber qué iba a pasar: cuando uno lee de ese modo no está intelectualizándolo, no está analizando para una clase, ni nada por el estilo. Cada tanto me mandan una carta en la que alguien se queja de que en una escuela no permiten dar mis libros en clase, y yo digo: buenísimo; andá a leer mis libros por vos mismo, hacé tu propio análisis fuera de clase. Al final del libro, los chicos del coro han descendido al salvajismo, y persiguen al chico que no ha abrazado el programa, para matarlo ritualmente. Pero entonces aparece un submarino y los marineros de la armada británica salvan a los chicos a último momento. En el posfacio, Golding se pregunta: los marineros salvan a los chicos, ¿pero quién salvará a los marineros? Esto es lo que viene después de una guerra nuclear, así que hay otra novela entera, y una vez que Jack se salvó pude volver a leerla con mayor frialdad, con mi cerebro, y apreciarla en un nivel intelectual. Cualquier buen libro puede leerse dos veces: la primera vez quiero tu atención total, emocionado, no analizando ni pensando el lenguaje; no me veas a mí, no quiero ser parte de la experiencia. Pero si volvés a leerme, quiero creer que hay algo más que la montaña rusa emocional. A El resplandor le dediqué un año entero de mi vida, así que más vale que trate sobre algo.

¿Y qué le da miedo?
–Todo me da miedo, las arañas, las serpientes, la muerte, mi suegra.

¿Le parece que la cultura audiovisual está acabando con la lectura?
–Se sigue leyendo. La cuestión es qué es lo que se lee. La saga Crepúsculo es un éxito enorme, y esos malditos libros de 50 sombras de Grey... Leí el primer libro, me llevó como tres meses. Y lo gracioso es que las mejores partes son las escenas sexuales, creo que son muy buenas, pero Ana, como personaje, sólo tiene dos posiciones por defecto: cuando algo la complace, dice “Oh, my...”; y cuando algo es malo, dice “Oh, Dios...”, y eso ocurre una y otra y otra vez. Lo cierto es que estas cosas vendieron el 16 por ciento de los libros de tapa dura vendidos el año pasado, así que alguien está leyendo a estos cachorritos. Mucha gente lee los Harry Potter, muchos leen Los juegos del hambre, muchos leen a James Patterson, y muchos leen mis libros, aunque no digo que estén en ese nivel. Pero es cierto que esos libros no son necesariamente literatura: son cosas que están en el medio, donde uno puede ir para un lado o para otro. A veces pienso que la gente no se desafía a sí misma lo suficiente, como para leer cosas que tengan más textura, y a veces veo que la gente que siente que tiene que defender que los libros sean “literatura”, cree que hay que ignorar un libro si alcanza más de 750 lectores. Pero yo no tengo duda de que se va a seguir leyendo.



8/2/13

Jardín de gente

Alguien debió conservar
y cuidar con amor este jardín de gente
eso es lo que nunca será

Cómo harás para ver y aliviar el dolor
en el jardín de gente
algún acuerdo en tu alma tendrás

Y ya no sé
si es que amanece
o veo el cielo como
un gran collage... 

Estás ciego al creer
que podrás evitar este jardín de gente
con dinero no se inventa el amor, no

Ya te hartaste de frutos
y peces y panes que comes sin suerte
y el andén espera por mí


y qué dirás 

cuando termines el bocado
de tu propia flor... 

Oh, alguien debió conservar
y cuidar con amor este jardín de gente
a Dios nunca se le ocurrirá, no

Como harás para ver
y aliviar el dolor en el jardín de gente
algún acuerdo en tu alma tendrás

Y ya no sé
si es que amanece
o veo el cielo como
un gran collage... 

El collage de la depredación humana


6/2/13

El gran pronosticador II


Por Joaquín Morales Solá

"El kirchnerismo ha concluido anoche como ciclo político. El tiempo que le resta es el de un paisaje resbaladizo, en el que Kirchner hará lo que pueda –o lo que quiera– para preservar una inestable gobernabilidad. Además, el peronismo tiene desde ayer el candidato que buscaba para relevar el liderazgo de Kirchner: es Carlos Reutemann, que ganó en Santa Fe contra la mayoría de los pronósticos. Reutemann es uno de los pocos referentes que el peronismo no discute.

Publicado en LA NACIÓN el lunes 29 de junio de 2009 (fragmento)


"La reacción social contra figuras emblemáticas de un gobierno ha sido siempre la manifestación de un final de ciclo político. Llama la atención, en este caso, el acelerado proceso de declinación de un gobierno que sólo está llegando al primer tercio del tiempo de su actual mandato. Desde los cacerolazos del 13 de septiembre y, sobre todo, del 8 de noviembre, un sector importante de la sociedad parece haber copiado la militancia del kirchnerismo. El otro es el enemigo. El enemigo no merece piedad. Tal dinámica es obra de los que tienen el poder, creadores de una lógica que ha hecho de la palabra violenta un método".

Publicado en LA NACIÓN el miércoles 6 de febrero de 2013 (fragmento)

3/2/13

El tuerto

Por Ángel Fernández-Santos
Publicado en EL PAÍS

Hay cuatro genios tuertos en la historia del cine norteamericano. John Ford, que no se sabe cómo perdió un ojo, ni si lo perdió realmente y su parche pirata era pura coquetería. Raoul Walsh, que durante el rodaje de una cabalgada una mata puntiaguda se cruzó en su camino y le vació una cuenca. Nicholas Ray, que no era tuerto, pero que fingía serlo y se colocaba un parche pirata de seda negra en el ojo derecho, aunque algunas mañanas, cuando su resaca era dura, se equivocaba de ojo y se lo ponía en el izquierdo. Y finalmente Fritz Lang, que se quedó sin ojo derecho -él atribuyó a esta circunstancia que su mirada se le fuese siempre sin querer hacia la izquierda- en un insignificante accidente de rodaje durante uno de sus Mabuse.

Hay, entre las leyendas caseras del cine, una que concede al pequeño gang de los ojos únicos el don de la fijeza y la mirada iluminada. Lang, a través de su único ojo, configuró un mundo sin equivalencia en la historia de lo imaginario. Los espectadores españoles, gracias a la reciente emisión por TVE de su obra completa, tienen unos refrescada y otros recién descubierta la incalculable energía que hay dentro de la colosal obra de este judío vienés que, a su manera, inventó y acabó con el cine. Es dificil comenzar tan arriba desde tan abajo; y más dificil aún imaginar por que flanco puede mejorarse un filme de Lang.

Perfección

Fue y es la perfección hecha imagen. Las grandes obras de Lang desconciertan, desarman la capacidad de análisis del espectador, cuando se descubre que en su condicion de mecanismos de relojeria respiran como un ser vivo; que le es posible ahondar en misterios cabalísticos con la transparencia de un cuento de hadas; que en el fondo de la negrura absoluta todo es diáfano cuando es observado por este tuerto taladrador de sombras. Lang y Ford son el genio del cine en su mayor pureza. Hicieron con un sólo ojo incontables obras maestras sin signo aparente de esfuerzo en sus miradas.





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