29/1/13

Slavoj Zizek contra "La noche más oscura"


Desde las páginas del diario británico The Guardian, el autor de Violencia en acto respondió a una carta que la realizadora Kathryn Bigelow hizo llegar al periódico estadounidense Los Angeles Times argumentando sobre el derecho a "representar" algo —la tortura, en este caso— sin que eso implique "respaldarlo".

"Para quienes trabajamos en las artes sabemos que representar no es respaldar. Si lo fuera, ningún artista podría pintar prácticas inhumanas, ningún autor podría escribir sobre ellas y ningún cineasta podría sumergirse en los asuntos más espinosos de nuestra época", escribió Bigelow.

Zizek respondió que "la normalización de la tortura en `La noche…` es un síntoma del vacío moral al que nos acercamos gradualmente. Si hay alguna duda de esto, hay que tratar de imaginar alguna película importante de Hollywood en que se retrate la tortura de una forma similar en los últimos 20 años. Es impensable".

El film será estrenado en la Argentina el próximo jueves y llega precedido por una serie de consideraciones morales y estéticas que no sólo aseguran un éxito de público casi seguro sino también la reactivación de una polémica que no es tan fácil de zanjar por mucha pericia o dinero que haya en juego.

La ideología de un objeto artístico ¿se corresponde punto por punto con aquello que se pretende representar, si es que lo pretende; las opiniones políticas de un autor, con la circulación social de su obra?

Las cosas se complican porque la película de Bigelow no es un equivalente de "La fiesta de todos" (la pieza de Sergio Renán que saludaba el triunfo de la selección argentina de fútbol en el Mundial 78), así como tampoco alcanza la perfección formal de "El triunfo de la voluntad", que convirtió a Leni Riefenstahl en la cineasta favorita de Joseph Goebbels, el ministro de propaganda del Reich.

 El aspecto común entre las tres películas probablemente sea la financiación; nadie dijo que el Pentágono o la CIA pusieron dinero para “La noche…” pero es indudable que buena parte de los pasos de la operación que se narra salieron de algún lugar cercano a ese edificio. Por lo demás, descartar lo del dinero sería arriesgado. Y en los otros casos, una irresponsabilidad.

Y una irresponsabilidad también comparar la propaganda política de la patria futbolera con la seguridad y elegancia de Bigelow para filmar una posible reconstrucción histórica que puede pasar como una muestra de objetividad cinematográfica, pretensión que no tuvo Riefanstahl, quien jamás negó su credo y que con una cámara era capaz de retratar un congreso partidario donde las galas de la masa con el líder podrían estar ocurriendo en Múnich como en la Roma de las Lupercalias.

La responsabilidad política es inevitable en los tres casos. "La noche más oscura" no tiene nada de objetiva, sus recursos fílmicos son impecables y la trama (incluyendo el elogio de la predestinación de raíz luterana que asalta a la protagonista) es tan llevadera como en cualquier película de género, sea de James Bond o "El loco de la motosierra"”—donde las cuotas de  violencia son tan altas que no escandalizan a Zizek, tampoco a los indignados progresistas neoyorquinos ni a los locales.

Bigelow sabe de la tortura; el truco de la objetividad le permite traficar la idea de que someter a alguien a picana eléctrica es por razón de Estado. La misma falacia atraviesa Stanley Kubrick en "Full Metal Jackett", Francis Ford Coppola en "Apocalypse Now" y Terrence Malick en "La delgada línea roja".

 Esa falacia no atraviesa a "Un condenado a muerte se escapa", de Robert Bresson; tampoco a "La Chinoise", de Jean-Luc Godard. ¿Será que Bigelow es un avatar de la libertad de expresión y Zizek un bolchevique irredento? La libertad de expresión es imprescindible para calcular, servir al amo que se desee y filmar.

El apuro de Zizek redunda en propaganda para Bigelow. La tortura no desaparecerá con los comités de ética que suelen crear los mismos estados que la practican.

Se trata de una película. Y nada más: mercancía para la sociedad del espectáculo. ¿Es cierto lo que se cuenta, no es cierto, importa que lo sea? Importaría que Bigelow (o sus actores) dijeran que la guerra en el Medio Oriente es un objetivo estratégico de la Casa Blanca, sea demócrata o republicana.

De lo contrario es pensar que la filosofía de Martin Heidegger, rector de la Universidad de Friburgo en 1933, autorizaba la práctica política nazi; o que los opúsculos de Ezra Pound, la de Mussolini.

Heidegger nunca se disculpó por ese año en los claustros fascistas, pero es lógico si se está convencido, como se sospecha lo estaba, que no hay una relación axiomática entre la vida de las personas y sus producciones literarias, científicas, cinematográficas o filosóficas.


25/1/13

Derrida, el deconstructor


Por Benoît Peeters 
Publicado en  LA NACIÓN

Un filósofo, ¿tiene una vida? ¿Podemos escribir su biografía? La pregunta se planteó en octubre de 1996, en un coloquio organizado en la Universidad de Nueva York. En una intervención improvisada, Jacques Derrida comenzó recordando:

Como ustedes saben, la filosofía tradicional excluye la biografía, considera la biografía como algo externo a la filosofía. Ustedes recordarán la frase de Heidegger respecto de Aristóteles: "¿Cuál fue la vida de Aristóteles?". Pues bien, la respuesta necesita de una sola frase: "Nació, pensó, murió". Y todo el resto es mera anécdota.

Sin embargo, no era ésta la posición de Derrida. Ya en 1976, en una conferencia sobre Nietzsche, escribía:

Ya no entendemos la biografía de un "filósofo" como un corpus de accidentes empíricos que dejan un nombre y una firma fuera de un sistema que sí se ofrecería a una lectura filosófica inmanente, la única en ser considerada como filosóficamente legítima.

Derrida llamaba entonces a inventar "una nueva problemática de lo biográfico en general y de la biografía de los filósofos en particular" para repensar la frontera entre "el corpus y el cuerpo". Esta preocupación nunca lo abandonó. En una entrevista tardía, insistió en el hecho de que "la cuestión de la 'biografía'" no lo incomodaba para nada. Incluso podría decirse que le interesaba mucho:

Yo soy de aquellos -pocos- que lo hemos señalado de modo constante: es bien necesario (y es necesario hacerlo bien) volver a llevar a escena la biografía de los filósofos y el compromiso firmado, en particular el compromiso político, con su nombre propio, ya sea que estemos hablando de Heidegger o de Hegel, Freud o Nietzsche, de Sartre o Blanchot, etcétera.

De hecho, Derrida no temió recurrir a materiales biográficos en sus propias obras, cuando hubo de referirse a Walter Benjamin, Paul de Man y algunos otros. En Glas, por ejemplo, cita profusamente la correspondencia de Hegel, mencionando sus vínculos familiares y preocupaciones económicas, sin considerar esos textos como menores ni como ajenos a su trabajo filosófico.

En una de las últimas secuencias de la película que le dedicaran Kirby Dick y Amy Ziering Kofman, Derrida incluso se atreve a llegar más lejos, al responder de manera provocadora a la pregunta sobre qué le gustaría descubrir en un documental sobre Kant, Hegel o Heidegger:

Me gustaría escucharlos hablar de su vida sexual. ¿Cuál es la vida sexual de Hegel o de Heidegger? [...] Porque es algo de lo que ellos no hablan. Me gustaría escucharlos mencionar algo acerca de aquello de lo que no hablan. ¿Por qué los filósofos se presentan en su obra como seres asexuados? ¿Por qué borraron su vida privada de su obra? ¿Por qué nunca hablan de cosas personales? No digo que haya que hacer una película porno sobre Hegel o Heidegger. Quiero escucharlos hablar del lugar que ocupa el amor en sus vidas.

De manera aún más significativa, la autobiografía -la de los demás, principalmente la de Rousseau y la de Nietzsche, pero también la suya- fue para Derrida un objeto filosófico como cualquier otro, digno de consideración en sus generalidades y más aún en sus detalles. Para él, incluso, la escritura autobiográfica era el género por excelencia, aquel que primero le había provocado deseos de escribir, aquel que nunca dejará de perseguirlo. Desde la adolescencia soñaba con una especie de inmenso diario de vida y de pensamiento, con un texto ininterrumpido, polimorfo y -por decirlo de algún modo- absoluto:

En el fondo, las Memorias -aunque con una forma que no sería lo que en general llamamos "Memorias"- son la forma general de todo lo que me interesa, el deseo irrefrenable de conservarlo todo, de reunir todo en el idioma de uno. Y la filosofía -en todo caso, la filosofía académica-, para mí, siempre estuvo al servicio de ese designio autobiográfico de memoria.

Derrida nos brindó esas Memorias que no lo son, diseminándolas en muchos de sus libros. "Circonfesión", La tarjeta postal, El monolingüismo del otro, Velos, Mémoires d'aveugle* [Memorias de ciego], La contre-allée y muchos otros textos, entre ellos muchas entrevistas tardías y las dos películas que le fueron dedicadas, dibujan una autobiografía fragmentaria, pero rica en detalles concretos y, en algunos casos, muy íntimos, que Derrida llegó a designar como "opus autobiotánatoheterográfico". [...]

***

Durante mucho tiempo, los lectores de Derrida no supieron nada de su infancia ni de su juventud. Apenas tenían acceso al año de su nacimiento, 1930, y al lugar, El Biar, un suburbio de Argel. Si bien es cierto que en Glas y sobre todo en La tarjeta postal se presentan alusiones autobiográficas, se encuentran tan sometidas a los juegos textuales que se mantienen radicalmente inciertas y como irresolubles.

Es en 1983, en una entrevista con Catherine David para Le Nouvel Observateur, cuando Jacques Derrida acepta por primera vez dar algunos detalles fácticos. Lo hace de un modo irónico y vagamente exasperado y con un estilo cuasi telegráfico, como si estuviera apurado por desembarazarse de esas preguntas imposibles:

-Hace un momento usted hablaba de Argelia, fue allí donde para usted comenzó.

-Ah. usted quiere que le diga cosas como "Nací-en-El-Biar-en-la-periferia-de-Argel-familia-judía-pequeño-burguesa-asimilada-pero.". ¿Es necesario? No lo lograré, necesito ayuda.

-¿Cómo se llamaba su padre?

-Caramba... Mi padre tenía cinco nombres. Todos los nombres de la familia están encriptados, junto con algunos otros, en La tarjeta postal. En algunos casos son ilegibles para las mismas personas que los llevan, a menudo sin mayúscula, como uno haría con "aimé" o "rené".

-¿A qué edad dejó Argelia?

-Sin lugar a dudas. Llegué a Francia a los 19 años. Nunca me había alejado de El Biar. Guerra de 1940 en Argelia, por lo tanto, primeros rugidos subterráneos de la guerra de Argelia.

En 1986, en un diálogo con Didier Cahen en el programa de France-Culture Le bon plaisir de Jacques Derrida, renueva las mismas objeciones, al tiempo que reconoce que la escritura probablemente permitiría abordar estas cuestiones:

Me gustaría que hubiera un relato posible. Por el momento, no es posible. Sueño con llegar un día, no a hacer el relato de esa herencia, de esa experiencia pasada, de esa historia, sino a convertirlo al menos en un relato entre otros posibles. Pero, para lograrlo, necesitaría realizar un trabajo, lanzarme en una aventura de la que hasta ahora no he sido capaz. Inventar, inventar un lenguaje, inventar modos de anamnesis.

Poco a poco, las alusiones a la infancia se van volviendo menos reticentes. En Ulises gramófono, en 1987, cita su nombre de pila secreto, Élie, el que le fue dado en el séptimo de sus días. En Mémoires d'aveugle [Memorias de ciego], tres años después, evoca su "celo herido" respecto de los talentos de dibujante que la familia reconocía en su hermano René.

El año 1991 marca un vuelco, con el volumen Jacques Derrida , que se publica en la colección Les Contemporains de Seuil: no solamente la contribución de Jacques Derrida, "Circonfesión", es de punta a punta autobiográfica, sino que además, en el "Curriculum Vitae" que sigue al análisis de Geoffrey Bennington, el filósofo acepta plegarse a lo que designa como "la ley del género", aunque lo hace con una diligencia que su coautor califica púdicamente como "desigual". Pero claramente la infancia y la juventud son las partes privilegiadas, al menos en lo que se refiere a notaciones personales.

A partir de este momento, las páginas autobiográficas se hacen cada vez más numerosas. Como reconoce Derrida en 1998, "durante las dos últimas décadas [.], de un modo a la vez ficticio y no ficticio, los textos en primera persona se han ido multiplicando: actos de memoria, confesiones, reflexiones sobre la posibilidad o la imposibilidad de la confesión". A poco de comenzar a reunirlos, estos fragmentos proponen un relato notablemente preciso, aunque también es repetitivo y lagunoso a la vez. Se trata de una fuente inapreciable, la principal para este período, la única que nos permite evocar esa infancia de manera sensible y como desde el interior. Pero estos relatos en primera persona -cabe recordarlo- deben ser leídos ante todo como textos. Deberíamos acercarnos a ellos con tanta prudencia como a las Confesiones de san Agustín o de Rousseau. Y, de todas maneras -como reconoce Derrida- se trata de reconstrucciones tardías, tan frágiles como inciertas: "Intento recordar, más allá de los hechos documentados y las referencias subjetivas, qué era lo que podía pensar, sentir, en aquel momento, pero esos intentos casi siempre fracasan".

Lamentablemente, las huellas materiales que uno puede agregar y confrontar con este abundante material autobiográfico son pocas. Gran parte de los papeles familiares parece haber desaparecido en 1962, cuando los padres de Derrida dejaron precipitadamente El Biar. No encontré ninguna carta del período argelino. Y, a pesar de mis esfuerzos, me fue imposible echar mano al más mínimo documento en las escuelas a las que asistió. Pero tuve la oportunidad de poder recoger cuatro valiosos testimonios de aquellos lejanos años: los de René y Janine Derrida -el hermano mayor y la hermana de Jackie-, el de su prima Micheline Lévy y el de Fernand Acharrok, uno de sus más íntimos amigos de aquel entonces.

En 1930, el año de su nacimiento, Argelia celebra con gran pompa el centenario de la conquista francesa. Durante su viaje, el presidente de la República, Gaston Doumergue, celebra "la admirable obra de colonización y civilización" realizada desde hacía un siglo. Ese momento es considerado por muchos como el apogeo de la Argelia francesa. Al año siguiente, en el bosque de Vincennes, la Exposición Colonial recibirá a 33 millones de visitantes, mientras que la exposición anticolonialista pensada por los surrealistas apenas logra un muy modesto éxito.

Con sus 300 mil habitantes, su catedral, su museo y sus grandes avenidas, "Argel la Blanca" se muestra como la vidriera de Francia en África. Todo busca recordar las ciudades de la metrópoli, empezando por el nombre de las calles: avenida Georges Clemenceau, bulevar Gallieni, calle Michelet, plaza Jean Mermoz, etc. Allí, los "musulmanes" o "indígenas" -como se llama generalmente a los árabes- son levemente minoritarios respecto de los "europeos". La Argelia donde crecerá Jackie es una sociedad profundamente desigual, tanto en el plano de los derechos políticos como en el de las condiciones de vida. Las comunidades se codean pero casi no se mezclan, sobre todo cuando se trata de casarse.

Como muchas familias judías, los Derrida llegaron desde España mucho antes de la conquista francesa. Desde el comienzo mismo de la colonización, los judíos fueron considerados por las fuerzas de ocupación francesas como auxiliares y aliados potenciales, lo cual los alejó de los musulmanes, con los que hasta entonces se mezclaban. Otro acontecimiento va a separarlos aún más: el 24 de octubre de 1870, el ministro Adolphe Crémieux da su nombre al decreto que naturaliza en bloque a los 35 mil judíos que viven en Argelia. Pero esto no impide que a partir de 1897 se desencadene el antisemitismo en Argelia. Un año después, Édouard Drumont, el tristemente famoso autor de La Francia judía , es elegido diputado de Argel.

Una de las consecuencias del decreto Crémieux es la creciente asimilación de los judíos en la vida francesa. Se conservan las tradiciones religiosas, pero en un espacio exclusivamente privado. Se afrancesan los nombres judíos o, como en la familia Derrida, se los relega a una discreta segunda posición. Se habla de "templo" antes que de "sinagoga", de "comunión" antes que de " bar mitzvah ". El propio Derrida, mucho más atento a las cuestiones históricas de lo que se suele pensar, era muy sensible a esta evolución:

Participé de una extraordinaria transformación del judaísmo francés en Argelia: mis bisabuelos todavía eran muy cercanos a los árabes por la lengua, la ropa, etc. Después del decreto Crémieux (1870), a fines del siglo XIX, la generación siguiente se aburguesó: mi abuela [materna], aunque se había casado casi clandestinamente en el patio trasero de una alcaldía de Argel a causa de los pogromos (en pleno caso Dreyfus), ya criaba a sus hijas como burguesas parisinas (buenos modales del 16e arrondissement , clases de piano, etc.). Luego vino la generación de mis padres: pocos intelectuales, sobre todo comerciantes, modestos o no, de los cuales algunos ya explotaban la situación colonial convirtiéndose en representantes exclusivos de grandes marcas metropolitanas.

El padre de Derrida, Haïm Aaron Prosper Charles, llamado Aimé, nació en Argel el 26 de septiembre de 1896. A los 12 años entra como aprendiz en la casa de vinos y licores Tachet, donde trabajará toda su vida, como lo había hecho su propio padre, Abraham Derrida, y como lo había hecho el de Albert Camus, también empleado en una casa de vinos, en el puerto de Argel. En el período de entreguerras, la vid es la primera fuente de ingresos de Argelia y su viñedo es el cuarto del mundo.

El 31 de octubre de 1923, Aimé se casa con Georgette Sultana Esther Safar, nacida el 23 de julio de 1901, hija de Moïse Safar (1870-1943) y Fortunée Temime (1880-1961). Su primer hijo, René Abraham, nace en 1925. Un segundo hijo, Paul Moïse, muere a los 3 meses de edad, el 4 de septiembre de 1929, menos de un año antes del nacimiento de quien se convertirá en Jacques Derrida. Seguramente esto hará de él -escribirá en "Circonfesión"- "un preciado pero muy vulnerable intruso, un mortal de más, Élie amado en lugar de otro".

Jackie nace al amanecer, el 15 de julio de 1930, en El Biar, en los altos de Argel, en una casa de vacaciones. Su madre se negó hasta último momento a interrumpir una partida de póker, un juego que seguirá siendo la pasión de su vida. El primer nombre del niño seguramente fue elegido en honor a Jackie Coogan, que tenía el papel protagónico en The Kid. En el momento de la circuncisión, le dan también un segundo nombre, Élie, que no se inscribe en el registro civil, contrariamente al de su hermano y hermana.

Hasta 1934, la familia vive en la ciudad, salvo durante los meses de verano. Viven en la calle Saint-Augustin, lo cual puede parecer demasiado bello para ser verdad, cuando se sabe la importancia que tendrá el autor de las Confesiones en la obra de Derrida. De esta primera vivienda, donde sus padres pasaron nueve años, sólo conserva imágenes muy vagas: "Un vestíbulo oscuro, un almacén debajo de la casa".

Poco antes del nacimiento de un nuevo hijo, los Derrida se mudan a El Biar -"el pozo", en árabe-, un suburbio más bien acomodado donde los niños podrán respirar. Se endeudan por largos años y compran un modesto chalé, en el número 13 de la calle Aurelle de Paladines. Situado "al borde de un barrio árabe y de un cementerio católico, al final del camino del Reposo", cuenta con un jardín que más adelante recordará como "el Vergel", el " Pardès " o "pardes", como le gusta escribir, imagen tanto del Paraíso como del Gran Perdón y lugar esencial en la tradición de la Cábala.

El nacimiento de su hermana Janine se corresponde con una anécdota que se hizo famosa en la familia, la primera "frase" de Derrida que llega hasta nosotros. Cuando sus abuelos lo hacen entrar en la habitación, le muestran un baúl, que contenía los elementos necesarios para un parto de la época, diciendo que su hermanita había venido de allí. Jackie se acerca a la cuna y mira a la beba antes de declarar: "Quiero que la pongan de nuevo en su valija".

A los 5 o 6 años, Jackie es un niño muy simpático. Con un pequeño sombrero de paja en la cabeza, canta canciones de Maurice Chevalier durante las fiestas familiares. Suelen apodarlo le Négus [el negro], por la negrura de su piel. Durante toda su primera infancia, la relación de Jackie y su madre es especialmente simbiótica. Georgette, que había tenido una nodriza hasta los 3 años, no era muy tierna ni demostrativa con sus hijos. Pero esto no impidió que Jackie sintiera verdadera adoración por ella, similar a la del pequeño Marcel de En busca del tiempo perdido. Derrida se describirá como "ese niño con quien los grandes se divertían haciéndolo llorar porque sí o porque no", ese niño "que hasta la pubertad todas las noches exclamaba 'Tengo miedo, mamá', hasta que lo dejaban dormir en un diván cerca de sus padres". Cuando lo llevan a la escuela, se queda hecho un mar de lágrimas en el patio, con el rostro pegado contra la reja.

Recuerdo muy bien la angustia de la separación de mi familia, de mi madre, mis llantos, los gritos en el jardín de infantes. Vuelvo a ver las imágenes de cuando la maestra me decía "Tu mamá vendrá a buscarte" y yo le preguntaba "¿Dónde está?". Ella me decía "En la cocina" y yo imaginaba que en ese jardín [.] había un lugar donde mi madre cocinaba. Recuerdo las lágrimas y los gritos de la entrada y las risas a la salida. [.] Llegué a inventar enfermedades para no ir a la escuela, pedía que me tomaran la temperatura.

El futuro autor de "Tímpano" y "L'oreille de l'autre" [La oreja del otro] sufre repetidas otitis, que provocan gran preocupación en la familia. Lo llevan de médico en médico. Los tratamientos de la época son violentos, con lavados de agua caliente que perforan el tímpano. En un momento, incluso le quitan el hueso mastoides, una operación muy dolorosa, pero muy frecuente por entonces.

En este período ocurre un drama infinitamente más grave: su primo Jean-Pierre, que es un año mayor, muere atropellado por un auto, delante de su casa de Saint-Raphaël. El shock se acrecienta porque al principio en la escuela le anuncian, por error, que quien acaba de morir es su hermano René. Derrida quedará muy marcado por este primer duelo. Un día le dirá a su prima Micheline Lévy que le tomó años comprender por qué había llamado Pierre y Jean a sus dos hijos.

DERRIDA de Benoît Peeters FCE
Las más de seiscientas páginas escritas por el belga Peeters sobre el filósofo franco-argelino siguen el modelo de biografía anglosajona. Ampliamente documentado, es un texto ineludible sobre la figura de Derrida, pero también sobre los avatares del pensamiento francés de la segunda mitad del siglo pasado

8/1/13

Beckett y Proust

Por William Burroughs

Toda la dicotomía interior/exterior, introversión/extroversión es una imposición binaria a datos que no son una cosa u otra y que no pueden ser definidos acertadamente en términos binarios. Los datos de la percepción simplemente no pueden reducirse con precisión a una opción binaria. Cualquier experiencia es a la vez objetiva y subjetiva. Obviamente, tiene que haber un sujeto que experimente, y tiene que haber algo para que el sujeto experimente. Por supuesto, hay matices y grados de énfasis.
Es indudable que algunas personas están más interesadas que otras por los datos interfísicos. Podemos considerar que existe un espectro con diversos grados de atención. Y me parece que Proust y Beckett están en extremos opuestos del espectro. Proust se preocupa principalmente por el tiempo. Beckett es virtualmente atemporal. Proust se dedica a hacer minuciosas descripciones de los objetos y personajes con sus entornos. ¿Pero cómo son los personajes –si es que se los puede llamar así– de Beckett, además de ser torpes y no jóvenes? ¿Y los entornos? ¿Qué entornos? Su escritura podría transcurrir en cualquier parte. El Innombrable dentro de su botella podría estar en París, en Hong Kong o en Helsinki. Los personajes de Proust están firmemente arraigados en el lugar y en el tiempo. Son de la alta sociedad francesa: duques y barones que tienen largos nombres esenciales. Son esos nombres. ¿Pero Watt, Malone, Murphy? ¿El Innombrable?
En Beckett no hay tiempo. Tomemos Esperando a Godot. Los personajes pueden esperar eternamente. Godot nunca llega. Tomemos Watt o Malone muere. No hay tiempo. Tomemos El Innombrable. El Innombrable es atemporal. Sólo aquello que puede nombrarse o designarse está sometido a1tiempo. Proust es todo nombres y todo tiempo. En Beckett no hay Memoria. Ni siquiera en La última cinta de Krapp hay memoria, en el sentido usual de recuerdo asociativo, sino que más bien se trata de un proceso mecánico puesto en marcha por alguna agitación o vibración: una puerta que se abre o se cierra.
Beckett es casi literalmente inhumano. Allí uno busca en vano motivaciones humanas como los celos, el odio o el amor. Hasta el miedo está ausente. No queda nada de las emociones humanas salvo el agotamiento y la angustia, teñidos de una remota tristeza.
Proust, por otro lado, refleja todo tipo de emociones: miedo, desprecio, odio, amor. En realidad, En busca del tiempo perdido es una elaborada y bella estructura creada amorosamente y que expone, como el mismo Proust dijo, la poesía del esnobismo.
El hecho de que Proust fuera snob lo humaniza de un modo en que Beckett jamás podría humanizarse. Las motivaciones básicas de Beckett son extremadamente oscuras. Proust, en cierto sentido, escribió para abarcar y volver apropiada una sociedad que nunca lo aceptó completamente. O al menos ése es sin duda un aspecto. ¿Pero Beckett?
Tal vez escribir es simplemente natural para él, una expresión de su ser que de algún modo se ve obligado a concretar. Es difícil discernir la naturaleza de esa obligación. Tal vez en su caso eso significa algo diferente de lo que habitualmente se alude por obligación de la palabra. ¿Estarnos obligados a respirar? Creo que él se acerca tanto como es posible a respirar su obra.
Beckett transgrede todas las reglas y convenciones del novelista: reglas arbitrarias, sin duda, que se desarrollaron a fines del siglo XVIII y se solidificaron en el siglo XIX.
No hay suspenso en Beckett. Beckett está por encima del suspenso. No hay ganchos al final de cada capítulo. No hay personajes como tales y sin duda no hay desarrollo de personaje. Él es quizás el escritor más puro de los que han existido. No hay allí nada más que la escritura misma.
No hay trucos, no hay adornos, nada con lo que el lector pueda identificarse. Todo se mueve hacia adentro más que hacia afuera, hacia adentro en dirección a una interioridad final, un núcleo último. Tal como los físicos avanzan del átomo al núcleo, a partículas cada vez más pequeñas a medida que penetran en el interior, del mismo modo el alcance de Beckett es siempre más pequeño y más preciso. Final de partida divide la psiquis en personas para actuar el final de juego de la división y el fútil intento de terminar la partida que no puede terminarse sin terminar también con todos los personajes, ya que ellos forman parte del mismo organismo.
Proust está en el otro extremo del espectro. Personajes y desarrollo de personaje, junto con la creación de entornos elaborados y diálogos realistas.
Beckett no tiene, en verdad, diálogo, ni oído para el diálogo. No lo necesita. Y no hay tiempo en Beckett, o no hay tiempo tal como lo conocemos. Tomemos Final de partida. Ningún tiempo es posible ya que sólo hay un personaje, y el tiempo es el cambio en relación con otras personas y objetos. Mientras que en Proust el tiempo es todo. La memoria traza evocaciones de la memoria siguiendo líneas de asociación. Es todo Pavlov.
Proust construyó ese elaborado juguete mecánico de títeres de la alta sociedad, haciendo reverencias para entrar y salir de cuartos y corredores y terrazas y jardines… una charada fantasmal, en tanto Beckett no admite ningún ser fuera del área de su propia percepción.
Si el papel del novelista es crear personajes y entornos en los que sus personajes puedan vivir y respirar, Beckett no es en absoluto un novelista. No hay suspenso en Beckett: todo ocurre en una especie de limbo gris, y tampoco hay entorno localizable. ¿Lo que ocurre está ocurriendo en París, Berlín, Sudamérica? No tiene importancia. No hay personajes ni entornos. Parece ser más bien el final de partida del escritor que finalmente ha asumido su rol de ventrílocuo que lee sus líneas a los muñecos mudos.
En Beckett podemos verlos al fin, con todas sus chillonas alteraciones y los bigotes falsos. Pero es siempre Monsieur Proust quien consigue vengarse finalmente de la sociedad que nunca terminó de aceptarlo. Él la aceptó completamente, y entonces fue suya. No tiene otra existencia. Todos ellos son los títeres de Mr. Proust.
Beckett se niega al juego. El Muñeco es visto como el muñeco. Malone muere. ¿Quién lo mató? ¿Quién lo creó? ¿El Innombrable? ¿Quién no lo nombró? Esperando a Godot. ¿Quién escribió Godot? Pero la pesadilla del ventrílocuo es cuando su muñeco empieza a hablar por su cuenta. ¿Y si el personaje de un escritor empezara a escribir por su cuenta? No es lo mismo. Ahórrame un gran problema. Debo reservarme el derecho a veto, ya sabes, viejo, para evitar que alguna basura se cuele en, sobre o bajo mi nombre. Buen tipo, viejo amable, sabía que me entenderías, nada mejor que un encuentro a mitad de camino, coincidir y estar en desacuerdo y todo eso. Así que volvamos a Proust.
Como a Proust, a mí también me interesan mucho el Tiempo y la Memoria, trazar las líneas de asociación y la intersección de los puntos de la memoria. Me preocupan mucho los entornos, los objetos, los paisajes escénicos, y los cuartos y las calles. ¿Dónde está el paisaje en Beckett? ¿Dónde están los ríos, la ciénaga, las ciudades, los cuartos, las calles? Y el diálogo en Beckett... ¿existe? Por cierto existe en mi obra. Tengo oído para el diálogo. Y tantas y tantas frases que escuché por ahí. “Todo lo que un judío quiere hacer es seducir a una chica cristiana.” “Voy a darte una oportunidad, extraordinario.” “Él era un individuo.” “Rabia en su peor forma”.
Beckett elimina áreas enteras de experiencia. Esas áreas simplemente no le interesan. Uno podría imaginarlo mostrando un completo desinterés por un extraterrestre.



Publicado originalmente en The Review of Literary Fiction, “Samuel Beckett number”, Illinois, verano de 1987. Reproducido en Los escritores de los escritores, El Ateneo, Buenos Aires, 1997. Traducción: Mirta Rosenberg.



4/1/13

Tom Wolfe, el regreso de un dandi


Por Boris Kachka
Publicado en ADN (LA NACIÓN)

Nueva York.- En medio del artístico desorden de su departamento, catorce pisos por encima de East 79th Street, Tom Wolfe es como una antigüedad más, excéntrica y brillante. Detrás de él, el malva de unas hortensias y el malva de un póster de cigarros Princeps hacen que se destaque el violeta de sus párpados ajados y las venas de sus manos, y resaltan el blanco (¡obviamente!) de su traje de lino entallado. Esta vez, el plumaje interior es oscuro: camisa azul marino con rayas blancas, corbata blanca con pintas azules, medias azules con pintas blancas, y sus habituales zapatos combinados.
"Hoy Kipling es un poeta tan subestimado. en mi humilde opinión", dice Wolfe, con esa suavidad un poco sureña tan diferente de su escritura. Trata de explicar qué hace el poema "Recessional" -escrito por Kipling para el Jubileo de Diamante de la reina Victoria y luego transformado en himno- en la cabeza de un musculoso policía cubano-estadounidense, personaje de esa panorámica de Miami que es la cuarta novela de Wolfe, Back to Blood .
Pero como no lo logra. ¡entonces Tom Wolfe se pone a cantar! "Dios de nuestros padres de antaño, Señor de nuestra última línea de batalla -vacilante, reponiendo el aire-. Bajo cuya mano terrible tenemos dominio de pinos y palmeras -arrastrando las palabras, luego cortándolas con un resuello-. Señor Dios de los ejércitos, no nos abandones -secamente-. ¡No lo olvidemos! -carraspea- y después baja a un registro al que llego bien", y entonces intenta un trémolo de fabordón: "¡No lo olvideeemooos!".
"Kipling nos está diciendo que hemos olvidado las verdaderas cualidades de la vida -sigue Wolfe sin dar tiempo para el aplauso-. Estamos tapados de cosas. Lo que tenemos nos envuelve por completo." Wolfe cantó con el mismo júbilo de sus plegarias matinales en la escuela secundaria de Richmond, Virginia, más seducido por la pomposidad imperial del himno que por su advertencia contra la desmesura. "Una excelente manera de empezar el día." En cuanto a por qué ese himno terminó en la cabeza del agente de policía Néstor Camacho mientras observa a un haitiano-estadounidense de 21 años en los barrios pobres de Miami, Wolfe deja puntos suspensivos. "Lo debo haber traído de Marte. Probablemente no deba estar ahí."
A Wolfe le gusta bromear con su origen extraterrestre. Ya se trate de hacer una crónica de los skaters, de los progres chic, de los charlatanes del mundo del arte, de los machos de la NASA o de los Amos del Universo de Wall Street, él siempre ha representado su propio personaje: un periodista que implora respuestas pero que nunca suplica aceptación. Tal como él dice: "Ante cualquier situación nueva, es mucho más efectivo parecer un marciano que tratar de encajar".
Los trajes que usa, por ejemplo, y que una vez llamó "esa forma maravillosa e inofensiva de agresión". Y lo maravilloso es que siempre parecían fuera de lugar, sin importar dónde, como una señal multipropósito de extrañamiento deliberado. No se puso perlas para Ken Kesey ni polera para los Black Panthers. Esa misma distancia también lo separa de otros pioneros del periodismo. "El problema con Wolfe es que es demasiado irascible como para tomar parte en sus historias -escribió Hunter Thompson, un extremista del involucramiento periodístico-. La gente con la que él se siente cómodo es más aburrida que la mierda, y la gente que parece fascinarlo como escritor es tan rara que lo pone nervioso."
Wolfe empezó a usar trajes blancos para poner nerviosos a los demás, y los humoristas del establishment miraron con desprecio al inquieto arribista. Compró su primer traje blanco de tweed de seda poco después de mudarse a Nueva York, en el verano de 1962. Pero era demasiado pesado, así que terminó usándolo recién en invierno. Si la gente daba un respingo ante su ridículo social, Wolfe lucía ese desprecio como una medalla de honor, y desde entonces no se quita el traje blanco, sobre el que se echa un blazer azul cuando sale de "incógnito".
Back to Blood arranca desde el punto de vista de un wasp (mote que se les da en Estados Unidos a los anglosajones blancos y protestantes) casi caricaturesco, que ha sido enviado desde Chicago por un consorcio de periódicos para dirigir el Miami Herald. "Así fue como Edward T. Topping IV aterrizó con su plato volador llegado de Marte en medio de una riña callejera", escribe Wolfe. Y así fue como Tom Wolfe de pronto se vio a sí mismo en una ciudad pululante y políglota donde no hay nada más alienígena que un wasp de traje blanco. Pero a diferencia de la de Topping, esa extranjería de Wolfe era deliberada, con la intención de reírse de sí mismo antes de que algún otro se le adelantara.
Mientras estuvo en Miami investigando para su novela, Wolfe incursionó provechosamente en los márgenes. En Nueva York, sin embargo, la vida es más complicada. Wolfe se volcó a escribir ficción hace 25 años, porque envidiaba el poder de la novela, pero también porque quería transformar el género y así convertir "la mugre de la vida cotidiana" en una miríada de relatos insulares. En el pico de una carrera profesional dedicada a desmenuzar por deporte las pretensiones de estatus social de las personas, Wolfe apostó su propia reputación para modificar el modo en que los novelistas escriben la historia estadounidense, con la esperanza de resucitar por sí solo la gran tradición de la novela social que practicaron Zola, Balzac y Sinclair Lewis.
Pero aunque Wolfe redobló su apuesta con cada una de sus posteriores novelas y manifiestos, la narrativa tomó otro camino, volviéndose más íntima y fragmentaria. Actualmente, en las librerías y en los premios literarios reina el realismo, pero un realismo que poco tiene que ver con el de Back to Blood . Ese detallado fetichismo social en el que se regodea Wolfe prolifera más bien en la no ficción y en los canales de televisión por cable. La expansiva narrativa de Wolfe ha entretenido a millones de personas y ha enriquecido a su familia, pero poco ha hecho por mover el centro literario hacia esos márgenes que al escritor le gusta visitar. Ahora Wolfe tiene un departamento tan lujoso como los que él mismo solía satirizar, pero sus ocupantes no tienen la misma estatura social. Y nadie podría ser inmune a ese tipo de decepciones, ni siquiera un trepador de traje blanco que siempre fue tan bueno para desmenuzar la vanidad de los demás.
Cuando todavía se estaba recuperando de la modesta repercusión de su tercera novela, Soy Charlotte Simmons -el peor reseñado y menos vendido de sus libros-, Wolfe se topó con el tema de la inmigración. Se dio cuenta de que Miami era "la única metrópolis cuyos líderes políticos son de otro país", o sea los cubano-estadounidenses. "Cuando entro en un negocio donde nadie habla inglés, me siento en falta. El que está fuera de lugar soy yo."

Miami era también una ciudad fácilmente accesible para Wolfe, gracias a su viejo amigo John Timoney, un policía de Nueva York que se convirtió en jefe del Departamento de Policía de Miami. Un par de personas que Wolfe conoció a través de Timoney se ofrecieron de buen grado a servirle de guía por la ciudad. Uno de ellos fue Escar Corral, un ex periodista del Miami Herald que ha sido perseguido por sus compañeros cubano-estadounidenses por haber expuesto la corrupción del programa anticastrista financiado por el gobierno. Otro fue Ángel Calzadilla, un encantador sargento de la policía de Miami que más tarde murió de fibrosis quística. ( Back to Blood está dedicado a él y a Sheila, esposa de Wolfe desde hace 34 años.)
Mucho antes de empezar a escribir ficción, Wolfe manifestó en una entrevista que le gustaba hacerse una idea de cómo era una ciudad mirando un mapa y dividiéndolo según las clases sociales. Miami, con su Pequeña Habana y su Pequeña Haití, sus palacios de retiro para jubilados judíos, sus penthouses de South Beach, sus bares rusos de desnudistas y sus guetos afro-norteamericanos, era un irresistible bocado sociocultural. Back to Blood es al mismo tiempo una ficción y una recombinación de hechos.
A partir de todas esas fuentes, Wolfe dio vida a Néstor Camacho, un policía que rescata a un refugiado cubano trepándose a fuerza de brazo al mástil de un barco. (Wolfe jura que cuando tenía 20 años él podía hacerlo). Cuando el refugiado es arrestado por la Guardia Costera, Néstor genera indignación en sus vecinos de Hialeah, que según Wolfe es la verdadera Pequeña Habana. Néstor se enreda en una serie de escándalos que llevan al alcalde de la ciudad a llamarlo "disturbio racial de un solo hombre" -Wolfe pasa revista de todas y cada una de las tensiones étnicas de la ciudad-, antes de asociarse con un periodista para desbaratar una banda rusa de falsificadores de arte.
Wolfe permitió que Corral filmara un documental sobre sus investigaciones de campo. El resultado es una excelente propaganda de los métodos de Wolfe. Tal vez Hunter Thompson se haya confundido, tomando por desagrado el natural distanciamiento que impone Wolfe, pues a éste se lo ve de lo más cómodo en sus rondas por la ciudad, absorbiendo las historias de penuria de los refugiados y los paseos en yate con el mismo y paciente desconcierto, y disfrutando ocasionalmente de ser tratado como una celebridad. Wolfe mantuvo entrevistas a puertas cerradas con el entonces alcalde Manny Díaz, sobrellevó la hedonística fiesta de cierre de la regata del Día de la Raza, estuvo en el vip de un club de desnudistas, presenció la estampida de apertura de la feria Miami Art Basel, visitó negocios de la Santería, y fue tomado por un chamán en un centro comercial. Durante ese proceso, recopiló esa clase de escenas que incomodan y desconciertan -"ENTREPIERNA tanga COLA tanga RAJA tanga PERINEO tanga", dice en un fragmento sobre un bar de desnudistas- y que seguramente lo pondrán nuevamente en carrera para el Premio al Mal Sexo en Narrativa que entrega The Guardian todos los años. (Soy Charlotte Simmons lo ganó en 2004.)
En el documental, el escritor que adjudica su éxito a la "compulsión informativa" aparece como una especie de fanfarrón. Corral recuerda que intentó ayudar a Wolfe a bajar por la empinada escalera de un bote, temeroso de terminar siendo responsable de la defunción de un gran hombre. Pero de pronto Wolfe puso pie en la escalera, se agarró de los peldaños y bajó sonriendo de oreja a oreja. El escritor afirma que sólo es un octogenario "en sus ratos libres", y que se entrena todos los días que su agenda se lo permite: bíceps, tríceps, cuádriceps y abdominales. Cuando le preguntan si sufre la misma falla fatal que todos sus personajes, la angustia por su estatus social, Wolfe dice: "Sólo cuando me estoy entrenando en el gimnasio" y luego agrega: "En serio, no es broma. Yo me incluyo, definitivamente".
Wolfe siempre fue un deportista. Salido de la Washington and Lee University, fue lanzador semiprofesional de béisbol. Pero un cazador de talentos le dijo que con sus curvas y sus boleas no alcanzaba. "No estamos buscando sutilezas y matices de juego -le dijo a Wolfe-. Buscamos a alguien capaz de decapitar al otro jugador con una bola rápida."
Entonces Wolfe se fue a Yale a hacer su posgrado, donde se embebió de sociología, en especial de las teorías del estatus de Max Weber, una anticuada piedra de toque que le gusta citar cada tres palabras. Pero la universidad le resultaba predecible, y la vida bohemia no lo atraía para nada. Nunca fue gregario, así que se volcó al periodismo, entre otros, en el suplemento dominical del New York Herald Tribune.
"Con el suplemento dominical uno tiene una sola oportunidad -dice Wolfe-. La gente lo levanta del piso, mira una nota, que puede ser la de uno, y lo tira a la basura. Así que empecé a elaborar estrategias." Para imitar el sonido de una ruleta, repitió la palabra "hernia hernia hernia." suficientes veces como para que el lector se viera obligado a dar vuelta la página y seguir leyendo. En otro artículo, empezó con una onomatopeya. Repeticiones, elipsis y onomatopeyas: todas las marcas del ADN estilístico de Wolfe eran mutaciones adaptativas a un clima competitivo, optimización del motor de búsqueda para la era de la máquina de escribir.
Los primeros artículos de Wolfe fueron reunidos en La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop, que Kurt Vonnegut calificó como "un excelente libro de un genio dispuesto a todo para llamar la atención". Después vino Gaseosa de ácido eléctrico, un road-trip con los Merry Pranksters que parecía una transmisión en vivo desde los embotados cerebros de los propios drogones. Era como una ventriloquía informativa que catapultó a Wolfe a la cima de lo que por aquel entonces comenzaba a conocerse como Nuevo Periodismo. En 1973, coeditó una antología que llevaba ese título. En la introducción del libro, Wolfe argumentaba que los novelistas le habían dado la espalda a la realidad social, dejándolos a él y a los otros periodistas incluidos en la antología (Norman Mailer, Truman Capote, Hunter Thompson y otros más) a cargo de llenar ese vacío con hechos concretos.
Y los ridículos hechos concretos del remolino social de Nueva York eran carne de cañón para un satírico nato como Wolfe. En su artículo "¡Momias diminutas!" destripaba al New Yorker del editor William Shawn. En "Radical Chic: la fiesta de Lenny", Wolfe se despachó contra un evento de recaudación de fondos para los Panteras Negras realizado en el departamento de 13 habitaciones de Leonard Bernstein en Park Avenue. Y en dos de sus libros sostuvo que el arte, y luego la arquitectura, fueron creados y manejados por gente más preocupada por su estatus que por la verdad o la belleza. En una ciudad obsesionada con la posición social de la gente, Tom Wolfe hizo el papel de un afectado bufón de corte, el único capaz de mirar al rey a los ojos y decirle que estaba desnudo.
Su rol dependía de que pudiera ser ubicuo sin encajar en ninguna parte. Sin embargo, había un club al que ansiaba pertenecer. La Gran Novela Norteamericana era un objetivo risiblemente predecible para un hombre que no podía parar de repetir que el Nuevo Periodismo era la venganza del periodista contra los novelistas. Pero la oportunidad de poner en evidencia al esnob establishment en su propia casa era irresistible.
Junto con su primera recolección de artículos, en 1964, a Wolfe también le habían encargado una novela. Poco después, concibió ese gran desfile neoyorquino titulado La hoguera de las vanidades , una respuesta del siglo XX a la sátira londinense de Thackeray. El ensayo "Radical Chic" fue al principio una parte de ese libro. Durante la década del 80, Wolfe sacrificó el ahorro de muchos años de trabajo para escribir el libro, vendió las acciones que iban a ser su reaseguro futuro y fue publicando en serie algunas partes del libro en la revista Rolling Stone, sobre todo por el dinero.
Publicada en 1987, La hoguera de las vanidades tiene todas las marcas típicas de Wolfe: personajes desmedidos, páginas y páginas de detalles, signos de exclamación, y sobre todo, una fijación con el tema del estatus. Con sus micromundos -Wall Street, los tribunales del Bronx, el Ayuntamiento- impresionó a los implicados, y llevó la ficción a su punto más cercano con la noticia de último momento. La escena de un arrebatador en el subte fue sacada del manuscrito después de los disparos del justiciero Bernhard Goetz, y los disturbios de Crown Heights se desencadenarían a partir de un accidente automovilístico, al igual que los disturbios en La hoguera de las vanidades . Los titulares de los diarios parecían una publicidad del libro y una vindicación de su enfoque periodístico.
El libro tuvo además un éxito furibundo, que lo mantuvo en la lista de los mejores vendidos durante más de un año. Tres novelas más tarde, parece decisivamente alejado de los hechos. ¿Ya lo veía así en aquel entonces? "Para ser honesto, no -dice Wolfe-. Pero Dios mío, la cosa iba tan bien, se la mire como se la mire, que no pude resistirme. Así que empecé a trabajar en Todo un hombre."
También escribió un largo ensayo para Harper, publicado en 1989 bajo el título de "Acosando a la bestia del billón de pies: manifiesto literario en pos de una Nueva Novela Social". Ahora, la cura para la novela moderna no era el periodismo sino más ficción periodística. Y cuando se lo piensa, uno advierte que allí encontró un modelo de estilo por seguir, un faro para todos aquellos autores que se arriesgaron a dejar el estrado académico y salir a las calles, notebook en mano. Ese modelo aparece citado, con capítulo y número de línea, en la primera frase del ensayo: "¿Me perdonarán si tomo como propio el texto de la página 6 del cuarto capítulo deLa hoguera de las vanidades ?". Sus amigos más cercanos (pocos de ellos escritores) dicen que lo que más sorprende de Wolfe es su cortesía. Su mayor cortesía hacia mi persona consistió en llegar diez minutos tarde a esta entrevista, dejándome en libertad de husmear la casa mientras él se prepara en alguna otra ala de su hogar.
Las imágenes de "Radical Chic" se me presentan espontáneamente desde el momento mismo en que el ama de llaves me conduce hasta un sofá imposiblemente lujoso, tapizado en algo así como la idea que puede hacerse Donald Trump del estilo provenzal. El departamento de Wolfe está apenas a una cuadra del de Leonard Bernstein, y seguramente tiene mejor orientación, ya que posee una vista despejada que atraviesa Central Park hasta las agujas del edificio Dakota.
La casa de Wolfe tiene doce habitaciones y el de Bernstein trece, y en vez de tener dos pianos en el living, tiene uno solo. Pero el piano de Bernstein no estaba laqueado a pedido en color azul marino. El decorado es fiel reflejo de aquella burla de Wolfe en "Radical Chic" cuando habla de "un look de chucherías de un millón de dólares", pero sin el contrapeso que impone el decoro de quienes son ricos desde siempre. Sobre la chimenea, dos figuras en bronce de monos-humanos sostienen velas. Las paredes del baño de invitados cercano son ciento por ciento espejo, así que el visitante ve una infinita sucesión de mesadas de mármol, inodoros color crema y toallas con monograma.
Pero el atiborramiento alcanza estado crítico en el estudio de Wolfe: un escritorio en forma de medialuna con biblioteca incluida, dos veladores con pantalla en forma de capelina, y un acolchado con estampado de sombreros multicolores al estilo Warhol. Hay un montón de chucherías más, y cosas colgadas en las paredes, y metros de estampados de los años 80, capaces de abrumar no sólo a Wolfe sino también a su héroe Balzac, a quien uno de los personajes de Back to Bloodelogia por empezar sus capítulos "con una descripción de tres páginas de la decoración interior de una sala, para lograr transmitir de manera concreta la posición social de una familia".
Su propia posición social es parte del revoltijo. La segunda novela de Wolfe, Todo un hombre, un panorama de las razas y el mundo inmobiliario en Atlanta, salió en 1998 y vendió un millón cien mil ejemplares en tapa dura. La crítica literaria Michiko Kakutani, de The Times, dijo que era "un gran paso, aunque limitado, de Wolfe como novelista". Pero después vino el contragolpe, sobre todo de parte de los novelistas del establishment. Desde The New Yorker, John Updike la calificó de "entretenimiento, no literatura". En The New York Review of Books, Norman Mailer compara la lectura de esa novela con un revolcón con una mujer de 150 kilos. "Cuando se te sube encima, estás listo: o te enamorás o morís asfixiado". Y John Irving dijo en televisión que "puedo agarrar cualquiera de sus libros, abrir cualquier página al azar y encontrar una frase que me haga reír".
Wolfe les respondió con un ensayo de 30 páginas titulado "Mis tres chiflados" y lo incluyó en su antología de textos del año 2000, Hooking Up. Mailer y Updike eran "ciudadanos mayores" de "carcasa agotada", escribió Wolfe, e Irving estaba poseído por su "papada sexagenaria", aunque sólo tenía 57 años y Wolfe, 68. Quien no lo conociera mejor podría jurar que el eterno marginal estaba. ¡rogando ser aceptado!
Un capítulo inusualmente meditativo de Soy Charlotte Simmons, titulado "La palabra H", empieza así: "¿Quién es el poeta que le ha cantado a la más lacerante de las emociones humanas, la herida que no cierra. la humillación masculina?". Dos de los capítulos de Back to Blood se titulan "Humillación Uno" y "Humillación Dos". Hace cuarenta y seis años, una periodista le preguntó a Wolfe qué era lo que más lo enojaba. "La humillación -contestó él-. Jamás olvido. Jamás olvido. Sé esperar. Me resulta fácil acumular rencor. Tengo cuentas que saldar."
En 1996, Wolfe sufrió un ataque cardíaco, seguido de una cirugía de quíntuple bypass. Fue un golpe tremendo para un ratón de gimnasio como él. Entró en un estado que él ahora llama "hipomanía", una forma benigna de la manía. (Uno de los personajes de Back to Blood , un psiquiatra obsesionado con la pornografía, tiene un barco llamado "hipomaníaco".) Durante esa etapa, Wolfe se envolvía en riñas de tránsito y ataques de escritura obsesiva en medio de la noche. Se sentía gozosa y enojadamente vivo. Después cayó en depresión, pero según dice, con un psicólogo y unas pastillas se enderezó rápidamente. Tal vez esos episodios le hayan prestado algo de su humanidad a Charlie Croker, protagonista de Todo un hombre, sin lugar a dudas su personaje de ficción más plenamente acabado.
Y tal vez también expliquen la frustración y el moralismo que empezó a colarse en su escritura. En el ensayo que da su título a Hooking Up, se las agarra con la ubicuidad de los jeans y las zapatillas como si fuesen un horrendo fenómeno nuevo. Esos signos de estatus, al parecer, empezaban a resultarle más difíciles de captar. Y cuando llegó su famosa ventriloquía, algo se perdía en la transliteración. Aquí una muestra de un diálogo imaginario de un adolescente de ficción: "La cosa era bastante rara, pero yo escuché que el musculoso decía que se iba a su casa a cafeinarse (tomar café para quedarse despierto a estudiar) para el examen de psicología". El paréntesis, notablemente, es del propio Wolfe.
Soy Charlotte Simmons está plagada de ese tipo de cosas, desde la perspectiva de una brillante virgen de los remotos bosques de Carolina del Norte, que se escandaliza de la cultura depravada de las fraternidades universitarias, que a su vez la lleva a la ruina. Esa novela fue vapuleada por todo el mundo. Algunos críticos la encontraron un poco escalofriante, y cómo no, con todo ese gimoteo de sexo adolescente y la imagen mental de un viejo de 70 años que usa gemelos y toma notas sobre los universitarios y sus juergas cerveceras. Las ventas fueron tan malas -al menos respecto de las expectativas- que terminaron con la relación de Wolfe con su editor de siempre. Farrar, Straus and Giroux se negó a pagarle los cinco millones de dólares que según dicen Wolfe pedía por su siguiente novela, así que fue con Little, Brown. Ellos le pagaron siete millones.
Wolfe no se arrepiente de nada. "Sin saber mucho del tema -dice ahora-, quedé muy satisfecho y feliz: 350.000 en ventas. Creo que la mayoría de los escritores estarían felices con eso." (De hecho, está subestimando la cifra.) En cuanto a la brecha generacional, dice: "Durante toda mi carrera, tanto en la ficción como en la no ficción, he escrito e informado sobre gente que no es como yo". Nada, según él, había cambiado.
Y se enfurece ante la opinión generalizada de que es conservador. "Desde que tuve edad para votar, siempre voté por el que ganó -dice, con excepción de la primera elección de Clinton, cuando Ross Perot se llevó el voto perdido-. Nuestro gobierno nacional es como un tren sobre sus rieles. Hay gente de derecha y gente de izquierda, que le gritan, pero el tren no tiene más remedio que seguir. ¡Está sobre sus rieles! Y todo el mundo se ve obligado a correrse al centro, y por mí está bien. Leo todo eso que se escribe sobre la decadencia del país, pero cuando uno lo piensa, ¡seguimos siendo gigantes!"
Ese gigantismo optimista de Wolfe es más gigante que nunca en Back to Blood, y es precisamente lo que más molestó a uno de los primeros críticos de la novela. "El lector se vuelve experto en lectura veloz mientras pasa rollo tras rollo de idéntica grandilocuencia -escribió James Wood en The New York Reader- y pisa el acelerador para atravesar las falsedades e imprecisiones, esperando que se acallen las mentiras para que las incertidumbres apenas menos chillonas de la trama puedan emerger."
Wolfe dice desconocer esa reseña. "¿Dónde salió? -quiere saber-. Ah, yo no recibo el New Yorker." Si la leyera (o admitiese que lo hace) diría que Wood simplemente lo ataca por ser él mismo.
Hace mucho, Wolfe dijo que su periodismo era "una especie de método de actuación", un abordaje de adentro hacia afuera. Pero en su ficción Wolfe hace todo lo contrario y todo es técnica externa, como aquellos actores clásicos que necesitaban ponerse el vestuario para entrar en personaje. Su escritura no es el angustioso Ibsen sino ópera bufa, una parodia del drama humano. "Hago las novelas un poco al revés -me dice-. Busco una situación, primero un entorno, y después espero a ver quién aparece."

Back to Blood es un regreso a la forma, una sátira juguetona con una trama apretada, descripciones amplias y diálogos sólo in extremis. Frente al paseo en helicóptero de La hoguera., es una exhibición aérea a diez mil metros de altura. Pero la ciudad donde ocurre todo es más liviana, más sexy, está más fragmentada y menos cargada de pesados conceptos sobre sí misma. Para saber si representa un regreso respecto de Charlotte Simmons hay que esperar a ver si sus viejos lectores siguen abiertos al viejo Wolfe.
El propio Wolfe parece ambivalente. De hecho, al fin y al cabo tal vez prefiera la no ficción. Él piensa que su mejor trabajo fue "Radical Chic". Su próximo proyecto es "el relato de la teoría de la evolución", que incluye una competencia entre Charles Darwin y Alfred Russell Wallace para saber quién obtendrá el crédito y la fama. La no ficción es "el punto más alto de la escritura del siglo XX", dice Wolfe, y como para que nadie piense que está haciendo publicidad de sí mismo, nombra a Michael Lewis, "probablemente, el mejor escritor del país en la actualidad".
Tal vez la lección de humildad de Kipling -¿o será la sabiduría que llega con la edad?- ha empezado a hacer mella en su ego de novelista, o tal vez le recuerde la lección que él mismo les da a sus lectores: que todo es vanidad. Al hablar de modas literarias, invoca una "sociología de la verdad" según la cual diferentes verdades dominan en épocas diferentes. Después de todo, Dickens, el Wolfe de su época, fue considerado un escritor menor hasta un siglo después de su muerte. "Y de pronto, en 1970, alguien en Inglaterra se levantó un día y dijo: 'Atención, ¡este tipo tal vez sea un gran escritor!'."
¿Se despertará Estados Unidos algún día en el siglo XXI con una revelación similar respecto de un excéntrico enjuto y atildado de nariz puntiaguda y una sorprendente fuerza de torso? "No -responde Wolfe-. Yo simplemente estoy dando argumentos para mi punto de vista." Si no, fíjense en el gran Zola, apenas leído actualmente. "Así que en realidad no está en manos de uno." Pensar en la posteridad, dice con una carcajada suave, riéndose de sí mismo, "no sólo es fútil, sino fatal".

1/1/13


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