29/9/13

21 Harsh But Eye-Opening Writing Tips From Great Authors

1. The first draft of everything is shit.
Ernest Hemingway

2. Never use jargon words like reconceptualize, demassification, attitudinally, judgmentally. They are hallmarks of a pretentious ass. 
David Ogilvy

3. If you have any young friends who aspire to become writers, the second greatest favor you can do them is to present them with copies of The Elements of Style. The first greatest, of course, is to shoot them now, while they’re happy. 
Dorothy Parker

4. Notice how many of the Olympic athletes effusively thanked their mothers for their success? “She drove me to my practice at four in the morning,” etc. Writing is not figure skating or skiing. Your mother will not make you a writer. My advice to any young person who wants to write is: leave home. 
Paul Theroux

5. I would advise anyone who aspires to a writing career that before developing his talent he would be wise to develop a thick hide. 
Harper Lee

6. You can’t wait for inspiration. You have to go after it with a club. 
Jack London

7. Writing a book is a horrible, exhausting struggle, like a long bout with some painful illness. One would never undertake such a thing if one were not driven on by some demon whom one can neither resist nor understand. 
George Orwell

8. There are three rules for writing a novel. Unfortunately, no one knows what they are. 
W. Somerset Maugham

9. If you don’t have time to read, you don’t have the time — or the tools — to write. Simple as that. 
Stephen King

10. Remember: when people tell you something’s wrong or doesn’t work for them, they are almost always right. When they tell you exactly what they think is wrong and how to fix it, they are almost always wrong.
Neil Gaiman

11. Imagine that you are dying. If you had a terminal disease would you finish this book? Why not? The thing that annoys this 10-weeks-to-live self is the thing that is wrong with the book. So change it. Stop arguing with yourself. Change it. See? Easy. And no one had to die. 
Anne Enright

12. If writing seems hard, it’s because it is hard. It’s one of the hardest things people do. 
William Zinsser

13. Here is a lesson in creative writing. First rule: Do not use semicolons. They are transvestite hermaphrodites representing absolutely nothing. All they do is show you’ve been to college. 
Kurt Vonnegut

14. Prose is architecture, not interior decoration.
Ernest Hemingway

15. Write drunk, edit sober. 
Ernest Hemingway

16. Get through a draft as quickly as possible. Hard to know the shape of the thing until you have a draft. Literally, when I wrote the last page of my first draft of Lincoln’s Melancholy I thought, Oh, shit, now I get the shape of this. But I had wasted years, literally years, writing and re-writing the first third to first half. The old writer’s rule applies: Have the courage to write badly. 
Joshua Wolf Shenk

17. Substitute ‘damn’ every time you’re inclined to write ‘very;’ your editor will delete it and the writing will be just as it should be. 
Mark Twain

18. Start telling the stories that only you can tell, because there’ll always be better writers than you and there’ll always be smarter writers than you. There will always be people who are much better at doing this or doing that — but you are the only you. 
Neil Gaiman

19. Consistency is the last refuge of the unimaginative. 
Oscar Wilde

20. You must stay drunk on writing so reality cannot destroy you. 
Ray Bradbury

21. Don’t take anyone’s writing advice too seriously. 
Lev Grossman

8/9/13

Una luz en la ventana


Por Truman Capote

En una oportunidad fui invitado a una boda. La novia me pidió que viajara en auto desde Nueva York con otros dos invitados, un matrimonio de apellido Roberts, a quienes no conocía. Era un día frío de abril, y en el viaje a Connecticut esta pareja, de unos cuarenta años, me resultó agradable. No eran personas con quienes querría pasar un largo fin de semana, pero era simpáticos. 

Sin embargo, en la recepción se consumió una enorme cantidad de alcohol; yo diría que mis compañeros conductores del auto consumieron un tercio del total. Fueron los últimos en irse, como a las once de la noche, y yo me sentía preocupado al acompañarlos, pues sabía que estaban borrachos. Lo que no sabía era cuán borrachos. Habíamos hecho unos treinta kilómetros. El auto avanzaba tortuosamente mientras Mr. y Mrs. Roberts se insultaban de la manera más extraordinaria, en un diálogo digno de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? Comprensiblemente, en un momento dado Mr. Roberts se equivocó en una curva y fuimos a parar a un camino de campaña. Empecé a pedirles, a rogarles, que detuvieran el auto y me dejaran bajar, pero estaban tan absortos en sus vituperios que me ignoraron. Finalmente el auto se detuvo (temporariamente) al rozar un árbol. Aproveché la oportunidad para abrir la portezuela y desaparecer en un bosque. Después de un rato el maldito vehículo reanudó su marcha, dejándome solo en medio de la helada oscuridad. Estoy seguro de que mis amigos no me echaron de menos, y Dios sabe que yo tampoco. 

Sin embargo, no me hacía muy feliz quedarme desamparado en ese lugar en una fría y ventosa noche. Eché a andar con la esperanza de llegar a una carretera. Después de media hora, no había visto signos de vida. De repente, junto al camino, vi una casita de madera con un porche y una ventana iluminada por la luz de una lámpara. Me dirigí de puntillas, subía al porche y miré por la ventana. Había una mujer vieja, de suave pelo canoso y rostro redondo y agradable, sentada junto a un hogar encendido, leyendo un libro. Había un gato acurrucado sobre su falda, y varios otros dormitando a sus pies. 

Llame a la puerta, y cuando me abrió le dije (me castañeteaban los dientes): 

-Lamento molestarla, pero he tenido una especie de accidente y querría usar su teléfono para llamar a un taxi. 

-Qué lástima – dijo sonriendo -, pero no tengo teléfono. Soy demasiado pobre. Pero entre, por favor. – Al pisar la tibia habitación, me dijo -: Dios mío, muchacho, está helado. ¿Puedo darle un café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi esposo… murió hace seis años. 

Le dije que un poco de whisky me vendría muy bien. 

Mientras lo servía me calenté las manos en el fuego y examiné la habitación. Era un recinto alegre, ocupado por seis o siete gatos comunes, de pelajes variados tonos. Leí el título del libro que leía Mrs. Kelly (ése era su nombre, como me enteré luego). Era Emma de Jane Austen, una de mis autoras favoritas. 

Cuando regresó, con un a vaso con hielo y una polvorienta botella de bourbon, me dijo: 

-Siéntese, siéntese. No tengo visitas muy a menudo. Claro, tengo mis gatos. De todos modos, ¿quiere quedarse a dormir? Tengo un hermoso cuarto de huéspedes que hace año nadie ocupa. Mañana puede caminar hasta la carretera y alguien lo llevará a la ciudad, donde encontrará un mecánico que le arregle el auto. Esta a unos ochos kilómetros. 

Le pregunté cómo podía vivir tan aislada, sin auto ni teléfono. Me dijo que su buen amigo el cartero, se encarga de sus compras. 

-Albert. Un amigo tan querido, tan fiel. Pero se jubilará el años que viene. Entonces no sé qué haré. Pero ya surgirá algo. Tal vez un nuevo cartero que sea amable. Dígame, ¿qué clase accidente tuvo? 

Cuando le expliqué lo que había sucedido realmente, dijo indignada: 

-Hizo muy bien. Yo no subiría a un auto manejado por alguien que haya olido siquiera un poco de jerez. Así perdí a mi marido. Estuvimos casados cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque lo atropelló un auto conducido por un borracho. De no ser por mis gatos… - Acarició un gato atigrado, color anaranjado, que ronroneaba en su falda. 

Conversamos junto al fuego hasta que se me empezaron a cerrar los ojos. Hablamos de Jane Austen (“Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído todos sus libros tantas veces que me los sé de memoria”) y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, De Maupassant. Tenía la mente clara y la conversación variada. La inteligencia iluminaba sus ojos avellana igual que la lámpara que derramaba su luz sobre la mesita, a su lado. Hablamos de los duros inviernos de Connecticut, de los políticos, de lugares distantes (“Nunca he estado en el extranjero, pero si tuviera oportunidad iría al África. Muchas veces he soñado con las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elegantes por todas partes”), de la religión (“Por supuesto que fui católica de niña, pero ahora, casi me alegra decir que tengo una mentalidad amplia. Debe ser por tantas lecturas”), la jardinería (“Cultivo todas las verduras que consumo, y también las envaso, por necesidad”). Finalmente: 

-Discúlpeme por charlar tanto. No sabe le placer que me causa. Pero es muy tarde. Por lo menos para mí. 

Me llevó arriba, y me acosté cómodamente en una cama matrimonial, bajo una buena cantidad de edredones hechos de retazos. Entonces ella volvió, para darme las buenas noches y desearme buenos sueños. Me quedé despierto, pensando. Qué experiencia excepcional ser una mujer anciana y vivir sola en el medio de la nada. De repente un desconocido llama a su puerta en la noche, y no solo le abre, sino que lo hace pasar, le da la bienvenida y le proporciona alojamiento. De haber estado yo en lugar y ella en el mío, dudo que yo hubiera tenido el valor, y mucho menos la generosidad, de hacerlo. 

A la mañana siguiente me dio el desayuno en la cocina. Café y bizcochos calientes y crema en lata, pero tenía hambre y me pareció delicioso. La cocina era más vieja que el resto de la casa. La heladera hacía ruido y todo parecía a punto de fenecer, excepto un aparato bastante moderno, metido en un rincón: una congeladora. 

Ella no dejaba de conversar: 

-Me encantan los pájaros. Me siento tan culpable de no tirarles migajas en el invierno, pero no puedo permitir que se acerquen a la casa. Por los gatos. ¿Le gustan los gatos? 

-Sí. Tuve una siamesa llamada Toma. Vivió hasta los doce años, y viajamos juntos a todas partes. Por todo el mundo. Cuando murió no quise tener otro. 

-Entonces tal vez entienda esto – dijo, llevándome hasta la congeladora y abriéndola. Adentro no había nada más que gatos congelados, conservados perfectamente. Docenas de gatos. Sentí algo extraño -. Todos mis viejos amigos. Que se han ido. No puedo perderlos. Del todo. Rió y dijo: - Supongo que pensará que estoy un poco chiflada. 

Publicado en Música para camaleones, Sudamericana, Buenos Aires, 2000. Traducción: Rolando Costa Picazo.



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