13/3/14

Intimidades de una creación genial

Por Pablo Lettieri

Además de pequeños asuntos y sus penas cotidianas, el profuso epistolario de los últimos años de vida de Anton Chejov permite conocer detalles del proceso de elaboración de la que es, según la opinión mayoritaria, la más perfecta de sus obras como dramaturgo.

Durante los tres últimos años de su vida, entre 1902 y 1904, Anton Pavlovich Chejov escribió casi setecientas cartas que integran lo que puede considerarse casi un diario de la época más fecunda de su existencia creadora. En esas cartas, escritas principalmente a su mujer, la actriz Olga Knipper, (y a colegas como Gorki y Nekrasov, a su editor Adolf Marx, a Stanislavski y a Nemirovich-Danchenko, directores estos últimos del Teatro de Arte de Moscú), ninguna de sus demás piezas o relatos merece tantos comentarios como El jardín de los cerezos, justamente porque ella fue su última obra, estrenada en enero de 1904, pocos meses antes de su muerte. De las cartas se desprenden los pormenores del lento proceso de concepción de la pieza teatral que parece haberle despertado mayores desvelos y que es también, según muchos, la más perfecta de sus creaciones dramáticas.
Lentamente y con gran esfuerzo fue surgiendo la idea central de la pieza, y parece que Chejov tuvo no pocas dudas acerca de su composición. “Aún no tengo mucha fe en la obra, apenas la he vislumbrado en mi mente, como un temprano amanecer. Yo mismo no entiendo todavía cómo debe ser, qué saldrá de ella y cada día está cambiando”, le confesaba a su esposa, quien integraba el elenco del Teatro de Arte, el 20 de enero de 1902. Hay que decir que esta creación en particular implicaba un ambicioso plan del dramaturgo, porque en ella buscaba reflejar los poderosos cambios sociales de comienzos del siglo XX. “Rusia zumba como una colmena y a mí me sale todo pesado… ¡Quisiera escribir un obra animada, alentadora!”, se quejaba mientras buscaba una nueva forma de escritura que finalmente encontró. Y que revolucionó la escena moderna.
El jardín de los cerezos fue, sin dudas, la obra que Chejov más pulió. Se sabe que volvió a copiarla al menos dos veces, sacándole o agregándole escenas, personajes y situaciones. También hay que considerar que su concepción se vio afectada por las dificultades personales que atravesaba la intimidad del autor: una salud cada vez más frágil que lo obligaba a constantes reclusiones en Yalta ‒con el evidente perjuicio de su matrimonio, algo que se revela claramente en sus cartas‒, además de las tensas relaciones entre Olga y su hermana Masha, las mujeres más allegadas al autor.
Por otra parte, de la correspondencia con Stanislavski y a Nemirovich-Danchenko se desprende que, si bien los responsables del Teatro de Arte esperaban ansiosos su obra, las relaciones con el autor no eran tan idílicas como pudiera esperarse. “Con mi mujer creemos que usted no se siente bien, que se ha alejado y ha dejado de querer a nuestro teatro”, le reclamaba el director ruso en septiembre de 1902, a lo que Chejov respondió el 1º de octubre: “Pronto viajaré a Moscú y le explicaré por qué aún no está lista mi obra. Tengo el tema, pero todavía me falta el tesón”. Pero a comienzos de 1903 todavía no había podido siquiera empezar y el 23 de enero le confesaba a Olga: “Hoy recibí carta de Nemirovich y me pregunta por mi obra. Que la voy a escribir es tan cierto como que dos por dos son cuatro. Claro, si estoy sano. Pero no sé si lo lograré, si saldrá algo bueno”. El 5 de febrero le promete a Stanislavski que “el 20 de febrero pienso escribir la obra y terminarla para el 20 de marzo. En mi cabeza ya está lista. Se llamará El jardín de los cerezos. Son cuatro actos. En el primero se ven los cerezos florecientes a través de la ventana, un blanco jardín completo. Y las mujeres también vestidas de blanco. En una palabra, se reirán mucho y seguramente no se sabrá por qué causa.” Pero el 11 de abril le pregunta a Olga: “¿Tendrán ustedes una actriz adecuada para el papel de una dama entrada en años para El jardín de los cerezos? Si no, no habrá ninguna obra, ni la voy a escribir.” Y en julio le confiesa a Stanislavski: “Mi obra aún no está lista, adelanta con dificultad, lo que se debe en parte a mi pereza, al tiempo precioso y a la complejidad del tema. Me parece que su papel está bastante logrado aunque no me atrevo a juzgarlo, porque en general entiendo bastante poco de la obra con la simple lectura”. En un principio, Chejov se proponía darle a Stanislavski el papel de Lopajin aunque finalmente interpretó a Gáiev) y el comentario obedece al convencimiento absoluto por parte del autor de que la obra sólo se entiende con su representación sobre el escenario.
Para el 17 de agosto, Nemirovich-Danchenko casi le suplica a Chejov: “¿Cómo se te ocurre pensar que no necesitamos tu obra? ¡No hay buenas obras! ¡No existen! ¡Y si tú no nos escribes una, no tendremos nada! La espero con una impaciencia creciente”. El 15 de septiembre, Chejov parece querer tranquilizar a los integrantes del Teatro de Arte, porque le escribe a M. L. Alexeieva, esposa de Stanislavski: “Ya casi he terminado la obra, pero mi salud ha empeorado y he debido parar. No me salió un drama, sino una comedia, por momentos hasta una farsa. Y tengo miedo de que Vladimir Ivanovich (Nemirovich-Danchenko) se enoje conmigo”. El 9 de octubre le cuenta a Olga: “Estoy copiando la obra, termino pronto, mi palomita, te lo juro. Te aseguro que cada día de tardanza es en beneficio de la obra. Mejora cada vez más y los personajes ya se hicieron muy palpables. Sólo tengo miedo de que haya partes que puedan ser cortadas por la censura, eso sería horrible”.
Finalmente, Chejov terminó El jardín de los cerezos el 12 de octubre de 1903 y el Teatro de Arte de Moscú la recibió dos días después. El 19 de octubre le confiesa a Olga que se siente inseguro, acobardado por los resultados de la obra: “Me asusta la poca acción del segundo acto y cierta falta de elaboración del personaje de Trofímov. ¿Se estrenará mi obra? Y si lo hacen, ¿cuándo será?”
Pero las dudas del autor se despejaron pronto: Nemirovich-Danchenko le escribió: “Mi primera impresión sobre El jardín de los cerezos es que, como obra escénica, es superior a todas las tuyas anteriores”. Y el 21 de octubre, recibió un telegrama de Stanislavski en el que califica a su obra de genial. “Estoy tan conmovido que no puedo calmarme. Estoy muy entusiasmado. Considero que es la mejor obra de todo lo maravilloso que ha escrito.”, le expresó. Y la esposa de Stanislavski le confiesa que “cuando leímos la obra, muchos lloraron. Hasta los hombres… Pero a mí me pareció llena de optimismo, hasta me siento alegre cuando la voy a ensayar. Y hoy a la mañana, paseando, escuché el susurro de los arboles otoñales y recordé El jardín de los cerezos y me pareció que no es tanto una obra teatral sino más bien musical.”
La fecha de estreno se cambio muchas veces y terminó fijándose para el 17 de enero, día del onomástico de Anton Pavlovich, quien cada día se mostraba más preocupado por la suerte de su obra y pensaba que sin dudas fracasaría, como le había ocurrido con La gaviota. “Mis opiniones positivas le parecían simples consuelos, hasta tal punto dudaba de sí mismo”, recordaba más tarde Nemirovich-Danchenko. “Sólo nuestros esfuerzos y la energía con la que poníamos en escena su obra le daban un poco de esperanza”. 
Entre los muchos testimonios sobre el estreno de El jardín de los cerezos, aparece el del actor L.M. Leonidov, integrante del elenco: “Nunca olvidaré esa noche. En principio se había decidido que Chejov no estuviera presente en el teatro por si la obra fracasaba. Pero como habían programado un festejo sorpresa en honor de su onomástico, lo fueron a buscar ni bien había comenzado el espectáculo. Él estaba sentado en un pequeño diván detrás de escena, y lo vi muy tenso y pálido, y me di cuenta de cómo estaba sufriendo. Pero ya el tercer acto fue ovacionado y cuando la obra terminó y se levantó el telón, todo el público en la sala se levantó y aplaudió de pie cuando Anton Pavlovich salió a saludar”.
Luego del debut, El jardín de los cerezos se representó con éxito en Moscú, en Petersburgo y en todas las ciudades donde se estrenó. Sin embargo, Chejov se quejaba continuamente de las actuaciones: “En el Teatro de Arte, todos esos accesorios teatrales distraen al espectador y lo apartan del texto, ocultan a su autor. Quisiera que me interpretaran de manera muy sencilla, casi primitiva. ¿Acaso son así los personajes que he creado? Yo presenté unas vidas grises, limitadas, pero no un lloriqueo fastidioso. No quiero que hagan de mí ni un llorón ni un autor aburrido”. Y el propio Stanislavski era objeto de duras críticas por parte del autor: “Un acto que dura doce minutos como máximo, lo prolongan hasta cuarenta o más. Una cosa puedo decir: Stanislavski me arruinó la obra. Bueno, que Dios lo perdone.”
Las diferencias entre autor y director con respecto al carácter de El jardín de los cerezos son bien conocidas: Chejov aseguraba haber concebido una comedia con toques farsescos y Stanislavski la montó como una tragedia. El 10 de abril de 1904 el autor le pregunta a su mujer, Olga Knipper: “¿Por qué en los anuncios de los diarios llaman obstinadamente a mi obra “el drama”? Nemirovich y Alexeiev (Stanislavski) ven en mi obra algo que no escribí y puedo empeñar mi palabra que ambos no la leyeron atentamente ni una sola vez”.
Años más tarde, Nemirovich-Danchenko reconoció que la decepción de Chejov tenía ciertas razones: “No debemos cerrar los ojos. El pecado de nuestro teatro era la falta de comprensión sobre las configuraciones extremadamente delicadas del teatro de Chejov. Él pulía su realismo hasta lograr un símbolo. Captar ese tejido tan tierno de la obra chejoviana no nos resultaba fácil y es posible que más de una vez lo manejáramos de manera algo tosca”.
Un siglo después, desentrañar esas “configuraciones extremadamente delicadas” en El jardín de los cerezos sigue representando el verdadero desafío para cualquier director de escena en el mundo.     
 

Los fragmentos de las cartas se reproducen por gentileza de Editorial Leviatán y pertenecen al volumen Cartas (1902-1904) de Anton Pavlovich Chejov, con traducción, notas y prólogo de Irina Bogdachevski. (Buenos Aires, 2004)

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