2/2/15

Todo pintado


Por Pablo Lettieri

No es una novedad que, en los últimos años, las paredes de Buenos Aires exhiben una multiplicidad de colores y formas inimaginable décadas atrás. Grafitis, esténciles, murales e intervenciones varias, hacen del street art (arte callejero), una de las experiencias artísticas de mayor impulso en la ciudad. Inspirados por artistas como el británico Bansky –el pintor callejero más famoso a nivel global de quien, sin embargo, nadie conoce su rostro–, crece en todas partes el prestigio de los artistas callejeros porteños al tiempo que Buenos Aires gana un lugar de privilegio entre las ciudades que mejor expresan este fenómeno. Así los demuestran los tours grafiteros por Palermo, Belgrano, Colegiales, Barracas, San Telmo  (los barrios más intervenidos), las muestras del Centro Cultural Recoleta y el Palais de Glace, o el nivel alcanzado por artistas como Alfredo Segatori, Lean Frizzera, Martín Ron y Alfredo Genovese, quienes nada tienen para envidiar a los más importantes referentes del street art internacional.
Pero mucho antes del surgimiento de este fenómeno, cuando en las paredes de la ciudad sólo predominaba el gris –con el célebre Caminito de Quinquela Martín como única excepción–, hubo alguien que imaginó dotar de formas abstractas y colores contrastantes a los frentes de las casas de la calle en la que nació. Se trata de Marino Santa María, uno de los más destacados artistas argentinos, responsable de haber modificado definitivamente el aspecto del pasaje Lanín, en el barrio de Barracas, para transformarlo en un espacio para el arte público.
“Hacía tiempo que necesitaba una forma de comunicación diferente con el público. En mi estudio, siempre trabajé con las ventanas abiertas. Y los vecinos que pasaban se ponían a conversar conmigo y a espiar lo que estaba pintando, una forma de trabajo bien diferente de aquella del artista que crea encerrado en su taller con música de fondo”, cuenta Santa María mientras señala la ventana de la casa donde nació y vivió buena parte de su vida, que efectivamente se encuentra siempre abierta. Poco después, comenzó a pintar la fachada de su propio taller, para extenderse a las de las casas aledañas y luego, por pedido de los vecinos, intervenir la mayoría de las restantes a lo largo de las tres cuadras del pasaje. “Pensé en trabajar a partir de la abstracción y no con temas que, se supone, hacen a la tradición de Barracas, como los obreros o el tango”, señala Marino, quien inauguró el proyecto el 19 de abril de 2001, con una gran fiesta callejera con artistas y vecinos. Y desde 2005, comenzó a incorporar mosaico veneciano y azulejo con la técnica del trencadís a todas las fachadas, para conservar mejor el color original. “Para mí, Barracas es lo que Casapueblo fue para Páez Vilaró”, confiesa el artista, quien dedicó a este barrio sus mayores esfuerzos. Como testimonio de su compromiso afectivo están sus obras en la Ex Casa Cuna, la fachada del Hospital Británico o la muestra Memorias del Sur en la Fábrica Cassaforma, sin contar al famoso Lanín, que atrae turistas como moscas. Allí, Santa María desarrolla dos proyectos permanentes: uno educativo, gracias al cual chicos de más de 60 escuelas conocieron su trabajo para luego realizar su propio mosaico; y otro turístico, con interminables contingentes de extranjeros que diariamente visitan el pasaje. Pero no termina allí: Marino abriga nuevos proyectos; entre ellos, poder darle continuidad a la galería a cielo abierto que se extiende a lo largo del paredón del ferrocarril. En 2001, cuando inauguró el pasaje en plena crisis institucional del país, Marino expresaba que “el objetivo no del proyecto es convertir el pasaje en un museo al aire libre ni hacerlo peatonal al estilo de Caminito. Lo mejor sería que no pierda el ritmo que tiene para que el arte conviva con lo cotidiano. El arte público no tiene que tener funcionalidad, es simplemente para que esté al alcance de quienes no van a los museos”. A juzgar por la sonrisa que exhibe su rostro, pareciera que el objetivo fue satisfecho.

Marino Santa María
Calle Lanín 33 (C1274AEA) Barracas, Buenos Aires, Argentina
(54-9) (11) 5728-3364
marinosantamaria@hotmail.com

4/9/14

“Evité cuidadosamente el chiste de sonar posmoderno y sarcástico, en un país así”

Por Esteban Pintos
Publicado en PÁGINA 12

Durante una entrevista con Página/12 publicada hace una década, el exlíder de Soda Stereo contó cómo reflejó en "Siempre es hoy", su cuarto álbum solista, la situación del país de entonces: "La gente está muy confundida, todos estamos muy confundidos, porque además las cosas están reflejadas por medios que nos confunden más aún, y que también están confundidos como nosotros", dijo.
  
Soda Stereo, siempre Soda Stereo. Aunque falten sólo cuatro días para la aparición de Siempre es hoy, cuarto disco solista de Gustavo Cerati, y la conversación derive de las flamantes 17 canciones –sus motivaciones, sonido e intenciones hacia la Argentina de la hiperinflación y el corralito y de cómo eso conecta con su obra– finalmente aparece esa marca registrada que lo condujo a la cúpula del rock latino desde mediados de los ochenta. En este caso, la intromisión temática sucede porque durante la primera entrega de los premios Video Music Awards Latinoamerica, organizada por MTV, el grupo recibió un reconocimiento a la trayectoria y el mismo Cerati, Charly Alberti y Z Bosio volvieron a pisar juntos un escenario, intercambiaron unas palabras y se destinaron sonrisas de satisfacción, aun en el contexto general de una escena destinada, únicamente, a ser televisada.

“La primera intención de MTV era que tocáramos. Lo cual era absolutamente absurdo, pero bueno...”, dice Cerati a Página/12 en el living de una casa de Coghlan. “Supongo que los gerentes norteamericanos habrán dicho ‘probemos, en una de esas agarran viaje...’. En todo caso, sirvió de excusa para que nos juntáramos. Hacía mucho que no estábamos los tres juntos, más precisamente desde la última vez que tocamos. No dejé nunca de pensar en eso: ‘Es Soda Stereo que se junta después de tanto tiempo’. Pero era nada más que un premio que nos otorgaron, nada más. Soy una persona que no logra emocionarse por ese tipo de cosas. No lo logro y creo que no lo voy a lograr nunca. Lo que no quiere decir que haya disfrutado de encontrarme con ellos. Y después, el premio en sí mismo. Yo sé que está revestido de otros significados, pero no lo puedo ensalzar más que eso. El premio fue un reconocimiento, en un show televisivo armado por MTV. Nos sentimos agradecidísimos. Pero fue eso: un show. Stop.” No hace falta preguntar más.

Pero el tema de esta nota es Siempre es hoy, el disco que sorprende por su vocación guitarrera, el ritmo enérgico impuesto por la banda de acompañamiento (Cerati, Flavio Etcheto, Leandro Fresco, Fernando Nalé, Pedro Moscuzza, Javier Zucker) y las certezas que emergen de las canciones. Títulos como “No te creo”, “Nací para esto” o “Vivo” refieren inequívocamente a una sensación de seguridad que parece el correlato de un sonido vivo que, como resultado, condujo a la conformación de un disco vital. Más directo que Amor amarillo, menos ambiguo que Bocanada y definitivamente menos ampuloso que 11 episodios sinfónicos. Lo que resalta en Siempre es hoy, más allá de cierta búsqueda morbosa por encontrar señales de la realidad personal de su autor (separación, nueva pareja, etc.), son las guitarras de Cerati. El sonido de esas guitarras, acústicas y eléctricas, distingue el nuevo disco, sumado al pulso firme de la batería. El ornamento electrónico que aparece y desaparece, determinan la marcha rítmica general de un disco que ofrece, además, las participaciones de Charly García (piano y Rhodes en “Vivo” y “Sudestada”), Domingo Cura (bombos en la cabalgata electropercusiva “Sulky”), Camilo “Tea Time” (de Los Tetas, en “Altar”) y sí, su actual pareja, ex modelo, actual conductora de televisión Déborah de Corral (coros y demás ruidos en “Casa”, “Torre de marfil” y “Altar”).

–¿Podría detallar el proceso de composición y grabación de este disco? Le llevó más tiempo que ninguno de sus otros discos solistas...

–Sí, como experiencia es la primera vez que me tomo tanto tiempo en hacer un disco. A grandes rasgos, fueron dos etapas... Quizá más, pero hubo dos bloques más definidos de surgimiento de canciones. Eso resultó muy interesante. Por ejemplo, hubo una primera andanada de canciones que fueron producto de jams que hicimos con la banda, de ahí salieron como veintipico. Dejamos reposar eso y luego fuimos haciendo como una especie de selección a lo largo del tiempo, de cómo iban pegando todas esas cosas que ocurrieron. Después de hacer 11 episodios sinfónicos, el disco de +bien, volví un poco a la carga con lo que había hecho, lo grabamos a partir de las ideas que yo había editado y se agregaron una cantidad de canciones, de un nuevo período. El disco se conforma por eso. He grabado en cuatro estudios diferentes, distinto a otras veces en donde componía, grababa en un estudio, mezclaba y se acabó. Acá hubo idas y venidas, momentos de decantación, algo que es muy interesante porque muchas veces en el fragor de una grabación no se tiene una oportunidad de tener una mirada a la distancia.

–El título del disco sugiere la idea de un presente continuo, sin pasado al que volver ni futuro hacia donde dirigirse ¿Es así?

–Es como una puerta hacia todos los tiempos, en realidad. En el hoy se aglutinan todos los tiempos, esa es la sensación que tengo. El hoy es como el futuro, o deseo que sea como el futuro. O deseo que no sea como el pasado... Al mismo tiempo, el sentido del título del disco es una celebración (y el disco, diría), a pesar de que tenga momentos y momentos. No es una prisión temporal, todo lo contrario. Incluso los momentos más “ásperos” son celebraciones de la vida, con todos sus vaivenes. Por otro lado, está pensado para tocarlo en vivo, tiene esa impronta de grabación como objetivo. Está definitivamente más ligado a eso que otros discos: Bocanada no tenía nada de eso, Amor amarillo mucho menos... Es más directo, está desprovisto de cinismo. En cuanto tuve cierta actitud cínica posmoderna, traté de borrarla. En ese sentido creo que se emparenta con la aparente realidad que vivimos. La gente está muy confundida, todos estamos muy confundidos, porque además las cosas están reflejadas por medios que nos confunden más aún, y que también están confundidos como nosotros... Entonces, quizás, la búsqueda de ciertas certezas por decirlo así, la necesidad de que las cosas fuesen así, sin filtro. Digo: evité cuidadosamente el chiste de sonar posmoderno y sarcástico, en un país así. No me interesaba que el disco tuviera eso. Justamente porque ese es el chiste fácil, el que aparece por todos lados. Ys me parece decadente.

–A lo largo de este año y sobre todo en sus actuaciones por Latinoamérica, le han preguntado por la situación argentina ¿Cómo se llevó su actividad artística (recitales, grabaciones) con la realidad argentina pos 20 de diciembre?

–No me quise sumar a Nito Artaza porque ya está Cerutti... (risas) A mí también me pegó fuerte el tema del corralito. La verdad es que, que se yo, en todo este tiempo estuve acá. Pero pasan cosas increíbles... Por ejemplo, hay algo que grafica esta situación: el 20 de diciembre, cuando la gente salía a la calle indignada y en cuestión de minutos se iba produciendo a través de los medios un efecto ping-pong, de cómo eso se iba agigantando, yo estaba dentro de un estudio de televisión. No teníamos la más puta idea de lo que estaba ocurriendo, sí teníamos la sensación, pero no teníamos la idea concreta, esa cosa gente-televisión-gente reaccionando. Ese mismo día, estaba grabando para “Fútbol de primera” con un montón de gente dentro del estudio que estaba como yo... Me acuerdo que enchufé la guitarra y cuando prendí el equipo, salió el presidente casi depuesto en ese momento (De la Rúa) con un mensaje tremendo... Yo dije “graben ahora, porque algo está pasando” Quiero decir, eso demuestra un poco también que la conexión que uno tiene con la realidad es medio relativa. Yo, en ese momento, estaba haciendo lo mío... Pero en todo este tiempo viví situaciones muy extrañas, entre otras cosas la saturación completa y absoluta de la información y la necesidad de recuperar lo que uno es –aun a pesar de todas las circunstancias alrededor–, de pensar en la vida, en el tiempo que se nos está yendo. Lamentablemente toda esta mierda disparada y generada, y toda esta gran confusión... Quiero que se entienda bien: a la cultura, al arte, en un punto le vienen bien. Es algo que energiza, lo estoy viendo en las reacciones, como una fuerza contraria al bajón. Lo que no quiere decir que no vea lo que está pasando, no estoy aislado. Pero a mi manera me aíslo haciendo música. Fue un período de movimientos fuertes en mi vida, y de replanteos fuertes también. Todo eso ocurrió más o menos al mismo tiempo que todo el delirio del afuera, de la realidad.

–Con Soda Stereo en un pico de popularidad, usted vivió otro período muy crítico de la realidad argentina: la hiperinflación de 1989. ¿Qué diferencias y semejantes ve entre aquella y esta crisis?

–A veces parece que “un solo hombre ha nacido, un solo hombre muere”. Es como una sensación de vaivenes cíclicos por los cuales nosotros, como argentinos, estamos condenados. Pero con una diferencia: yo siento que lo de la hiperinflación fue una situación de descontrol tremendo, pero esto ha sido ya directamente... fatal. Parece que ya no podemos soportar más ningún ciclo. Creo que la hiperinflación fue una gran decepción, desde el punto de vista de que veníamos muy contentos de haber recuperado la democracia y haber salido de una cosa muy fatídica, la guerra de Malvinas. De ahí sale Soda Stereo...

–Sus canciones fueron parte central de la banda de sonido de aquella “primavera democrática”...


–Sí, estábamos así. Me acuerdo que poníamos “El Sodazo” cuando venía Alfonsín. Hace casi veinte años votábamos a Alfonsín porque sentíamos que era el papá bueno que iba a venir a ordenar las cosas. No fue así. Y después se nos cayó la inocencia: nos dimos cuenta de que estaba todo muy bien con que la gente pudiera expresarse pero... que nos estaban llevando a cualquier lado. Esa es la sensación que aún tengo de este país: hay una idea instalada en nosotros que es muy nociva. Y que de alguna manera se refuerza con esos movimientos brutales cíclicos que se producen, que hacen que la gente se sienta estafada. Por un lado, en teoría, no creíamos racionalmente que podíamos llegar a ver la destrucción de buena parte del país, y la estamos viendo. Sin embargo, en otro sentido, más perverso, también nos imaginábamos que esto podía llegar a ocurrir. ¿Por qué? Porque todos sabemos que en la Argentina muchas cosas se hacen mal. Y la verdad es que gran parte de las cosas se hacen mal porque a mucha gente no le interesa hacer las cosas bien. A mucha gente no le interesa el otro. Hay quienes piensan que yo no tengo relación con el entorno social, porque mis canciones están escritas en primera persona, con cosas que tienen que ver conmigo o que son demasiado metafóricas. Pero es imposible que no te influya lo que pasa. Es como pensar que Spinetta en la época de Pescado Rabioso escribía esas letras porque era un tipo drogado... Es absurdo. Hay diferentes niveles de antena.

13/3/14

Intimidades de una creación genial

Por Pablo Lettieri

Además de pequeños asuntos y sus penas cotidianas, el profuso epistolario de los últimos años de vida de Anton Chejov permite conocer detalles del proceso de elaboración de la que es, según la opinión mayoritaria, la más perfecta de sus obras como dramaturgo.

Durante los tres últimos años de su vida, entre 1902 y 1904, Anton Pavlovich Chejov escribió casi setecientas cartas que integran lo que puede considerarse casi un diario de la época más fecunda de su existencia creadora. En esas cartas, escritas principalmente a su mujer, la actriz Olga Knipper, (y a colegas como Gorki y Nekrasov, a su editor Adolf Marx, a Stanislavski y a Nemirovich-Danchenko, directores estos últimos del Teatro de Arte de Moscú), ninguna de sus demás piezas o relatos merece tantos comentarios como El jardín de los cerezos, justamente porque ella fue su última obra, estrenada en enero de 1904, pocos meses antes de su muerte. De las cartas se desprenden los pormenores del lento proceso de concepción de la pieza teatral que parece haberle despertado mayores desvelos y que es también, según muchos, la más perfecta de sus creaciones dramáticas.
Lentamente y con gran esfuerzo fue surgiendo la idea central de la pieza, y parece que Chejov tuvo no pocas dudas acerca de su composición. “Aún no tengo mucha fe en la obra, apenas la he vislumbrado en mi mente, como un temprano amanecer. Yo mismo no entiendo todavía cómo debe ser, qué saldrá de ella y cada día está cambiando”, le confesaba a su esposa, quien integraba el elenco del Teatro de Arte, el 20 de enero de 1902. Hay que decir que esta creación en particular implicaba un ambicioso plan del dramaturgo, porque en ella buscaba reflejar los poderosos cambios sociales de comienzos del siglo XX. “Rusia zumba como una colmena y a mí me sale todo pesado… ¡Quisiera escribir un obra animada, alentadora!”, se quejaba mientras buscaba una nueva forma de escritura que finalmente encontró. Y que revolucionó la escena moderna.
El jardín de los cerezos fue, sin dudas, la obra que Chejov más pulió. Se sabe que volvió a copiarla al menos dos veces, sacándole o agregándole escenas, personajes y situaciones. También hay que considerar que su concepción se vio afectada por las dificultades personales que atravesaba la intimidad del autor: una salud cada vez más frágil que lo obligaba a constantes reclusiones en Yalta ‒con el evidente perjuicio de su matrimonio, algo que se revela claramente en sus cartas‒, además de las tensas relaciones entre Olga y su hermana Masha, las mujeres más allegadas al autor.
Por otra parte, de la correspondencia con Stanislavski y a Nemirovich-Danchenko se desprende que, si bien los responsables del Teatro de Arte esperaban ansiosos su obra, las relaciones con el autor no eran tan idílicas como pudiera esperarse. “Con mi mujer creemos que usted no se siente bien, que se ha alejado y ha dejado de querer a nuestro teatro”, le reclamaba el director ruso en septiembre de 1902, a lo que Chejov respondió el 1º de octubre: “Pronto viajaré a Moscú y le explicaré por qué aún no está lista mi obra. Tengo el tema, pero todavía me falta el tesón”. Pero a comienzos de 1903 todavía no había podido siquiera empezar y el 23 de enero le confesaba a Olga: “Hoy recibí carta de Nemirovich y me pregunta por mi obra. Que la voy a escribir es tan cierto como que dos por dos son cuatro. Claro, si estoy sano. Pero no sé si lo lograré, si saldrá algo bueno”. El 5 de febrero le promete a Stanislavski que “el 20 de febrero pienso escribir la obra y terminarla para el 20 de marzo. En mi cabeza ya está lista. Se llamará El jardín de los cerezos. Son cuatro actos. En el primero se ven los cerezos florecientes a través de la ventana, un blanco jardín completo. Y las mujeres también vestidas de blanco. En una palabra, se reirán mucho y seguramente no se sabrá por qué causa.” Pero el 11 de abril le pregunta a Olga: “¿Tendrán ustedes una actriz adecuada para el papel de una dama entrada en años para El jardín de los cerezos? Si no, no habrá ninguna obra, ni la voy a escribir.” Y en julio le confiesa a Stanislavski: “Mi obra aún no está lista, adelanta con dificultad, lo que se debe en parte a mi pereza, al tiempo precioso y a la complejidad del tema. Me parece que su papel está bastante logrado aunque no me atrevo a juzgarlo, porque en general entiendo bastante poco de la obra con la simple lectura”. En un principio, Chejov se proponía darle a Stanislavski el papel de Lopajin aunque finalmente interpretó a Gáiev) y el comentario obedece al convencimiento absoluto por parte del autor de que la obra sólo se entiende con su representación sobre el escenario.
Para el 17 de agosto, Nemirovich-Danchenko casi le suplica a Chejov: “¿Cómo se te ocurre pensar que no necesitamos tu obra? ¡No hay buenas obras! ¡No existen! ¡Y si tú no nos escribes una, no tendremos nada! La espero con una impaciencia creciente”. El 15 de septiembre, Chejov parece querer tranquilizar a los integrantes del Teatro de Arte, porque le escribe a M. L. Alexeieva, esposa de Stanislavski: “Ya casi he terminado la obra, pero mi salud ha empeorado y he debido parar. No me salió un drama, sino una comedia, por momentos hasta una farsa. Y tengo miedo de que Vladimir Ivanovich (Nemirovich-Danchenko) se enoje conmigo”. El 9 de octubre le cuenta a Olga: “Estoy copiando la obra, termino pronto, mi palomita, te lo juro. Te aseguro que cada día de tardanza es en beneficio de la obra. Mejora cada vez más y los personajes ya se hicieron muy palpables. Sólo tengo miedo de que haya partes que puedan ser cortadas por la censura, eso sería horrible”.
Finalmente, Chejov terminó El jardín de los cerezos el 12 de octubre de 1903 y el Teatro de Arte de Moscú la recibió dos días después. El 19 de octubre le confiesa a Olga que se siente inseguro, acobardado por los resultados de la obra: “Me asusta la poca acción del segundo acto y cierta falta de elaboración del personaje de Trofímov. ¿Se estrenará mi obra? Y si lo hacen, ¿cuándo será?”
Pero las dudas del autor se despejaron pronto: Nemirovich-Danchenko le escribió: “Mi primera impresión sobre El jardín de los cerezos es que, como obra escénica, es superior a todas las tuyas anteriores”. Y el 21 de octubre, recibió un telegrama de Stanislavski en el que califica a su obra de genial. “Estoy tan conmovido que no puedo calmarme. Estoy muy entusiasmado. Considero que es la mejor obra de todo lo maravilloso que ha escrito.”, le expresó. Y la esposa de Stanislavski le confiesa que “cuando leímos la obra, muchos lloraron. Hasta los hombres… Pero a mí me pareció llena de optimismo, hasta me siento alegre cuando la voy a ensayar. Y hoy a la mañana, paseando, escuché el susurro de los arboles otoñales y recordé El jardín de los cerezos y me pareció que no es tanto una obra teatral sino más bien musical.”
La fecha de estreno se cambio muchas veces y terminó fijándose para el 17 de enero, día del onomástico de Anton Pavlovich, quien cada día se mostraba más preocupado por la suerte de su obra y pensaba que sin dudas fracasaría, como le había ocurrido con La gaviota. “Mis opiniones positivas le parecían simples consuelos, hasta tal punto dudaba de sí mismo”, recordaba más tarde Nemirovich-Danchenko. “Sólo nuestros esfuerzos y la energía con la que poníamos en escena su obra le daban un poco de esperanza”. 
Entre los muchos testimonios sobre el estreno de El jardín de los cerezos, aparece el del actor L.M. Leonidov, integrante del elenco: “Nunca olvidaré esa noche. En principio se había decidido que Chejov no estuviera presente en el teatro por si la obra fracasaba. Pero como habían programado un festejo sorpresa en honor de su onomástico, lo fueron a buscar ni bien había comenzado el espectáculo. Él estaba sentado en un pequeño diván detrás de escena, y lo vi muy tenso y pálido, y me di cuenta de cómo estaba sufriendo. Pero ya el tercer acto fue ovacionado y cuando la obra terminó y se levantó el telón, todo el público en la sala se levantó y aplaudió de pie cuando Anton Pavlovich salió a saludar”.
Luego del debut, El jardín de los cerezos se representó con éxito en Moscú, en Petersburgo y en todas las ciudades donde se estrenó. Sin embargo, Chejov se quejaba continuamente de las actuaciones: “En el Teatro de Arte, todos esos accesorios teatrales distraen al espectador y lo apartan del texto, ocultan a su autor. Quisiera que me interpretaran de manera muy sencilla, casi primitiva. ¿Acaso son así los personajes que he creado? Yo presenté unas vidas grises, limitadas, pero no un lloriqueo fastidioso. No quiero que hagan de mí ni un llorón ni un autor aburrido”. Y el propio Stanislavski era objeto de duras críticas por parte del autor: “Un acto que dura doce minutos como máximo, lo prolongan hasta cuarenta o más. Una cosa puedo decir: Stanislavski me arruinó la obra. Bueno, que Dios lo perdone.”
Las diferencias entre autor y director con respecto al carácter de El jardín de los cerezos son bien conocidas: Chejov aseguraba haber concebido una comedia con toques farsescos y Stanislavski la montó como una tragedia. El 10 de abril de 1904 el autor le pregunta a su mujer, Olga Knipper: “¿Por qué en los anuncios de los diarios llaman obstinadamente a mi obra “el drama”? Nemirovich y Alexeiev (Stanislavski) ven en mi obra algo que no escribí y puedo empeñar mi palabra que ambos no la leyeron atentamente ni una sola vez”.
Años más tarde, Nemirovich-Danchenko reconoció que la decepción de Chejov tenía ciertas razones: “No debemos cerrar los ojos. El pecado de nuestro teatro era la falta de comprensión sobre las configuraciones extremadamente delicadas del teatro de Chejov. Él pulía su realismo hasta lograr un símbolo. Captar ese tejido tan tierno de la obra chejoviana no nos resultaba fácil y es posible que más de una vez lo manejáramos de manera algo tosca”.
Un siglo después, desentrañar esas “configuraciones extremadamente delicadas” en El jardín de los cerezos sigue representando el verdadero desafío para cualquier director de escena en el mundo.     
 

Los fragmentos de las cartas se reproducen por gentileza de Editorial Leviatán y pertenecen al volumen Cartas (1902-1904) de Anton Pavlovich Chejov, con traducción, notas y prólogo de Irina Bogdachevski. (Buenos Aires, 2004)

9/2/14



Por Patricio Pron

“Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto”, escribió Anton Chéjov en cierta ocasión. No es una diferencia poco importante, puesto que en ella radica la fascinación que la narrativa del escritor ruso ha provocado en varias generaciones de escritores y lectores de todo el mundo, asombrados ante su talento irreductible para explicar un mundo hostil y ajeno a los personajes a través de la observación más sutil y con una prosa de la mayor sencillez. En los mejores relatos de Chéjov es lo que no se dice lo que importa realmente, nunca lo dicho, y es por ello que este magisterio (tan bien aprovechado por Ernst Hemingway, Raymond Carver o Tobias Wolff) permanece sólo al alcance de los lectores que deseen inferirlo de sus relatos o de libros como los imprescindibles Consejos a un escritor (2004), Sin trama y sin final: 99 consejos para escritores (2005) y ahora este Cuaderno de notas, versionado por el escritor argentino Leopoldo Brizuela en una traducción deficiente del francés que, sin embargo, no disminuye su atractivo.
El Cuaderno de notas forma serie con las libretas de apuntes de muchos otros autores (con el cuaderno de Julien Gracq en un lugar de preeminencia), pero lo que lo destaca de entre ellas es su carácter heterogéneo: las notas tomadas por Chéjov entre 1891 y 1904, año de su muerte, no son autobiográficas, aunque a menudo narran viajes reales realizados por su autor o situaciones que le sucedieron a él o a otras personas de su entorno, ni son borradores explícitos de obras específicas, aunque Chéjov suele apuntar títulos y nombres (casi todos grotescos) para posibles personajes. Se trata más bien de miniaturas y esbozos escritos para un uso personal y privado y sin la intención de ser publicados en el futuro pero que, sin embargo, tienen la plasticidad, el sentido del humor melancólico y escéptico y la gracia de toda la obra del escritor ruso. Así, algunas notas narran situaciones triviales (“Día 20. Nos levantamos a las ocho de la mañana. Visita a la catedral de San Esteban. Compra de una bolsista de tabaco a 4 guldens”), otras son graciosas (“Se me ha ocurrido un truco para escribir en el tren. Funciona, puedo escribir, pero mal”; “Los muertos no se avergüenzan aunque hieden horriblemente”; “El suelo es tan rico que si uno planta aquí un limonero, un año más tarde brota un coche”), tienen un carácter político (“¿Los aristócratas? Las mismas formas odiosas, la misma negligencia física, las mismas toses con flema, la misma vejez desdentada, y la misma muerte desagradable que los pequeñoburgueses”; “No existe una ‘ciencia nacional’, del mismo modo que no existe la tabla de multiplicar nacional; lo nacional no tiene nada que ver con lo científico”) o trazan un retrato despiadado y embrutecido de Rusia y sus habitantes (“Rusia es una inmensa llanura por donde pasea un maleante”). También hay notas filosóficas: “Salomón se equivocaba al ansiar sabiduría”, “Cuando estamos sedientos tenemos la impresión de que podríamos beber el mar entero: eso es la fe. Pero cuando comenzamos a beber, sólo podemos tomar uno o dos vasos: eso es la ciencia” u “Oponerse al mal es imposible; oponerse al bien, no”. Este tipo de pequeñas iluminaciones que adquieren la forma de aforismos (“Un perro hambriento sólo cree en la carne”, “En los hoteles rusos huelen mal los manteles limpios”, “Un hombre honesto llega a sentir vergüenza, a veces, delante de un perro”) están entre lo más destacado del libro y funcionan como cuentos brevísimos de una contundencia inusual, al igual que los comienzos de relatos nunca escritos o sus resúmenes, que podrían dar de comer a un escritor de un talento inferior al de Chéjov durante toda su vida: “Él no había sido feliz más que una sola vez en su vida: bajo un paraguas”, “Al regresar a su pueblo, al pasar frente a la casa donde Nina se moría, ella vio papeles blancos sobre las ventanas”, “Desde Petersburgo, el lacayo Vasili vuelve a su casa en el distrito de Vereisk, cuenta a su mujer y a sus hijos toda clase de cosas, pero ellos no le creen, piensan que se da aires y se ríen de él. Él se da un atracón de carnero”.
El Cuaderno de notas de Chéjov no es exactamente autobiográfico, como hemos dicho, aunque apuntes como el de una receta para curar la transpiración excesiva de los pies deban ser incluidas probablemente en ese rubro. Sin embargo, el propio Chéjov, y ya no sólo sus opiniones, se cuela en el libro con una insistencia sólo disimulada por una pudorosa tercera persona: “En su vida, sólo había dos fuentes de verdadera felicidad: los escritores y, a veces, la naturaleza”. Esta discreción sólo es dejada de lado en pasajes puntuales que narran eventos que parecen haber sido de gran importancia para su autor; así, la visita del 12 de setiembre de 1901 o la llamada del 7 de diciembre de 1901 a León Tolstoi son registradas escueta pero significativamente. Chéjov dice que hablaron pero no cuenta de qué, y esa ausencia no sólo pesa al lector, que hubiera deseado saber qué se dijeron los dos grandes escritores rusos, sino también recuerda que en la narrativa del escritor ruso es lo que no se dice lo importante.
Richard Ford escribió en la introducción a su antología de relatos de Chéjov publicada en 2001 que éste “casi siempre nos aborda con una gran seriedad centrada en algo que se propone hacer irreductible y accesible, y mediante esta concentración quiere insistir en que nos tomemos la vida a pecho”. Sin embargo, hay una liviandad trágica y una ironía en la obra de Chéjov que induce al lector a no tomarse nada en serio, incluyendo al propio autor. El mundo podría ser dividido entre quienes prefieren la vastedad atormentada de Dostoievski a la brevedad desencantada de Chéjov, que aún sonríe tristemente ante los grandes dramas de nuestras vidas ridículas; para quienes prefieran al segundo, éste es el libro.~

24/1/14

Josep Maria Miró, un autor político

El dramaturgo Josep Maria Miró


Por Laurent Gallardo


«Le théâtre est un art violemment polémique.»
Antoine Vitez


Antes de entregarse a la escritura dramática, Josep Maria Miró trabajó como periodista durante mucho tiempo. Actualmente se ha alejado de aquella primera vocación, pero su mirada sobre el mundo continúa siendo la del observador que busca la verdad. Si su obra ha sido calificada a menudo de polémica es precisamente porque se inspira en la realidad de su entorno con la intención de suscitar el debate.
Este compromiso, que es la razón fundamental de su relación con el teatro, se percibe en la búsqueda formal de su escritura, que tiende a reflejar la complejidad del mundo. De este modo, rechaza desde sus primeras piezas el teatro basado en la peripecia, obvio y sin repliegues que, bajo una apariencia de modernidad desacomplejada, en realidad sólo es una prolongación de las antiguallas del teatro burgués. Las obras de Josep Maria Miró desorientan, perturban, inquietan; abren nuevos horizontes en los que las cosas que vemos parecen adquirir de pronto una dimensión que trastoca progresivamente las perspectivas. Son una de las más bellas cristalizaciones de esta inquietud tan particular, cuya simple expectativa constituye hoy una de las pocas razones para continuar asistiendo al teatro. Pero, ¿dónde radica su verdadera fuerza? ¿Cómo se transforma la duda en proyectil? ¿Y en proyectil que, a una velocidad asombrosa, tritura los prejuicios, acaba con los tópicos y estalla en medio de eso que llamamos teatro?
El principio de Arquímedes no es una obra sobre la pedofilia, que como mucho es un pretexto teatral para apuntar a otro objetivo mucho más alto. Josep Maria Miró construye, dentro del ámbito clorado de una piscina municipal –parábola perfecta de nuestra sociedad aséptica hasta el exceso-, una historia a partir de un hecho que no sabemos si es real o no: una niña cuenta a sus padres que ha visto cómo un entrenador le daba un beso en la boca a uno de sus compañeros. ¿Se trata de un beso inocente en la mejilla, como no se cansa de repetir el entrenador, o había realmente una intención morbosa? Los hechos son presentados bajo dos lecturas completamente antinómicas entre sí, que permanecen inmutables a lo largo de toda la obra, de manera que es el espectador quien ha de resolver en última instancia el difícil dilema. Tal como se podía apreciar en La mujer que perdía todos los aviones y en Gang Bang, en El principio de Arquímedes vuelve a aparecer una constante creativa de Josep Maria Miró: el espectador es empujado a tomar una posición, se le solicita que participe en el debate social que plantea la obra. Se acabó el abandono a la ilusión teatral y el dejar que el dramaturgo dicte la actitud a adoptar. Esta libertad recobrada es el engranaje sobre el cual se construye la utopía concreta de un teatro político que no resulta ni asertivo ni dogmático, sino mayéutico.
Por otra parte, el problema planteado por la obra no es tan sólo saber si el entrenador es culpable o inocente, ya que no hay ningún indicio textual objetivo que autorice a decir una cosa o la otra; se trata también, y sobre todo, de preguntarse qué modelo de sociedad se está imponiendo en Occidente. ¿Preferimos vivir en un mundo donde todavía se permita un gesto de ternura hacia un niño, aunque así quede margen para los abusos, o preferimos una sociedad con seguridad blindada que imponga el control de los individuos para prevenir cualquier riesgo? Éste es el verdadero dilema al que se enfrentan las sociedades occidentales. La proliferación de los dispositivos de seguridad hace pensar que la elección ya está tomada. Después de todo, en El principio de Arquímedes la opinión pública acaba condenando al entrenador no por lo que ha hecho, sino por lo que habría podido hacer.
Así pues, más allá del problema social de la pedofilia, esta obra refleja una realidad mucho más amplia que se establece sin que nos demos cuenta y que el filósofo Gilles Deleuze asocia con el surgimiento de un nuevo fascismo: “En lugar de constituir una política y una economía de guerra, el neofascismo es un consenso mundial para la seguridad, para la gestión de una paz que no resulta menos terrible, con una organización concertada de cada temor, de cada angustia, que nos convierte a cada uno en un microfascista encargado de ahogar cualquier cosa, cualquier rostro, cualquier palabra un poco fuerte, en nuestra calle, en nuestro barrio, en nuestro cine.” 
Es contra esta anestesia general, de donde extrae su fuerza consensual nuestra época, contra la que Josep Maria Miró ejerce su resistencia. Y si hay polémica es porque, por encima de todo, hay teatro.


Laurent Gallardo es miembro de la Maison Antoine Vitez de París. Fue el traductor al francés de El principio de Arquímedes. 

2/12/13

“Me voy al mar para ser el mar”

Por Jorge Dubatti (*)
Publicado en PÁGINA 12

¿Cómo nombrar a Alejandro mientras lloro su muerte? Gran espíritu, gran amigo. Actor excepcional, actor-esfinge del teatro argentino de todos los tiempos, clásico y underground a la vez, gigante en el San Martín y en el Parakultural, en el Club del Vino y en el Rojas, el hermano de Batato y el discípulo de Martín Adjemian y Augusto Fernandes. Imágenes imborrables, radiantes, en el corazón: su Demonio en El relámpago, su Polonio y su Actor en Hamlet o la guerra de los teatros, su joven Hitler en Mein Kampf farsa, su Juana de Ibarbourou en El método de Juana, su María Julia en La Carancha, su Wittgenstein en Almuerzo en la casa de Ludwig W. Actor-poeta, poeta-actor, autor de tres libros inefables, referencia esencial de la literatura de la posdictadura (aunque él decía que no era escritor), escritos a mano en cuadernos llenos de dibujos que ocultaba u olvidaba en baúles y que me honra haber rescatado, incluso contra su voluntad: Vagones transportan humo (2000), elegido por Página/12 entre los mejores libros de ese año, Legión Re-ligión. Las 13 Oraciones (2007), La poseída (2008). Me regaló muchos de esos cuadernos, que atesoro y espero publicar.

En una pared del departamento de Miramar que le prestamos con Nora, donde pasó varias semanas, escribió: “Me voy al mar/ para ser el mar”, parte de uno de sus poemas más bellos. Maestro sufi, le regalé El pájaro azul, de Maeterlinck, y enloquecido me dijo que iba a adaptar esa obra, bajo la forma de un Tiltil anciano y decrépito que recuerda su viaje metafísico. A cambio me regaló Los sufis, de Idries Shah, libro que me cambió la vida. Alejandro grabó textos de maestros sufis para mi programa de Radio Nacional, y textos de Octavio Paz, Marosa Di Giorgio y otros poetas; esas cintas son otra forma de conservar su memoria. Recuerdo su visita a la Escuela de Espectadores cuando estrenó Atendiendo al Sr. Sloane: se pasó las dos horas cantando flamenco y recitando poemas, los espectadores en trance. Adorado Alejandro, gracias por tu teatro sagrado y por tu persona luminosa.

(*) Doctor en Historia y Teoría de las Artes.

Me voy al mar
a reconciliarme
con todos los que están adentro
para que salgan afuera
y se vayan
tranquilos ellos
tranquilo yo
otra vez el cuenco de paz.
Me voy al mar a reírme
para volverme rico
para hacer cosas buenas
para enseñar como hacerlo
me voy a descifrar mensajes
porque me llaman
me voy a buscar piedras preciosas
abajo de las olas.

Alejandro Urdapilleta
Vagones transportan humo.

28/10/13

Adiós al poeta rockero del lado salvaje

Por Roque Casciero
Publicado en PÁGINA 12

Tenía pésimo carácter, era manipulador y lo odiaban casi todos lo que habían trabajado con él, con Andy Warhol a la cabeza. Sin embargo, ninguno de ellos podía dejar de reconocer la dimensión extraordinaria de su obra, su cualidad única para lograr que la poesía, el rock y la vanguardia musical salieran juntos a dar un paseo por el lado salvaje de Nueva York, del mundo, de la vida. Lou Reed, que falleció ayer a los 71 años por causas todavía no determinadas –-había sido sometido a un trasplante de hígado en mayo pasado– fue eso y mucho más, en cinco décadas de carrera que transformaron no sólo al rock sino a la cultura occidental toda. Sin Velvet Underground, la banda que lideró a fines de los ’60, no podría siquiera imaginarse al glam, al punk ni al rock alternativo. Así de monumental fue la influencia de Reed, poeta del rock y rockero poético. Y así lo reconocieron siempre David Bowie, Kraftwerk, Luca Prodan, los Strokes, los Ramones, U2, Iggy Pop, Patti Smith, Duran Duran, Television, R.E.M., Sonic Youth, Pixies y Morrissey, entre muchísimos otros colegas.
Así de enorme, también, es el agujero que deja su fallecimiento en los corazones de miles de seguidores en todo el mundo: la relación con la obra de Reed casi nunca podía ser casual, más allá de que haya tenido algunas canciones que sonaron en las radios. Con él había que ir a lo profundo, dejar que sus palabras lacerantes volvieran a cortar esa llaga mal cicatrizada, hacer propios dolores ajenos como forma de aprendizaje, sufrir y gozar los latigazos, asomarse (desde lejos, en lo posible) a los abismos del suicidio y la adicción, sentir el desgarro de que te arranquen a un hijo de las manos, percibir la espada de Damocles del cáncer sobre tu cabeza, enamorarse de la persona más equivocada posible, teñir de nostalgia un día perfecto, tener sexo en los lugares más cochambrosos, dejar correr la adrenalina del que va a pegar drogas a los barrios bajos, meterse en las orgías más zarpadas... Reed lograba eso con sus canciones. Y no precisaba mirar desde un púlpito ni pretender identificaciones vacuas: era un tipo culto que escribía desde las tripas, como pocos lo han hecho en la historia del rock.
Antes de formatear buena parte de la música contemporánea con el primer álbum de The Velvet Underground, Lou Reed ya había pagado derecho de piso en el mundo de las letras y en el de las melodías. Nacido en Brooklyn el 2 de marzo de 1942, Lewis Allan
Reed se crió en el seno de una típica familia judía de clase media y aprendió a tocar la guitarra por el interés que le despertaban las canciones que escuchaba por la radio. Como al personaje de su canción “Rock’n’roll”, lo que se colaba por el éter le salvó la vida. Y después, cuando se fue a estudiar literatura a la Universidad de Syracuse –donde tuvo como mentor al poeta Delmore Schwartz–, primero se propuso ser escritor, pero enseguida descubrió que podía hacer que las canciones dijeran algo más que “nena, ¿quieres bailar?”. “Pensé que todos los compositores sólo escribían sobre una pequeñísima parte de la experiencia humana”, contó Reed. “Considerando que un disco podía ser como una novela, podías escribir sobre otras cosas. Era tan obvio que me maravillaba que no estuviera haciéndolo todo el mundo. ¡Agarremos Crimen y castigo y convirtámoslo en una canción de rock and roll!”
Mientras, debió soportar que sus padres lo sometieran a tratamientos de electroshock para “curarle” su bisexualidad y, de paso, esas ideas locas de dedicarse a vivir con una guitarra eléctrica colgando encima de su campera de cuero negra. Cuando salió del hospital, contó más tarde, se había “convertido en un vegetal”. “No podés leer un libro porque llegás a la página 17 y tenés que ir de vuelta a la 1. O dejás el libro durante una hora y cuando querés seguir donde habías terminado, no podés porque no te acordás de lo que leíste. Tenés que empezar todo de nuevo. Si dabas una vuelta a la manzana, te olvidabas de dónde estabas.” Más tarde, Reed volcó en la canción “Kill Your Sons” ese extremo sentimiento de sentirse traicionado por sus padres.
Durante el último semestre en la universidad, mientras tomaba drogas y tocaba con su bandita de la época, Reed compuso dos de las canciones que cambiarían el panorama del corpus literario rockero unos años más tarde, cuando las publicara en el debut de The Velvet Underground: “Heroin” y “I’m Waiting for the Man”. La primera era la descripción de los vaivenes emocionales de un shoot de heroína; la segunda, el cúmulo de sensaciones al ir a pegar esa droga a Harlem. Con ese bagaje, Reed se recibió, volvió a casa de sus padres en Freeport y de allí se fue a Nueva York, donde consiguió trabajo componiendo canciones que remedaran los estilos de moda en el sello Pickwick. Era como una fábrica de temas-chorizo en la que cobraba 25 dólares por semana y no recibía derechos de autor. Las canciones sonaban prefabricadas, compuestas a las apuradas y grabadas con recursos mínimos. Sin embargo, en ese contexto hostil, Reed se formó como compositor, metió algunas letras y sonidos interesantes y conoció a un músico galés que se codeaba con lo más granado de la avant garde neoyorquina pero cobraba unos verdes para grabar en Pickwick: John Cale.
Con el agregado del guitarrista Sterling Morrison y la baterista Maureen Tucker (Angus McLise, el batero original, no llegó a grabar), The Velvet Underground estuvo listo para cruzar la alta poesía con la podredumbre de los callejones y la vanguardia con el más básico rock’n’roll. Entonces Andy Warhol, que ya era toda una estrella, descubrió a la banda y le propuso asociarse a un proyecto llamado Exploding Plastic Inevitable: el cuarteto, hierático y con rigurosos lentes oscuros, tocaba mientras se proyectaban sobre los músicos varias películas del artista plástico en simultáneo, se usaban luces estroboscópicas (una novedad en los ’60) y algunas “estrellas” de la Factory warholiana subían al escenario a bailar y agitar látigos. La entrada de la modelo alemana Nico, que tenía pocos antecedentes como cantante, fue sugerencia de Warhol. Y también fue él quien “produjo” The Velvet Underground and Nico y quien diseñó la banana despegable de su portada.
Las canciones del debut de Velvet Underground, aparecido en marzo de 1967, iban de la placidez de “Sunday Morning” al ruido extremo de “The Black Angel’s Death Song”, del submundo de las drogas de “Heroin” y “I’m Waiting for the Man” a la declaración de amor de “I’ll Be Your Mirror”, de las chicas malas de “Femme Fatale” y “Run Run Run” al sadomasoquismo de “Venus in Furs”. Es una obra monumental, un cachetazo bien neoyorquino al hippismo de la costa oeste, tan influyente como los discos de Los Beatles, los Stones y Bob Dylan. Pero, claro, no vendió demasiadas copias, dada la temática y lo avanzado de su propuesta. Es todo un lugar común, a esta altura, decir que los pocos que compraron el disco comenzaron su propia banda. Un lugar común con mucho fundamento, por cierto.
Si Lou Reed no hubiera vuelto a grabar una sola canción en su vida, igual ese debut de Velvet Underground alcanzaría para ubicarlo bien alto entre los máximos creadores de la historia del rock. Pero hizo mucho, mucho más, incluso a la altura de semejante obra maestra. Con el cuarteto grabó tres álbumes más: el abrasivo White Light, White Heat (’68), The Velvet Underground (’69, ya con Doug Yule en lugar de Cale) y Loaded (’70), antes de refugiarse nuevamente en la casa paterna a ver el horizonte. Algunas de las canciones contenidas en esos álbumes son clásicos de Reed, como “Sister Ray”, “Candy Says”, “Pale Blue Eyes” (la que él prefería entre las de su cosecha), “Sweet Jane” y “Rock’n’roll”.
Lou Reed (’72), su primer disco solista, traía varias de las canciones que habían quedado inéditas en VU, pero su sonido de rock genérico no ayudó a su suerte. Quien sí lo hizo fue uno de sus admiradores, David Bowie, quien le propuso producirle su próximo trabajo. Transformer (‘72) mostraba una cara glam de Reed y la ambigüedad sexual estaba expuesta en primer plano. “Mi primer álbum estaba lleno de canciones de amor, en éste son todas canciones de odio”, dijo el cantante. “Perfect Day”, “Vicious”, “Satellite of Love” y especialmente “Walk on the Wild Side” llevaron al disco a los charts, algo impensado para el poeta oscuro del rock. “Cualquier canción que mencione el sexo oral, la prostitución masculina, las drogas y el valium, y así y todo la pasen por la radio tiene que ser muy cool”, dijo el crítico Nick Kent respecto del “Walk...”.
Si el mundo esperaba otro disco accesible después de Transformer, Reed ciertamente lo decepcionó: Berlin (1973) es la desgarradora historia de una pareja de junkies en la que hay niños que lloran, un suicidio, todo mal... Y así y todo, ese disco conceptual producido por Bob Ezrin es otra obra maestra de Reed. El álbum recién fue tocado en vivo y en orden más de treinta años después de su salida. Ese patrón de “disco comercial” versus “obra artística difícil de digerir” se repetiría más adelante en la carrera de Reed, lo que quizás haya boicoteado sus posibilidades de ventas, pero que ciertamente estableció sus credenciales como artista que se cagaba en las concesiones.
Reed hizo giras en las que simulaba inyectarse mientras cantaba “Heroin”. Se tiñó el pelo de rubio. Bajó a tierra. Dejó las drogas. Volvió a las drogas. Volvió a dejarlas. Estuvo en pareja con una transexual. Se dejó ganar por la vida burguesa. Se casó con una fan. Reapareció como poeta rockero. La muerte de Andy Warhol lo llevó a juntarse con John Cale, lo que desembocó en un regreso bastante pobre (en términos artísticos) de Velvet Underground. Se divorció. Puteó a los republicanos y a los más extremos los acusó de incestuosos. Se casó con la cantante y artista multimedia Laurie Anderson. Grabó un disco basado en Edgar Allan Poe, otro para hacer tai chi y uno con Metallica.
Y en el medio, dejó otra cantidad de obras de una altura difícil de empardar. Por ejemplo, Metal Machine Music (’75), que también es difícil de escuchar: un vinilo doble cuyas cuatro caras solamente contienen ruido blanco y manipulaciones electrónicas. “No hay paneos. No hay sincronización. No”, decía en una suerte de manifiesto el sobre interno de ese álbum que tantos fueron a devolver y que el crítico Lester Bangs declaró el mejor disco de la historia. O The Blue Mask (’78), con una dupla de guitarras impresionante junto a Robert Quine. Y, claro, el enorme New York (’89), en el que retrató como nadie el esperpento del final de la era Reagan-Bush. Y “Magic and Loss” (’92), sobre cómo lidiar con la enfermedad y las pérdidas. Y hasta Ecstasy (2000), que lo trajo a Buenos Aires por segunda vez (la primera había sido en 1996, para la presentación de Set the Twilight Reeling; volvió en 2008 para acompañar a su esposa en un par de temas).
En 1987, hablando sobre su carrera con un periodista de RollingStone, Reed dijo una frase que puede sonar pedante, pero que no está exenta de realidad: “Siempre pensé que si se la veía como un libro, entonces ahí tenés la Gran Novela Norteamericana, cada disco como un capítulo. Están todos en orden cronológico. Agarrá todo, apilalo y escuchalo en orden: ahí está mi Gran Novela Norteamericana”. ¿Habrá sido una tardía justificación para su mentor Delmore Schwartz, que odiaba el rock? ¿O el arrepentimiento por no haber cumplido su sueño juvenil de consagrarse como escritor? Como fuera, su obra, amplificada por el poder de la música, trasciende esas carencias. Pero la idea de escucharla en orden sí tiene sentido. Tal vez sea la mejor manera de despedir a un artista tan crucial que, a pesar de haber sido acusado de convertir a varias generaciones en zombies drogones, les salvó la vida a unos cuantos. Igual que le pasó a él cuando el rock’n’roll le llegó desde la radio.


El último ladrido

Por Sebastián Ramos 
Publicado en LA NACIÓN

"¿Cómo me mantengo creativo? Me masturbo todos los días, ¿ okey ?" En su último encuentro con la prensa, cuatro meses atrás, durante una conferencia en el festival de publicidad y creatividad de Cannes, Lou Reed, a los 71 años, seguía mostrándose tan filoso como lo han sido siempre su guitarra y su palabra. Acababa de recuperarse de un trasplante de hígado, pero eso no lo iba a detener. "Soy un triunfo de la medicina, la física y la química modernas", escribió tras la operación. "Soy más grande y más fuerte que nunca." Ese perro de dientes apretados, considerado uno de los más grandes poetas que dio el rock norteamericano y uno de los artistas más influyentes de su generación, ayer lanzó al cielo su último ladrido.
"Me temo que es verdad", le confesó su agente británico al periódico The Guardian, luego de que la revista Rolling Stone diera la noticia ayer por la tarde de la muerte de Reed, el músico que desde su irrupción con The Velvet Underground, a mediados de los años 60, en Nueva York, cambió el sonido, la poética y la estética del rock.
Lewis Allan "Lou" Reed nació en Brooklyn el 2 de marzo de 1942, y comenzó a construir su distintiva ruta musical el mismo día en que conoció a John Cale, un músico galés de formación clásica e influenciado por el avant-garde con quien a mediados de los años 60 formó las bandas The Primitives y The Warlocks. Poco después, tras sumar a su proyecto sonoro al guitarrista Sterling Morrison y a la baterista Maureen Tucker, el grupo pasó a llamarse The Velvet Underground y ya nada sería lo mismo.
En la convulsionada Nueva York de 1965, el cuarteto cayó en manos de Andy Warhol, el influyente hombre que actuó como una suerte de manager y padrino artístico al mismo tiempo y que les sugirió invitar a la modelo alemana Nico para que cantara con ellos. Dos años más tarde, The Velvet Underground & Nico , el álbum de la banana en la portada, apareció como un cachetazo vicioso en la escena neoyorquina: sadomasoquismo, drogas duras, sexo corrosivo y marginales sin freno fueron el eje de la lírica de un disco estridente que, desde lo sonoro, plantó las semillas de lo que pronto se conocería como música noise y se consideraría piedra fundamental para el movimiento punk. "El primer disco de Velvet Underground vendió 30.000 copias en los primeros cinco años'', dijo alguna vez Brian Eno. "Creo que cada uno de los que compraron una de esas 30.000 copias armó una banda".
¿Por qué siento el impulso de hacer lo que no se debe?, se preguntó. Foto: AP / Fritz Ress
Pero ésta sería apenas una, la primera, de las tantas veces que Lou Reed marcaría el camino para las generaciones futuras. Dos discos y tres años más tarde de aquel debut movilizador, Reed dejó la banda e inició una carrera solista que lo convertiría en uno de los poetas urbanos más finos y agudos de la vida en las grandes ciudades. De allí que su Nueva York lo llore sin fronteras artísticas (ver aparte) y sus textos (escritos, poemas y canciones) sean considerados hoy fieles retratos de una época.
La década del 70 entonces le depararía a Reed otro encuentro creativo fundamental, y la figura de David Bowie aparecería en su mundo a través de la producción de una de sus mejores placas, Transformer (1972), que incluye clásicos como "Perfect Day", "Walk On The Wild Side" y "Satellite of Love", entre otros.
Luego llegarían obras como Berlin (1973), una especie de ópera rock conceptual y callejera, o Metal Machine Music (1975), su álbum apreciado al mismo tiempo como "el peor disco de la historia" o su "música más libre y experimental".
Músico prolífico, en los años 80 Reed muestra una faceta más alejada de los excesos, y a fines de la década, con New York (1989), termina de definir el estilo de compositor culto e irónico que lo acompañaría hasta estos días.
El cruce decisivo de los años 90 tuvo cara de mujer. Fue entonces cuando conoció a quien fue su compañera inseparable, la artista Laurie Anderson (con quien visitó la Argentina por última vez en 2008, días después de casarse finalmente, para la presentación del espectáculo Homeland ). A su lado, Reed ahondó en su camino espiritual, devino en estudioso del tai chi y cultor de la vida saludable.
No por eso dejó de ser un artista inquieto, y el nuevo milenio lo encontró con proyectos como The Raven ("releí y reescribí a Poe para hacerme otra vez las mismas preguntas. ¿Quién soy? ¿Por qué siento el impulso de hacer lo que no se debe?", escribió en el libro interno del álbum) o como el que quedará en la historia como su último disco en vida: Lulu , un álbum doble en el que volvió a acariciar lo áspero junto al grupo Metallica. "Fue una unión celestial", dijo.
Además, trabajó con directores de teatro y cine como Robert Wilson, Wim Wenders y Julian Schnabel, y acompañó en varias performances y proyectos a su esposa Anderson, incluyendo un "concierto para perros", en una frecuencia que los humanos apenas pueden percibir. A los 70 años, su crítica seguía siendo audaz: "Las canciones han perdido impacto. Incluso las buenas. Están en todas partes, suenan en todas las situaciones, pero muy bajito, sin fuerza. Quiero reivindicar el poder transformador del sonido a mucho volumen, cuando te pega en el estómago y te quita el aliento", dijo años atrás sobre la situación actual del rock.
En abril de este año, Reed recibió un trasplante de hígado y su esposa advirtió en una entrevista con The Times: "Es tan grave como parece. Se estaba muriendo. Uno no hace estas cosas por diversión... No creo que se recupere totalmente de esto, pero sin duda volverá a hacer [cosas] en unos pocos meses. Ya está trabajando y haciendo tai chi. Estoy muy contenta. Es una nueva vida para él".
Ayer, Lou Reed falleció en Southampton, Nueva York, debido a un problema de salud relacionado con su trasplante, según informó su agente literario, Andrew Wylie. El rock ha perdido a su último salvaje.

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