29/7/03

El último kibitzer

Por Juan Forn

En las páginas finales de sus memorias (recién aparecidas en castellano y brillantemente tituladas Tiempos interesantes, en alusión a aquella exquisita maldición china: “Ojalá te toquen vivir tiempos interesantes”), Eric Hobsbawm hace una breve enumeración de algunas de las cosas que vieron sus ojos a lo largo del siglo que le tocó vivir. Seguramente sin proponérselo, las palabras de Hobsbawm remiten a aquel inolvidable monólogo que recitaba el personaje de Rutger Hauer en el final de Blade Runner, con la mirada perdida en el cielo y el conmovedor afán de dar último testimonio de los inéditos fenómenos que habían contemplado sus ojos (“He visto atardeceres de dos lunas en Júpiter...”). A los 86 años de edad, este venerable “observador partícipe” de su época (o kibitzer, así se define a sí mismo) nos dice, al volver la vista atrás y contemplar los hechos que rigieron su vida: “He visto cómo se extinguían de la faz de la tierra todos los imperios coloniales europeos, incluido aquel que llegó a ser el más vasto y poderoso de ellos durante mis años de infancia. He visto grandes potencias mundiales relegadas a jugar en las ligas inferiores. He visto la irrupción y la caída de un Estado alemán que esperaba durar mil años, y también el nacimiento y el final de un poder revolucionario que esperaba hacerlo para siempre. He visto un tiempo en que la palabra capitalismo contaba con tan pocos votos como la palabra comunismo en la actualidad. Dudo que llegue a ver el fin del imperio americano pero me atrevo a asegurar que algunos lectores de este libro habrán de presenciarlo”.
Como aquel replicante encarnado por Rutger Hauer, Eric Hobsbawm pertenece a una especie “pervertida” (en su caso, por mitteleuropeo, judío y marxista) que debía ser eliminada de raíz. Con más suerte que el replicante de Blade Runner, Hobsbawm sobrevivió largamente a las purgas que eliminaron a sus compañeros de especie (supervivencia a tal punto inesperada que hoy lo rodea una venerabilidad de rara avis) y es precisamente entonces cuando cree llegada la hora de ofrecernos el más íntimo de los testamentos que puede ofrecer un historiador: el efecto que tuvo en él la época que le tocó vivir, y que lo convirtió en la persona, el historiador, que es.
Si el pasado es otro país, era de rigor (y de una justicia casi poética) que este expatriado múltiple se convirtiera en historiador. Nacido (por azar) en la mítica Alejandría en el mismo año en que tuvo lugar la Revolución de Octubre, judío y británico por vía sanguínea pero mitteleuropeo por educación (en Viena y en Berlín en tiempos de Weimar), sospechoso perenne en el Cambridge y el Londres de la Segunda Guerra y de la Guerra Fría (donde se lo trató como un refugiado más que como un ciudadano de la isla, tanto por su origen como por su fe marxista) e igualmente anómalo a los ojos de sus camaradas comunistas (tanto soviéticos como del PC británico, al cual nunca renunció a pesar de su heterodoxia gramsciana desde 1956), Hobsbawm no sólo vio convertirse en pretéritos casi todos los signos que definían y regían su presente (“todos esos hechos que formaban parte de nuestra vida hoy sólo son inerte materia de estudio en las escuelas”), sino que se descubrió providencialmente equipado para registrarlo (a diferencia de tantas otras víctimas de la Historia, los mitteleuropeos “tuvieron tiempo de reflexionar acerca de la desintegración de su imperio y de su época, al ser una muerte largamente anunciada para todas las mentes cultivadas de entonces”).
Pero no sólo como mitteleuropeo parece ser Hobsbawm el último ejemplar de una especie. También como marxista. La unicidad que lo convierte en el historiador por antonomasia de la era que pasó (y que lo llevó a redefinir magistralmente cuánto duraba un siglo, con el corte que propuso su Historia del siglo XX: desde 1917 hasta la caída del Muro en 1989) se debe, tal como relata en este libro, a un hecho tan azaroso comosimbólico: aquella formidable explosión revolucionaria que acompañó su llegada al mundo y que rigió todas las grandes decisiones de su vida, por las promesas que vaticinaba de un mundo mejor, de igualdad entre los hombres. Hobsbawm usa el marxismo (su marxismo) como prisma con el cual ver la real dimensión de las cosas; lo convierte en sinónimo de dignidad. De ahí su heterodoxia y también su excentricidad; de ahí su por momentos exquisita y por momentos casi inverosímil ecuanimidad.
Agnes Heller dijo que la Historia habla de los hechos vistos desde afuera y las memorias hablan de los hechos vistos desde adentro. Aunque Eric Hobsbawm no sea el último de su especie (roguemos que no, pero ¿quién queda?), este libro en el cual se ha introducido por primera vez a sí mismo en la Historia es un testimonio doblemente invalorable. En especial para aquellos que, por edad o convicciones, se consideran (nos consideramos, si me permiten) más siglo veinte que siglo veintiuno: de otra época, o en veloz camino de serlo. Porque Hobsbawm es uno de los pocos vínculos carnales que nos quedan con un mundo que es pasado hace rato, cosa que sabíamos y sentíamos hace rato, pero con el que aún nos iba quedando una brizna de contacto real: porque él vivió aquello que definió nuestra época y que sin embargo nosotros sólo conocimos de oídas. Que haya entrado tan tardíamente en escena (“Me abstuve de escribir sobre el siglo XX hasta que prácticamente había acabado”), que haya sobrevivido como pocos o ninguno de su especie (a diferencia del replicante de Blade Runner), que haya conservado (o acrecentado) su lucidez hasta tan avanzada edad, refuerza la definición que él hace de sí mismo: se trataba de ser un “observador partícipe”, un kibitzer. Como si sospechara que la misión de su vida, el momento decisivo, tendría lugar recién a esta altura.
Qué lujo es ver el siglo con sus ojos. Y qué lástima, qué lástima que no vivamos en un mundo más parecido al que él quería para todos nosotros.

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