28/4/11

"Policarpo Quaresma". Modernización, marginalidad y encierro: encrucijadas en la obra de Lima Barreto


Por Mario Cámara

Los procesos de modernización que de modo incipiente encaraba Río de Janeiro a comienzos del siglo XX no impedían que la ciudad estuviera sometida a todo tipo de epidemias. Con precarios desagües y escasa agua potable, se multiplicaban el sarampión, el tifus, la varicela, la fiebre amarilla y la peste bubónica. Amontonados en precarios caseríos, una población mayoritariamente pobre y analfabeta –muchos habitantes habían abandonado recientemente su condición de esclavos y muchos otros eran portugueses recién llegados en busca de un horizonte mejor– padecía las consecuencias. Desde su puesto de Director de Salud Pública y decidido a erradicar de cuajo aquellas enfermedades, el Doctor Oswaldo Cruz creó las Brigadas Matamosquitos. Las brigadas tenían por objetivo el exterminio de los mosquitos causantes de la fiebre amarilla y la desratización masiva, que acabaría con la peste bubónica. No conforme con ello, el médico sanitarista logró que el Congreso de la Nación le aprobara, el último día del mes octubre de 1904, la Ley de la Vacuna Obligatoria. Lo que Oswaldo Cruz nunca imaginó fue que aquella ley, y su posterior intento de implementación, provocarían una revuelta popular que casi culmina en un golpe militar. En efecto, con el apoyo de sectores positivistas del Ejército, conformados mayormente por jóvenes cadetes y tenientes, la ciudad se transformó en un campo de batalla durante buena parte del mes de noviembre de ese año. El gobierno nacional debió decretar el estado de sitio y la revuelta culminó con más de 50 muertos, 110 heridos, cientos de detenidos y decenas de deportados.
La historiografía brasileña tiende a explicar aquella revuelta como resultado de la falta de información y de la ignorancia de la población, incapaz de darse cuenta de que la campaña de vacunación y la anterior campaña de desinfección habían sido planificadas en su propio beneficio. Sin embargo, la revuelta debe ser leída a la luz de las transformaciones económicas y sociales que venía sufriendo el país entre 1889 y 1904, y de las aceleradas transformaciones urbanas que estaba viviendo Río de Janeiro desde 1902 bajo la intendencia del Ingeniero Francisco Pereira Passos, una suerte de Barón Haussman carioca.
Algunos datos duros pueden resultar ilustrativos para dimensionar las transformaciones que se operaron en unos pocos años. Dos resultan centrales: el fin de la esclavitud decretado 1888 , bajo la regencia de la Princesa Isabel ; y un año después, el fin de un sistema de gobierno que transformó a Brasil, gobernada por un monarca desde 1822, en una República. Estos dos acontecimientos, lejos de involucrar la voluntad popular, fueron el resultado de la acción conjunta del Ejército y un importante sector de la burguesía cafetalera de San Pablo, organizada en el Partido Republicano Paulista. Pese a los cambios evidentes que supusieron estos dos acontecimientos, la vida para la mayor parte de la población continuó bajo el signo de la pobreza.
Entre 1889 y 1930 el país atravesó un período caracterizado por el fraude electoral y un sistema acomodaticio de alianzas políticas entre representantes de los estados de Minas Gerais, Río Grande do Sul y San Pablo, que se repartían el poder de forma alternada. Dicho período fue conocido posteriormente como republica velha u oligárquica. La consolidación definitiva de la república velha se alcanzó cuando al presidente Prudente de Moraes lo sucedió en su cargo Campos Sales, que presidió el país entre 1898 y 1902. Dos años después, alcanzada cierta estabilidad política y económica, la república requería una imagen europea y civilizada: había llegado el momento de convertir a Río de Janeiro en una ciudad cosmopolita. La gran reforma urbana de principios de siglo XX, ejecutada por el Ingeniero Francisco Pereira Passos, transformó radicalmente la fisonomía colonial de la ciudad. Se construyó la actual Avenida Río Branco –que originariamente se llamó Central–, de la cual se hicieron partir numerosas calles en forma radial, se llevaron adelante obras en la zona portuaria y en la Avenida Francisco Bicalho, entre muchas otras intervenciones. Sólo para la construcción de la Río Branco fueron demolidos más de 700 predios y esta tarea fue realizada en un tiempo de record de nueve días. La Avenida se inauguró con pompa el 15 de noviembre de 1905, contaba con iluminación eléctrica y palacetes de estilo francés, y de inmediato se convirtió en una vidriera y una pasarela para la alta burguesía carioca.
Muchas veces celebrada de modo acrítico, se pierde vista que la construcción de la Avenida Río Branco, junto al resto de las obras emprendidas, significó el desalojo –sin ninguna política de reubicación– de miles de familias pobres que habitaban los precarios caserones [cortiços] que allí existían. Es aquí donde la “revuelta de las vacunas” y la modernización de Pereira Passos se encuentran. La revuelta de las vacunas fue una –hubo otras– de las reacciones populares contra una modernización que actuaba en nombre del pueblo, pero que rara vez lo tenía en cuenta. El cosmopolitismo recién estrenado de Río de Janeiro configura, en este sentido, más que una ciudad, dos: el Río moderno, dotado por fin de su propia postal Belle Époque y el Río colonial de los suburbios que, lejos del orden que suponen los trazados del centro, es irregular, asimétrico y, sobre todo, pobre.

NUEVAS SIGNIFICACIONES DEL PREMODERNISMO
Las transformaciones económicas, sociales, políticas y urbanísticas tuvieron su correlato en el ámbito de la cultura, pues la modernización de la que es objeto Río de Janeiro no es sólo un telón de fondo, supone nuevos modos de percepción, nuevos modos de socialización y nuevas formas de subjetivación. Conjuntamente con los primeros automóviles que circulan por la ciudad a comienzos del siglo XX, abren los primeros cinematógrafos que permiten asistir, por ejemplo, al arte de Charles Chaplin, con el cual los cariocas se fascinan. La música de Debussy y las obras de Luigi Pirandello se ejecutan en los teatros del centro. Sin embargo, aquel período turbulento y rico en producciones literarias y artísticas ha tendido a ser opacado bajo un rotulo acuñado por Tristão de Athayde en 1939, el de premodernismo. Con esa palabra, Tristão de Athayde estableció un antes y un después de la ya mítica Semana de Arte Moderno, celebrada en San Pablo en febrero de 1922 y que permitió la difusión de escritores centrales para la literatura brasileña, como por ejemplo Oswald de Andrade y Mário de Andrade.
Aquella división de aguas tornó difusa, anticuada y pueblerina toda producción cultural anterior a esa fecha, y envió con ello a escritores centrales al olvido o, en el mejor de los casos, a un discreto segundo plano. João do Rio, Alvaro Moreira, Pedro Kilkerry y, por supuesto, Lima Barreto que nos ocupa aquí, conforman parte de ese grupo de relegados. Sólo a partir de los años ochenta del siglo XX, los trabajos pioneros de los críticos Flora Sussekind , Nicolau Sevcenko y Francis Foot Hardtman , el premodernismo ha comenzado a emerger de la tutela del modernismo y de la Semana de Arte Moderno y ha podido comenzar a ser definido con perfiles más propios y de forma propositiva. El conjunto de escritores que lo conforman, a los que sin duda deberíamos adicionar artistas plásticos, caricaturistas y fotógrafos, se constituye como crítico del belletrismo llevado adelante por el movimiento parnasiano. Coelho Neto y Olavo Bilac, al igual que para los modernistas de San Pablo, se alzan como las figuras poéticas e intelectuales a las que no hay que imitar.
Los escritores que integraron el premodernismo, y entre ellos Lima Barreto es sin dudas el más destacado y perdurable, marginados de la república de las letras, enemigos del ornato y la retórica hueca, críticos del poder, han indagado en las transformaciones urbanas de Río Janeiro, profundizando en los diferentes significados -perceptivos, subjetivos, sociales- que puede encarnar la modernidad, y han propuesto sendas y caminos para una modernidad alternativa, menos excluyente y autoritaria que la que se estaba llevando adelante en aquel período. Quizá esta última sea una de las diferencias más punzantes con sus pares de San Pablo, más proclives en sus inicios a un cierto encantamiento con los signos más evidentes y más superficiales de la modernización. Los integrantes del premodernismo desarrollaron una mirada desconfiada y ampliada respecto de la modernidad y la modernización. En sus textos -crónicas, cuentos y novelas- se tienen en cuenta no solo los nuevos adelantos técnicos o los nuevos edificios que van emergiendo en las ciudades brasileñas -predominantemente en Río de Janeiro y San Pablo-, sino los nuevos movimientos sociales –anarquismo, comunismo- que la migración traía consigo.

NACIONALISMO COMO SALUD Y LOCURA: EL CASO LIMA BARRETO
Pese a no haber participado del movimiento modernista brasileño, Lima Barreto es sin dudas un escritor moderno. Lo es por el rechazo al academicismo, lo es por su carácter de cronista urbano, lo es por sus renovadoras y punzantes novelas, y lo es, por su ácida crítica de los valores sancionados por la República Velha. De allí que sea una de las pocas figuras admiradas y respetadas por los modernistas de San Pablo, tal como sostiene Sergio Miliet, “Lima Barreto fue el gran novelista de la generación posmachadiana y el pionero de la novela brasileña moderna. Los revolucionarios del 22 lo admiraban por su estilo directo, la precisión descriptiva de la frase, la limpieza de la prosa, objetivos que los modernistas también perseguían”.
La breve vida de Afonso Henriques de Lima Barreto (1881-1922), pautada desde la juventud por el alcoholismo y por sucesivas internaciones en instituciones psiquiátricas, atraviesa muchos de los acontecimientos que hemos ido mencionando en este texto. Nieto de esclavos, el 13 de mayo de 1888 festejó, junto a su padre, su cumpleaños y la sanción de la Ley Áurea que extinguía la esclavitud. Familiarizado desde joven con la literatura, se dispuso a estudiar en la prestigiosa Escuela Politécnica. Allí fue aplazado una y otra vez por su profesor de Mecánica, decidido a que ningún mulato lograra el éxito en aquella casa de estudios. Esa expulsión determinó en parte su destino. Lima Barreto debió buscar sustento en las labores grises del empleo público, transformándose en escribiente en el Ministerio de Guerra, con lo que, en compensación, obtuvo el tiempo necesario para dedicarse a la escritura. Sin embargo, la carencia de un título de “doctor” en el Brasil de comienzos de siglo XX era una condena segura a la marginalidad.
Si un mote le cabe como cronista y novelista es el de testigo, un testigo ácido, por momentos furibundo, con una mirada distanciada y crítica de los acontecimientos que le tocó presenciar. Al igual que Machado de Assis, Lima Barreto fue un mulato en el escenario cultural del Río de Janeiro de comienzos de siglo XX; pero a diferencia de Machado de Assis, que brilló desde la Academia Brasileña de Letras sin que nadie osara opacarlo, Lima Barreto padeció desde joven los rigores de una sociedad elitista y discriminadora.
De formación autodidacta, pasó por el materialismo comtiano, el liberalismo spenceriano y evolucionismo darwiniano, pero se sintió socialista y, sobre todo anarquista a la Kropotkin. En 1907 funda la revista Floreal, de tendencia libertaria. El grupo editor se autodesignaba discípulo de Tolstoi y seguidor de Kropotkin y se manifestaba en contra los mandarines de la literatura, liderados por los poetas Coelho Neto y Olavo Bilac. En Floreal Lima Barreto publica los capítulos iniciales de su primera novela, Recordações do Escrivão Isaías Caminha (1909), que cuenta la vida del periodista Isaías Caminha y desnuda las manipulaciones y la convivencia con el poder de la prensa carioca. Aquella historia le valió el destierro casi definitivo en los grandes medios.
Lejos de los favores del poder y del escenario central de la cultura carioca, Lima Barreto emerge y se constituye como un intelectual independiente. Tempranamente escribe crónicas en Careta, Revista Souza Cruz, A maça. Nada parece escapar a sus observaciones: la vida social, la renovación urbana, las prácticas culturales. Su labor como cronista se asemeja a una práctica etnográfica y por ello, en sus escritos, la trama urbana representada se torna más compleja y plural. La calle deja de ser un espacio neutro de circulación para convertirse en un escenario de tensiones con la aparición de nuevos actores sociales, muchos de ellos reprimidos por la República y por la recientemente abolida por la esclavitud.
Desde su labor de cronista, y en el plano de las transformaciones urbanas, Lima Barreto se muestra enérgico contra la política de las demoliciones que acaban con las viejas casonas y los cortiços. Denuncia las pretensiones europeistas y sostiene que “quieren un Río-París barato o aun un Buenos Aires de dos pesos”. Su defensa de la ciudad no debe interpretarse como un simple conservadorismo. Por el contrario, su condición excéntrica le permite observar una modernización excluyente y autoritaria que divide a Río de Janeiro en una ciudad de primera y una ciudad de marginados.
Como crítico de los mandarines cariocas, Lima Barreto desprecia la literatura entendida como un “culto al diccionario” y por ello, aun hoy, su lugar como novelista continúa siendo central. Pese a las dificultades materiales que debió enfrentar, se trata de un autor prolífico, además de Recordações do escrivão Isais Caminha publica Numa e a Ninfa (1915), sátira política protagonizada por el diputado Numa Pompilio de Castro; Vida e Morte de M.J. Gonzaga de Sá (1919), en donde el personaje principal se convierte en un testigo escéptico de los acontecimientos del Río de Janeiro de comienzos de siglo XX; y Clara dos Anjos (1948), novela inconclusa y publicada póstumamente, que narra las peripecias de una joven mulata de suburbio, seducida y despreciada por un joven la alta burguesía carioca.
De todas sus novelas quizá las más destacada y perdurable sea El triste fin de Policarpo Quaresma, que fue publicada por entregas, entre el 11 de agosto y el 19 de octubre de 1911, en el Jornal do Comercio. La novela narra las peripecias del personaje Policarpo Quaresma, un empleado público que desarrolla una monomanía nacionalista que arruina su vida. La novela escenifica el nacionalismo como locura y al mismo tiempo las prácticas de sujeción -la psiquiatría y el encierro- como antídoto para cualquier anomalía. Todo comienza con la creciente aflicción de Quaresma por la cuestión de la nacionalidad. Su objetivo consiste en determinar las verdaderas costumbres y tradiciones de la nación y vivir de acuerdo a ellas. Es así que propone la adopción del tupí guaraní como lengua oficial, rehabilita el violón junto a su fiel ladero Ricardo Coração dos Outros, y estudia remotas y olvidadas celebraciones folklóricas. Su nacionalismo no es sólo una indagación en busca de las verdaderas raíces, sino que se construye a partir de una retórica inflamada que postula a Brasil como la tierra más rica, fértil y generosa. En este punto, el pensamiento patriótico de Policarpo casi coincide con la retórica oficial. Pese a ello, lo que terminará tornándolo inaceptable para el poder, y lo condenará a un primer encierro en una institución psiquiátrica, es su literalidad.
En este sentido el patriotismo que presenta Lima Barreto debe leerse en toda su complejidad y alcance crítico. Por un lado se debe destacar su ingenuidad y su honestidad, su idealismo casi quijotesco, referencia ineludible en las aplicadas lecturas de las que se vale, que contrasta con la hipocresía y corrupción restantes; por el otro, se trata de un patriotismo hiperbólico que funciona como una feroz crítica contra la ideología del ufanismo brasileño . Este segundo punto es interesante porque despliega ad absurdum los argumentos nacionalistas hasta desenmascarar su trasfondo desquiciado. La estrategia de Lima Barreto consiste en llevar el discurso nacionalista, en el plano de las costumbres, hasta sus últimas consecuencias. Este héroe “inadaptado”, al adoptar una posición absolutamente literal y salirse de los juegos del lenguaje que constituyen los discursos patrióticos, produce un acontecimiento. Quaresma es el Don Quijote del nacionalismo brasileño de comienzos del siglo XX, pero también, por sus creencias desinteresadas, es el que apunta y devela el simulacro que esconden quienes públicamente se aprovechan de esos discursos.
La trama de El triste fin de Policarpo Quaresma tiene como trasfondo la revuelta de la Armada de 1893 contra el Presidente Floriano Peixoto, que aparece como personaje en la novela. La revuelta surgió a partir de la exigencia de un inmediato llamado a elecciones, que Peixoto respondió con el encarcelamiento de los líderes sublevados y peticionantes. La crisis de 1893 representa la definitiva desintegración de las promesas republicanas, y su resolución delimita claramente vencedores y vencidos. Policarpo Quaresma, debido a un malentendido, forma parte del Ejército, leal al Presidente Floriano Peixoto. Su estancia en los cuarteles muestra los bastidores y el día a día del poder, y lo que Quaresma observa allí es, efectivamente, el doblez de esa retórica nacionalista. Testigo de esa nadería que es el nacionalismo estatal y de la feroz represión contra los sublevados, la condición excedentaria y anómala de Quaresma sirven para que sea acusado de traidor y termine en la cárcel, convirtiéndose en una suerte de chivo expiatorio de las pujas políticas de aquel momento.
En la novela predominan tres escenarios. El inicial que va de la morada de Policarpo Quaresma a su primer internamiento; un segundo que corresponde a su quinta en Curuzu, en donde aparece con trazos de humor la distancia entre su ilusión nacionalista, que se traduce en una confianza ciega respecto de la fertilidad de las tierras brasileñas, “las mejores del mundo”, y los reiterados fracasos en sus sembradíos; y por último, el espacio de los cuarteles militares, con toda su carga de dramatismo y chapucería. Si analizamos en detalle estos espacios, podremos observar que Policarpo Quaresma transita por diversas instituciones estatales y sociales: el hospicio, los cuarteles del Ejército, la cárcel y los salones donde se celebran fiestas y se dirimen cuestiones relativas al poder y al Estado. A través de su mirada tendremos un retrato que abarca instituciones públicas y privadas, espacios de prácticas y discursos, de sujeción y de configuración de subjetividades. Su figura excéntrica abre un espacio por el que desfilan presidentes, ministros y ricos comerciantes, y nos permite observar la trama de intereses, muchas veces espurios o simplemente mezquinos, que fueron constituyendo los primeros tiempos de la República.


Una celebración del misterio

Entrevista con Juan Carlos Gené
Por Lucía Turco
Publicado en LETRAS LIBRES.COM

Para Juan Carlos Gené (Buenos Aires, 1928), hacer teatro no es otra cosa que celebrar el hecho de estar vivo, aunque resulte imposible comprender nuestra existencia, o justamente porque esa imposibilidad se traduce en una capacidad para el hombre de teatro: entenderse poéticamente desde el cuerpo.
En medio de una intensa carrera, en 1976, el director, dramaturgo y actor argentino debió exiliarse ante la irrupción de la última dictadura militar. Continuó su trabajo en Colombia y Venezuela, donde fundó el Grupo Actoral 80 e impulsó el Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (Celcit) –hoy con sedes en Venezuela, España y Argentina. Aunque su “patria” es el teatro, también ha trabajado como actor en cine y televisión, y ha escrito guiones para series televisivas que quedaron grabadas en la memoria colectiva de los argentinos.
Desde mediados de 2010, dirige e interpreta una versión propia de Bodas de sangre (Federico García Lorca) en la sala del Celcit en Buenos Aires, en una puesta donde articula la obra del poeta granadino con un relato mítico de su propia infancia, que recuerda a su madre y a su tía admiradas por la presencia de Lorca y, más tarde, llorando su muerte. A pocos días de estrenar una nueva temporada y empezar con los ensayos de Hamlet (dirección), Gené habla de su pasión por las tablas y analiza el dinamismo del teatro argentino. Tiene 82 años, pero nada en él sugiere agotamiento, y mucho menos pretensiones de consagración. Persiste en su discurso la luz del que lleva años profesando el hecho vivo y desconfiando de la trascendencia.
Desde el cuarto piso donde vive Gené, la luz tenue de los faroles del barrio de San Telmo invita a confundir las calles de construcciones antiguas con las de otros centros históricos, por los que seguramente caminó durante su exilio, del que regresó en 1993. En ese universo de luces y sombras por el que transita su historia y esta misma charla, el hombre que responde a las preguntas, en el mismo acto, comparte también sus interrogantes.

¿Por qué volver a trabajar Lorca y, esta vez, articulando el texto con un relato de su propia infancia?
Todos los años recibo cantidad de actores que vienen a hacer entrenamiento conmigo (es así como los denomino, no hablo de alumnos). Violeta [Zorrilla] y Camilo [Parodi] empezaron a presentar trabajos de Bodas de sangre con una técnica: entrar en comunicación con el texto con dos personajes simultáneos cada uno. A lo largo de muchos meses vi crecer un trabajo sumamente interesante; ese fue el detonante. En segundo lugar, Verónica Oddo, mi mujer, había estado muy enferma y hacía años que no trabajaba como actriz en Buenos Aires. Les propuse a los tres que nos juntáramos a ver qué podíamos hacer con ese material. ¿Cómo se incorporó mi historia? No recuerdo el momento en que ocurrió, pero sí que son fantasmas que me habitan desde siempre. No puedo dar una explicación demasiado técnica. Al ser los mismos autores varios personajes, eso necesitaba inevitablemente un nexo, y estaba claro que tenía que ser un relato, entonces surgió el asunto del relato referido a la presencia de Lorca en Buenos Aires y cómo viví yo de niño la noticia de su asesinato.

¿Cómo se pasa del ejercicio teatral a la puesta en escena?
Se trata de un tipo de entrenamiento que surge siempre de los textos. Aparecen las palabras y uno se siente perseguido por ellas: tiene que pronunciarlas. Hay una gran dificultad para hacer de las palabras una experiencia personal. Entonces, una de las formas de romper la previsibilidad cotidiana del hablar –que nada tiene que ver con lo que se habla en el escenario– es una ejercitación donde el actor toma el conjunto de la verbalidad de su personaje, selecciona frases absolutamente inconexas, pero que cada una de ellas le signifiquen, y esto se entronca con una actividad física que sostiene ese texto. Un ejercicio complejo pero absolutamente liberador, porque tiene la lógica del propio cuerpo, que va adjudicando a esas palabras un tipo de actividad física y al mismo tiempo es iluminado por ellas. Esto les permitió a Camilo y a Violeta enfrentarse haciendo cada uno dos personajes, porque estaban habituados a una técnica de rompimiento del texto para construirlo de otra manera. Todo texto sometido a este tratamiento se transforma en un ritual.

¿Cuál es su visión sobre este momento del teatro argentino, cuando se habla de Buenos Aires como “capital del teatro de habla hispana”?
Efectivamente el panorama del teatro es de un gran dinamismo, que se manifiesta en particular en Buenos Aires, pero también en las provincias, donde el movimiento teatral siempre se acelera y adquiere densidad. Tenemos la paradoja de que hay mucha más gente que quiere estar en el escenario, poner el cuerpo, que gente necesitada de presenciarlo. La cantidad de salas alternativas que hay en Buenos Aires es muy superior a las viables económicamente; es actividad hecha a pura pasión. Creo que hay una enorme cantidad de gente que se dedica a enseñar y que, como resultado de su trabajo, muestra lo que hace. Lo que estoy haciendo con Bodas de sangre no es otra cosa que eso.

¿Cómo es la realidad del teatro en América Latina en relación con el fenómeno argentino?
Llevo más de treinta años trabajando dentro del Celcit y veo fenómenos muy parecidos. En las grandes capitales latinoamericanas se ve una identidad: en el repertorio, en qué reside lo específicamente teatral, qué pasa con la interpretación de los clásicos, con los autores del país, qué se están preguntando directores y maestros. Todo eso es absolutamente común. También en España. Pero hay una excepcionalidad notable en esta ciudad, donde se da una especie de monstruosidad de lo teatral.

Pensando en cierta vanguardia que se propuso evitar el uso de la palabra, ¿no entraría esto en contradicción con el carácter inherentemente humano del teatro?
Sí, pero ocurre que esto está vinculado a fenómenos culturales y sociales muy determinantes. Ese ocaso de la palabra, por un lado, ha sido la respuesta a una visión totalmente literaria de lo teatral. A esto se agrega que una cultura enormemente verbal llega al callejón sin salida del 6 de agosto de 1945, cuando lanzan la bomba atómica sobre Hiroshima. Como reacción, empezó a desconfiarse de la palabra, y el teatro, a beber en fuentes mucho más primitivas, no literarias. Ya hemos vivido el esplendor de todo esto con maravillas teatrales como el teatro de Tadeusz Kantor. La literatura teatral más actual prescinde de la forma tradicional dialogal para transformarse en una sucesión de grandes monólogos. Eso habla del retorno de la palabra.

¿Qué relación tendrá la idea del teatro como actividad en la que el hombre tiene “la posibilidad de ser tan totalmente hombre” –como dice en su libro Escrito en el escenario– y el vigor del teatro en este momento? ¿Por qué habrá hoy tanta necesidad de sentir esa realización desde lo corporal?
Creo que está muy vinculado. Es absolutamente improbable que estemos acá: si hace diez o quince mil años dos de mis antepasados no se hubieran mirado en el momento en que se encontraron, quien estaría aquí hablando no sería yo, sino otro, con otros genes. ¿Es casualidad o misterio? Nadie lo sabe. Un ser humano es la parte visible de un iceberg monstruoso que es toda su herencia. Traemos dentro de nosotros las memorias abismales de toda la especie, y la infinita serie de todos nuestros antepasados, por lo tanto, una gran cantidad de vidas sugeridas que no se han vivido. El teatro brinda la oportunidad de vivirlas en la ficción. El teatro es vida y hace la evocación del misterio de la vida.

Herzog Finds His Inner Cave Man


By Manohla Dargis
Published in THE NEW YORK TIMES

What a gift Werner Herzog offers with “Cave of Forgotten Dreams,” an inside look at the astonishing Cave of Chauvet-Pont-d’Arc — and in 3-D too. In southern France, about 400 miles from Paris, the limestone cave contains a wealth of early paintings, perhaps from as long ago as 32,000 years. Here, amid gleaming stalactites and stalagmites and a carpet of animal bones, beautiful images of horses gallop on walls alongside bison and a ghostly menagerie of cave lions, cave bears and woolly mammoths. Multiple red palm prints of an early artist adorn one wall, as if to announce the birth of the first auteur.
Surely there were other, previous artists — those who first picked up a bit of charcoal, say, and scraped it on a stone — but theChauvet paintings are among the earliest known. The cave was discovered in December 1994 by three French cavers, Jean-Marie Chauvet, Éliette Brunel Deschamps and Christian Hillaire. Following an air current coming from the cliff, they dug and crawled their way into the cave, which had been sealed tight for some 20,000 years. After finally making their way to an enormous chamber, Ms. Deschamps held up her lamp and, seeing an image of a mammoth, cried out, “They were here,” a glorious moment of discovery that closed the distance between our lost human past and our present.
The French government soon took custody of the cave, and ordinary visitors were barred to protect it, as Mr. Herzog explains in his distinctive voice-over, from the kind of damage done to other prehistoric caverns. Being not remotely ordinary, he persuaded the government to allow him and a tiny crew to join the researchers who visit the cave to plumb its secrets. A late-act revelation in the movie that a Chauvet attraction is in the works suggests that tourist dollars might explain why he was allowed in. The cave is already a regional attraction (there is an exhibition nearby), and certainly the movie is a fabulous bit of advertising that may even help France’s bid to have Chauvet designated a Unesco World Heritage site.
Whatever the reason, it’s a blast to be inside the cave, to see these images, within 3-D grabbing reach. As the smooth-handed director of photography Peter Zeitlinger wields the camera, Mr. Herzog walks and even crawls for your viewing pleasure. He’s an agreeable, sometimes characteristically funny guide, whether showing you the paintings or talking with the men and women who study them. As evident from his other documentaries, like “Encounters at the End of the World,” set in Antarctica, he also has a talent for tapping into the poetry of the human soul, finding people who range freely in this world and others, like the circus performer turned anthropologist here who night after night dreamed of lions after visiting the cave.
Much like this anthropologist and Ms. Deschamps, the explorer who cried out, “They were here” on seeing a painted mammoth, many of the researchers in the documentary seem deeply moved by the cave. In some ways they are communing with the dead, summoning up the eternally lost. For his part, Mr. Herzog uses the paintings to riff on the origin of art, at one point connecting overlapping images of horses — some of which, with their open mouths, convey a sense of movement — to cinema itself. At times he drifts away from the cave, tagging along, for instance, with a perfumer who tries to sniff out caves and isn’t half as interesting as those anthropologists who dream of, and happily live with, these uncommon ghosts.
In archaeology circles there has been debate on whether the earliest Chauvet paintings date from 32,000 to 30,000 BP (or “before present,” in the charming parlance of archaeology) or are actually somewhat younger. Whatever the case, even one of the critics of the earlier dating, a German archaeologist, Christian Züchner, has agreed on their beauty, enthusing in one 2001 paper that, “Even if Chauvet Cave is not as old as assumed it remains one of the outstanding highlights of cave art!” Mr. Herzog doesn’t address the conflict, which partly turns on whether the radiocarbon dating was sufficient, but then again, he isn’t a journalist. As the wistful title of the documentary indicates, he moves in a realm beyond empiricism, in a world of dreams and stories.
It takes a big subject to upstage Mr. Herzog, an often brilliant filmmaker of fiction and nonfiction who has mellowed into a borderline self-parodying figure, disarming (and famous) enough for a guest turn on “The Simpsons.” The cave largely keeps his more indulgently shticky side in check, save for a needlessly obfuscating coda set in a freaky research center where albino crocodiles swim in the runoff from nuclear reactor plants. “Cave of Forgotten Dreams” is certainly an imperfect reverie. The 3-D is sometimes less than transporting, and the chanting voices in the composer Ernst Reijseger’s new-agey score tended to remind me of my last spa massage. Yet what a small price to pay for such time traveling!

24/4/11

Dios ha muerto

Se nos fue Sathya Sai Baba... ¿Adónde? Esperemos que no al cielo. Porque muchas niñas celestiales estarían en peligro.

23/4/11

Ocultar e inventar

Por Pablo Lettieri

La diferencia más importante entre los medios opositores u oposicionistas (encabezados por Clarín) y aquellos cercanos al Gobierno, reside en que éstos últimos no se proponen como "independientes"; y, en última instancia, sólo ocultan aquello que puede ser perjudicial a los intereses gubernamentales. Los primeros, en cambio, directamente inventan y mienten con una impunidad que va más allá de lo ideológico (si esto fuera posible).

22/4/11

Vargas Llosa: “Los socialdemócratas tienen debilidades colectivistas”

Por Martín Granovsky y Silvina Friera
Publicado en PAGINA 12

Si tiene que quedarse con un solo libro sabe cuál es: La guerra y la paz, de León Tolstoi. Conoce su próximo voto en el ballottage peruano: será por Ollanta Humala y no por Keiko, la hija del dictador Alberto Fujimori. Confiesa que se siente perplejo sobre la crisis económica internacional. Y, quizá porque la provoca, acepta la polémica.
Mario Vargas Llosa vino a Buenos Aires para dar una conferencia en la Feria del Libro y participar de una reunión de la Mont Pelerin Society, fundada en 1947, entre otros, por los economistas Milton Friedman y Friedrich von Hayek y presidida hoy por el neocelandés ultraconservador Kenneth Minogue, profesor de Ciencia Política en la London School of Economics. Los visitantes fueron agasajados por Mauricio Macri y discutieron un tema que los preocupa: “El desafío populista a la libertad latinoamericana”.
A las 10 de la mañana de ayer, cuando recibió a Página/12 en la suite presidencial del Sheraton, la bruma caía sobre Retiro. Vargas Llosa miró el paisaje desde la ventana dos veces, al llegar y antes de irse. En el medio concedió un reportaje que aquí se transcribe en el orden exacto en que fue realizado y entero, incluyendo su crítica a la Revolución Cubana y hasta la curiosa forma en que el escritor se refirió a su idolatrado Fernando Henrique Cardoso, el ex presidente brasileño: Henríquez.

En El sueño del Celta un personaje dice: “Se puede ser un gran escritor y un timorato en asuntos políticos”. ¿Qué piensa usted de la frase?
El personaje a quien se refiere es Joseph Conrad y no Roger Casement. Conrad era timorato políticamente por una razón obvia: era un recién venido a la nacionalidad británica. Por otra parte, tenía esa especie de lealtad perruna que tiene un inmigrante de primera generación al país que ha hecho suyo, que lo ha acogido y al que se ha integrado. Aunque eran muy amigos, el hecho de que Casement optara por Alemania en la Primera Guerra Mundial, un país al que, por razones obvias, los polacos...


Como Conrad.
Claro. Los polacos odiaban a Alemania tanto como a Rusia porque los habían desaparecido como país. Eso hizo que Conrad tomara distancia de Casement y retirara su firma de ese manifiesto de los intelectuales que pedían la conmutación de la pena. Debió dolerle mucho porque eran amigos. Casement tenía una enorme admiración por Conrad. Conrad sí había apoyado la lucha de Casement contra el gobierno belga por las atrocidades que se cometían en el Congo. El diálogo es ficticio, inventado.

Pero Conrad retiró su firma.
Sí, sí existió el hecho de que Conrad retiró su firma, y aunque no hay testimonios de eso, es segurísimo que para Casement debió ser muy doloroso que una persona que tanto admiraba, y que además tenía prestigio, no quisiera firmar esa solicitud.


¿Qué es un timorato en política? Porque timorato es una palabra que se usa poco.
Es alguien que teme pronunciarse con claridad sobre aquellas cosas que cree. No es una persona vacilante...


No está hablando de un apolítico.
No, es una persona que no tiene el coraje de asumir públicamente sus opiniones políticas porque piensa que hay riesgos implicados en ello. Eso diría que es un timorato. Una persona puede ser vacilante, puede tener dudas respecto a ciertos temas, eso es perfectamente legítimo.


Y es bueno, ¿no?
Sí, es bueno, en muchos casos es bueno. Tener mucha seguridad es peligroso (se ríe).


¿Qué es lo contrario de “timorato” para alguien que conoce tan bien la lengua como usted? ¿Hay un antónimo?
(Piensa.) A ver... Yo creo que es un poco exacerbado decir “valiente”. No lo sé. Me parece que si una persona tiene ideas políticas, sobre todo en circunstancias en que esas ideas están puestas a prueba (y ya no se diga cuando están en peligro), debe defenderlas. Si cree en ellas, debe defenderlas. Sobre todo en América latina nosotros sabemos muchas veces adónde conducen esos riesgos. Entonces me parece que una persona debe defender sus ideas, preferentemente con razones y no a pedradas o puñetazos.


¿Usted hizo un click en sus ideas políticas de un momento a otro?
No. Un click de un momento a otro nunca, creo. Ha sido un proceso. Por ejemplo, el pasar de convicciones socialistas a convicciones democráticas y liberales ha sido un proceso que tiene distintas etapas, pero creo que se inicia a mediados de los años ’60, en relación con Cuba, básicamente.


¿Pero en algún momento hace un click entre no decir las cosas o decirlas?
No, no. Digamos que yo creo que estaba muy identificado con la izquierda, básicamente a partir de la Revolución Cubana, y empecé a tener ciertas dudas, pero no me atrevía a hacerlas públicas. La primera duda seria que yo tengo con la Revolución Cubana es cuando la Umap, las unidades militares de apoyo a la producción, un eufemismo para campos de concentración.


¿Por qué lo dice?
Eran campos de concentración donde metieron a gusanos, a criminales comunes y a gays. Para mí eso fue una experiencia muy chocante, yo no lo esperaba. Conocí a bastantes de los jóvenes que fueron a los campos de concentración.


El año pasado Fidel Castro dijo al diario La Jornada de México que la persecución a los gays había sido uno de los grandes errores de la Revolución Cubana.
Un poco tarde, ¿no? Porque en esa experiencia pues no solamente sufrieron terriblemente chicas y chicos que eran identificados con la revolución, los del grupo El Puente. Fue muy traumático, muy violento, y para mí fue la primera vez que tuve dudas muy serias de si la Revolución Cubana era lo que yo creía y lo que yo decía que era. Ese hecho me fue cambiando muchísimo, me creó muchas dudas, me empezó a estimular actitudes críticas frente a la revolución. Otra experiencia que resultó confirmatoria y mucho más importante para mi evolución fue el apoyo de Fidel a la invasión de Checoslovaquia, cuando la invasión de los países del Pacto de Varsovia.


La de 1968.
Sí. Fue la primera vez que ya no me importó “armar al enemigo”, y lo digo entre comillas para hablar de la fórmula chantajista que mantenía siempre a los críticos de izquierda en el silencio. Ahí escribí un artículo que se llamó “El socialismo y los tanques”, claramente haciendo una crítica a la revolución. Pero todavía fui una vez más a Cuba después de eso, que fue la última vez que he estado allá, ya no me acuerdo el año, no sé si ’69 o ’70, inmediatamente antes del caso (del poeta Heberto) Padilla. Todavía no lo habían metido preso, pero era evidente que lo iban a meter preso en cualquier momento. Padilla estaba enloquecido por la tensión en la que vivía, y el clima era un clima... de una... Uff, había zozobra, había miedo entre muchos escritores que conocía muy bien. Yo salí completamente angustiado de ese viaje, y al poquito ocurrió el caso Padilla, que fue lo definitivo.


¿Ese fue un cambio de ideas socialistas a ideas liberales?
No, el liberalismo es posterior. En ese momento el socialismo entusiasta pasa a ser un socialismo muy crítico, pasa a ser una socialdemocracia. Yo me sentí como se sienten los curas que de pronto se vuelven ateos: muy desamparado, muy solo, en un mundo muy confuso. Fue un proceso lento de revalorización de la idea de democracia, la importancia de esa democracia formal tan denostada por la izquierda, y empecé a leer a Raymond Aron, a (George) Orwell, a (Arthur) Koestler y a (Albert) Camus, a quien había leído y había atacado cuando yo era muy sartreano. Incluso publiqué un librito que se llama Entre Sartre y Camus, contando esa evolución.


¿Y el liberalismo cuándo comenzó en usted?
Primero fue una especie de rescate de la idea democrática, de la importancia de esos valores formales, de las formas en lo político. Y luego creo que el liberalismo fue el descubrimiento de Isaiah Berlin y (Karl) Popper. La lectura de Popper, la lectura de La sociedad abierta y sus enemigos para mí fue fundamental; es uno de los libros que más me ha marcado, me ha cambiado, me enriqueció extraordinariamente lo que es la visión del autoritarismo, de lo que es el totalitarismo, y cómo esa es una amenaza que está siempre presente, incluso en las sociedades más libres, más avanzadas.


Usted acaba de participar de un seminario sobre populismo organizado en Buenos Aires por la Sociedad Mount Pelerin. Popper fue uno de sus fundadores.
Sí, claro, Popper estuvo en el año ’47...


Y (Milton) Friedman y (Friedrich von) Hayek también. Los dos terminaron sosteniendo la dictadura de Augusto Pinochet.
No tienen ellos la culpa de la dictadura de Pinochet.


Sostenes, no causantes.
Pinochet aplicó políticas de mercado, pero jamás apoyó la política liberal, que parte de la democracia política.


Pinochet no apoyó el liberalismo político, pero Friedman y Von Hayek apoyaron la dictadura de Pinochet.
No, no. Apoyaron la política económica, pensaron que la política económica era la buena, pero nunca apoyaron la dictadura de Pinochet, nunca apoyaron los crímenes, nunca apoyaron la desaparición de un Congreso, de elecciones libres. Nunca. Von Hayek ha defendido... Miren... No sé si han leído The Constitution of Liberty, un libro absolutamente fundamental en defensa de la cultura democrática y de la libertad económica a partir de la libertad política. Es el sustento fundamental de la idea de Von Hayek.


Pero no estamos hablando de las ideas sino del apoyo a una política concreta.
Pues yo no conozco ninguna declaración de Von Hayek a favor de Pinochet, que haya estado defendiendo la dictadura de Pinochet. Todo el paquete, con los crímenes, las desapariciones. Y si la defendió, se equivocó.


Si quiere pasemos a Friedman. Estuvo varias veces como invitado en el Chile de Pinochet.
Pero fue a dar conferencias.

Hasta escribió cartas de agradecimiento a Pinochet por haber aplicado sus recomendaciones económicas.
No conozco esas cartas.


Son de 1975. Aquí están, impresas. Podemos leerlas, pero se extendería el reportaje.
Si Friedman y Von Hayek lo hicieron, se equivocaron. Cometieron una gravísima equivocación y hay que criticarlos por eso, porque ningún liberal debe apoyar una dictadura política. Y si lo hace se equivoca, y hay que criticarlo. Yo soy un liberal y nunca he apoyado una dictadura.


Isaiah Berlin es una cosa, Popper, que fue cofundador de la Sociedad Mont Pelerin, es otra. Y los otros dos fundadores, Friedman y Von Hayek, fueron muy activos políticamente, en los Estados Unidos y en Chile.
La Sociedad Mont Pelerin es una sociedad creada fundamentalmente para pasar revista o tomar el pulso a la situación de la economía en el mundo. Es una sociedad que crean especialistas en economía, a la cual yo no pertenezco. Es la primera vez en mi vida que he asistido a una reunión de la Mont Pelerin. Yo estoy totalmente a favor de la libertad económica como un correlato de o contrapartida de la libertad política. Esa es mi visión del liberalismo. Esa es la visión de liberalismo de los liberales que admiro, que leo. De tal manera que si hay liberales que han apoyado una dictadura, para mí no son liberales. No tengo por qué cargar con la responsabilidad de señores que defienden dictaduras.


Una sociedad de liberales políticos que reivindican a Friedman y Von Hayek es como fundar un centro de estudios socialdemócratas y ponerle de nombre Sociedad Lavrenti Beria, en homenaje al jefe de la policía secreta de José Stalin.
(Se ríe.) ¡Pero es injusto! La Sociedad Mont Pelerin defiende la libertad económica, está constituida fundamentalmente por economistas, pero que yo sepa, que yo recuerde, jamás se ha identificado con ninguna dictadura, porque esa dictadura hizo políticas de mercado. Von Hayek y Friedman defendieron la libertad económica que se introdujo en Chile, defendieron ciertas reformas.


¿Esas reformas se podrían haber introducido en 1973 sin dictadura?
Deberían haberse introducido en democracia. Esa es la postura de un liberal. Un liberal es un señor que cree en la libertad y que cree que la libertad es indivisible, que no se puede dividir la libertad política de la económica. Ese es un principio básico del liberalismo. Está en Adam Smith, el padre del liberalismo. Si hay alguien que pretende dividir la libertad política y económica, se equivoca: no tiene derecho a ser llamado un liberal o da una visión completamente corrompida y criticable del liberalismo. Eso no es el liberalismo que defiendo y con el que yo me siento identificado. Además, creo haber demostrado que mi conducta es una conducta clarísimamente de defensa de la libertad en el campo político, en el campo social y en el campo económico.


Usted acaba de participar en una reunión sobre el populismo en América latina. Uno podría decir que Franklin Delano Roosevelt, el presidente norteamericano que asumió en 1933, fue un gran populista. ¿Está de acuerdo?
Todo depende de las definiciones. Por ejemplo aquí el día de la inauguración de la Mont Pelerin el representante del presidente de la Sociedad dijo que había un populismo “bueno” y un populismo “malo”. El populismo bueno era el de Ronald Reagan. ¿Qué es lo que quería decir este señor? Entendía por populismo la proyección a nivel popular de las reformas liberales a través de un gran comunicador, como era Reagan.


Es el momento en que comienza el proceso de mayor desigualdad histórica de los Estados Unidos. Lo dice Paul Krugman, otro Nobel pero de Economía, no de literatura.
Sí, pero... Si yo tengo que corregir cada frase vamos a perder mucho tiempo.


No es corregir o no corregir. Es una entrevista.
Los liberales no estamos a favor de que haya desigualdad.


¿Qué quieren?
Que todo nazca del éxito, del esfuerzo, de la producción de bienes o servicios que benefician al conjunto de la comunidad. Que haya gentes que tienen mayores o menores ingresos en función de su excelencia, de su talento, es legítimo para un liberal. Lo que no es legítimo es que esas diferencias se establezcan a partir del privilegio o de la desaparición de la igualdad de oportunidades de base, que es un principio liberal.


¿Y qué sucede cuando, por ejemplo, como dice Krugman, Reagan modifica la política impositiva y quita impuestos a los más ricos? ¿No cambia lo que usted define como igualdad de oportunidades de base?
Mmmm, es que ahí tendríamos que discutir muchísimo. Krugman no es precisamente un liberal. Krugman es un hombre muy inteligente, pero es una especie de socialdemócrata con debilidades considerables hacia fórmulas socialistas, colectivistas. Tiene debilidades en ese campo.


¿Usted dice que Krugman, el columnista de The New York Times, es colectivista?
Sí, tiene debilidades colectivistas, como muchos socialdemócratas muy respetables, demócratas impecables que tienen debilidades colectivistas. Por ejemplo los demócratas cristianos son absolutamente demócratas, pero ellos creían que el Estado tenía que intervenir masivamente en la economía para suplir lo que llamaban las desigualdades de base. Los liberales siempre hemos criticado esa idea.

¿Pero acaso la intervención del Estado no la propugnaba también Adam Smith?
No, no. La intervención del Estado en la economía para suplir lo que los demócratas cristianos llamaban –porque eso ha cambiado– las debilidades de base, es una forma de intervencionismo que al final genera mucha más injusticia y muchos más privilegios. Pero en fin..., eso creo que nos aburriría muchísimo.


Volvamos al tema del populismo. Del populismo bueno y del populismo malo.
Pero eso decía ese señor y yo creo que se equivocaba. Llamaba populismo a una forma de popularidad. Entonces, si eso es populismo toda forma de comunicación exitosa sería populismo. Yo creo que populismo es sacrificar el futuro en nombre de una actualidad pasajera, efímera, y hacer política con esta visión. Hay un populismo de derecha y hay un populismo de izquierda, sin ninguna duda.

¿El cortoplacismo sería un populismo?
El cortoplacismo es una forma de populismo, sobre todo en medidas económicas. Pero hay un populismo político, no solamente económico.


Si le parece volvamos a Roosevelt. Usted no desconoce qué hacía. Con la radio como herramienta, le hablaba directamente al pueblo sobre los efectos de la crisis de los años ’30.
¿Pero qué es lo que consigue Roosevelt? Consigue dar seguridad en un momento de una inseguridad terrible. Entonces, con esa tranquilidad con la que él se dirige a su sociedad, a sus electores, crea una seguridad que hacía una falta extraordinaria para que la crisis económica no se profundizara.


Roosevelt les decía a los ciudadanos que apelaba directamente a ellos para explicarles que el Senado y los bancos no lo dejaban resolver la crisis.
Pero bueno, está bien... El Senado y los bancos en ese momento no lo dejaban gobernar. A veces es bueno no dejar gobernar a los políticos si hacen malas políticas, ¿no es verdad?

¿Y en ese caso era bueno?
No hablo de hacer revoluciones, pero sí de que existan una democracia y unas instituciones que permitan frenar las malas leyes. Por ejemplo en el Perú, en la época de Alan García, nosotros conseguimos parar una medida, que para mí era el final de la democracia: la nacionalización de los bancos. Y la paramos en democracia, sin hacer nada sedicioso, mediante manifestaciones y actos públicos. Y al final conseguimos que esa ley, que era una mala ley que podía acabar con la democracia en el Perú, no prosperara, diera marcha atrás y no hubo ningún muerto, ningún preso.


¿Ningún liberal reivindica a Roosevelt y a John Maynard Keynes? Un liberal como usted, ¿qué dice?
Keynes sí. Ambos fueron grandes demócratas. Keynes fue un genio, un hombre de una cultura absolutamente prodigiosa, y las tesis keynesianas, que la socialdemocracia luego hace suyas, son unas tesis generadas en un contexto muy especial de crisis terrible, en las que ya no estaba en juego una política económica sino la supervivencia de un país y de una cultura democrática. Ese es el contexto en el que nace el keynesianismo, que no se puede aplicar de una manera automática. Nadie ha descrito mejor que el propio Friedman lo que significa la inflación para un país, ¿no es verdad? Yo tengo mucho respeto por Keynes, creo que es uno de los grandes pensadores modernos, sin ninguna duda, y en cierta forma buena parte de su legado lo pueden reivindicar los liberales. Sin ninguna duda.


En cierta medida, y siguiendo su frase de que nada se puede aplicar de manera automática, los países más importantes de Sudamérica estaban en una situación parecida a la que usted describe. Y en los últimos años resolvieron su tremenda crisis con mayor intervención estatal.
Hay circunstancias en que ningún liberal va a rechazar una cierta intervención del Estado a partir de ciertos consensos democráticos, por supuesto. Sin ninguna duda, ¿no es verdad? En esta última crisis terrible, por ejemplo...


La crisis mundial que comenzó en 2008.
Sí. Frente a ella, los liberales han estado completamente divididos. Algunos decían que se trataba de “salvar al muerto” que se iba a morir. Entonces, si se va a morir, que intervenga el Estado. Otros liberales decían que lo que se iba a morir no era el Estado sino las políticas que nos han llevado a esta crisis absolutamente monstruosa.

¿Y usted qué decía?
Yo estaba en la confusión total, y creo que ahí se necesitaba un tipo de conocimiento técnico de la magnitud de la crisis y de las consecuencias para tomar una decisión. Yo carecía de eso y simplemente, como sobre muchas otras cosas, lo que he declarado es mi perplejidad. Sobre eso no puedo opinar porque no sé, opinaría a partir del puro pálpito y creo que eso es irresponsable, no en literatura, pero sí en política.

¿Tiene un pálpito para el ballottage peruano entre Ollanta Humala y Keiko Fujimori?
No hay pálpito allí sino un conocimiento muy claro. Hay un mal menor y un mal menor. El mal mayor es Keiko Fujimori y entonces yo voto por Humala. Eso es clarísimo. Los problemas que pueda traer Humala ya los enfrentaremos cuando venga. Pero tengo una esperanza que quiero que quede escrita. Mi esperanza es que Humala se aleje realmente de (Hugo) Chávez y se acerque realmente a gente como (Luiz Inácio) Lula (da Silva), como (José) Mujica, como (Mauricio) Funes, y haga una política semejante en el campo económico.


De cualquier modo, en América latina cada país se termina dando su destino nacional, no hay forma de copiar...
No hay destinos nacionales...


Aunque alguien quiera copiar, no podrá hacerlo porque cada nación es única.
Hay formas de copiar la orientación, hay formas de entender que la creación de la riqueza pasa por el mercado, no pasa por el estatismo. Las pruebas son tan absolutamente contundentes... Eso lo han entendido el socialismo chileno, el uruguayo, el brasileño. Hay una izquierda peruana que ya entiende eso, aunque es muy pequeñita. Ojalá con Humala ésa pasara a ser la política que se adopte. Sería una salvación.


Usted habló de Lula como modelo. Su estrategia fue de intervención fuerte del Estado.
No tan intervencionista gracias a que el anterior presidente fue Henriquez Cardoso. Las grandes reformas que ha aprovechado Lula las hace Cardoso. El es el gran estadista.

¿Fernando Henrique Cardoso?
Sí.


Pero Lula no representó la continuidad respecto de Cardoso sino la ruptura.
¡No, no, no! ¿Cómo? ¡Qué horror, qué injusticia! ¡Qué dices!


Brasil creció y se hizo más justo con Lula.
Pero porque la gran reforma económica, la gran reforma monetaria la hace Henriquez Cardoso. Crea las bases de una economía de mercado. Abre las fronteras de Brasil. Lo que pasa es que lo hace con discreción, con una elegancia británica porque no es un populista. Entonces Lula, que no sabía nada de economía, que no entendía absolutamente nada...


¿Usted dice que un hombre que fue fundador del Partido de los Trabajadores y secretario general de los metalúrgicos no sabía nada de economía?
Lula de pronto se encuentra con un país preparado gracias a la extraordinaria habilidad y la inmensa cultura de Henriquez Cardoso, que es el que abre la modernidad para Brasil, el que introduce una economía de mercado auténtica, el que hace entender a la izquierda brasileña que no hay creación de riqueza sin mercado, sin empresa privada, sin inversiones, sin integración al mundo. Y Lula, en buena hora para Brasil, sigue esa ruta.


Tal vez Lula sea considerado “tribal” por Hayek, pero Lula es el que habla de justicia social, no Cardoso.
Hablar de justicia social no quiere decir nada...


Hayek decía que buscar la justicia social es una actitud que venía de las tribus o las hordas. ¿Lula fue tribal al poner en práctica ese principio?
Para hacerlo hay que crear riquezas. Un país tiene que prosperar. Eso es lo que ha permitido la política de Henriquez Cardoso: que ese país prospere.


Pero el país no creció con Cardoso, y no superó el tres por ciento anual.
Pero creó las condiciones y empezó a crecer y se ordenó la moneda. Encontró una estabilidad que en la historia Brasil prácticamente no había tenido nunca. Esa estabilidad es fundamental para que haya una economía de mercado. ¿Cómo puede haber inversión, cómo puede un empresario proyectar su plan de trabajo, de inversiones, si la moneda está sujeta a los vaivenes permanentes como estaba cuando sube al poder Henriquez Cardoso?

Tal vez la novedad de Lula sea que la justicia social no fue sólo un valor sino una condición de eficacia y posibilidad práctica para conseguir el desarrollo económico.
Ahí nos estamos acercando ya, creo (risas). No hemos hablado nada de literatura, sólo una preguntita. El ideólogo no lo ha permitido (se ríe). Una entrevista tras otra... Qué barbaridad, es un ritmo estajanovista.


Es una palabra muy soviética.
Ahora que la Unión Soviética desapareció se pueden decir.


¿Es retro, es vintage?
He visto en Nueva York los retratos del realismo socialista y ahora resulta que la frivolidad ya los puso de moda. La frivolidad de la vanguardia hace que toda esa pintura se empiece a rescatar en las galerías neoyorquinas.


¿Qué hubiera dicho Milton Friedman?
Friedman era un buen lector de novelas. La única vez que conversé con él no hablamos nada de economía, sólo de literatura.

¿Qué está leyendo usted ahora?
El último libro de Jorge Edwards, La muerte de Montaigne. Parece una crónica histórica y después empieza a surgir la ficción.


¿Con qué libro se quedaría?
La guerra y la paz. Si tengo que quedarme con uno solo quizá me quedo con ése.


El escribidor y el otro

Por Mario Wainfeld
Publicado en PAGINA 12

Al otro, a Varguitas, es a quien le ocurren las cosas. Mario Vargas Llosa vive, se deja vivir, para que Varguitas pueda tramar su literatura y esa literatura, de algún modo, lo justifica.
Vargas Llosa hace política de modo explícito, torpe y primitivo. Frecuenta seminarios de trogloditas, gentes de derecha de magra imaginación y de correrías funestas. Quiso jugar a la bolita, no fue diestro: perdió una elección con Alberto Fujimori. Ahora, propone votar al candidato Ollanta Humala, sin especificar si es el cáncer o el sida con los que lo comparaba un par de semanas atrás. Varguitas, en el ínterin, redacta libros memorables.
Vargas Llosa, un fiscal del populismo, es invitado por un conjunto de mercaderes a inaugurar la Feria del Libro en Buenos Aires, un modo de mojar la oreja al gobierno nacional del país anfitrión. Se suscita una discusión, la Presidenta le imprime un rumbo definitivo, inteligente e irrevocable. Se retoca el formato.
El día prefijado Vargas Llosa y Varguitas van juntos a la disertación que insume, cronométrica, una hora y media. Hubo momentos de Varguitas que ameritaban pedirle un bis. Vargas Llosa se retira a la hora señalada porque es un profesional (un manejador de exclusividades y preferencias) y dispone de su tiempo en consecuencia.
No hay grupos de choque del kirchnerismo, muchos canales de noticias transmiten la presentación en vivo. El canal estatal de aire difunde su primer tramo, el discurso escrito que leen el escribidor y el cuadro de derechas, a dúo. Seguramente lo han escrito a cuatro manos, en el atril a veces cuesta discernir quién habla.
El político Vargas Llosa modera su verba a niveles impensados, durante ese primer tramo y en el reportaje que le realiza luego el editor de La Nación, Jorge Fernández Díaz.
Este cronista puede equivocarse o haberse chispoteado una línea pero cree que el invitado ilustre nunca mencionó la palabra “populismo”. Aludió una sola vez a Cristina Fernández de Kirchner para agradecerle su intervención. Zorro, le aconseja que su tolerancia derrame sobre sus compañeros y sobre su gestión. Es una insinuación delicada que el público presente (seguramente ávido de menciones más agresivas) agradece con una salva de aplausos.
El texto escrito enaltece a los libros, en general se centra en los de ficción. Y glorifica a Buenos Aires, “ciudad de librerías, de escribidores y de lectores”. Hay lugares comunes, edificantes, olvidables, en el relato: “bosque encantado”, “viaje a lo imaginario”. El respetable público aplaude esas naderías. Varguitas escribe cosas mejores.
Vargas Llosa se define como un liberal antagónico frente a todas las dictaduras. Tuvo un par de derrapes, sin ir más lejos en Irak, donde aplaudió a una potencia colonial que impuso a sangre y fuego su mensaje liberador. El orador ahorra menciones a realidades específicas, se le agradece.
Evoca a la Inquisición como etapa fundacional de la persecución a los libros. La mayoría del respetable público se desconcierta, no asistió a esa cita de honor para abuchear a la Inquisición, sino a protagonistas más cercanos.
Varguitas contesta a la entrevista, cuenta sus rutinas de escribidor. Siempre es bello que alguien que ama su trabajo lo referencie con minucia. El escritor actual cuyos libros más espera el cronista, el norteamericano Philip Roth, hace un culto de esas narrativas.
Tiempo atrás el cronista esperaba la salida de los libros de Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Augusto Roa Bastos, Manuel Scorza, Rodolfo Walsh por mencionar sus predilectos en una nómina más larga. Parece fábula, vivieron más o menos contemporáneamente en esta región del planeta. Se hablaba de un boom de la literatura latinoamericana, expresión fea y fenicia si las hay. Era la explosión de la mejor literatura escrita en lengua castellana en un lapso relativamente breve e inusualmente fructífero.
Políticamente, Vargas Llosa se apartó de ese conjunto encomiable. En la escritura, le guste a quien le guste o caiga quien caiga, sigue revistando en él.
Varguitas toma el micrófono durante un buen tramo del reportaje, el mejor, aquél en el que se le pregunta sobre sus novelas, cómo se inspiró, qué le evocan. Cuando le llega en turno a La tía Julia y el escribidor repasa la semblanza de uno de sus personajes, Pedro Camacho, afiebrado autor de radioteatros. Varguitas describe a Camacho, sus imaginerías, sus obsesiones, la suerte de embriaguez que lo confundía e impregnaba su obra. El público ríe, bate palmas, se entusiasma como cualquier auditorio ante una bella fantasía.... ¿que ya conocía y gusta de escuchar de nuevo, como los pueblos y como los chicos? ¿O que oye por primera vez? El cronista, suspicaz e ideologizado, tiene una intuición crítica. No la expresará, porque carece de pruebas y porque es grato, en cualquier caso, que un auditorio goce de una bella historia referida por un hablador.
Varguitas se enciende cuando cuenta cómo cuenta, hay alegría en esas parrafadas. Humor e ironía escasean, no son el estilo de Vargas ni siquiera el de Varguitas. Una pizca, alguna alusión como aquella que llega en el final cuando inventa que “los liberales se dividen aún más que los trotskistas”. En el bajoneante final porque en él retornan Vargas Llosa y su mensaje político.
Todo fulgor perece, el invitado de honor culmina su speech hablando de la Argentina. Engola (apenitas) el tono, enarca las cejas, repite frases y datos remanidos como si fueran revelaciones. En una digresión valorable recuerda que el escritor mendocino Antonio Di Benedetto fue martirizado por la dictadura militar y que él mismo, desde el PEN Club, gestionó en pos de su liberación. No se interroga (los cuadros de la derecha no son dados a interrogarse, así tengan un alter ego escribidor) qué hizo su sponsor en esta visita, el diario La Nación, por Benedetto en tan infausto trance. O por Rodolfo Walsh. Si bregó por ellos, si los mentó tan siquiera. No repara en que La Nación comenzó a llamar, de modo intermitente, “dictadura” a la dictadura hace menos de diez años. Y que, hoy por hoy, todavía es más dado a llamar “lucha antisubversiva” o “represión ilegal” al terrorismo de Estado. El escribidor da cuenta de un mundo complejo y multicolor, el político elude revisar sus premisas o someterlas a cotejo con datos de la realidad. La empiria, a menudo, es populista o denuncia qué hicieron los “liberales” en la guerra sucia, papá.
Vargas Llosa hace copia carbónica sin saberlo y reitera el discurso de la dictadura sobre la Argentina ubérrima de principios del siglo XX. Son tópicos raídos, Vargas Llosa cree ser su descubridor. La Argentina, propone, era un país del Primer Mundo, “una democracia funcional” (sic). En esa democracia funcional, intervendría un guarango, no había las elecciones libres que Vargas Llosa endiosa cuando teoriza. Cuando llegaron las urnas dendeveras, el pueblo iletrado se inclinó por la primera vertiente nacional y popular, contra los “galeritas” y la oligarquía.
“¿Cuándo se jodió la Argentina?”, inquiere, usando otras palabras menos memorables, Vargas Llosa. Y se responde, valiéndose de elipsis, sin decirlo tampoco de este modo: cuando advinieron la democracia de masas, el sufragio universal, el Estado benefactor.
El gran escribidor es un gran lector. Todo artista se reconoce en otros. Varguitas hilvana admiraciones indiscutibles: Flaubert, Proust, Cortázar, Conrad, Camus. Su cofrade, un político sudamericano de derechas, descuida los contrastes, soslaya lecturas imprescindibles. Al cronista, que no es nadie, le dan ganas de acercarle el Informe sobre el estado de las clases obreras argentinas del catalán Juan Bialet Massé. Médico, ingeniero y abogado, el hombre diseccionó qué tal vivían, sufrían, eran explotados y morían los laburantes en su país de acogida en esa supuesta utopía democrática y de bienestar. Fechó su informe, un relevamiento pedido por el gobierno conservador, en 1904. Habría que pegarle una ojeadita antes de ensalzar la etapa predemocrática.

El cronista no le acercará ese libro a Vargas Llosa. Le agradaría hacerlo y le agradaría que le interesara. Pero tal portento no puede ocurrir. Vargas Llosa es el otro, un panfletario elegante y maniqueo, sordo a voces que no sean las que lo corroboran. Por suerte, existe Varguitas. Los dos hablaron con plena libertad, para que los atendiera quien tuviera ganas.

Vargas y Scalabrini

Por Horacio González *
Publicado en PAGINA 12

Sería interesante pensar –discretamente, pues casi todo ya ha sido pensado– sobre la condición del intelectual. Pero posterguemos unas líneas la aparición de Vargas Llosa y en primer lugar veamos el caso de Raúl Scalabrini Ortiz. Me gustaría proponer que se trata de un intelectual sacrificial, al que defino como el que unge su prédica en términos de una misión trascendental. Nadie se la ha otorgado, pero se le va la vida en ello. Así, pone el sacrificio personal como precio de la verdad. Le sobrevuela la idea de suicidio, que Lugones había establecido, aunque no lo cometa. Su interés es por las grandiosas revelaciones. Las que suceden cuando en la conciencia colectiva se clavan los aguijones de la magna denuncia. Estas pueden consistir en el hecho de que todo está corroído. En que ha triunfado el mal bajo el nombre del bien, lo ilógico bajo el nombre de lo normal. Scalabrini abunda en estos temas; es su método para las reprobaciones. “Falso, todo es falso”, exclama angustiado cierta vez. Es que percibía una enaltecida trama cultural, pero dentro de ella se asfixiaba el país. Empréstitos ingleses, ferrocarriles ingleses, un Banco Central “hecho para los ingleses”.
Las tergiversaciones políticas que afectaban al cuerpo social las sentía en su propio cuerpo como malestar, oscura enfermedad. La escritura tenía, por eso, un aire febril. Era un sacramento. Equivalía a un síntoma, expresaba una dolencia. Ya en El hombre que está solo y espera había una idea antropomórfica de la naturaleza, de los ríos, el paisaje. Dice del hombre porteño, modo espiritual y mineral de la vida nacional: “Aventa las teorizaciones arqueológicas, poda la ampulosidad de los conceptos, humilla la arrogancia de los contextos legalistas y manumite al hombre de la artificiosa hojarasca literaria que le recubría...”. Con verbos un poco enrarecidos, señalaba un programa sensitivo, apoyado en grandes alegorías y recónditas energías vitales. Sin dictámenes letrados ni instituciones aúlicas. La teoría, la ley, la “hojarasca literaria”, como buen modernista, eran condenadas por Scalabrini. El asombroso éxito del libro, en 1931, le dicta un paradojal sentimiento. El del retiro del ruido mundano hacia el gabinete del estudioso que en soledad arroja sus dardos contra el demonio, como Lutero lanza su tintero en Wartburg.
Halperín Donghi le reprocha a Scalabrini que su estudio sobre cómo el país ha sido ahogado por el imperialismo inglés tiene un sabor demonológico. No es justo este dictamen, si se tratase de un acto sumario de descalificación. Sin embargo, es cierto que Scalabrini tiene una noción de culpa histórica y una tendencia a exorcizar los males colectivos desde una fuerza telúrica espiritualizada. Pero lo hace con una entrega inusual hacia la investigación de los archivos, que a partir de él pueden ser considerados yacimientos donde el destino de la ciencia convive con el sigiloso hechizo de los secretos que se guardan y deben ser revelados. Con él los archivos recobran el aire misterioso de cerrojo a la verdad que hay que revolver con intuición santa. Si se tiene en cuenta que el hombre de Corrientes y Esmeralda debía “aventar las teorizaciones arqueológicas”, para Scalabrini, hijo de un gran paleontólogo y autor de la célebre frase sobre “el subsuelo sublevado de la Patria”, no se presentaban tan fáciles las cosas. Cierta preferencia por hombres vitales y candorosos, abiertos hacia el mundo con su pudor casi místico, componía una parte de su libreto existencial. Pero había que excavar profundo, resguardarse de las acechanzas, expulsar de sí mismo la posible flojera ante fuerzas tan poderosas a ser denunciadas –un imperio–, y crearse una ética de soledad y esperanza para oscuras épocas de simulación.
Solamente Martínez Estrada llega tan lejos como Scalabrini en cuanto al profetismo laico que le atribuye a la tarea intelectual. Es cierto que estos dos hombres devocionaban cosas diferentes –uno, a la nación como redención moral; el otro, a la moral como forma vital de salvación–, pero usaban los mismos planos oculares, una misma hipótesis sobre lo insondable que emerge y se subleva. Ambos trataban sobre una escisión complementaria de un único momento: la verdad como encierro a liberar, lo falso que oprime en la superficie. El acto liberador debía constituirse, antes o después, en texto. Por eso, decimos ahora: cualquier canon nacional reconstruido debe poner a estos dos escritores frente a frente. Conmocionado, Scalabrini imaginó que los hombres del subsuelo que marchaban por las calles en 1945, no tanto salían con su libro en la mano, sino que salían “desde” su propio libro de 1931. Excesivo, Martínez Estrada pensó también que “desde” su libro de 1933, Radiografía de la pampa, emergían los personajes sociales que se manifestaban en la ciudad de esa misma década del ’40. Son dos intelectuales que conocieron por igual –diferencias políticas aparte– la fuerza del texto propiciador, incluso profético, y el martirio de su propia vida ofrecido como prueba de que los ensalmos salvadores no aparecían.
¿Persisten intelectuales de este rango? ¿Los años foucaultianos, con su intelectual cartógrafo o micropolítico, no los han desplazado? ¿Los modelos de investigación universitaria, las redes institucionales de tecnologías archivísticas y modelos de pesquisa, no los han convertido en anacrónicos? ¿Las foundations neoconservadoras no han creado una nueva figura del converso, el sepulturero más eficaz del pasado que lo persigue quedamente?
Sin embargo, se sigue devocionando a Rodolfo Walsh, que también cultivaba una noción de sacrificio, de aciagos días de justicia. Viñas había pensado mucho esta cuestión y había inventado un aforismo: a mayor criticismo, mayor riesgo. La tesis sobre el riesgo era también la punta trágica viñesca, pero en una época en que no había audibilidad para los lenguajes del tormento existencial. Ya Borges los había condenado por “patéticos”, en pleno momento del compromiso sartreano. Ensayó su respuesta en una literatura que refugió en grandes alegorías universalistas su profundo núcleo nacional y sembró sus alrededores de airadas conjeturas políticas. Terribles opiniones, verdaderos caprichos infantiles, convivieron con una magnífica obra que surge de los mitos más íntimos de la vida y el lenguaje. En cuanto a Cortázar, deslindó el problema y anunció en el preámbulo de Rayuela que no era concebible que un hombre pudiera cargar con los problemas y la representación de una nación: sincero reconocimiento de su propio juego literario.
¿Qué nos trae en cambio Vargas? No es el intelectual en su cartuja, pues está en el mundo, combate y caracolea. Curiosamente, retoma la idea de señalar las heridas del mundo para reencaminarlo, darle verdad frente a los hombres equivocados, como él dice haberlo estado, melancolía mediante, en los años sesenta. ¿Pero es el escritor destinado a conmoverse por los rumbos de una comunidad y lanzar sus profecías doloridas? Político que viaja con sus certificados, sus ujieres y palafreneros, alerta sobre los males presentes, por lo general resumidos en la expresión “totalitarismo”. Algo de aristocrática perversidad –se conoce su preferencia por el famoso y sutil escrito de Flaubert sobre las épocas de la historia entendidas según los tipos de zapatos femeninos– lo lleva a convivir con las incultas derechas argentinas. ¿Sufre allí su castellano apacible y bien modulado? No parece cuando suelta la lengua y arroja su tintero contra los demonios del populismo, ante la risa gorda de los recaderos del macrismo.
Pero de inmediato comprendemos que Vargas Llosa ha aprendido mucho de los políticos que actualmente frecuenta. Llega un momento en que modula la voz, retira adjetivos, calcula sus pasos, exhuma una distraída dulzura de hombre superior y acude al real goce del provocador, que es asumir la máscara ritual del fauno herido en su momento de prudencia y calma: “No vine a provocar”. Es que con los antiguos elementos del intelectual que llamamos sacrificial, actúa protegido por penumbrosas fundaciones, corporaciones mediáticas y conglomerados de derecha. Pero no corre riesgos, lo protegen símbolos de intocabilidad. Aunque su caso demuestra que estamos debatiendo sobre la historia viva del intelectual latinoamericano de la contemporaneidad, pues como sea –sofocados, invertidos, transfigurados, astutamente alterados–, los motivos de Vargas saben despertar un interés libertario. Late en ellos su drama personal, restos apagados de viejos debates, recuerdos que ahora sólo parecen amables conversaciones con aduladores de turno, y que en algún momento debieron ser turbulencias como las que ahora permanecen en el espíritu de los intelectuales latinoamericanos que viven en la espesura de la historia actual y no en el foro de las convenciones de las derechas mundiales.
¿Pero es de derecha Vargas Llosa? La genealogía del inquisidor, convertido luego en el moderno comisario político, es de las historias que despiertan inmediata adhesión. El la cuenta bien. ¿Quién las cuestionaría? Todos desearíamos ser hijos de la crítica a la intolerancia. Y efectivamente lo somos, al punto de una verdad a la que Vargas no ha llegado. Porque los verdaderos enemigos de la intolerancia, lo somos porque –nuevamente–, estamos inmersos en la dialéctica del lenguaje, en sus grandes paradojas, y menos en lo que ahora, en Vargas, es la cómoda linealidad de un liberalismo cuya ambigüedad da por descontada. Es liberal para trazar la historia de la modernidad y es liberal mientras se palmea con Hernán Lombardi. ¿No hay diferencias entre ambas acepciones? Entonces, su condición de hombre de derecha la da menos su vieja problemática literaria impregnada de una chispa que sin duda no ha cesado –pues piensa como un ironista liberal puro–, que su falso candor, repleto de ardides. Los ha mostrado, “encantadoramente”, en su discurso de la Feria. Y en verdad es encantador, hasta que el peso de la historia una y otra vez pone pesadas comillas en esta frase, sin abandonarla.
En su discurso desgranó estos temas, entre afirmaciones interesantes pero vagas, y trivialidades que no dejaban de ser simpáticas. Se mostró como si un personaje del Marqués de Sade, ahogando sus pasiones previsibles, se transformara en un amable conversador que da explicaciones sobre sus buenas novelas de iniciación de un modo que lo acerca –es una pena– a las pedagogías obligatorias de la globalización. El gran hombre relata sus complacientes fórmulas luego de darle consejos a la Presidenta y rezongar sobre premios como lo haría algún espíritu escéptico del siglo XVI. Como diría Sartre, su sinceridad suena de mala fe. Me gustó escucharlo. No dejó de coincidir con las palabras que en espejo poco antes dijo Bergoglio, ambos asombrados de tanta “crispación”. Dijimos que había “dos” Vargas Llosa. Ahora pienso que hay muchos, variados géneros multicolores de “Vargas Llosa”, replicantes que habitan un solo cuerpo. Interesante enigma, que nos instiga luego de este debate, que no fue vano, a respetar esas banalidades donde se cuela la tragedia real del novelista que es, y a imaginar un nuevo tipo de intelectual latinoamericano que permita el balance entre aquel éxtasis scalabriniano y este candoroso liberalismo vargaslloseano. En su misma exposición, la palabra “liberalismo” se mostró una de las tantas máscaras abstractas que no logra abarcar el conjunto de temas de un debate que excede –lector de Madame Bovary como él es y somos todos–, sus pasmosas ensoñaciones, ingenuidades y sofismas. Nadie le pide bolivarismo, en cambio es afligente su bovarysmo.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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