28/10/13

Adiós al poeta rockero del lado salvaje

Por Roque Casciero
Publicado en PÁGINA 12

Tenía pésimo carácter, era manipulador y lo odiaban casi todos lo que habían trabajado con él, con Andy Warhol a la cabeza. Sin embargo, ninguno de ellos podía dejar de reconocer la dimensión extraordinaria de su obra, su cualidad única para lograr que la poesía, el rock y la vanguardia musical salieran juntos a dar un paseo por el lado salvaje de Nueva York, del mundo, de la vida. Lou Reed, que falleció ayer a los 71 años por causas todavía no determinadas –-había sido sometido a un trasplante de hígado en mayo pasado– fue eso y mucho más, en cinco décadas de carrera que transformaron no sólo al rock sino a la cultura occidental toda. Sin Velvet Underground, la banda que lideró a fines de los ’60, no podría siquiera imaginarse al glam, al punk ni al rock alternativo. Así de monumental fue la influencia de Reed, poeta del rock y rockero poético. Y así lo reconocieron siempre David Bowie, Kraftwerk, Luca Prodan, los Strokes, los Ramones, U2, Iggy Pop, Patti Smith, Duran Duran, Television, R.E.M., Sonic Youth, Pixies y Morrissey, entre muchísimos otros colegas.
Así de enorme, también, es el agujero que deja su fallecimiento en los corazones de miles de seguidores en todo el mundo: la relación con la obra de Reed casi nunca podía ser casual, más allá de que haya tenido algunas canciones que sonaron en las radios. Con él había que ir a lo profundo, dejar que sus palabras lacerantes volvieran a cortar esa llaga mal cicatrizada, hacer propios dolores ajenos como forma de aprendizaje, sufrir y gozar los latigazos, asomarse (desde lejos, en lo posible) a los abismos del suicidio y la adicción, sentir el desgarro de que te arranquen a un hijo de las manos, percibir la espada de Damocles del cáncer sobre tu cabeza, enamorarse de la persona más equivocada posible, teñir de nostalgia un día perfecto, tener sexo en los lugares más cochambrosos, dejar correr la adrenalina del que va a pegar drogas a los barrios bajos, meterse en las orgías más zarpadas... Reed lograba eso con sus canciones. Y no precisaba mirar desde un púlpito ni pretender identificaciones vacuas: era un tipo culto que escribía desde las tripas, como pocos lo han hecho en la historia del rock.
Antes de formatear buena parte de la música contemporánea con el primer álbum de The Velvet Underground, Lou Reed ya había pagado derecho de piso en el mundo de las letras y en el de las melodías. Nacido en Brooklyn el 2 de marzo de 1942, Lewis Allan
Reed se crió en el seno de una típica familia judía de clase media y aprendió a tocar la guitarra por el interés que le despertaban las canciones que escuchaba por la radio. Como al personaje de su canción “Rock’n’roll”, lo que se colaba por el éter le salvó la vida. Y después, cuando se fue a estudiar literatura a la Universidad de Syracuse –donde tuvo como mentor al poeta Delmore Schwartz–, primero se propuso ser escritor, pero enseguida descubrió que podía hacer que las canciones dijeran algo más que “nena, ¿quieres bailar?”. “Pensé que todos los compositores sólo escribían sobre una pequeñísima parte de la experiencia humana”, contó Reed. “Considerando que un disco podía ser como una novela, podías escribir sobre otras cosas. Era tan obvio que me maravillaba que no estuviera haciéndolo todo el mundo. ¡Agarremos Crimen y castigo y convirtámoslo en una canción de rock and roll!”
Mientras, debió soportar que sus padres lo sometieran a tratamientos de electroshock para “curarle” su bisexualidad y, de paso, esas ideas locas de dedicarse a vivir con una guitarra eléctrica colgando encima de su campera de cuero negra. Cuando salió del hospital, contó más tarde, se había “convertido en un vegetal”. “No podés leer un libro porque llegás a la página 17 y tenés que ir de vuelta a la 1. O dejás el libro durante una hora y cuando querés seguir donde habías terminado, no podés porque no te acordás de lo que leíste. Tenés que empezar todo de nuevo. Si dabas una vuelta a la manzana, te olvidabas de dónde estabas.” Más tarde, Reed volcó en la canción “Kill Your Sons” ese extremo sentimiento de sentirse traicionado por sus padres.
Durante el último semestre en la universidad, mientras tomaba drogas y tocaba con su bandita de la época, Reed compuso dos de las canciones que cambiarían el panorama del corpus literario rockero unos años más tarde, cuando las publicara en el debut de The Velvet Underground: “Heroin” y “I’m Waiting for the Man”. La primera era la descripción de los vaivenes emocionales de un shoot de heroína; la segunda, el cúmulo de sensaciones al ir a pegar esa droga a Harlem. Con ese bagaje, Reed se recibió, volvió a casa de sus padres en Freeport y de allí se fue a Nueva York, donde consiguió trabajo componiendo canciones que remedaran los estilos de moda en el sello Pickwick. Era como una fábrica de temas-chorizo en la que cobraba 25 dólares por semana y no recibía derechos de autor. Las canciones sonaban prefabricadas, compuestas a las apuradas y grabadas con recursos mínimos. Sin embargo, en ese contexto hostil, Reed se formó como compositor, metió algunas letras y sonidos interesantes y conoció a un músico galés que se codeaba con lo más granado de la avant garde neoyorquina pero cobraba unos verdes para grabar en Pickwick: John Cale.
Con el agregado del guitarrista Sterling Morrison y la baterista Maureen Tucker (Angus McLise, el batero original, no llegó a grabar), The Velvet Underground estuvo listo para cruzar la alta poesía con la podredumbre de los callejones y la vanguardia con el más básico rock’n’roll. Entonces Andy Warhol, que ya era toda una estrella, descubrió a la banda y le propuso asociarse a un proyecto llamado Exploding Plastic Inevitable: el cuarteto, hierático y con rigurosos lentes oscuros, tocaba mientras se proyectaban sobre los músicos varias películas del artista plástico en simultáneo, se usaban luces estroboscópicas (una novedad en los ’60) y algunas “estrellas” de la Factory warholiana subían al escenario a bailar y agitar látigos. La entrada de la modelo alemana Nico, que tenía pocos antecedentes como cantante, fue sugerencia de Warhol. Y también fue él quien “produjo” The Velvet Underground and Nico y quien diseñó la banana despegable de su portada.
Las canciones del debut de Velvet Underground, aparecido en marzo de 1967, iban de la placidez de “Sunday Morning” al ruido extremo de “The Black Angel’s Death Song”, del submundo de las drogas de “Heroin” y “I’m Waiting for the Man” a la declaración de amor de “I’ll Be Your Mirror”, de las chicas malas de “Femme Fatale” y “Run Run Run” al sadomasoquismo de “Venus in Furs”. Es una obra monumental, un cachetazo bien neoyorquino al hippismo de la costa oeste, tan influyente como los discos de Los Beatles, los Stones y Bob Dylan. Pero, claro, no vendió demasiadas copias, dada la temática y lo avanzado de su propuesta. Es todo un lugar común, a esta altura, decir que los pocos que compraron el disco comenzaron su propia banda. Un lugar común con mucho fundamento, por cierto.
Si Lou Reed no hubiera vuelto a grabar una sola canción en su vida, igual ese debut de Velvet Underground alcanzaría para ubicarlo bien alto entre los máximos creadores de la historia del rock. Pero hizo mucho, mucho más, incluso a la altura de semejante obra maestra. Con el cuarteto grabó tres álbumes más: el abrasivo White Light, White Heat (’68), The Velvet Underground (’69, ya con Doug Yule en lugar de Cale) y Loaded (’70), antes de refugiarse nuevamente en la casa paterna a ver el horizonte. Algunas de las canciones contenidas en esos álbumes son clásicos de Reed, como “Sister Ray”, “Candy Says”, “Pale Blue Eyes” (la que él prefería entre las de su cosecha), “Sweet Jane” y “Rock’n’roll”.
Lou Reed (’72), su primer disco solista, traía varias de las canciones que habían quedado inéditas en VU, pero su sonido de rock genérico no ayudó a su suerte. Quien sí lo hizo fue uno de sus admiradores, David Bowie, quien le propuso producirle su próximo trabajo. Transformer (‘72) mostraba una cara glam de Reed y la ambigüedad sexual estaba expuesta en primer plano. “Mi primer álbum estaba lleno de canciones de amor, en éste son todas canciones de odio”, dijo el cantante. “Perfect Day”, “Vicious”, “Satellite of Love” y especialmente “Walk on the Wild Side” llevaron al disco a los charts, algo impensado para el poeta oscuro del rock. “Cualquier canción que mencione el sexo oral, la prostitución masculina, las drogas y el valium, y así y todo la pasen por la radio tiene que ser muy cool”, dijo el crítico Nick Kent respecto del “Walk...”.
Si el mundo esperaba otro disco accesible después de Transformer, Reed ciertamente lo decepcionó: Berlin (1973) es la desgarradora historia de una pareja de junkies en la que hay niños que lloran, un suicidio, todo mal... Y así y todo, ese disco conceptual producido por Bob Ezrin es otra obra maestra de Reed. El álbum recién fue tocado en vivo y en orden más de treinta años después de su salida. Ese patrón de “disco comercial” versus “obra artística difícil de digerir” se repetiría más adelante en la carrera de Reed, lo que quizás haya boicoteado sus posibilidades de ventas, pero que ciertamente estableció sus credenciales como artista que se cagaba en las concesiones.
Reed hizo giras en las que simulaba inyectarse mientras cantaba “Heroin”. Se tiñó el pelo de rubio. Bajó a tierra. Dejó las drogas. Volvió a las drogas. Volvió a dejarlas. Estuvo en pareja con una transexual. Se dejó ganar por la vida burguesa. Se casó con una fan. Reapareció como poeta rockero. La muerte de Andy Warhol lo llevó a juntarse con John Cale, lo que desembocó en un regreso bastante pobre (en términos artísticos) de Velvet Underground. Se divorció. Puteó a los republicanos y a los más extremos los acusó de incestuosos. Se casó con la cantante y artista multimedia Laurie Anderson. Grabó un disco basado en Edgar Allan Poe, otro para hacer tai chi y uno con Metallica.
Y en el medio, dejó otra cantidad de obras de una altura difícil de empardar. Por ejemplo, Metal Machine Music (’75), que también es difícil de escuchar: un vinilo doble cuyas cuatro caras solamente contienen ruido blanco y manipulaciones electrónicas. “No hay paneos. No hay sincronización. No”, decía en una suerte de manifiesto el sobre interno de ese álbum que tantos fueron a devolver y que el crítico Lester Bangs declaró el mejor disco de la historia. O The Blue Mask (’78), con una dupla de guitarras impresionante junto a Robert Quine. Y, claro, el enorme New York (’89), en el que retrató como nadie el esperpento del final de la era Reagan-Bush. Y “Magic and Loss” (’92), sobre cómo lidiar con la enfermedad y las pérdidas. Y hasta Ecstasy (2000), que lo trajo a Buenos Aires por segunda vez (la primera había sido en 1996, para la presentación de Set the Twilight Reeling; volvió en 2008 para acompañar a su esposa en un par de temas).
En 1987, hablando sobre su carrera con un periodista de RollingStone, Reed dijo una frase que puede sonar pedante, pero que no está exenta de realidad: “Siempre pensé que si se la veía como un libro, entonces ahí tenés la Gran Novela Norteamericana, cada disco como un capítulo. Están todos en orden cronológico. Agarrá todo, apilalo y escuchalo en orden: ahí está mi Gran Novela Norteamericana”. ¿Habrá sido una tardía justificación para su mentor Delmore Schwartz, que odiaba el rock? ¿O el arrepentimiento por no haber cumplido su sueño juvenil de consagrarse como escritor? Como fuera, su obra, amplificada por el poder de la música, trasciende esas carencias. Pero la idea de escucharla en orden sí tiene sentido. Tal vez sea la mejor manera de despedir a un artista tan crucial que, a pesar de haber sido acusado de convertir a varias generaciones en zombies drogones, les salvó la vida a unos cuantos. Igual que le pasó a él cuando el rock’n’roll le llegó desde la radio.


El último ladrido

Por Sebastián Ramos 
Publicado en LA NACIÓN

"¿Cómo me mantengo creativo? Me masturbo todos los días, ¿ okey ?" En su último encuentro con la prensa, cuatro meses atrás, durante una conferencia en el festival de publicidad y creatividad de Cannes, Lou Reed, a los 71 años, seguía mostrándose tan filoso como lo han sido siempre su guitarra y su palabra. Acababa de recuperarse de un trasplante de hígado, pero eso no lo iba a detener. "Soy un triunfo de la medicina, la física y la química modernas", escribió tras la operación. "Soy más grande y más fuerte que nunca." Ese perro de dientes apretados, considerado uno de los más grandes poetas que dio el rock norteamericano y uno de los artistas más influyentes de su generación, ayer lanzó al cielo su último ladrido.
"Me temo que es verdad", le confesó su agente británico al periódico The Guardian, luego de que la revista Rolling Stone diera la noticia ayer por la tarde de la muerte de Reed, el músico que desde su irrupción con The Velvet Underground, a mediados de los años 60, en Nueva York, cambió el sonido, la poética y la estética del rock.
Lewis Allan "Lou" Reed nació en Brooklyn el 2 de marzo de 1942, y comenzó a construir su distintiva ruta musical el mismo día en que conoció a John Cale, un músico galés de formación clásica e influenciado por el avant-garde con quien a mediados de los años 60 formó las bandas The Primitives y The Warlocks. Poco después, tras sumar a su proyecto sonoro al guitarrista Sterling Morrison y a la baterista Maureen Tucker, el grupo pasó a llamarse The Velvet Underground y ya nada sería lo mismo.
En la convulsionada Nueva York de 1965, el cuarteto cayó en manos de Andy Warhol, el influyente hombre que actuó como una suerte de manager y padrino artístico al mismo tiempo y que les sugirió invitar a la modelo alemana Nico para que cantara con ellos. Dos años más tarde, The Velvet Underground & Nico , el álbum de la banana en la portada, apareció como un cachetazo vicioso en la escena neoyorquina: sadomasoquismo, drogas duras, sexo corrosivo y marginales sin freno fueron el eje de la lírica de un disco estridente que, desde lo sonoro, plantó las semillas de lo que pronto se conocería como música noise y se consideraría piedra fundamental para el movimiento punk. "El primer disco de Velvet Underground vendió 30.000 copias en los primeros cinco años'', dijo alguna vez Brian Eno. "Creo que cada uno de los que compraron una de esas 30.000 copias armó una banda".
¿Por qué siento el impulso de hacer lo que no se debe?, se preguntó. Foto: AP / Fritz Ress
Pero ésta sería apenas una, la primera, de las tantas veces que Lou Reed marcaría el camino para las generaciones futuras. Dos discos y tres años más tarde de aquel debut movilizador, Reed dejó la banda e inició una carrera solista que lo convertiría en uno de los poetas urbanos más finos y agudos de la vida en las grandes ciudades. De allí que su Nueva York lo llore sin fronteras artísticas (ver aparte) y sus textos (escritos, poemas y canciones) sean considerados hoy fieles retratos de una época.
La década del 70 entonces le depararía a Reed otro encuentro creativo fundamental, y la figura de David Bowie aparecería en su mundo a través de la producción de una de sus mejores placas, Transformer (1972), que incluye clásicos como "Perfect Day", "Walk On The Wild Side" y "Satellite of Love", entre otros.
Luego llegarían obras como Berlin (1973), una especie de ópera rock conceptual y callejera, o Metal Machine Music (1975), su álbum apreciado al mismo tiempo como "el peor disco de la historia" o su "música más libre y experimental".
Músico prolífico, en los años 80 Reed muestra una faceta más alejada de los excesos, y a fines de la década, con New York (1989), termina de definir el estilo de compositor culto e irónico que lo acompañaría hasta estos días.
El cruce decisivo de los años 90 tuvo cara de mujer. Fue entonces cuando conoció a quien fue su compañera inseparable, la artista Laurie Anderson (con quien visitó la Argentina por última vez en 2008, días después de casarse finalmente, para la presentación del espectáculo Homeland ). A su lado, Reed ahondó en su camino espiritual, devino en estudioso del tai chi y cultor de la vida saludable.
No por eso dejó de ser un artista inquieto, y el nuevo milenio lo encontró con proyectos como The Raven ("releí y reescribí a Poe para hacerme otra vez las mismas preguntas. ¿Quién soy? ¿Por qué siento el impulso de hacer lo que no se debe?", escribió en el libro interno del álbum) o como el que quedará en la historia como su último disco en vida: Lulu , un álbum doble en el que volvió a acariciar lo áspero junto al grupo Metallica. "Fue una unión celestial", dijo.
Además, trabajó con directores de teatro y cine como Robert Wilson, Wim Wenders y Julian Schnabel, y acompañó en varias performances y proyectos a su esposa Anderson, incluyendo un "concierto para perros", en una frecuencia que los humanos apenas pueden percibir. A los 70 años, su crítica seguía siendo audaz: "Las canciones han perdido impacto. Incluso las buenas. Están en todas partes, suenan en todas las situaciones, pero muy bajito, sin fuerza. Quiero reivindicar el poder transformador del sonido a mucho volumen, cuando te pega en el estómago y te quita el aliento", dijo años atrás sobre la situación actual del rock.
En abril de este año, Reed recibió un trasplante de hígado y su esposa advirtió en una entrevista con The Times: "Es tan grave como parece. Se estaba muriendo. Uno no hace estas cosas por diversión... No creo que se recupere totalmente de esto, pero sin duda volverá a hacer [cosas] en unos pocos meses. Ya está trabajando y haciendo tai chi. Estoy muy contenta. Es una nueva vida para él".
Ayer, Lou Reed falleció en Southampton, Nueva York, debido a un problema de salud relacionado con su trasplante, según informó su agente literario, Andrew Wylie. El rock ha perdido a su último salvaje.

23/10/13

¿Es todavía Shakespeare nuestro contemporáneo?

Por Jan Kott

Quiero empezar con la descripción de un pequeño incidente, una escena si se quiere, que tuvo lugar a finales de la década de 1850. El sitio es Jersey, en las islas anglonormandas. En una tarde de invierno dos hombres están dando un paseo al lado del mar. El uno es viejo, el otro es su hijo. El joven le pregunta al viejo:

—Padre, ¿qué piensas de este exilio?
El viejo le responde:
—Que va a durar mucho tiempo.
Silencio.
Pasado un minuto o algo así, el joven pregunta:
—Padre, ¿y qué vas a hacer?
El padre responde:
—Me pondré a mirar el océano.
Tras otro momento, el viejo le pregunta al joven:
—¿Y qué vas a hacer tú?
—Voy a traducir a Shakespeare —replica el hijo.
El viejo era, por supuesto, Víctor Hugo, y su hijo se convirtió en uno de los primeros traductores de Shakespeare al francés. El pequeño incidente ayuda a responder la pregunta del título. Shakespeare es casi siempre en un sentido u otro nuestro contemporáneo, sólo que hay épocas en que, para parafrasear a George Orwell, resulta más contemporáneo que en otras.
Shakespeare era desde luego el contemporáneo de Víctor Hugo, pero incluso en este incidente hay dos perspectivas temporales diferentes. Está, de un lado, la intemporalidad de los mares, el océano, que bañaba las costas de Jersey al igual que lo hiciera con las playas de Beachy Head que aparecen en el Rey Lear. Pero también está el tiempo específico del exilio. Víctor Hugo fue desterrado por Napoleón el Pequeño en 1855 y permaneció en las islas anglonormandas hasta1870; durante este tiempo Shakespeare fue su contemporáneo, el de toda su familia, toda vez que sus palabras parecían un comentario directo sobre la condición que estaban padeciendo entonces.
No era éste el primer encuentro de Víctor Hugo con Shakespeare. Supongo que apenas tendré que mencionar el prefacio a Cromwell (1827), aparecido unos años antes del gran espectácu­lo romántico deHernani (1830). ¿Qué estaba en juego allí? Que la historia no se comporta como las tragedias neoclásicas quisieran hacérnoslo creer. La historia es repugnante. Tiene mal olor. ¿Pero podían ellos, educados en Racine, tolerar en un escenario trágico a reyes deslenguados como cocheros y a reinas que se comportan como verduleras? El impacto de Shakespeare sobre todo el período romántico fue muy fuerte. Para la generación de Víctor Hugo, y para los un poco más jóvenes que él, la alternativa era entre Racine, que no era su contemporáneo, y Shakespeare, que sí lo era.
¿Pero qué queremos decir aquí con “contemporáneo”? Creo que es obvio. Es algún tipo de relación entre dos épocas, la que ocurre sobre el escenario y la otra que ocurre fuera de él. Uno es el tiempo habitado por los actores, el otro es el tiempo habitado por la audiencia. La relación entre ambos tiempos determina finalmente si Shakespeare ha de considerarse contemporáneo o no. Cuando las dos épocas están conectadas estrechamente, entonces Shakespeare es contemporáneo.
Déjenme citar el discurso que Hamlet le echa a Polonio sobre los actores: “que los traten bien, porque ellos son los resúmenes y breves crónicas del tiempo”. La palabra más importante aquí es “tiempo”. ¿Cuál tiempo? Shakespeare era el contemporáneo personal de sus audiencias en el Globe y en Blackfriars, no tan lejos de donde estamos sentados ahora. Era, por primera vez, el contemporáneo de alguien porque vivía al mismo tiempo. Iba al mismo mercado al que iban sus audiencias. Escribió sus obras para esos visitantes al mercado. Compartía con ellos las imágenes de la ciudad, los carnavales y el folclor. Éste es el primero y principal sentido en que Shakespeare fue un contemporáneo.
Pero cuando nos valemos de este pequeño cliché interesante —Shakespeare como nuestro contemporáneo—, no estamos pensando en el sentido que acabo de mencionar. Queremos decir que Shakespeare se ha vuelto un contemporáneo de nuestros cambiantes tiempos y que estos tiempos han modificado la percepción que tenemos de Shakespeare. Cualquiera sabe que Víctor Hugo influyó en el resto de los románticos con su apego a Shakespeare, pero Shakespeare también fue influido por Víctor Hugo y su generación. Shakespeare siempre ha sido influido por aquellos que lo interpretan, de Hugo a Brecht y Beckett. Tenemos una especie de relación dialéctica doble: los tiempos que cambian y las imágenes cambiantes de Shakespeare.
Tal vez la mejor manera de apreciar esta imagen cambiante de Shakespeare y de los personajes shakesperianos sea partiendo de dos citas muy conocidas, una de Goethe y otra de Brecht. La primera viene en Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, donde Goethe describe a Hamlet de la siguiente manera: “Un ser bello, puro, noble y de moral elevada, que no tiene la fuerza nerviosa del héroe, se va a pique bajo el peso de algo que no puede ni cargar ni dejar de cargar. Todos los deberes son sagrados para él, pero el del presente le resulta demasiado pesado”. Aquí la palabra más importante es “presente”.
¿Cuál era el presente de entonces? Estábamos en 1795, tres años después de la ejecución del rey francés, Luis XVI, uno o dos años después de la de Danton, y uno después de la de Robespierre. Ese era el tiempo francés. ¿Y el alemán? En Alemania era el momento de cien o doscientos reinos y de multitud de cortes. Los jóvenes idealistas de Alemania en esa época no pertenecían a la generación de Goethe, que tenía 47 años, sino a la de Heinrich von Kleist, cuyo gran drama histórico El príncipe de Homburg había sido publicado diez o quince años antes de producida la cita de Goethe. Este príncipe también era un soñador inseguro de sí mismo y, como Hamlet, un caso para los psicólogos. En los afiches de provincia franceses, Hamlet solía ser calificado de “distraído”. El príncipe de Homburg compartía con él esta característica. A partir de Goethe y para la generación inmediatamente posterior, Hamlet era un alma noble, demasiado débil a la hora de medírsele a los problemas de su tiempo. Esa era la visión contemporánea.
La perspectiva de Brecht era diferente. En El pequeño organón para el teatro (1949), escrito poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial, describía la obra así: “El teatro siempre debe estar atento de las necesidades de su tiempo. Tomemos, por ejemplo, la vieja obraHamlet. Yo creo que desde la óptica de estos tiempos turbios y sangrientos...”. ¡Siempre el tiempo! ¡El tiempo! ¡El tiempo para ser contemporáneo, el tiempo para empezar el diálogo, la comprensión, el tiempo de Shakespeare y el tiempo de leer a Shakespeare, nuestro tiempo, el de ustedes, el tiempo de Shakespeare!... “de estos tiempos turbios y sangrientos en que escribo, en vista de las clases criminales que están en el poder y de la desesperanza general, la trama de esta obra se debe entender como sigue...”. Brecht afirma que es un tiempo de guerra y que Fortinbrás acaba de empezar otra guerra contra Polonia. Hamlet se encuentra con el joven Fortinbrás que pasa al frente de sus tropas. Es la primera vez que Shakespeare menciona a Polonia; y mientras nosotros ahora poco nos molestamos en hablar de Polonia cuando discutimos Hamlet, para Brecht en 1949 Polonia era un lugar central, conectado con el tiempo de Hamlet y con sus escritos al respecto. “Abrumado por el ejemplo guerrero de Fortinbrás, Hamlet se devuelve y emprende una carnicería salvaje en la que masacra a su tío, a su madre y luego se masacra a sí mismo, dejando a Dinamarca en manos de los noruegos”.

¡“Dejando a Dinamarca en manos de los noruegos”! Vaya síntesis más extraña para la trama de Hamlet. Pero ésa era la perspectiva de Brecht después de la Segunda Guerra Mundial: no se dejan territorios para ser ocupados por el rey, por otro rey. “Esto habiendo sucedido, el joven Hamlet ha hecho un uso en extremo defectuoso de sus poderes de razonamiento. Confrontado con lo irracional, su razón se torna totalmente impráctica, y él se vuelve una víctima trágica de la discrepancia entre su razonamiento y sus actos”.
Es asombroso que después de todo no estemos tan lejos de Goethe. Se da una escisión, que en el caso de Goethe era ante todo una escisión de carácter. En Brecht hay una escisión ideológica o, finalmente, una escisión entre el pasado y el presente. Para Hamlet, según Brecht, el presente era demasiado difícil, al igual que para el Hamlet según Goethe.
Este tipo de oposición, la escisión interna, me parece en cierta medida representada en el contraste entre Wittenberg y Elsinor o, en términos de Brecht, entre los viejos hábitos y la nueva ilustración de Wittenberg. Wittenberg es un centro universitario, un lugar para las artes, la investigación histórica y las humanidades. En cambio, Elsinor es un lugar sangriento y medieval. ¿Pero dónde vive la audiencia, en Wittenberg o en Elsinor? Goethe miraba a Elsinor desde la óptica de su Wittenberg-Weimar. No así Brecht. Para un director de Hamlet, ésta es una de las cuestiones más importantes. ¿Está su audiencia en la prisión de Elsinor o fuera de ella? Para Goethe el personaje más contemporáneo de la obra era el joven Hamlet. Para Brecht en 1949 lo era Fortinbrás. Ahí estaba la diferencia.
Un último ejemplo. Hace unos años estaba yo en Dubrovnik, una ciudad renacentista con bellas facilidades turísticas a orillas del Mediterráneo. Allá tienen un festival de teatro durante el verano con muchas representaciones. La gente bebe, baila, hace el amor... y va al teatro. Hay también un castillo, donde suelen escenificar a Hamlet; y en una producción que vi allí, la corte de Claudio iba vestida con trajes modernos. Los actores parecían gente de la playa. En tan agradable compañía, de repente llega el espectro y grita: “¡Venganza, Hamlet, venganza!”.
¿Venganza por qué cosa? ¿Por el Holocausto? ¿Por la época de Stalin? ¿Por la época de Hitler? El espectro parecía bastante ridículo. No supe qué era lo que estaba tratando de hacer el director. El sentido de la obra se veía totalmente contrariado. Estábamos en Dubrovnik, muy lejos de un Elsinor que representaba algo del pasado, del pasado medieval. Incluso el Holocausto era parte de la historia. El presente era la playa, hacer el amor y beber vino. El espectro era algo diferente, tal vez una idea vieja, una ideología vieja, una historia antigua.
Este parece ser el punto crucial, pues demuestra cómo Shakes­peare podía ser nuestro contemporáneo hace veinticinco años, mientras que hoy lo es menos. En los últimos diez años, nuestra comprensión de Shakespeare ha cambiado. Yo mismo me siento un poco como un espectro. Veinticinco años es mucho tiempo. En una producción shakesperiana inglesa en los años setenta, ¡el espectro salió vestido con un uniforme militar de la Primera Guerra Mundial! ¡Así de largas entonces eran las necesidades de venganza!
Pero el Shakespeare de hace veinticinco años era contemporáneo mío de otra manera también, en la medida en que era asimismo el contemporáneo de otras personas relativamente jóvenes: Peter Hall, Peter Brook, Kenneth Tynan y Martin Esslin. Nosotros podíamos ver esa contemporaneidad no sólo en Hamlet, sino igualmente en las ambiguas relaciones sexuales en las obras de Shakespeare, Shakespeare visto a través de los ojos de Jean Genet, y Genet visto a través de los ojos de Shakespeare. Podíamos montar a Shakespeare de forma simple y directa porque significaba mucho para nosotros. Pero eso fue hace mucho tiempo, y aun dejando atrás mi metáfora sobre la oposición entre Wittenberg y Elsinor, quisiera enfatizar que las obras de teatro tienen que inscribirse en un contexto definido, en un tiempo definido, en un lugar definido.
Muchas veces hoy en día parece que los montajes de Shakespeare no están inscritos en ningún tiempo ni en ningún lugar. Yo siento una gran admiración por Ariane Mnouchkine, pero cuando veo grandes muñecas japonesas y samurais y una especie de kabuki fingido en sus producciones shakesperianas, pienso para mí mismo: “aquí lo japonés es falso y Shakespeare es falso”. Bien diferentes son los montajes de Shakespeare en el propio Japón, como los de Kurosawa, cuyas películas ustedes tal vez conocen, El trono de sangre, o Ran, que significa “estampida”, o furia, o locura. Kurosawa encontró un lugar histórico alternativo para Shakespeare. Lo contemporáneo en Shakespeare para Kurosawa es el terror, el terror del Rey Lear y el terror de El trono de sangre. El Lear de Kurosawa es como el Lear de Peter Brook, intemporal pero contemporáneo. El único Shakespeare que no es nuestro contemporáneo es el Shakespeare sin tiempo ni lugar.

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