29/3/11

Los libros y yo

Por Pablo Lettieri

Para Lola…


1.
Provengo de una familia para la cual la literatura no se encontraba entre sus prioridades por lo que, desgraciadamente, no tuve ningún incentivo referido a la lectura. Pero recuerdo que, cuando recién estaba aprendiendo a leer, un día mi maestro nos llevó a la biblioteca del colegio. Y para mí fue un deslumbramiento. A partir de entonces, los libros se convirtieron en objetos mágicos, fascinantes. Porque comprendí que ellos me ofrecían la posibilidad de descubrir el mundo.
La bibliotecaria me prestó el primer libro que leí en mi vida: Sandokán, el Tigre de la Malasia, que debía devolver dos semanas más tarde. Era de la inolvidable colección Robin Hood, y recuerdo que lo llevaba todo el tiempo conmigo, como si fuera un amuleto. O mejor: un talismán, un objeto precioso. Al poco tiempo, con mis propios ahorros, compré ese mismo libro porque quería conservarlo. Hoy, casi cuarenta años después, aún lo conservo. Y cada tanto lo saco de mi biblioteca y vuelvo a hojearlo, a recorrer sus páginas, y a sentir esa maravillosa sensación original de infinito goce. Nuevamente, ese “deslumbramiento” que me provocó al leerlo por primera vez. Creo que fue entonces que decidí que era eso lo que quería para mi vida: leer y escribir. Pero no podría asegurarlo con exactitud. Tal vez no sea cierto y esa vivencia responda a un deseo un poco caprichoso de la memoria. De cualquier manera, no importa. Como decía un gran escritor latinoamericano: “uno no es lo que ha vivido sino lo que elige recordar de lo que vivió”.

2.
Durante mi infancia y adolescencia, de una u otra forma los libros siempre estuvieron cerca de mí. Claro que esa etapa, tan importante en la vida de una persona, en mi caso coincidió con los años más oscuros de la historia argentina: los de la dictadura militar. Y se sabe que por entonces los libros –o al menos algunos– pasaron a ser tan peligrosos como un arma. Aún así, recuerdo cómo me sobrecogió la lectura del cuento Casa tomada de Julio Cortázar en 1980, mientras cursaba el primer año de la secundaria. Ahora pienso que mi profesor de literatura de entonces, el señor Ares (no recuerdo su nombre), tuvo un cierto grado de valentía al darnos a conocer a un escritor que estaba claramente prohibido. Si bien no comprendí entonces el sentido profundo de ese relato, en el que dos hermanos van siendo cercados por una casa cuyas habitaciones “desaparecen”, algo de su fuerza alegórica sin dudas provocó una alteración en mi mente adolescente y poco entrenada. El mismo profesor Ares, al comprobar mi interés por los libros, me obsequió (con un poco de temor y muchas reservas) un libro que también me impresionó: Memorias del subsuelo, de Fiódor Dostoievski. Sólo mucho tiempo después entendí el por qué de sus temores al traerme ese texto al colegio en un sobre marrón que no me permitió abrir hasta que estuviera en mi casa. Dostoievski es hoy uno de mis autores predilectos y su lectura me transporta a la patria de la infancia.

(No quiero olvidarme de aclarar que por estos años, fines de los setenta y comienzos de los ochenta, la biblioteca del colegio se encontraba clausurada y desvastada, luego de una visita que los militares hicieran en el colegio, del cual se llevaron no sólo los libros que consideraban “subversivos” sino también a varios sacerdotes que consideraban de igual modo.)

3.
Me cuesta un poco decidir títulos y autores cuya lectura pudiera recomendar a niños y adolescentes. Son tantas y tan buenas las opciones al alcance de cualquiera (sobre todo en lo referido a autores argentinos) que resultaría ocioso y un tanto presumido. Pero puesto a elegir uno entre tantos, me quedo con Monteiro Lobato, el magnífico escritor brasileño a quien, lamentablemente, descubrí ya siendo adulto. Fundamentalmente, su relecturas de los mitos griegos adaptados para el lector infantil. Y, por supuesto, no quiero olvidar a los títulos de la inolvidable colección Robin Hood, que aún se pueden hallar en cualquier librería de “viejos”.

4.
¿Cuál es mi relación actual con los libros? Me gusta pensar que la misma de cuando era un niño: de felicidad, de disfrute, amorosa, intensa, vital. Pero, además, siento hoy por ellos una profunda sensación de agradecimiento. No sólo por lo que me enseñaron, sino también por el alivio que me brindaron en los momentos difíciles de mi vida. Un verdadero remedio contra la pena y la tristeza.
Siento agradecimiento, además, porque gracias a ellos hoy me gano, humilde y orgullosamente, el sustento para mi familia.
Y me reconforta saber que, entre las pocas cosas que dejaré a mis hijos, se encuentra mi querida biblioteca, que espero ellos sepan disfrutar como lo hice yo.
 

“Eramos amigos antes de tener una banda”

Por Eduardo Fabregat
Publicado en PAGINA 12
 
De pronto, la callecita de Palermo hierve, los autos frenan en seco, una cabeza se asoma por la ventanilla y se le dibuja la incredulidad. ¿Pero ése no es...? ¿Y ése no es...? A medida que Bono, The Edge, Larry Mullen Jr. y Adam Clayton desfilan rumbo a sus autos, la mandíbula del conductor se desencaja más y más, manotea el celular para conseguir la instantánea pero no llega, los cuatro tipos ya están yéndose. Sí, sabe que U2 está en Buenos Aires. Pero jamás hubiera imaginado que los iba a tener tan cerca.
Hay que decir las cosas como son: el cronista tampoco. El show business de los últimos tiempos no es muy pródigo en contactos directos, y menos aún cuando se trata de leyendas como el cuarteto irlandés. El mero hecho de que se trate de esa banda y del 360º Tour alcanzó para atiborrar tres funciones en el Estadio Unico de La Plata, mañana, el viernes y el sábado. No puede decirse que U2 necesite hacer promoción, perder con los periodistas tiempo que pueden invertir en paseos por la ciudad otoñal. Pero la consigna fue otra. En la movida que empezó a gestarse el jueves pasado, la propuesta de la banda fue compartir un almuerzo relajado con sólo cinco periodistas. No poner en marcha un operativo publicitario, una rueda de prensa: charlar, alimentarse y alimentar la sobremesa con un diálogo y no con la esgrima verbal, el acartonamiento de yo pregunto-usted responde que a veces aqueja a la entrevista con estrellas internacionales. Un almuerzo con cuatro tipos que llevan juntos más de 30 años, y no parecen haber perdido ni un ápice de la pasión necesaria para salir a la ruta.
“Hacemos esto para buscar una química, para salir de esa cosa de la entrevista de quince minutos, para entender cómo se dan las cosas”, dirá Bono sin abandonar la ensalada y la “emergency beer” que combate la resaca de su salida la noche anterior. “Nos gusta salir de esa mecánica, estar menos autoconscientes de lo que decimos y cómo lo decimos. Hay algo horrible en eso de la estrella de rock sola en su habitación de hotel, que responde de acuerdo con la calidad del room service, le preguntan por Rusia y dice ‘bueno, Rusia... no estoy muy seguro’. ¿Y por qué? ‘Bueno, ¡¡porque me sirvieron fríos los huevos!!’.” En las dos horas largas de conversación, la mesa estallará en carcajadas varias veces: uno de los momentos de auténtica diversión, sin fronteras entre periodistas y rock stars, es cuando toda la mesa imagina a U2 volviendo a la vida hogareña tras una larga gira. Eso que sucederá en julio, cuando el 360º liquide su recorrido en Estados Unidos: “Es bueno tener dónde volver, pero es cierto que es difícil”, arranca The Edge, y Bono comenta que es “como un rehab, acostumbrarse a estar en casa sin subirte a la mesa para cantar...; ¡lo peor que me sucedió fue meterme al asiento trasero de mi propio auto!”. De allí a imitar al cantante gritando “Helllooooo family!!! How are you tonight???’” hay un paso, y otra vuelta de risas.
El concierto que hará temblar La Plata, claro, ocupa el comienzo del diálogo. Bono intenta replicar el momento en que explicó su idea de The Claw a los diseñadores de escenario con unos tenedores; fracasa, se rinde y alega que “es peligroso estar en una banda de rock, porque les salís con estas cosas y te hacen caso..., de todos modos hay un punto en el que esa estructura enorme tiende a desaparecer, y lo que realmente importa es este power trío tocando”. De hecho, el gigantismo del escenario contrasta con un hecho que ya podía apreciarse en el Vertigo Tour: en esa enormidad, los cuatro músicos están siempre cerca, rara vez pierden el contacto visual. Edge admite que es uno de los ingredientes necesarios para que la química funcione, Bono señala que el diseño “no deja de ser un regreso a un formato clásico del rock and roll: si ves a The Beatles en el Shea Stadium, están tocando en un escenario en el medio, con toda la gente alrededor”.

–Sí, pero con The Beatles no se escuchaba un carajo –apunta el manager Paul McGuinness, que se dio el lujo de ver a los Cuatro de Liverpool en un cine de Bournemouth en 1964.

–Y este show está diseñado para que hasta el tipo de la última fila vea y escuche bien –dice Bono.

Amistades genuinas
Alrededor de la mesa y a pesar del atípico clima, no deja de comprobarse cierto juego de roles. Bono pasea por temas tan diversos como la planificación urbana, el show de The Clash y The Who que le voló la cabeza o las inolvidables noches en la mansión Sinatra y los diferentes significados que puede adoptar la frase “I did it my way”. De hablar pausado y metódico, The Edge puede extenderse en una apasionante explicación de cómo se comporta el sonido analógico en contraste con lo digital. Con una sonrisa cortés, Clayton sigue atentamente la charla, pero casi no interviene. Larry Mullen sí lo hace, pero en un tono que apenas se escucha al otro lado de la mesa: sólo después, a la hora de la despedida, habrá oportunidad de que señale al cronista que “a pesar de que somos una banda con muchos años y todo eso, para nosotros es importante hacer tres fechas acá. Y deberíamos haber tomado la decisión de hacer esta clase de encuentros antes, porque es mucho más disfrutable. Divertido, de verdad”.
“¿Cómo se hace para, en una gira como ésta, subirse al escenario cada noche sin que se note si están bien o mal, cansados, de mal humor?”, pregunta alguien, y el guitarrista no tiene dudas: “Como instrumentista, en cada concierto apunto a perderme en la música. Ese momento es así: ni siquiera pensás en vos, en el antes y el después del concierto. Sólo pensás en las canciones, en la banda. Si te podés dejar llevar, listo”. Buena ocasión para que Bono recuerde las cosas que le disparó ver a los Clash, el contraste que eso significó con una época en la que “las estrellas de rock dejaron de ser personas..., los músicos eran vistos como alguien del espacio exterior, que se materializaba en el concierto. No conectaban con el público: si estaban de buen humor hacían un buen show, si estaban de mal humor hacían uno horrible. Bandas como The Clash cambiaron eso, vinieron a recordar que el rock and roll tiene que ver con el sentimiento, y con la idea de poder cambiar las cosas”. El cantante también recordará que en esos cambios de paradigma, el segundo disco de U2 hizo arquear muchas cejas: “Podías escribir de cualquier cosa, podías escribir de pegarle a tu madre si querías, pero no sobre religión. ¡Estaba prohibido! La gente negra, o Bob Dylan, podían hacer eso, pero para el rock and roll blanco eso era impensable. Tuvimos la suerte de estar en Island, donde Chris Blackwell decía ‘OK, como Marvin Gaye, como Bob Marley, pero blancos’...”
El tiempo transcurrido desde entonces, claro, amerita un racconto y una búsqueda de razones para el hecho de que aquí estén, tres décadas después, en un coqueto hotel de Palermo, consumiendo la espera de tres conciertos multitudinarios. “Eramos amigos antes de tener una banda”, señala Edge. “La amistad es importante, y la nuestra es una amistad genuina..., muchas veces estamos en reuniones, en Los Angeles o Nueva York, donde hay mucha gente y la pasamos bien, pero al final de la noche descubrimos que estamos otra vez charlando nosotros cuatro.”

–Edge, no entiendo, ¿por qué no querés hablar con Penélope Cruz? –señala Bono entre risas.

Brindis
Contra lo que podría pensarse dado su personaje público, Bono no se extiende demasiado en temas políticos. Los toca, sí, y cuenta que invitaron a las Madres de Plaza de Mayo para los shows, pregunta si hay un monumento a los desaparecidos, indaga sobre la política de derechos humanos del Gobierno y se interesa especialmente en el potente sentido de las palabras “Nunca Más”. Traerá sobre la mesa la fuerte carga que supuso en Irlanda el pedido de disculpas de Cameron por la masacre del Bloody Sunday, y la investigación balística que permitió aclarar unas cuantas cosas sobre el hecho: el relato de esa pericia permite volver sobre masacres conocidas aquí, sobre el trabajo del Equipo de Antropología Forense, y habrá coincidencia general en el alivio que supone para los familiares de víctimas conocer el destino, aun horrendo, de sus seres queridos.
Y mientras las copas y platos se vacían y aun con el peso de ciertos temas, resulta que Bono, Edge, Clayton y Mullen tienen razón: a pesar de ser estrellas planetarias, de la cantidad de discos vendidos y la cantidad de shows para centenares de miles de personas, U2 puede despojarse de la autoconciencia y tener simplemente un almuerzo con personas acostumbradas a un juego a veces demasiado previsible. Y el brindis tiene un gusto inolvidable.


28/3/11


La respuesta correcta a la pregunta ¿qué pasó realmente en los sesenta? es: ¿cuándo en los sesenta?. Y ¿dónde?. Porque aún los fenómenos culturales más amplios la totemización de la juventud, la fascinación pública con la sexualidad, la adopción masiva del rock y de una retórica anticonvencional para el intercambio socialirrumpieron en momentos y lugares diferentes. Y por razones muy diferentes también.

Charles Shaar Murray
Crosstown Traffic
(sobre Jimmy Hendrix y su época)


23/3/11

Una cuestión de ADN rockero

Por Roque Casciero
Publicado en PAGINA 12

¿Hasta cuándo se le puede pedir a una banda que se reinvente a sí misma en cada disco? ¿Cuál es el punto en la carrera en que puede, si no descansar en los laureles, al menos regodearse en el clasicismo que ella misma estableció? Las preguntas vienen a cuento de Collapse into Now, el decimoquinto en la trayectoria de R.E.M., porque lo primero que el oyente desprevenido pensará será: “Esto ya lo escuché”. Es que el trío de Athens, Georgia, decidió que, al menos por el momento, ya no es tiempo de nuevas aventuras en alta fidelidad (nada cercano a Up ni al aburridísimo Behind The Sun), sino de concentrar fuerzas en hacer buenas canciones con la marca propia en el orillo. Y entonces, sí, R.E.M. suena a todo eso que varias generaciones ya conocen como “sonido R.E.M.”, con la inconfundible y versátil voz de Michael Stipe en primer plano, acompañada por las armonías vocales trademark del bajista Mike Mills y la guitarra de Peter Buck, a veces trepidante, otras capaz de desarmar al más duro con sus arpegios.
¿Y eso está mal? O, en todo caso, ¿se les puede exigir a estos tres tipos con más de treinta años de ruta que entreguen un nuevo Document, otro Out of Time, un Automatic for The People? Claro, si llegaron a esas alturas, bien podrían hacerlo una vez más, quizá razonará alguno. O estará aquel que pide riesgo permanente, como si los artistas sólo fueran equilibristas sin red. Nadie les impedirá abandonar el barco si sienten que precisan de emociones frescas y fuertes: hay demasiada música ahí afuera como para verse obligados a prestarles atención a estos tres cincuentones que alguna vez le abrieron las puertas del mainstream a la Generación X. Pero, claro, eso sería perderse un buen disco de R.E.M., probablemente el mejor que podrían hacer a esta altura de su historia.
“Discoverer”, que abre el álbum con una carga de gaiteros desde la guitarra de Buck, hubiera encajado en el espíritu eléctrico de Monster, mientras que en “Uberlin” la acústica les deja aire a las voces de Stipe y Mills, en uno de esos clásicos midtempos del trío. “Oh My Heart” arranca con vientos, pero de inmediato hace su entrada la vieja y querida mandolina de Buck, que le da identidad a esta especie de “Everybody Hurts” valseado. “Me he ganado mis alas”, canta Stipe –quien le ofició de ángel de la guarda a un par de generaciones rockeras– en “It Happened Today”, una canción que bien podría haber firmado Patti Smith. Precisamente, el hada madrina del vocalista (el disco Horses, de Smith, fue el que lo decidió a dedicarse a la música) vuelve a aparecer en un trabajo de R.E.M.: “Blue” tiene evidentes contactos con “E-bow the Letter”, que grabaran juntos en New Adventures in Hi-Fi (96).
Otros invitados estelares son Eddie Vedder, de Pearl Jam, quien mete unos coritos irreconocibles en la mencionada “It Happened Today”, y la sacada de Peaches, que incendia la de por sí vertiginosa (interprétese también por “Vértigo”, de U2) “Alligator Aviator Autopilot Antimatter”. El gran Lenny Kaye, guitarrista de toda la vida de la señora Smith, también echa nafta al incendio. Después, la urgente “That Someone Is You” (“Necesito a alguien que haga el primer movimiento/ ese alguien sos vos”) tiene algún punto de contacto con “It’s The End of The World as We Know It (and I Feel Fine)”, mientras que “Me, Marlon Brando, Marlon Brando and I” remite desde el título a la “Pocahontas” de Neil Young, aunque ahí se acaben las referencias: es una canción tan R.E.M. que si la hubiera hecho otro sería un afano. Cuestión de ADN, como todo Collapse into Now.

 

18/3/11

El Caballero de la Mano de Fuego

foto Alicia Rojo, 2011

La soberanía del delirio

Por Jorge Monteleone

Parece extraño y desmedido que una novela aluvional de seiscientas páginas, como Las Islas (1998) de Carlos Gamerro, de compleja representación dramática por su densa trama, llegue a la escena teatral. El núcleo central de la novela se refiere de un modo novedoso a ese espacio usurpado del territorio argentino aislado por la locura vindicatoria de la dictadura, transformado en una ocasión para desplegar un delirio nacionalista que encubre o desplaza el crimen genocida. Algunos detalles del argumento entre la novela y la pieza teatral difieren, y por cierto esa diferencia de registro del contenido es enorme: el “video Malvinas”, por ejemplo, que ocupa una escena de unos minutos en el libreto, tiene un desarrollo de 32 páginas en la primera edición de 1998. El argumento de Las Islas, en su versión teatral, se desarrolla como un thriller paranoico, donde un empresario que habita una torre de espejos en Puerto Madero, Fausto Tamerlán, de origen alemán, contrata a Felipe Félix, ex combatiente de la guerra de Malvinas y hacker, para identificar –utilizando los archivos informáticos de la SIDE– a los compañeros y oficiales que conozcan la suerte de uno de sus hijos, Fausto, desaparecido en Malvinas. Tamerlán es un megalómano, un fascista, un salvaje predador capitalista que quiere ejercer su voluntad de dominio mediante diversas formas humillantes, entre cuyas víctimas se halla su otro hijo, César. Recibido por el psicoanalista Canal, Felipe Félix –que sufre de amnesia y no recuerda los hechos de la guerra– acepta el trabajo y se inmiscuye en la SIDE, donde entrevista al teniente coronel Verraco, al cual le ofrece un videojuego sobre las Islas donde el triunfo está asegurado. Verraco se halla conectado con ex combatientes organizados para reconquistar las Islas, y a la vez unidos a un pelotón fantasma, comandados por el mayor Arturo Cuervo, que luchó infiltrado en Malvinas mucho después de finalizada la guerra. Felipe Félix conoce luego la historia de Gloria, con la que inicia un vínculo amoroso: es una militante secuestrada y torturada en un centro clandestino de detención dirigido por Cuervo, el “Mayor X”, que se enamora de ella en las sesiones de tortura. La lleva a su casa y de su unión nacen las mellizas Malvina y Soledad, con síndrome de Down, el 2 de abril de 1982. Cuervo, que estaba en la guerra, regresa y, al ver a sus hijas, huye. Tamerlán deduce que Cuervo asesinó a su hijo –aunque en su hora lo liberó de un secuestro de Montoneros, sin saber que el propio Fausto lo había propiciado–. Quiere vengarse asesinando a las mellizas. Felipe Félix recupera la memoria y al hacerlo recuerda hechos traumáticos: a Verraco torturando y asesinando a un soldado, a la vida en el barro y la sangre de la trinchera y el suicidio de uno de sus compañeros al regresar, al reconocimiento de los fantasmas de los combatientes que lo acompañan en silencio. El mayor Cuervo regresa con la excusa de obtener dinero de Tamerlán por la fuerza para financiar la reconquista de las Islas. Con el complot de César, que quiere destruir a su padre, y del Dr. Canal, que lo aborrece, Cuervo –vestido como una drag queen carapintada– ahorca a Tamerlán mientras lo sodomiza, para ser luego asesinado a sangre fría por Canal. De regreso con Gloria, Felipe Félix reconoce, en una fábula alegórica que le relata la mujer, el sentido último del delirio de la guerra.
Hay en esta pieza esa variación de tonos y de climas que la novela prodiga: situaciones farsescas, humor negro y grotesco, una vertiginosa serie de símbolos e imágenes que recorren la historia argentina en torno de las Islas, flashbacks, onirismos, situaciones intimistas o ambiguas o escandalosas. Pero todo acentúa el carácter ficcional e ilusorio de una épica miserable. En la ocupación argentina de las Islas reside aquello que sostiene una antigua aspiración nacional, como declara al comienzo el personaje Citatorio cuando celebra aquel hecho traumático. Con astucia, señala que el amor a las Malvinas equivale, en la ficción que sostiene el amor a la patria, el primer amor a la madre y al padre. Se pregunta: “¿Por qué amar a las Malvinas? ¿Por qué es tan importante que vuelvan a ser nuestras?” Las respuestas esperadas son previsibles y alimentan el imaginario que funda una nación: preservación del territorio, defensa de la soberanía, aprovechamiento de las riquezas naturales en el espacio legítimamente propio. Y sin embargo Citatorio da un giro y dice: “Hay otro motivo. El verdadero. El secreto. El que ahora voy a revelarles”. Ese secreto es el motivo absurdo del tatú carreta. Pero acaso se refiere oblicuamente al secreto que las Islas representan, al enigma que se revelará para la creciente autoconciencia de Felipe Félix como eje del relato de la verdad puesta en escena, con su patetismo y su horror.

EL SECRETO DEL ORO
El primer motivo secreto es un delirio histórico: durante las invasiones inglesas, el Virrey Sobremonte quiere acordar la paz entregando el tesoro virreinal y lo envía a la ciudad oculto en un tatú carreta embalsamado. Los ingleses, imposibilitados de enviarlo a Inglaterra, lo destinan a la deshabitada isla Gran Malvina. Pero al escapar hacia su país de origen, naufragan y con ello se pierde toda información sobre el paradero del tesoro. Así se halla oculto para siempre el oro deseado. La invasión de 1833 y la posesión de las Islas son los motivos para buscarlo durante siglos. El hallazgo de esa riqueza por parte de los argentinos sería una restitución y el tatú cordobés debe asegurar un destino manifiesto. Como la tierra yerma, que espera un milagroso acto de fertilidad para restituir el ciclo de la potencia fecunda, las Islas son el espacio que permitiría restaurar la fertilidad, la potencia perdida de la gran nación soñada por los próceres. Una transfiguración o un poder genesíaco.
Pero Gamerro conecta el oro como idea simbólica, al oro como acumulación capitalista. El oro es el origen de la fortuna familiar del empresario Fausto Tamerlán. Lo ha traído su padre desde Europa, pero reserva unas pepitas que bebe con champán, las defeca y con el excremento hace construir un souvenir. El oro se transforma en su doble alegórico: la mierda. Así, del tesoro en las Malvinas que transforma la Argentina en una potencia fálica se pasa al oro acumulado y retenido por el capitalista, que se lo bebe en un cáliz de oro para volverlo heces. “El excremento es el doble del falo como el falo lo es del sol –apuntó Octavio Paz–. El excremento es el otro falo, el otro sol. (…). Guardar oro es atesorar vida (sol) y retener el excremento. Gastar el oro acumulado es esparcir vida, transformar la muerte en vida”.
Gamerro establece así la circularidad entre el secreto del tesoro de las Malvinas y el develamiento del secreto del paradero del hijo del empresario. Al hacerlo, desbarata la ilusión nacionalista de fecundar el territorio basada en la idea de soberanía y la devela como el deseo autocrático de una soberanía fáustica que la sostiene. La correlación histórica se presupone: el delirio mesiánico de los militares nacionalistas se conecta con el capitalismo salvaje, que tiene en el espacio de Puerto Madero una directa alusión al menemismo. El año en el cual Félix es convocado es inequívoco: junio de 1992. Es decir, diez años después de la guerra de Malvinas, cuando se consolida el modelo económico neoliberal que Martínez de Hoz había iniciado durante la dictadura. Gamerro no necesita una representación literal: el oro es el elemento unitivo entre ambas dimensiones. Pero allí no cesa la circularidad enloquecida. En el diario del mayor Cuervo que retiene Gloria, se lee que en las Islas los ingleses hablan de “Ingoland”: “Según el lenguaraz, la palabra en cuestión, ‘England’ proviene de la locución ‘In gold land’, que significa ‘En la tierra del oro’, o para decirlo de una buena vez, Eldorado. Creo que por fin hemos dado con la pista del tatú y su tesoro”, escribe el mayor Cuervo.

AMNESIA Y SIMULACRO
Felipe Félix no puede recordar: tiene un pedazo de casco incrustado en su cabeza a causa de un bombardeo. Esa excrecencia tiene la forma del olvido: “un recuerdo de la guerra” y a la vez aquello que obtura la memoria y produce amnesia. Lo que, en principio, puede hacer, es una representación falsa de la guerra. Crear un simulacro. Y para ello tiene el espectador ideal. Para entrar a las computadoras de la SIDE se vale del teniente coronel Verraco, para el cual creó un videojuego donde el delirio triunfalista del militar se concreta: comanda la invasión el 2 de abril y, con la heroicidad espuria y ansiosa del niño que juega playstation, disfruta la victoria final. “En esta guerra va a poder ser todo lo que quiera”, le dice Felipe. Esa simulación es un modo de compensar en el nivel imaginario la derrota real. La crítica asumió que la novela de Gamerro ponía en juego la guerra como simulacro en un grado más complejo que el de su condición de mera copia. La escena teatral acentúa ese carácter con la presencia misma de los protagonistas. La guerra tiene lugar constantemente y su simulacro no es más que la realización del delirio por otros medios: lo real está contaminado de simulacro, pero no por un carácter de fantasía, sino por su capacidad de repetirse en el tiempo una y otra vez. La representación teatral le da a este mecanismo su carnadura más propicia.
Otra variante de este aspecto es la idea de que en las Islas hay un pelotón fantasma escondido para reconquistarlas. El Mayor Arturo Cuervo, conocido como el “Mayor X”, comanda ese grupo que finalmente consigue hacerse del tatú y se propone luego regresar para iniciar el Operativo Recuperación. También allí hay un simulacro extendido que guarda relación con la amnesia o su complementario: el recuerdo compulsivo, al modo de una obsesión. Los ex combatientes derrotados no admiten la derrota y necesitan regresar. La otra cara de la obsesión es olvidar aquello que no puede admitirse y creer que todo puede repararse: eso produce una interminable pasión por restituir lo perdido. En eso consiste su obstinado regreso. A las Islas todos quieren volver porque, en cualquier lugar en que se hallen, las Islas le dan su sentido de pertenencia y los torna esencialmente extraños, extranjeros en el seno mismo de un espacio social donde ya no encajan, ni desean, ni viven sino mediante su locura vindicatoria, con el odio que sustenta un deseo maldito. Tanto el pelotón fantasma como los ex combatientes poseen una psiquis de la derrota. Dice Felipe: “Todos soñamos con volver. (…) en algún lugar sabemos que algo nuestro valioso e indefinible quedó enterrado allá. En sueños, al menos, todos volvemos a buscarlo. ¿Entienden? No es el criminal el que vuelve al lugar del crimen. Es la víctima, bajo la esperanza de cambiar ese resultado injusto que la dañó.” No es posible olvidar las Islas, pero la amnesia sobre lo realmente ocurrido garantiza el deseo de regreso, que el simulacro repite incesante.
Por eso este simulacro de guerra difiere de aquel que proponía Jean Baudrillard sobre la guerra del Golfo. El título de su polémico libro fue tomado de una pieza antibelicista de Jean Giraudoux, escrita hacia 1935 como protesta por la inminencia de una guerra ante la cual la dirigencia democrática europea permanecía absorta e ineficaz. Se llamaba, irónicamente, La guerra de Troya no tendrá lugar o bien La guerra de Troya no ocurrirá. Baudrillard invierte los términos para hablar del carácter consensuado del nuevo orden mundial para que la guerra del Golfo no se constituya como un conflicto sostenido al modo de las antiguas guerras de Occidente. Titula su libro La guerra del Golfo no ha tenido lugar o bien La guerra del Golfo no ha ocurrido. Pero en Las Islas, la guerra tiene otro rasgo para todos los personajes implicados: La guerra de Malvinas tiene lugar o bien La guerra de Malvinas ocurre. Ocurre siempre, ocurrirá sin fin porque no ha terminado. Se halla implicada en un presente perpetuo o en un futuro inminente y constante. La representación teatral ofrece ese mecanismo propicio a lo repetido: la vuelta, la imperiosa necesidad de recuperar lo perdido y vivir como si todavía ocurriese, como si el futuro no fuera otra cosa que la repetición del presente.

PATERNIDAD / MATERNIDAD
Dramas edípicos o sombríos vínculos parentales, la cuestión de la paternidad y la maternidad recorre Las Islas. Los hijos de Tamerlán son dos: Fausto, aquel hijo que el magnate deseaba como heredero, y al que cree muerto o asesinado por un oficial en Malvinas; y César, el hijo homosexual, al cual desprecia y humilla con ferocidad, bajo la fantasía de ser el Superhombre. César a la vez se traviste y evoca su identificación con su propia madre, igualmente despreciada y humillada por Tamerlán. Las cosas no son, sin embargo, lo que parecen: en los años setenta, es Fausto el que entrega a su padre para ser secuestrado por la organización Montoneros. También César invierte los términos: instigado por el psicoanalista Canal, se propone matar al padre, pero antes debe obligarlo a travestirse, para violar su intimidad y tomar el lugar del Superhombre. De ese modo los hijos se sitúan en una antípoda destructiva y parricida respecto del padre dominador: Fausto, el hijo que era convocado para ser despojado de su persona (a tal punto que recibe el mismo nombre) y transformarse en una mera repetición paterna, un doble anulado en sí mismo, propone a cambio su destrucción. César quiere suplantarlo y el débil se transforma en su real heredero, porque pasa, de ser abusado, a convertirse en un abusador.
El otro lugar de la paternidad y la maternidad es el de la historia de Gloria, que Felipe Félix conoce a partir de una relación amorosa con esa mujer. En una de las sesiones donde es torturada, el jefe de los torturadores del centro clandestino de detención se quita la capucha: es el mayor Arturo Cuervo. Entre él y su víctima surge una corriente de atracción sexual y las sesiones de tortura son su monstruoso modo de encuentro sentimental: ella decide resistir la tortura para ofrendarle su sufrimiento y no defraudarlo. El Mayor, “para librarse de su fatal embrujo”, quiere arrojarla al mar en un vuelo de la muerte, pero no puede hacerlo. Finalmente la encierra en su casa, como una monja de clausura, y ella queda embarazada. Un día, el militar se va sin dejar rastros. Gloria comprende que se ha ido a las Islas. El 2 de abril de 1982 nacen sus hijas, las mellizas Malvina y Soledad, con síndrome de Down. Otro día el mayor regresa a conocerlas y luego de verlas huye. Gloria le dice a Felipe Félix: “¿Te das cuenta? El terror de los campos, el héroe de Malvinas, se escapó de una mujer y dos bebés recién nacidas”. Su única forma de preservar la vida es absorber el mal: “Mi cuerpo hizo de filtro, y absorbió todo el daño. Las nenas nacieron puras.” La alegoría parece transparente: el militar tortura a la Gloria –aquella “gloria” del himno argentino que compele a morir por ella y que es el contenido implícito del honor militar– y se le une con un amor patógeno: la gesta de Malvinas proviene de una gestación aberrante. Y además el ideal de la virilidad se ve desplazado por una femineidad subalterna y vindicativa: “Ahí es donde le gané. Si me hubieran salido varones, o normales, las habría convertido en lo que él quería,” dice Gloria. La figura de las Madres en la dictadura, como zona de resistencia, no está ajena a esta metáfora desesperada.
El lugar de los padres y de los hijos aparece degradado y revela también una novela familiar perversa. Ese es el fundamento sobre el que se erigen los lazos sociales en el contexto de la guerra de Malvinas. La ideología de la familia como célula inmaculada del orden occidental y cristiano, que la dictadura decía defender contra la presunta imposición de un modelo “ajeno al sentir” del pueblo argentino, se desdice en la perversión vincular, el parricidio, la monstruosa paternidad del torturador y la maternidad como asunción del mal.

LAS MALVINAS COMO SIGNO
Breve diálogo entre el Dr. Canal y Felipe Félix:

DR. CANAL: Las Malvinas son el Roscharch de la conciencia nacional, Félix. Cada uno ve en ellas la forma de su deseo. Como esas manchas de tinta…
FELIPE: Sí, sí, en el Borda siempre me las andaban mostrando.
Dr. CANAL: ¿Y que veía?
FELIPE: (Resignado) Las Islas.
Dr. CANAL: (Gesto de “¿No le digo?”)

Las Islas son el signo eminente en el que se sostienen las mezquinas intenciones personales, la paranoia delirante, la megalomanía y la dominación, la compulsión repetitiva bajo la forma de sucesivas imágenes ilusorias. Por ejemplo: la Argentina es la oruga y las Malvinas son la mariposa. Las Islas como torta de cumpleaños para el coronel Verraco, dibujadas en granza verde sobre granza azul, con soldaditos y cañones. Las Islas sobre una gran bandera blanquiceleste, con la leyenda: Argentinas en el 2000. La fantasía de un “Operativo Edmundo Rivero”, que imagina recuperar las Islas y luego traer a Perón a ella, como base de operaciones para volver al poder. La idea de que de las Islas regresarán los Elegidos, o que en el corazón de los derrotados “hay dos pedazos arrancados, y cada mordisco tiene la forma exacta de las Islas”. Esas son algunas de las formas que las Islas alcanzan, según el deseo de quien las mira. Pero en su signo también pasa toda la historia argentina. O, mejor dicho, cifra esos rasgos que vuelven trágica y simultáneamente grotesca la historia nacional y que halló su manifestación máxima en la dictadura de 1976, a través de esa fraguada gesta mitómana –para legitimarse en un mito de origen como la soberanía sobre las Malvinas–. Por ello Felipe Félix es amnésico: ve en las Islas sólo eso, un signo vacío para la ilusión. Pero ese primer paso abre la autoconciencia del segundo: la desilusión trágicamente adquirida cuando recupera la memoria. Y aquello que ve es un crimen abyecto, en esa fatal continuidad que supo ver tempranamente León Rozitchner en su libro Malvinas: de la “guerra sucia” a la “guerra limpia” (publicado en 1985 pero escrito durante el desarrollo de la guerra): “el abyecto sólo busca salida en la simulación: en elevar la abyección a la heroicidad cuya carencia justamente (es decir la cobardía que en ella anida) se quiere simular. Y la guerra de las Malvinas fue ese intento de pasar de lo uno a lo otro, de la “guerra sucia” a la “guerra limpia”; a la guerra que limpie la abyección.” Por ello acompañan a Felipe Félix en silencio los soldados fantasmas. Y luego asiste a una iluminación de la memoria: recuerda que Verraco, uno de los “héroes”, tortura salvajemente a un soldado de origen judío hasta asesinarlo. El fantasma de ese muerto se reúne con los fantasmas de los soldados y también con los de los desaparecidos.
Así, la fábula final, ese “cuento de hadas al revés” que relata Gloria, apunta la moraleja verdadera de esa gesta: la princesa deberá aceptar a un horrible sapo por esposo que la poseerá noche tras noche, para alcanzar algún día la ansiada transformación en príncipe. Soporta el asco, la ingesta de moscas, la baba, la humillada cohabitación. Un día descubre en sí misma las primeras verrugas y luego advierte que está encinta y que engendrará nuevos reptiles. Sabe que la transformación ha llegado: ella misma es la que se vuelve un sapo. Esa metamorfosis del ensueño de soberanía en el delirio abyecto de un crimen sociohistórico, es la temida verdad que pone en escena Las Islas, mientras se oye de nuevo el grito paroxístico del coronel Verraco: “¡Estamos ganando, estamos ganando!”.

17/3/11

Masa Crítica Buenos Aires

Primer domingo de cada mes a las 16 desde el Obelisco.
masacriticabsas.com.ar

Zamba de Vargas

Por Noé Jitrik
Publicado en PAGINA 12

Ahora, que parece irreversible, e irreparable, como al final de una batalla perdida, que el escritor peruano (lo señalo por si alguien ignora este dato) Mario Vargas Llosa vendrá a la Argentina, país que le preocupa intensamente, e inaugurará la Feria del Libro, se me precipitan algunas imágenes personales, fogonazos de recuerdos que las discusiones de estas últimas semanas despertaron.
Sobre ellas, sin ánimo de soplar un poco más sobre los hervores a los que asistimos, puedo decir que la pelea –que eso es una polémica– tuvo momentos intelectualmente interesantes: las intervenciones de Horacio González, las reflexiones de Eduardo Grüner y por ahí tal vez algún otro aporte que no he terminado de recoger; también momentos inertes, de varias personas de excelente intención pero que volvían a los argumentos en curso como si los estuvieran concibiendo en ese preciso momento. Toda esta zona muy en contra del vehemente peruano, muchos muy afectivamente sentidos por sus opiniones sobre este país, su cultura, su política, su gente y hasta su clima, muy pocos poniendo en cuestión la importancia de su obra, ni qué decir discutiéndola. También hubo algunos deficientes que, ignorando que balbuceaban, terciaron (un desconocido Juanete Tercanova, por ejemplo) sin traer mayor luz al conflicto. No pueden dejar de contarse los sorprendidos “de lejos” de que se pusiera en la picota a tan distinguido escritor, cuates de Vargas o equidistantes árbitros de un partido cuyas reglas ignoraban: uno puede imaginar las caras que pusieron y el desenfado con el que opinaron. Lo curioso fue la admiración que causó la intervención de nada menos que la Presidenta, los paños fríos que puso alegraron a quienes tal vez no defiendan al peruano pero que detestan a sus contendores. Fue un bonito vericueto, nada pone más contento que el que le pongan un bozal a un potro que se piensa que está desbocado y que lo haga el dueño del caballo. Vargas también intervino pero no añadió gran cosa a todo lo que, precisamente, quienes lo cuestionaron condenaban. Tuvo sus defensores locales desde luego, libertad de opinión, censura, autoritarismo, en fin obviedades más bien vulgares que no tiene sentido rememorar pero que tendían, como lo hacen casi todos los días, a endilgarle al Gobierno la horrible intención de menoscabar a un cuasi genio.
Pues, todo esto ya pasó, el cuestionado promete contraatacar en persona y en el “locus”, que no será, según parece, “amoenus”, y como los argumentos son siempre los mismos no creo que se pueda esperar que el fuego de la pasión se reavive: ni Vargas Llosa reconocerá que su don analítico y/o profético es algo corriente y más bien alimentado por estereotipos, ni la Feria que metió la pata, ni los críticos del episodio creerán que todo está bien y que la presencia de este Premio Nobel será un acontecimiento inolvidable por la riqueza de conceptos y la originalidad de su pensamiento.
Así que ya está y vuelvo al comienzo, o sea a lo personal. Y el comienzo es una escena en una casa de la calle Copérnico, en la que Leopoldo Nacht y su mujer, Beatriz, solían recibir a los pichones de escritor que éramos hacia 1960. En una de esas noches, alegres, divertidas, amistosas, desembarcó Mario Vargas Llosa, que acababa de publicar La ciudad y los perros, novela que de entrada tuvo un considerable impacto y cuya temática y estilo eran muy propios de un momento de auge existencialista, mucho compromiso, mucha denuncia, mucho ímpetu. Por eso, algunos asistentes esa noche fueron amistosos y cordiales, otros, que compartían esa poética, lo miraron con reservas y desconfianza, era un momento en que, excepción hecha de Cervantes, ningún novelista podía ser aceptado así como así y menos los que se ocupaban de temas tan candentes como ésos, a saber las infamias de la oligarquía, las brutalidades de las dictaduras, los injustos privilegios sociales, la asepsia de determinados escritores, más bien oficiales. David Viñas, presente en esa reunión nocturna, que también había estudiado en un liceo militar, encarnaba esa distancia que, por el momento, era prudente porque Vargas no se salía, con astucia, del carril y, por añadidura, era recibido con todos los honores no sólo por nosotros sino sobre todo por Cuba y alguna de sus instituciones, la Casa de las Américas notoriamente, que entonces poseía un poder sancionador indiscutible. Era un mundo de relaciones y afinidades, tanto que cuando los cubanos le publicaron a Viñas en 1962 su premiada Los hombres de a caballo, Vargas Llosa figura en las dedicatorias, detalle que desapareció en las ediciones posteriores de ese comprometido relato.
Durante aquella reunión muchos, entre otros yo, pensaron que Vargas Llosa era un amigo y que por lo tanto formábamos parte de un grupo o universo o mafia o como se la quiera llamar, en parte bajo la cúpula de la Revolución Cubana, en parte por la realista poética de la denuncia, en parte porque era irresistible la tendencia a la formación de grupos y el anudamiento de amistades que prometían ser eternas.
En esa creencia, no desmentida por los hechos, me encontré dos veces con Vargas en Europa; en París, después de Mayo del ’68 la primera: en una reunión en la Ciudad Universitaria –que culminó con una gigantesca cena en un lugar árabe, cous-cous lleno de luces mediante, con César Fernández Moreno, Tomás Eloy Martínez, Sylvia Rudni, Juan José Saer y varios más– Vargas tuvo una respuesta muy eficaz cuando uno de sus paisanos le recordó, a voz en cuello, que Hugo Blanco había dado su vida por la revolución. “¿Qué?”, le dijo serenamente, “¿usted quisiera verme muerto?” ¡Cómo sonaba una declaración semejante en ese ambiente tan jugado! Son momentos y no es ingrato recordarlos. La segunda vez fue al año siguiente en Londres: asistió a una conferencia que emití en el King’s College; recuerdo el tema, era sobre las relaciones entre personajes y diálogos en la narración. El estuvo en desacuerdo con mis hipótesis pero el agua no llegó al río y al día siguiente comimos juntos, incluida su mujer de entonces, ya no recuerdo si era su tía, su prima u otra cosanguínea. Fue buena la comida, hablamos, nos entendimos, simpatizamos.
Tal vez por eso me sorprendió que hacia 1982, creo, cuando coincidimos en un cóctel en Alemania, promovido por una Verlag no sé cuántos que le estaba publicando alguna de sus novelas, no hablé con él, no pareció reconocerme, estaba repartiendo sonrisas entre alemanes ansiosos, en pleno triunfo. Es cierto que ya había roto estrepitosamente con Cuba, es cierto que le habían dado unos cuantos premios y que el furor por el “boom”, del que formaba parte como su cuarta pata, rendía todavía muchos frutos, pero nada de eso, me parecía –reconozco mi error de apreciación– justificaba la pérdida de la memoria. Quiero creer que no sentí demasiado la herida narcisista pero tal vez también me equivoco en eso puesto que recuerdo la escena con toda precisión.
No me extraña que posteriormente yo no haya hecho el menor intento de reanudar la conversación londinense, más cuando ya se estaba deslizando por el tobogán de una política que no me parece elegante calificar pero respecto de la cual no podría dejar de pensar que una cosa es la decisión de cambiar de ideas y otra el ridículo, aunque tampoco me tomo demasiado en serio, puede ser simplemente que una carrera de éxitos en el mismo campo en el que uno no obtiene más que solitarias, aunque reconfortantes, lecturas, dé lugar a un sentimiento vergonzante de resentimiento y, por qué no, de enferma envidia.
Luego algunas lecturas, no muchas: la divertida Elogio de la madrastra, muy excitante, muy “La sonrisa vertical”, su entidad pública, su candidatura a la presidencia en el Perú –lástima que le ganó el payaso de Fujimori, podría haber sido como Rómulo Gallegos, novelista social igual que él–, artículos en diarios importantes, un hijo acaso más emprendedor que él mismo, más novelas hasta el Nobel que le acarreó innumerables elogios y reconocimientos en los que toda comparación era evitada cuidadosamente.
Algunos no estaban tan felices: su libro sobre Onetti, según afirma Roberto Ferro –yo no lo leí–, no es que sea flojo, está lleno de inexactitudes, por decir lo menos; su última novela ha sido juzgada por Oscar Collazos como un aparato casi metálico por fría; circula una indignada carta de 1995 de Juan José Saer a propósito de las vueltas que le dio a la cuestión de los derechos humanos en la Argentina durante la última dictadura; en su reivindicación Esteban Peicovich rescata en La Nación una carta que como presidente del PEN Club le escribiera a Videla reclamando por el derecho a la libre expresión de los escritores amenazados por una creciente censura, en fin, el conjunto es como la novela de un joven apuesto, bien vestido, londinense o barcelonés, triunfador, realista, bien remunerado, pero en lo que me concierne nada ya personal y directo, ni que importe, sólo un nombre lejano como tantos otros, una presencia que uno juzga de acuerdo con lo que piensa sobre lo que dicho nombre u hombre emite, ya tristemente perdida la atmósfera que reinaba en la casa de Leopoldo Nacht aquella noche de 1962, cuando todos los que estaban ahí se prometían un futuro y creían que irían a alcanzar con las escrituras por venir un mundo algo menos falso, más poético.

16/3/11

"Esto no puede pasar acá"


Por Leonardo Moledo
Publicado en PAGINA 12

Cada vez que se produce un accidente natural de proporciones, explosiones terremotos, tsunamis, en el caso de Japón acompañados de accidentes en una central nuclear, es natural que el susto recorra al mundo como un jinete del Apocalipsis. Es perfectamente natural, aun en los lugares donde no hay peligro, porque se acentúa la percepción del riesgo, muchas veces sin motivo, y muchas veces cuando el riesgo es realmente mínimo. La pregunta, consciente o inconsciente es: ¿esto podría suceder aquí?
La pregunta es ociosa: cualquier cosa podría suceder en cualquier parte, con mayores o menores posibilidades, a veces con posibilidades tan ridículas que no vale la pena tomarlas en cuenta: la posibilidad de un terremoto en la zona donde está asentada Atucha I es prácticamente nula. En el caso de la central nuclear Embalse, en cuyo emplazamiento hay alguna sismicidad, aunque ésta sea mínima, la central nuclear está construida para aguantar sismos; la probabilidad de un tsunami es nula (ya que no hay tsunamis en el Atlántico), y el centro y este de la Argentina están alejados de los lugares donde las placas tectónicas se frotan, se subducen unas debajo de las otras y juegan su danza planetaria.
Pero la percepción del riesgo, que no es por cierto un fenómeno natural, no está siempre relacionado con el riesgo real, o también, ocurre, que la gente suele convivir con el riesgo, como cualquier sanjuanino lo sabe. En un año, o dos, o tres, las costas de Japón volverán a estar pobladas, con los pobladores conscientes de lo que puede pasar; San Francisco está construida sobre la falla de San Andrés (y no olvidemos que en 1905 hubo un terremoto pavoroso que prácticamente arrasó la ciudad), y Lisboa sufrió uno de los peores terremotos de la historia (que Voltaire usó literariamente en Cándido para atacar a Leibniz y su teoría del mejor de los mundos posibles).
Las centrales argentinas, Atucha I (350 megawatts) y Embalse (600 Mw), proveen buena parte del sistema eléctrico del país y tienen circuitos de seguridad dobles o triples, que inician la parada del reactor ante el más mínimo peligro. El problema en Japón no fue la tierra, sino el agua, que dejó sin combustible los sistemas diésel de enfriamiento; el problema en Three Miles Island, en los Estados Unidos (donde se fundió un tercio del núcleo del reactor y, a pesar de eso, no hubo ninguna víctima), sin embargo, no surgió de ningún desastre natural, sino que fue una sucesión de errores humanos; lo mismo ocurrió en Chernobyl, donde el operador desconectó los sistemas de seguridad que estaban deteniendo el reactor, hasta que ya fue tarde.
Pero el problema es la percepción del riesgo, que siempre se guía por los casos extremos y no por la media: los muertos no se debieron a la radiación, por cierto, sino al agua; las medidas de evacuación por la radiación se tomaron, razonablemente, por las dudas, y no hay que olvidar que estamos sujetos todos a la radiactividad que viene del espacio montada en los rayos cósmicos. Las dosis de radiación que recibieron los habitantes fueron comparables a la que recibe el piloto de un avión en vuelo, que debido a la altura está más expuesto a los rayos cósmicos.
No hay que tomar esta nota como un manifiesto a la despreocupación, sino como un alerta.
Lo que deja como enseñanza lo ocurrido en Japón no es que la generación de energía mediante centrales nucleares sea intrínsecamente peligrosa, sino que nunca se reforzarán bastante los sistemas de seguridad (ni en las centrales nucleares ni en ningún lugar). Y tal vez, solo tal vez, que el “riesgo cero no existe” (pensemos en los automóviles, en los accidentes ferroviarios o aéreos), que la vida sobre la Tierra está llena de riesgos y que, mal o bien, tenemos que convivir con ellos.
 

11/3/11

Un intelectual irreverente

Por Silvina Friera
Publicado en PAGINA 12

La calle Corrientes ya no será la misma sin el viejo David Viñas, obstinado insuperable y voz entrañable, que murió ayer a los 83 años, a raíz de una neumonía que derivó en una septicemia. El gran escritor, crítico y polemista inigualable deja a varias generaciones en ese doloroso desamparo llamado orfandad. Muchos han tenido el inquietante placer de verlo subrayar con malicia y ferocidad el diario La Nación en el café Losada, en La Paz o los bares que frecuentaba. Cuántos escritores y lectores de a pie han devorado sus novelas y ensayos y lo adoptaron, sin vacilar, como modelo y maestro, aunque por su formación “más bien anárquica”, su estilo visceral, a contrapelo de todo aquello que oliera a biempensante, no perdía la ocasión para aclarar que no le gustaban los títulos ni las consideraciones. Lo exasperaba que lo consideraran un pedagogo, pero a través de sus páginas y sus clases formó a varias generaciones de intelectuales. Roberto Fontanarrosa solía comentar que su primer enganche con la literatura había sido a través del autor de Un dios cotidiano y Hombres a caballo. “Los personajes de sus novelas –decía Fontanarrosa– hablaban como mi viejo. No hablaban de tú. Y puteaban.”
La memoria es un engranaje fallido que no respeta la cronología cuando hay que escribir, con urgencia y tristeza, una necrológica. Lo primero que irrumpe en el manojo de recuerdos no es meramente literario, es un gesto político que alborotó al mundillo cultural de la Argentina. Sus resonancias aún persisten. En 1991 Viñas rechazó la Beca Guggenheim. “Fue un homenaje a mis hijos. Me costó veinticinco mil dólares. Punto.” Así nomás, sin muchos artilugios: contundente y demoledor. Sus hijos, María Adelaida y Lorenzo Ismael, conviene agregar para calibrar más y mejor las dimensiones de esa decisión, fueron secuestrados y desaparecidos por la dictadura militar. Pero antes de exiliarse y dar cátedras magistrales de literatura en California, Berlín, Dinamarca, Roma, México y Venezuela, habría que repasar su formación. Nació en Buenos Aires, en la esquina de Talcahuano y Corrientes, en 1929. Estudió en una escuela de curas, ingresó en el colegio militar, pero fue dado de baja, según escribió, en 1945, por insubordinación ante la tropa armada. Hay una foto que registra un momento memorable de principios de la década del ’50: el joven Viñas (tenía entonces 23 años) le tomó el voto a Evita, que agonizaba en el Hospital de Lanús. “Mi familia no era gorila –advertía por las dudas que lo confundieran–; éramos contreras, que no es lo mismo. Los gorilas despreciaban al pueblo, los contreras criticaban al peronismo sin ningunear sus bases.”
Viñas fundó la revista Contorno, cuyas páginas combinaron altas dosis de marxismo y existencialismo. En esa emblemática revista se releyó el peronismo, a Mallea, Marechal y Arlt. Parafraseándolo, porque la tentación es fuerte, fue un intelectual irreverente que se subió al caballo de la historia por la izquierda. Y se bajó, siempre, por la izquierda. Nunca cedió un ápice de su posición frontal, combativa. Ni en sus mejores páginas. Ni en su vida cotidiana. Uno de los ejes de la obra del autor de Los dueños de la tierra (1958), Cuerpo a cuerpo (1979) e Indios, ejército y frontera (1982) ha sido la constante indagación sobre las formas de la violencia oligárquica y sus múltiples manifestaciones en distintos planos de la historia nacional, como observó Ricardo Piglia. Ganó el premio Gerchunoff en 1957 por su novela Un Dios cotidiano. Un año antes, en 1956, Dar la cara había recibido el Premio Nacional de Literatura, que volvió a ganar en 1971 por su libro Jauría. En una entrevista con Página/12 en 2006 decía que le interesaba más Evo Morales, por su “mayor nitidez y latinoamericanismo”, que el entonces presidente Néstor Kirchner. “Lo mejor de Kirchner fue cuando le dijo al teniente general Bendini: ‘Proceda’. Ese fue el mejor momento del gobierno de Kirchner, no me lo voy a olvidar. Bendini tuvo que poner un banquito y sacarlos”, afirmaba.
Su última novela publicada fue Tartabul o los últimos argentinos del siglo XX. Los personajes del último Viñas –Tartabul, El Chuengo, Moira, El Tapir, Pity y El Griego– fueron militantes políticos en los setenta. La definía como “una especie de réquiem”, una reactualización de Los siete locos, de Roberto Arlt, en la generación del Che. El viejo confesó a regañadientes que le gustaría ser recordado por la irreverencia ante el poder actual. Como decía Vallejo y repetía Viñas: “Perdonen la tristeza”.


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