30/12/12

pop batman

Nico and Andy Warhol, 1967

27/12/12

El padre del grotesco


Por Pablo Lettieri

“Grotesco es el arte de llegar a lo cómico a través de lo dramático”. Así definía Armando Discépolo a ese nuevo género que supo crear y que se convertiría en la primera y más auténtica expresión del teatro nacional. Ambientes y personajes cotidianos de una Buenos Aires signada por la inmigración, la desigualdad y la pobreza. Una dramaturgia singular que, rompiendo con el naturalismo que venía exhibiendo la escena de las primeras décadas del siglo, conjuga lo hilarante y lo cruel, lo absurdo y lo cotidiano. Armando Discépolo nació en 1887 en pleno centro de Buenos Aires: Corrientes y Paraná. Siendo muy joven se inició como actor pero pronto descubrió que no tenía paciencia para repetir un personaje o una situación durante cincuenta noches y prefirió orientar su trabajo a la dirección y la escritura dramática. En 1910 el gran actor Pablo Podestá se interesó por su primera obra, Entre el hierro, que estrenó con gran éxito dirigido por el propio Discépolo. Desde entonces concibió una treintena de obras, algunas escritas en colaboración con su hermano Enrique Santos (El organito, 1925), con Federico Martens y Francisco Payá (El patio de las flores, 1915), y Rafael de Rosa y Mario Folco (El novio de mamá, 1914; Conservatorio la Armonía, 1917, entre otras). Pero los títulos fundamentales de su producción son los que fundaron el “grotesco criollo”: Mateo (1923), Giácomo (1924), Stéfano (1928), Cremona (1932) y Relojero (1934). Después de esta última pieza, no volvió a escribir y se dedicó por entero a la dirección: eligió obras de Payró, Tolstoi, Chéjov, Bernard Shaw y Shakespeare y dirigió a los mejores actores de su tiempo. Murió el 8 de enero de 1971, a los 83 años, en plena actividad. Alguien dijo que “Discépolo nos habla de lo que somos y somos como los personajes de Discépolo”. Tal vez sea la mejor síntesis de la significación de su teatro.

26/12/12

Imagen de un artista de culto


Por María Zentner
Publicado en PÁGINA 12

La forma de hablar de William Burroughs era tan particular como su aspecto, su obra y su vida. La suya era una voz nasal, gomosa, con una manera de decir las palabras como si las masticara y las escupiera, cual tabaco, y ese acento arrastrado desde su Saint Louis natal, el medio oeste norteamericano arraigado en la voz. Burroughs encarnó a una figura elemental de la literatura del siglo pasado: artista de culto entre los artistas. A través de los años, hubo muchos documentales que intentaron retratarlo, pero sólo uno en el que él tuvo participación activa delante y detrás de cámara: Burroughs: The Movie, dirigido por Howard Brookner, filmado en Nueva York entre 1978 y 1983. El largometraje, ganador de un premio del New York Film Festival en 1983, cayó en el olvido luego de la muerte del director en 1989, hasta que su sobrino Aaron Brookner –también director de cine y escritor–, rescató una copia en buen estado y encaró una campaña con la intención de juntar fondos para restaurarla, remasterizarla y digitalizarla. Se trata de una obra clave en el desarrollo biográfico del escritor donde se pueden ver testimonios del propio Burroughs, su hermano Mortimer y de emblemas de la cultura norteamericana como Allen Ginsberg, Francis Bacon, John Giorno, Terry Southern o Patti Smith, entre otros.
En 1978, Howard Brookner terminaba la carrera de cine en la New York University (NYU) y se embarcaba en el proyecto de su tesis final: un corto documental sobre el escritor William S. Burroughs, famoso personaje que solía frecuentar la zona de la universidad, el Bowery, en el Lower East Side neoyorquino. Burroughs vivía en un departamento conocido como “el Bunker”, lugar de peregrinación de artistas de todas las vertientes, convenientemente ubicado a la vuelta del mítico CBGB’s, catedral del punk rock y usina del movimiento contracultural de los ’70. Brookner contactó entonces a James Grauerholtz, agente y editor del escritor, para presentarle la idea. Burroughs adoptó inmediatamente el proyecto como propio y el “corto” se convirtió, tras cinco años de trabajo, en un largometraje de 86 minutos.
Luego de su paso por el festival de Nueva York, el film, que contó con el apoyo de la BBC y la colaboración de Tom DiCillo y Jim Jarmusch, se estrenó en febrero de 1984. Antes de morir de sida en 1989, Howard Brookner dirigió dos películas más: Robert Wilson and the Civil Wars, un documental sobre el famoso director de teatro, y Bloodhounds of Broadway, protagonizada por Madonna, Matt Dillon y Rutger Hauer. Hace dos años, su sobrino, Aaron Brookner, puso en marcha un plan para rescatar del olvido el legado de su tío: aparte de las tres películas, existe un archivo con más de 300 latas con material fílmico de toda la carrera del director esperando a ser clasificado y restaurado. Burroughs: The Movie es sólo la punta del iceberg con el que él y su mujer, la productora argentina Paula Alvarez Vaccaro, socia y co-responsable del proyecto, intentan poner a girar una rueda oxidada y estática hace más de dos décadas.
“Lo que a nosotros nos importa en este momento es que la película se digitalice y se remasterice. Que esté disponible ahí afuera, en bibliotecas y universidades”, aclara Alvarez Vaccaro desde Londres. La pareja organizó una colecta (crowfunding) mediante la cual esperan juntar los 20 mil dólares que les costará la restauración de la cinta. Este método de recaudación de fondos les garantiza total independencia una vez obtenida la copia digitalizada, sin más responsabilidad que cumplir con las personas que colaboraron a través de donaciones. Para tal fin, habilitaron una cuenta a la que se puede acceder hasta el 31 de diciembre ingresando a la página del director www.aaron brookner.com y colaborar con aportes desde un dólar.
Alvarez Vaccaro destaca algunos de los aspectos irrepetibles de la obra que esperan poder reestrenar en febrero de 2014, cuando se cumplan cien años del nacimiento del escritor: “El film tiene tomas incunables como las de la Nova Convention (una retrospectiva de la obra de Burroughs que se realizó entre el 30 de noviembre y el 2 de diciembre de 1978 y contó con la participación de poetas, novelistas, performers y compositores de la talla de John Cage, Philip Glass, Blondie, Frank Zappa o John Giorno), de la que casi no existen registros audiovisuales. Pero, sin duda, lo que lo hace único es haber contado con un Burroughs completamente involucrado con el proyecto durante todo el rodaje. Sus declaraciones, las conversaciones con su hermano, las imágenes únicas con su hijo antes de que muriera en 1981, su propia versión del día en que disparó a su esposa o escenas en las que Howard y él interpretan pasajes de sus libros”.
La vida de William Burroughs atravesó el siglo XX de espaldas a la historia oficial del mundo que lo rodeaba. Este hombre de perpetuo traje de tres piezas, corbata, tiradores y sombrero se caracterizó por la permanente ruptura con lo establecido. Junto a Jack Kerouac y Allen Ginsberg, logró imponer un estilo que marcó un quiebre a partir de lo que se llamó la “generación Beat” y, más adelante, inventó el “cut-up”, una técnica de escritura que podría definirse como el germen del remix musical: un collage literario. Fue transgresor desde sus libros y desde su forma de vivir. Homosexual, fanático de las armas de fuego y adicto a la morfina y a la heroína, el escritor residió en México, Tánger, París y Londres. Tuvo una causa penal por la muerte de su segunda esposa, Joan Vollmer, en un confuso episodio en el que él le disparó a una copa que ella había puesto sobre su cabeza en pleno trance de drogas y alcohol. Con Vollmer tuvo un hijo que murió en 1981, a los 33 años, adicto a la heroína. En sus obras más conocidas –El Almuerzo Desnudo, Queer y Yonki– se encuentran referencias autobiográficas en las que retrata los viajes –los físicos y los alucinados– que conformaron el repertorio de imágenes crudas y muy directas surgidas de la mente intoxicada y a la vez nítida del escritor, y dan una pincelada del submundo de droga y marginalidad en el que se manejaba. Burroughs: The Movie lo transforma en alguien más cercano, íntimo, palpable. Un espejo de sus ideas a través de sus propias palabras gomosas, nasales, masticadas, desnudas.


Otra visión para el metrobús

Por Rodolfo Livingston (*)
Publicado en PÁGINA 12

Para instalar un metrobús en la 9 de Julio hubo una audiencia pública convocada por el Gobierno de la Ciudad. Los participantes coincidimos en la imposibilidad de acceso previo al proyecto, indispensable para opinar. Nos esperaban los funcionarios con una minuciosa catarata de gráficos, cifras y dictámenes de expertos en tránsito.
Según ellos, la mejora del transporte público en ese tramo provocaría la merma del ingreso de autos, que contarían con menos carriles.
Respondimos:
El metrobús de la avenida Juan B. Justo es una buena solución “en sí misma”, pero nada es “en sí mismo”, sino en un contexto. Se quitaron carriles a los autos que, lejos de disminuir, aumentan su número día a día y, como no caben por allí, congestionan otras calles de la Ciudad. Resolver un problema empeorando otro no es una solución, como no lo son las bicisendas ni el estacionamiento en ambos lados de las calles, que se comportan como placas de colesterol en las arterias. Se están construyendo nuevos barrios cerrados en el Tigre y otro nordelta, es decir, más autos en las autopistas hacia el centro.
Los autos son promovidos todos los días por enormes propagandas en los diarios. Todo macho argentino quiere “llegar” al cero kilómetro. Se fabrican 4000 por día, cifra que duplica los 2000 nacimientos de bebés.
El proyecto contempla el tráfico sobre la superficie, nada se dice del subsuelo, donde existen dos espacios habilitados de 100 metros de lado estratégicamente ubicados a los lados del Obelisco. Podrían ser utilizados en forma pasante por los autos que atraviesan ese nudo tan difícil de resolver. Contemplar también la posibilidad de aumentar el caudal de pasajeros en el subte C, con nuevos vagones. No se mencionó el costo en ningún momento. No se contempla el respeto y el derecho a la belleza y a la memoria en el paisaje urbano. Los palos borrachos tienen flores más bellas que las orquídeas y siguen siéndolo cuando caen y tapizan el suelo con bellos colores. Los árboles son soslayados en este proyecto, no así las horribles estaciones que se erigirían en el centro de la avenida. ¿Se animaría el Gobierno de la Ciudad a presentar el mismo proyecto en la Avenida del Libertador?
La red de transporte es un sistema integral, no planificado, que incluye el territorio del AMBA. Las arterias son tuberías tan anchas como su sector más delgado. No sirve mejorar el transporte en un tramo. Hace falta un plan integral para insertar el metrobús en forma acertada en lugar de ir sumando “un metro obús aquí.. y otro más allá...”
Un arquitecto especializado en reformas es requerido por una familia para reformar su casa. Entre varias opciones presentadas, la familia eligió una que consistía en no hacer ninguna reforma y destinar ese dinero (era una casa grande) a comprar un departamento nuevo a su hijo mayor. Un especialista en reformas no suele considerar esa posibilidad, salvo que piense en la familia antes que en la reforma, es decir que salga de su especialidad.
En el tema transporte, los especialistas se preguntan “cuántos” viajan, nunca “por qué” viajan. Dos millones de personas ingresan diariamente desde el conurbano al centro de Buenos Aires. Si mediante un muestreo averiguásemos el “porqué”, seguramente encontraríamos: trámites judiciales, obreros de la construcción, oficinistas, etc. Muchos de estos viajes serían evitables mudando hacia la periferia, en forma gradual, algunos polos de atracción. Los obreros que levantan torres en el centro de la Ciudad podrían quedarse a dormir varios días a la semana en un ambiente habilitado mientras dure la obra. Eso se hace en construcciones fuera de la Capital. También podrían modificarse los horarios de algunas actividades para limitar los efectos de las horas pico.
El transporte es, entonces, parte de un universo mayor que solo puede ser encarado con un plan director estratégico que abarque el AMBA (y más), capaz de integrar todos los temas que componen ese universo: transporte, basura, producción, áreas verdes plan hidráulico, vivienda, saneamiento, propaganda, redes, límites, patrimonio, etc. Para lograrlo hace falta una autoridad superadora de la actual sumatoria de municipios y especialistas. Este es el objetivo de PropAMBA.

(*) Arquitecto. PropAMBA es un colectivo integrado por arquitectos, urbanistas, abogados, integrantes de ONG y vecinos de la Ciudad de Buenos Aires y del AMBA.

23/12/12

Eric Laurent: Yo no quiero volverme tan loco

Por Pablo Chacon
Publicado en RADAR

Eric Laurent nació en París en 1945 y según propia confesión, era muy joven cuando empezó a leer a Freud en las pésimas traducciones de la Biblioteca Payot. Freud y la ciencia ficción eran sus dos pasiones. Freud y Clifford Simak, “tan próximos –dice–, a los clones de Houellebecq, la interpretación de los sueños y la histeria”. Laurent no hacía más que hablar del vienés a parientes y amigos. Pero los preocupados eran sus parientes. Al finalizar el liceo (nuestra secundaria), Freud fue expulsado de la biblioteca de Laurent. Sin dudar, se prometió retornar sobre su lectura cuando hubiera cumplido con el deseo parental. “Allí donde estaba con el pensamiento, en un lugar híbrido entre (Louis) Althusser y sus cursos de filosofía para científicos, la economía política, el sindicalismo estudiantil no orientado, me encontraba extraviado, inmovilizado. Era el momento de retomar el camino.” La época lo favoreció. Althusser escribía sobre Freud y Lacan. Laurent compró su primer ejemplar de los Escritos el mismo año de su salida, en 1966. Pero el libro permanecía cerrado. Un amigo le confirmó que Lacan existía, y que practicaba el psicoanálisis en París. El problema era que había que esperar mucho para obtener una cita. Animado, le pidió a su padre, diplomático, que intercediera por él. “Obtuve una cita para la vuelta de las vacaciones, el 12 de septiembre de 1967 a las 15.30. Todavía lo sé porque conservo la carta de respuesta de Jacques Lacan, y durante la semana que siguió a ese martes, lo vi todos los días para las entrevistas preliminares. Durante los primeros años, vi a mi analista no menos de cuatro veces por semana. No era fácil en 1968, pero yo no me perdía ni una sesión, ni una manifestación.” Pero el lugar de la práctica clínica estaba muy lejos de París. Las rutas del norte están desde el otoño llenas de neblina. “Yo continuaba mi ruta, la que fuere. La neblina era, después de todo, una buena metáfora de la marcha de la cura. No veíamos ni jota, pero continuábamos tomando algunas precauciones. La banda amarilla del costado de la ruta era la cuerda roja bajo la cual estábamos.” A buen puerto iba Laurent. Así, durante unos diez años, hasta convertirse en analista. Fue titular de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP), en la actualidad es miembro de esa institución y uno de los pocos que conocen los sistemas de salud mental de la mayor parte del globo. Preocupado por extender el psicoanálisis incluso al campo de la “salud mental”, también es profesor de posgrado en el Departamento de Psicoanálisis de la Universidad de París VIII, donde dictaron clases Michel Foucault, Gilles Deleuze, Alain Badiou y el propio Lacan. Este hombre que publicó numerosos libros –entre otros El sentimiento delirante de la vida, Ciudades analíticas, El goce sin rostro, Psicoanálisis y salud mental, Lost in cognition, El blog-note del síntoma, La psicosis en el texto, Entre transferencia y repetición–, recién llegado de El Salvador, recibe a Página/12 cansado pero siempre curioso sobre el curso de la política local. E igualmente crítico con el “espíritu de la época”, dominado por la técnica bajo el auspicio de los Estados Unidos: “En Irak –dice–, pasaron de un modelo de laboratorio al de país sin pensar en la gente. Esta concepción técnica del mundo no deja de producir catástrofes.” Laurent es un crítico riguroso de los sistemas clasificatorios rápidos que pueden terminar en diagnósticos equivocados y redundar en matanzas como la de la última semana en los Estados Unidos. Actualizado en neurociencias, lógica, matemáticas y filosofía, no ignora que un analista tiene que estar a la altura de la subjetividad de la época y no desfallecer en el intento por más que el contexto se haya vuelto cada vez más refractario a la cura por la palabra. Esta es la conversación exclusiva que sostuvo con Radar.

Se dice que habitamos una época donde todo se evalúa, se mide, se clasifica, se categoriza. Es decir, lo contrario a lo que pretende el psicoanálisis. ¿Esto es así?
Efectivamente. La pregunta por la singularidad es el horizonte del psicoanálisis, incluso en el mundo contemporáneo, donde el sujeto está sometido a sistemas de clasificación, vigilancia y evaluación permanentes. Esos sistemas, en el campo de la “salud mental”, llamémoslo así, no pueden evitar los puntos de fuga y el malestar, no pueden abolir el inconsciente. Por esa razón, entre otras, existimos los psicoanalistas.

¿Cómo están organizados esos sistemas y por qué la diferencia (con el psicoanálisis, con la práctica artística) se ha vuelto tan notoria?
Bueno, es un lugar común hablar hoy del fin de la intimidad, de la privacidad, etcétera. Eso sucede porque acompaña un movimiento de época hacia las clasificaciones y la vigilancia. El campo donde opera el analista está organizado ahora por sistemas de clasificación múltiples siendo el más importante el DSM (Manual de Diagnóstico y Estadística de los Desórdenes Mentales) que elabora la Asociación Americana de Psiquiatría y que en mayo de 2013 conocerá su quinta versión (aunque en rigor, ya se aplica). La ambición del nuevo DSM es diseñar una clasificación que pueda aplicarse y cambiar a gran velocidad; que permita establecer y deshacer categorías que tienen diez o doce años y pasar a otras. Es un sistema que fue adaptado a la época. Por un lado, una clasificación amplia, global, veloz y variable que se adapta a la sintomatología que está de “moda” en el malestar. Es un ideal de medicalización general de la existencia. Los ataques al psicoanálisis (que vienen desde tiempos de Freud) ahora son más agresivos y están financiados por cierta prensa y por los laboratorios farmacéuticos, a punto tal que existen grupos de presión para prohibir la práctica analítica especialmente en los casos de autismo y depresión. El presidente de mi país, François Hollande, está a punto de emitir la prohibición del tratamiento psicoanalítico para los autistas, guiado por un informe que no tiene validez científica alguna. Y acá mismo, en la provincia de Santa Fe, logró revertirse esa prohibición, que dejaba las manos libres al cognitivismo y a los psiquiatras de laboratorio, gracias a la intervención de algunos psicoanalistas que contaron con el apoyo de Judith Miller y de Jacques-Alain Miller. Pero no diría que es una pelea despareja –en cierto sentido lo es– porque prefiero pensar que son las nuevas condiciones, los nuevos desafíos, y que es necesario estar a la altura de esos desafíos, es decir, darse una política.

¿Cómo sería esa política?
Dar una respuesta al avance de la ideología cognitivo-comportamental, a la concepción biologizante propuesta por el DSM. Sus estrategias de evaluación, que hoy dominan el campo, excluyen la eficacia del psicoanálisis.

Dicho así, parece una tarea titánica.
Parece. Porque también hay que saber que esos sistemas conocen una crisis importante. Es cierto que el DSM está divulgado en las zonas más extensas del mundo, pero al mismo tiempo, su ampliación lo ha puesto en crisis.

¿Cuál es la situación?
En el último congreso de la American Psychiatric Association (APA), en junio pasado, se hicieron evidentes las tensiones entre los grupos que dominan la psiquiatría norteamericana. Por ejemplo: sucedió por primera vez que se difundieran cartas de protesta escritas por los responsables de las ediciones previas del DSM, de la cuarta y de la tercera versión. Hay dos psiquiatras, de los cuales Allen Frances es el más sólido, que escribieron cada uno una carta, y otra en conjunto, dirigida a la cúpula de APA, denunciando al equipo que está redactando la quinta edición del DSM. Los describen como una banda de irresponsables que no tienen idea de lo que están produciendo y que no han hecho testeos serios y todavía más, que esa metodología es susceptible de producir una serie de catástrofes sanitarias y de las otras (el asesinato de 28 personas por una persona medicada y tratada por conductistas es el ejemplo más reciente). Para Frances, “hay muchas sugerencias de que el DSM V podría dramáticamente incrementar las tasas de trastornos mentales. El DSM V podría crear decenas de millones de nuevos pacientes mal identificados, exacerbando así los problemas causados por un ya demasiado inclusivo DSM IV. El V promueve la inclusión de muchas variantes normales bajo la rúbrica de enfermedad mental, con lo cual el concepto central de trastorno mental resulta enormemente indeterminado”. Es notable, existe una reacción contra la medicalización excesiva y los casos testigo son el déficit de atención generalizada y los supuestos casos de autismo y depresión en niños. Y es llamativo, claro, que aquellos que redactaron el DSM III se hayan puesto en contra de quienes están redactando la nueva edición. Pero lo que no ven es que las críticas que hacen ahora también se podrían haber hecho contra las ediciones que ellos establecieron.

¿Entonces?
Entonces, según el DSM V, todos padecemos algún trastorno mental. Y todos necesitamos tratamiento medicamentoso. Y esto no es sólo una cuestión de intereses económicos sino de una concepción del hombre como una máquina a la cual se le cambia un chip y vuelve a la normalidad. Frances y su colega el peligro que denuncian es la posibilidad de hacer existir una categoría que pueda incluir a alguien sin que exista un fenómeno clínico bien establecido. Un nivel preclínico, de intensidad baja.

¿Un ejemplo?
En el campo de las depresiones. Si alguien tiene un rasgo de tristeza, en el DSM está incluido como depresivo. Eso implica que los protocolos ad hoc indican la prescripción de antidepresivos durante largos períodos. El DSMV es la medicalización de la vida en el mayor rango de amplitud conocido hasta el momento. Los que están redactando el documento piensan que están dando un paso más hacia la salud mental y defienden su posición, pero las tensiones son muy fuertes, sobre todo ahora, con la instalación, en los Estados Unidos, del sistema de salud propuesto por el presidente Obama y el senador John Kerry, porque quienes auditan los gastos se niegan a pagar más dinero a los laboratorios farmacéuticos. Estamos hablando de sumas desconocidas con las indicaciones de prescripción. Como puede verse, la disputa no es sólo en el interior de la psiquiatría sino también entre la psiquiatría y las instancias de control estatales, las burocracias sanitarias. La tensión es tan grande que Frances propone sacar al DSM de la APA. Este hombre considera que dada la situación, la que tendría que hacerse cargo de la cuestión podría ser la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Es una tensión en varios niveles...
Por un lado, están los trastornos de atención, las drogas, la bipolaridad, las masacres en centros de estudio o shoppings, la sociedad del doping, del bullying, todo eso representa un enorme mercado, el “mercado de la salud”. El Ritalín, psicólogos, psicopedagogos, antidepresivos, ansiolíticos... Esto se encuentra a un tiempo en auge y en crisis. ¿Por qué? Porque es contradictorio con el otro movimiento mundial, que implica, en pocas palabras, atender a la singularidad del uno por uno. Por eso la reforma Obama-Kerry es de estricta justicia y enfrentó a tipos tan retrógrados como los mormones o el Tea Party.

Y por eso este eje farmacológico del DSM se enfrenta al psicoanálisis: para plantearse la posibilidad de un análisis es imprescindible, en principio, estar módicamente “sano”.
Por supuesto. En Europa y los Estados Unidos existe una cantidad de pacientes que han denunciado a los laboratorios por esconder los resultados negativos de los estudios de confirmación de patologías a las instancias de control estatal. El otro problema que agudizó la reforma Obama-Kerry es que las aseguradoras médicas están obligadas a pagar más por los tratamientos. La extensión de la prescripción de medicamentos en patologías cada vez más diversas y el aumento de los gastos para las prepagas por primera vez pusieron en jaque a la industria farmacéutica.

¿A qué se refiere cuando habla de un movimiento que pide atender la singularidad del uno por uno?
Digámoslo así. Existe eso que Miller llamó la feminización del mundo. Es el hecho de que las mujeres tienen cada vez más poder, más maneras de hacerse escuchar, formas de ubicarse más allá del machismo, del sistema patriarcal. En las elecciones norteamericanas, las comunidades que decidieron la reelección de Obama fueron las mujeres y los latinos, y especialmente las mujeres no casadas. El 65 por ciento votó por Obama, y también el 70 por ciento de los latinos. Es un poder nuevo. Ya no son los hombres los que dicen a las mujeres lo que hay que votar. Es más bien al revés. Son las mujeres quienes han dicho a los hombres que no había que votar a gente que quería desmantelar las conquistas sociales de los ’60.

Eso es un poco impresionista...
Bueno... este movimiento de hacerse escuchar por parte de las mujeres tiene entre sus consecuencias una llamada a la diferenciación. Como dice Lacan, las mujeres no son locas del todo. Carecen de afán clasificatorio. No se ubican, respecto de lo común, de la misma manera que los hombres. Y esto implica una llamada a vivir su vida de manera singular, particular. No es un nuevo individualismo de masa sino una particularización. Es la idea de ser tratadas en su particularidad. Es una exigencia menos individualista que particular. Y esta insistencia femenina tiene efectos en la elaboración de políticas más allá de lo que fue el feminismo. Eso se mantiene. Pero existe una suerte de posfeminismo que insiste sobre la particularidad de la relación con el otro que hay que mantener a todos los niveles del lazo social.

¿Cuál es la tarea de un psicoanalista en esta doble pinza?
Creo que es tener en cuenta este doble movimiento para permitir que uno pueda inventarse una solución posible para vivir la pulsión. Es una época donde hay ofertas contradictorias presentes en el malestar común. Japón quizá sea un ejemplo. En el movimiento hacia la clasificación, ese país no tenía la categoría de depresión en su cultura. Los japoneses se mataban, pero no eran depresivos. No existía en su cultura la idea de que uno se mata porque es depresivo. La presión contemporánea obligó a los laboratorios a inventar el llamado “catarro del alma”, y el remedio para ese catarro del alma. Así, esa categoría terminó siendo aceptada. Eso abrió un mercado nuevo para la difusión de los antidepresivos. Pero también se ven los esfuerzos de diferenciación que introduce la cultura del manga, cierta literatura y el vestuario increíble de las jóvenes japonesas, que antes, cuando entraban en el subte, se veían, todas, unas iguales a las otras.

¿Y qué papel hay para la biopolítica en este escenario?
Michel Foucault empezó a utilizar el concepto de biopolítica. Si antes el Estado provocaba guerras, en el Estado de Bienestar no hay guerras, o hay ejércitos profesionales. Los ciudadanos no tienen por qué morir. El Estado se ocupa de ellos. Define, cada vez más, cómo viven, si toman tóxicos, si fuman, si beben, qué comen, si son obesos, diabéticos, etcétera. Es decir, el Estado se centra en los detalles de la vida de una manera inédita. La manera es controlar la disciplina del cuerpo. La medicina define el curso de las cosas de acuerdo con el trastorno que padece el sujeto según el diseño de las clasificaciones imperantes. Pero eso era antes. Ahora podría decirse que la biopolítica es la política.

21/12/12

Socios y negocios del pasado

Por Raúl Dellatorre
Publicado en PÁGINA 12

Quienes defendieron su cesión a la Sociedad Rural sostenían que el predio enclavado en el corazón de Palermo podría convertirse en uno de los centros de exposiciones y convenciones más atractivos del mundo, más allá de la caracterizada muestra del campo que los cabañeros organizaban en cada mes de julio. Bastó que se concretara la cesión para que aparecieran quienes soñaban con convertirlo en un gigantesco emprendimiento inmobiliario. Poco tiempo después, el proyecto tomaba forma: un shopping de tres pisos, 18 cines, un parque de diversiones, un teatro para 2500 personas y un estadio deportivo para 7000. El favor de varios intendentes de la Ciudad para rezonificar el predio no alcanzó. La férrea oposición de agrupaciones vecinales frustró el negocio. No obstante, todavía en estos días seguían apareciendo firmas dedicadas a la explotación de espectáculos masivos deseosos de montar allí sus negocios.
El predio de doce hectáreas lindero a la Embajada de Estados Unidos –lo que da una idea de su privilegiada ubicación– tuvo un recorrido en los últimos 25 años paralelo a los acontecimientos políticos que se sucedieron en el país en ese mismo período. No sólo porque sus tribunas fueron testigo de hechos convertidos en emblemáticos de esta corta historia política –el contrapunto de Raúl Alfonsín con los representantes de la oligarquía y las clases acomodadas en 1988, el alineamiento de Federación Agraria y Coninagro con la Rural en la Mesa de Enlace en 2008–, sino porque la misma sucesión de acuerdos para su explotación marca la secuencia de una relación perversa entre política y negocios en esos años. El decreto que ayer anuló el Gobierno le había cedido la titularidad del terreno a la Sociedad Rural a un precio irrisorio para los valores inmobiliarios de la época. El hecho, innegable, era justificado en 1991 como una transacción “en favor de una asociación sin fines de lucro que, en los hechos, ya está a cargo del predio”. Se aludía, claro, a la Sociedad Rural. Pero eran tiempos de menemismo y la realidad no tardaba en salir a la luz, para quien quisiera verla.
Inmediatamente después de recibir la cesión del predio, la Sociedad Rural buscó conformar una firma comercial que se ocupara de la explotación del predio, es decir que lucrara con éste. El socio elegido fue Raúl Juan Pedro Moneta, a través de dos de sus empresas, Banco República y CEI. El escribano y banquero organizó la tradicional exposición rural anual y otros eventos durante corto tiempo, pero las complicaciones que atravesó en el sector bancario lo alejaron de la Rural. El espacio vacío fue ocupado por Ogden Argentina.
Ogden tenía como representante e impulsor en Argentina a James Cheek, que acababa de dejar su marca como embajador estadounidense en Buenos Aires por su particular estilo. Muchos lo recordarán con la camiseta de San Lorenzo alentando al Cuervo desde las plateas del Bajo Flores o en sus frecuentes encuentros con Menem, a quien no le iba en zaga en cuanto a salidas irónicas y desenfadadas. El simpático y pintoresco gringo dejó la diplomacia para pasar a ser el hombre fuerte de la filial de Ogden Entertainment, firma instalada en Delaware, paraíso o guarida fiscal en territorio estadounidense. En 1995, Sociedad Rural Argentina, entidad sin fines de lucro, concedió el usufructo del predio de doce hectáreas a la unión transitoria de empresas (UTE) constituida, en partes iguales, por La Rural de Palermo SA (de Sociedad Rural en su totalidad) y Ogden Argentina SA, por 30 años. Hasta el 2025.
Un dato no menor quizás, a esta altura de los acontecimientos, es que la UTE se comprometía a hacerse cargo de la deuda con el Estado por el saldo pendiente de la cesión de 1991. Además, asumía la responsabilidad por las obras que debían dar origen a un gigantesco shopping de tres pisos, 18 cines, un teatro, centros de recreación y deportes, parque de diversiones y un estadio deportivo.
La trama de relaciones entre negocios y política se fue poblando, en los años posteriores, de tantos elementos como sospechas. Según la minuciosa descripción de Horacio Verbitsky (“La política de los negocios”, Página/12, 14 de junio de 2009), pese al generoso crédito sin garantía real que obtuvo Ogden Rural del Banco Provincia en 1998, el megaemprendimiento no pudo concretarse. La oposición de vecinos pudo más que los favores de intendentes que, como De la Rúa, buscaron desafectar los terrenos de la Rural de su zonificación como espacio verde. El fin del proyecto prologó el fin de la participación de Ogden. Su reemplazante fue Francisco de Narváez.
El ex heredero de Casa Tía ingresó a la sociedad en 2003 comprando el 50 por ciento de la UTE mediante un vidrioso entramado de operaciones, que Verbitsky describe en la nota aludida. De Narváez habría pagado apenas 500 mil dólares por la transferencia, pero también se hizo cargo de las deudas de Sociedad Rural con el Estado y con Ogden Rural, que había adelantado dos millones de dólares para el pago de cuotas anteriores por la cesión del predio. De Narváez se obligó al pago de 60 mil dólares mensuales como adelanto de utilidades de explotación del predio a la Rural, pero sólo cumplió durante dos años. Además, estaba la deuda con el Banco Provincia. Pero no era su patrimonio personal y pool de empresas lo que De Narváez pensaba poner en juego en el emprendimiento, sino su capital político, que creía para entonces en franco crecimiento.En 2004, Boulevard Norte, una de las firmas del Grupo De Narváez que intervino en la arquitectura de la operación, compró la participación de La Rural de Palermo SA en la UTE, quedándose así con el total del usufructo del predio. Uno de los compromisos que asumió entonces fue extender hasta el fin de la concesión del usufructo, 2025, el pago del canon de 60 mil dólares mensuales.
Con apoyo de los sucesivos gobiernos municipales (Jorge Telerman primero, Mauricio Macri después), De Narváez confiaba en conseguir la rezonificación que le permitiera retomar el proyecto del gigantesco emprendimiento comercial y de espectáculos. Había convocado para sumarse al proyecto a la mexicana CIE, Corporación Internacional de Entretenimientos, y contaba entre los futuros participantes en el negocio con la desarrolladora CreUrban, originalmente perteneciente al Grupo Macri pero desde hacía pocos años cedida a Angelo Calcaterra, sobrino de Franco y primo hermano de Mauricio. Pero, como en el caso de Ogden, las condiciones económicas y políticas no resultaron como De Narváez esperaba. El proyecto político y el comercial iban de la mano. Las sociedades y alianzas, también. De Narváez empezó a ver, desde hace un tiempo, que su barca hacía agua. Empezó a alivianar carga, como el intento apresurado de deshacerse del predio de La Rural. ¿Sabría lo que se venía? ¿Lo habrá logrado?


20/12/12

Extravagancias

Por Horacio Verbitsky
Publicado en PÁGINA 12

El acto de ayer en Plaza de Mayo fue uno de los episodios más extravagantes que la política argentina ha producido en años, lo cual no es poco decir. La mezcla de opuestos que participaron hubiera requerido un acto de ilusionismo antes que una conducción política para simular alguna congruencia. Conciliar en un todo coherente a los trabajadores de servicios mejor pagos del país, como petroleros y camioneros, con los estatales que padecen un retraso de sus remuneraciones; a las dirigencias patronales de rentistas agropecuarios que alquilan sus campos en dólares con los trabajadores precarios que los maoístas de la CCC organizan en los barrios; a los elegantes caceroleros que consideran un atentado a la libertad la restricción para atesorar divisas en el exterior con las diversas banderías de la paleoizquierda que reclaman la estatización del comercio exterior y la banca; al filósofo de la cleptocracia Luis Barrionuevo con el cineasta de la resistencia Fernando Solanas; al vicepresidente de YPF, Guillermo Pereyra, con los ideólogos de la revolución permanente solo en la universidad; al epítome de la derecha duhaldista Jerónimo Venegas con la enfermera trotskista Vilma Ripoll; al oportunismo profesional de los libres del sur con el principismo republicano de Ricardo Alfonsín, mezclar tanto aceite y tanto vinagre en una ensalada completa es una tarea que excede las posibilidades de Hugo Moyano. No basta con citar a Perón, que ni él podía tanto.

Pero hubo cumbres del grotesco, comenzando por la elección de la fecha, en la que la dirigencia radical sólo debería hacer acto de contrición y decidirse de una vez a pedir perdón por la masacre con que se despidió su último gobierno, hace once años, con cinco muertos en la Capital y otros treinta en el resto del país, en aplicación de un estado de sitio ilegal que nunca declaró el Congreso. Y siguiendo por el discurso de Moyano, con reivindicación sindical de derechos laborales pero propuesta político partidaria y electoral, en la que es imposible que coincida la forzada amalgama a la que recurrió para que no pudiera medirse hasta qué punto ha menguado su poder de convocatoria.

Al hablar de los jubilados rindió homenaje a una mujer de 95 años que, según dijo, sólo cobraba 1800 pesos mensuales, más la pensión de su esposo. La señora vive en una casa construida con un crédito del Banco Hipotecario Nacional y tiene la suerte de que sus tres hijos puedan ayudarla, dijo el camionero. Recién al terminar el párrafo aclaró que se refería a su mamá. La propaganda oficial nunca logró una mejor descripción de los logros gubernativos, con la actualización bianual de jubilaciones y pensiones por encima de la inflación y con una situación laboral en la que los hombres tienen buenos trabajos y pueden darles algunos gustos a sus madres viudas. Sólo el extravío del sentido de la realidad puede presentar este feliz caso como un ejemplo dramático. Lo mismo vale para sus ironías sobre el compromiso de CFK con los derechos humanos a la misma hora en que la Justicia condenaba a prisión perpetua al ex ministro Jaime Lamont Smart, el primer civil sentenciado por crímenes de lesa humanidad, como muy bien destacó el portal de La Nación.

¿Qué habrá pensado al oírlo Pablo Micheli, que participó en algunos de los centenares de rondas frente al Congreso durante la década en que las jubilaciones estuvieron congeladas y que culminó con la reducción de un 13 por ciento de su valor nominal, junto con el de los sueldos estatales? Antes de Moyano, el dirigente que está perdiendo el control de ATE (ya fue derrotado en las seccionales del Litoral y el plenario de delegados de Capital se rehusó a seguir su inconsulta convocatoria sin practicar la democracia sindical que pregona) anunció próximos paros y movilizaciones. Si cumple su promesa, no hará más que fortalecer a un gobierno que, por contraste, sabe qué intereses populares defiende y hacia dónde se propone seguir avanzando.

7/12/12

Feliz cumple


Por Horacio Verbitsky
Publicado en PÁGINA 12

La declaración emitida ayer por una larga nómina de organismos corporativos de jueces fue impulsada por dos ministros de la Corte Suprema, que no consiguieron la unanimidad de sus colegas para convertirla en un pronunciamiento del alto tribunal. El redactor del texto fue el juez supremo Juan Carlos Maqueda. El presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, lo circuló para obtener la firma del resto de los jueces. El ministro Enrique Petracchi respondió que el último punto revelaba una alarmante politización de la magistratura. Es el que solicita que todos los medios de comunicación habiliten mecanismos para que “el Poder Judicial pueda expresar sus opiniones y replicar argumentos o críticas” y que “los medios oficiales” habiliten espacios para que “el Poder Judicial pueda expresar opiniones a través de su agencia de noticias”. Esta secuencia explica por qué una declaración tan confrontativa con el Poder Ejecutivo se publicó sin firmas, sólo con el nombre de las entidades. El apurado documento ni siquiera consigna que la Comisión de Protección de la Independencia Judicial es coordinada por las juezas de la Corte Suprema Elena Highton y Carmen Argibay Molina.
La agencia de noticias que mencionan los jueces es una creación de Lorenzetti, quien designó para dirigirla a la ex periodista de los grupos Hadad y Clarín, María Bourdin, quien en mayo de 2010 llamó “madre adoptiva” a una mujer que había sido procesada como apropiadora del hijo de dos detenidos-desaparecidos. El portal no omite en texto y video ni un suspiro del jefe de la oposición en la Justicia, Ricardo Recondo, miembro de la Cámara Federal en lo Civil y Comercial e integrante del lobby militar-judicial que en la década del 80 se formó para frenar el avance de las causas por crímenes de lesa humanidad. Bourdin es abogada de la Universidad Católica de Santa Fe y tiene un master en periodismo otorgado por el Grupo Clarín. Realizó cursos de perfeccionamiento en el CATO Institute (financiado por las mayores empresas petroleras y tabacaleras y próximo al Tea Party) y en el Institute for Humane Studies, fue columnista de la Asociación Interamericana de Prensa Económica, AIPEnet, y del diario español Libertad Digital, todos ellos institutos y medios de la ultraderecha liberal, que consideran inadmisible cualquier regulación estatal de la economía.
Sólo en octubre de 1945 y marzo de 1962, el Poder Judicial se asumió de modo tan nítido como actor político. En el primer caso, quienes habían participado en la marcha de la Constitución y la Libertad del 17S reclamaron que se transfiriera el poder a la Corte, y el líder radical Amadeo Sabattini sugirió que el Procurador General Juan Alvarez asumiera el Poder Ejecutivo. Alvarez intentó formar gabinete y llevó su propuesta a la Casa Rosada en la tarde del 17O, pero ni pudo entrar porque ese mismo día la historia dispuso otra cosa. En marzo de 1962, cuando la Junta de Comandantes depuso y arrestó al presidente Arturo Frondizi, el presidente de la Corte, Horacio Oyhanarte, se adelantó al general golpista Raúl Poggi y puso en funciones al presidente del Senado José María Guido. La gravedad de ambos momentos destaca por contraste el absurdo planteo de la corporación judicial que intenta generar una crisis cuando funcionan a pleno las instituciones, más allá de la idea que cada uno pueda tener del estilo de algún funcionario. La idea de que las recusaciones y las denuncias penales contra determinados jueces constituyan una agresión institucional a un poder del Estado es extravagante, como si éstos no fueran mecanismos legítimos que pueden articular las partes en un juicio. Lo mismo puede decirse de la pretensión de que el escrutinio público del desempeño de esos o de otros jueces pueda considerarse como “campañas difamatorias”. La invocación al artículo 109 de la Constitución (aquel que proscribe al Poder Ejecutivo “ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas”), completa el dislate. Aunque digan lo contrario, los jueces están reivindicando un privilegio corporativo. Así como no pagan impuesto a las ganancias, tampoco admiten la respuesta pública a sus decisiones.
La prórroga de la medida cautelar que impide la aplicación de dos artículos de la ley de servicios de comunicación audiovisual hasta que una sentencia definitiva se pronuncie sobre su constitucionalidad, concedida ayer al Grupo Clarín por la sala I de la Cámara Federal de Apelaciones en lo Civil y lo Comercial, integrada por jueces recusados, completa el cuadro de situación. Por un lado, ese fallo desmiente la afirmación del documento de que los “mecanismos directos o indirectos de presión” que atribuye al gobierno, hayan afectado la independencia de los jueces. Por otro, pone en evidencia la profundidad del compromiso con los intereses particulares que no admiten someterse a las leyes. Al cierre de esta edición, el Poder Ejecutivo preparaba un recurso para que la propia Corte Suprema, que hace pocos meses dijo que la cautelar vencía el 7D, resolviera la cuestión hoy mismo. Lorenzetti aduce que la Corte recién podrá reunirse el lunes para considerar el pedido, porque Maqueda tiene hora con el médico, Raúl Zaffaroni está en Colombia y Elena Highton festeja hoy su 70º cumpleaños.

15/11/12

Un sueño realizado


Por Juan Carlos Onetti

La broma la había inventado Blanes; venía a mi despacho —en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había  dejado de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza —cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban enseguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella   sola cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:  —Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también: —Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet...
Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente,   autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la  familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:
—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet...
Si la primera vez le hubiera preguntado el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el ba¬lanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajus¬tadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una ven¬ganza, una muchachita que se ahoga. Y también W. Shakespeare.
Por eso, cuando ahora, solo ahora, con una peluca ru¬bia peinada al medio que prefiero no sacarme para dor¬mir, una dentadura que nunca logró venirme bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de este asilo para gente de tea¬tro arruinada al que dan un nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hamlet, me senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pen¬sando en Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejar¬me hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:
—Y pensar... Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.
Lo había citado en el hotel para que se luciera cargo de un personaje en un rápido disparate que se llamaba, me parece, Sueño realizado. En el reparto de la locura aquella haría un galán sin nombre y este galán solo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.
La mujer había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo, había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno que podía tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada —cuando se detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y e seguida ella empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera— yo adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pa¬sados, solitarios, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que hubiera usado en¬tonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los za¬patos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre los senos agudos de muchacha, y la blusa y la pollera se unían y estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando el estómago. 
La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse en ella, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco des¬peinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala de mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mu¬jer del peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían, el repug¬nante fracaso que los amenazaba.
Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los cubiertos al lado del pla¬to y me levanté. “¿Usted es el señor Langman, el empresario de teatro?” Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la boca con su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la voz, un poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la dentadura. De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude sacar nada. Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso aspecto y el curioso aspecto  Iba a desvanecerse.
—Quería verlo por una representación —dijo—. Quiero decir que tengo una obra de teatro... 
Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y es¬peró mi respuesta; me entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y pedí café. Le ofrecí cigarrillos y ella mo¬vió la cabeza, alargó un poco la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a ha¬blarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para siempre, aunque con un estilo cau¬teloso que me era impuesto no sé por qué.
—Señora, es una verdadera lástima... Usted nunca ha estrenado, ¿verdad? Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?
—No, no tiene nombre —contestó—. Es tan difícil de explicar... No es lo que usted piensa. Claro, se le puede poner un título. Se le puede llamar El sueño, El sueño realizado. Un sueño realizado.
Comprendí, ya sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo. 
—Bien. Un sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy importante el nombre. Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro sentido, en ayu¬dar a los que empiezan. Dar muchos valores al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agra¬decimientos los que se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a suplicarme...
Hasta el mozo del comedor podía comprender, desde el rincón junto a la heladera donde se espantaba las mos¬cas y el calor con la servilleta, que a aquel bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una mirada con un solo ojo, desde el calor del po¬cillo de café, y le dije:
—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso. Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado sólo por algunos asuntos personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y cosas así... ya ve como me ha ido. De manera que... Ahora, que podemos hacer una cosa, señora. Si usted puede
facilitarme una copia de su obra yo veré si en Buenos Aires... ¿Son tres actos?
Tuvo que contestar, pero solo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y había quedado inclinado hacia ella, rascando la punta del cigarrillo en el cenicero. Parpadeó: 
—¿Qué?
—Su obra, señora. Un sueño realizado.  ¿Tres actos? 
—No, no son actos.
—O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de... 
—No tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito —seguía diciéndome ella. Era el momento de es¬capar.
—Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita...
Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando. 
—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y allí no pasa nada, como si como si nosotros representáramos esta escena en el comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No —contestó—, no es cuestión de argumento, hay algunas personas en una
calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio.
Se calló un momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:
—¿Comprende?
Pude escaparme porque recordé el término teatro intimista y le hablé de eso y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro para ver eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo podría comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de los automóviles y la mujer que ofrece un “bock” de cerveza al hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, junto a usted, se¬ñora.
Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.
—No es nada de eso, señor Langman —me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? En¬tonces usted, haga el favor, me dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.
Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí, frente a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta pesos —“con esto contrata a los actores y atiende los primeros gastos y después me dice cuánto más necesita”—. Yo, que tenía hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno de Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé va¬rias veces mientras me guardaba el dinero en cuatro do¬bleces en el bolsillo del chaleco.
—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted... —Mientras hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y porque no me gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la cara de la mujer. —Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos... ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para que Sueño, Un sueño reali¬zado...
Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero po¬día ser también que ella comprendiera, como lo compren¬día yo, que no me era posible robarle los cien pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada paso, sa¬liendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el calor de la calle como volviendo a la tem¬peratura de la siesta que había durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que estaba siempre a punto de deshacerse  podrida.
Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y os¬cura, con paredes de ladrillos mal cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco hasta no encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo que ella pedía a cambio de  dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche —lo que significaba que había estado borracho el  día anterior— y otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y todavía entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:
—¡Pero mire un poco ese techo!
Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y no hizo más que reírse y mover la cabeza. 
—Bueno. Dele —dijo después.
Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose, diciendo que todo era mentira mía, que era alguna que para burlarse me había mandado la mujer. Después volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella mujer;   pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería
seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido ade¬lantados quiso veinte enseguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me arrepentí muy pronto porque aquella noche cuando vino al comedor del hotel ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:  
—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle  del mundo donde una ráfaga de arte... Un hombre que se arruinó cien veces por el Ham¬let va a jugarse desinteresadamente por un genio igno¬rado y con corsé.
Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de negro, con velo, un para¬guas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con cadena al cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y solo dijo:
—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.
Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro; después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano
sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo tomé de inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello y una sensación de negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes, correcto, bebiendo siempre,  conversando con ella como si se hubieran encontrado ya dos o tres veces, ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue diciendo a él y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía que lo contaba ahora de un modo personal, como si confesara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):
—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amonto¬nado todo eso para dar impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo. Tiene puesta una tricota y una gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de tomates en la puerta. En¬tonces aparece un automóvil que cruza la escena y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de la cocina. Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica.  Y usted se inclina un poco para acariciarme la cabeza.
La cosa era fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de su casa a paseo con el vaso de cerveza.
—Jarro —me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa. 
Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo:
—Claro, con algún dibujo, además, pintado. 
Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Planes la había dejado muy contenta, feliz, son esa cara de felicidad que solo una mujer puede tener y que me da ganas de cerrar los ojos para no verla cuando se me presenta, como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y Blanes  terminó por estirar la mano diciendo que ya tenía lo que necesitaba, y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo no conocía a ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y  yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui enseguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno, pero dándole mi palabra de que  no entraría nadie más que los actores.
Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas y por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas, todo estuvo pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comer sandwiches con cerveza mien¬tras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hom¬bre me contaba. El  hombre hizo una pausa y después dijo:
—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí  todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde entraron esta tarde era distinto... De ésos, ¿eh?
Cuando al rato llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque solo se había podido conse¬guir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota, bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés. Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo los sandwiches en silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría el escenario, se iba colocando en posiciones de fotógrafo, de espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el sombrero caído sobre la nuca y mi¬rando a todos lados, desde todos los lados, rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella pobre mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer los sandwiches mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella de cerveza.
A todo esto Blanes se había cansado de hacer pirue¬tas; la borrachera indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerca de donde yo estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del panta¬lón y el sombrero en las rodillas, mirando con ojos tur¬bios, sin moverlos, hacia la escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el ca¬bello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir haciendo el galán ni para lle¬var señoras a los hoteles, ni para nada. 
—Yo tampoco perdí el tiempo —dijo de golpe. 
—Sí, me lo imagino —contesté sin interés. 
Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Me siguió hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.
—Anduve averiguando de la mujer —dijo—. Parece que la familia o ella misma tuvo dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?, nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la trompa untada de manteca de sandwich...  Hablarle de esto.
—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas. Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras. Me limpié la boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida. —Y tampoco me emborracho vaya a saber con qué dinero. 
El se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez, pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba cuenta que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de
corazón, sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó enseguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo quedaba sin apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con las manos. 
—Pero yo le hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo esto.  Porque no sé si usted comprende que no se trata solo de meterse la plata en el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un  sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por qué,
entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y también me gusta que
no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto.
Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en  la calle —había  un cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo. 
La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de ba¬rrio pobre que había en escena y para tirarse en el cor¬dón de la  acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando, vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que  asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza;  una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada que Bla¬nes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó se estuvo un rato mirando el esce¬nario con las manos juntas frente al cuerpo y me pare¬ció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a nadie, teniendo siempre, aunque   más débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el borde del telón se¬paró la mirada del cuerpo.
Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en orden y habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una palmada a los actores. Pero fue entonces que, sin que yo me diera cuenta de lo que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos metidos, aun¬que nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no sirven las palabras para explicarlo. Pre¬ferí llamarlos por señas y cuando vi que Blanes y la mu¬chacha que había traído se pusieron en movimiento para ocupar sus lugares, me  escabullí detrás de los telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su co¬che viejo que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme porque yo nada tenía que ver en el disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta clara— daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle parapara ver hacer la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá de mí mismo, más allá también de la pared que yo tenía a la espalda. Vi cómo Blanes se levantaba para cruzar la calle y lo hacía matemáticamente antes que el automóvil que pasó echando humo con su capota alta y desapareció enseguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer se unían por medio de una jarrita de cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de la mujer que se hundía nuevamente, lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes de que pasara el automóvil de capota baja que terminó su carrera junto a mí, apagando enseguida su motor, y, mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las baldosas, la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma por la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a repetir sus caricias. 

Bajé del banco, suspirando más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo intimidado, y la muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán para unirse a nosotros. Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola  palabra sobre aquello y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de la mujer, sin can¬sarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar siempre. Con el cuerpo incli¬nado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acos¬tada en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes empezó a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre incli¬nado, acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuan¬do quise pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando:
—No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia.
Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Bla¬nes iba y venia por el escenario, borracho, como enlo¬quecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hom¬bre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta, comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar.


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