15/11/12

Un sueño realizado


Por Juan Carlos Onetti

La broma la había inventado Blanes; venía a mi despacho —en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había  dejado de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza —cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban enseguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella   sola cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:  —Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también: —Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet...
Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente,   autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la  familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:
—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet...
Si la primera vez le hubiera preguntado el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el ba¬lanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajus¬tadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una ven¬ganza, una muchachita que se ahoga. Y también W. Shakespeare.
Por eso, cuando ahora, solo ahora, con una peluca ru¬bia peinada al medio que prefiero no sacarme para dor¬mir, una dentadura que nunca logró venirme bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de este asilo para gente de tea¬tro arruinada al que dan un nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hamlet, me senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pen¬sando en Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejar¬me hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:
—Y pensar... Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.
Lo había citado en el hotel para que se luciera cargo de un personaje en un rápido disparate que se llamaba, me parece, Sueño realizado. En el reparto de la locura aquella haría un galán sin nombre y este galán solo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.
La mujer había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo, había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno que podía tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada —cuando se detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y e seguida ella empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera— yo adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pa¬sados, solitarios, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que hubiera usado en¬tonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los za¬patos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre los senos agudos de muchacha, y la blusa y la pollera se unían y estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando el estómago. 
La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse en ella, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco des¬peinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala de mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mu¬jer del peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían, el repug¬nante fracaso que los amenazaba.
Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los cubiertos al lado del pla¬to y me levanté. “¿Usted es el señor Langman, el empresario de teatro?” Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la boca con su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la voz, un poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la dentadura. De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude sacar nada. Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso aspecto y el curioso aspecto  Iba a desvanecerse.
—Quería verlo por una representación —dijo—. Quiero decir que tengo una obra de teatro... 
Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y es¬peró mi respuesta; me entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y pedí café. Le ofrecí cigarrillos y ella mo¬vió la cabeza, alargó un poco la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a ha¬blarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para siempre, aunque con un estilo cau¬teloso que me era impuesto no sé por qué.
—Señora, es una verdadera lástima... Usted nunca ha estrenado, ¿verdad? Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?
—No, no tiene nombre —contestó—. Es tan difícil de explicar... No es lo que usted piensa. Claro, se le puede poner un título. Se le puede llamar El sueño, El sueño realizado. Un sueño realizado.
Comprendí, ya sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo. 
—Bien. Un sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy importante el nombre. Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro sentido, en ayu¬dar a los que empiezan. Dar muchos valores al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agra¬decimientos los que se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a suplicarme...
Hasta el mozo del comedor podía comprender, desde el rincón junto a la heladera donde se espantaba las mos¬cas y el calor con la servilleta, que a aquel bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una mirada con un solo ojo, desde el calor del po¬cillo de café, y le dije:
—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso. Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado sólo por algunos asuntos personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y cosas así... ya ve como me ha ido. De manera que... Ahora, que podemos hacer una cosa, señora. Si usted puede
facilitarme una copia de su obra yo veré si en Buenos Aires... ¿Son tres actos?
Tuvo que contestar, pero solo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y había quedado inclinado hacia ella, rascando la punta del cigarrillo en el cenicero. Parpadeó: 
—¿Qué?
—Su obra, señora. Un sueño realizado.  ¿Tres actos? 
—No, no son actos.
—O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de... 
—No tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito —seguía diciéndome ella. Era el momento de es¬capar.
—Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita...
Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando. 
—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y allí no pasa nada, como si como si nosotros representáramos esta escena en el comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No —contestó—, no es cuestión de argumento, hay algunas personas en una
calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio.
Se calló un momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:
—¿Comprende?
Pude escaparme porque recordé el término teatro intimista y le hablé de eso y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro para ver eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo podría comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de los automóviles y la mujer que ofrece un “bock” de cerveza al hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, junto a usted, se¬ñora.
Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.
—No es nada de eso, señor Langman —me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? En¬tonces usted, haga el favor, me dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.
Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí, frente a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta pesos —“con esto contrata a los actores y atiende los primeros gastos y después me dice cuánto más necesita”—. Yo, que tenía hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno de Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé va¬rias veces mientras me guardaba el dinero en cuatro do¬bleces en el bolsillo del chaleco.
—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted... —Mientras hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y porque no me gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la cara de la mujer. —Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos... ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para que Sueño, Un sueño reali¬zado...
Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero po¬día ser también que ella comprendiera, como lo compren¬día yo, que no me era posible robarle los cien pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada paso, sa¬liendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el calor de la calle como volviendo a la tem¬peratura de la siesta que había durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que estaba siempre a punto de deshacerse  podrida.
Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y os¬cura, con paredes de ladrillos mal cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco hasta no encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo que ella pedía a cambio de  dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche —lo que significaba que había estado borracho el  día anterior— y otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y todavía entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:
—¡Pero mire un poco ese techo!
Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y no hizo más que reírse y mover la cabeza. 
—Bueno. Dele —dijo después.
Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose, diciendo que todo era mentira mía, que era alguna que para burlarse me había mandado la mujer. Después volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella mujer;   pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería
seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido ade¬lantados quiso veinte enseguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me arrepentí muy pronto porque aquella noche cuando vino al comedor del hotel ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:  
—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle  del mundo donde una ráfaga de arte... Un hombre que se arruinó cien veces por el Ham¬let va a jugarse desinteresadamente por un genio igno¬rado y con corsé.
Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de negro, con velo, un para¬guas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con cadena al cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y solo dijo:
—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.
Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro; después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano
sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo tomé de inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello y una sensación de negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes, correcto, bebiendo siempre,  conversando con ella como si se hubieran encontrado ya dos o tres veces, ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue diciendo a él y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía que lo contaba ahora de un modo personal, como si confesara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):
—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amonto¬nado todo eso para dar impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo. Tiene puesta una tricota y una gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de tomates en la puerta. En¬tonces aparece un automóvil que cruza la escena y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de la cocina. Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica.  Y usted se inclina un poco para acariciarme la cabeza.
La cosa era fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de su casa a paseo con el vaso de cerveza.
—Jarro —me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa. 
Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo:
—Claro, con algún dibujo, además, pintado. 
Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Planes la había dejado muy contenta, feliz, son esa cara de felicidad que solo una mujer puede tener y que me da ganas de cerrar los ojos para no verla cuando se me presenta, como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y Blanes  terminó por estirar la mano diciendo que ya tenía lo que necesitaba, y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo no conocía a ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y  yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui enseguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno, pero dándole mi palabra de que  no entraría nadie más que los actores.
Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas y por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas, todo estuvo pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comer sandwiches con cerveza mien¬tras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hom¬bre me contaba. El  hombre hizo una pausa y después dijo:
—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí  todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde entraron esta tarde era distinto... De ésos, ¿eh?
Cuando al rato llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque solo se había podido conse¬guir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota, bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés. Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo los sandwiches en silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría el escenario, se iba colocando en posiciones de fotógrafo, de espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el sombrero caído sobre la nuca y mi¬rando a todos lados, desde todos los lados, rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella pobre mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer los sandwiches mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella de cerveza.
A todo esto Blanes se había cansado de hacer pirue¬tas; la borrachera indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerca de donde yo estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del panta¬lón y el sombrero en las rodillas, mirando con ojos tur¬bios, sin moverlos, hacia la escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el ca¬bello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir haciendo el galán ni para lle¬var señoras a los hoteles, ni para nada. 
—Yo tampoco perdí el tiempo —dijo de golpe. 
—Sí, me lo imagino —contesté sin interés. 
Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Me siguió hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.
—Anduve averiguando de la mujer —dijo—. Parece que la familia o ella misma tuvo dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?, nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la trompa untada de manteca de sandwich...  Hablarle de esto.
—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas. Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras. Me limpié la boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida. —Y tampoco me emborracho vaya a saber con qué dinero. 
El se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez, pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba cuenta que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de
corazón, sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó enseguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo quedaba sin apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con las manos. 
—Pero yo le hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo esto.  Porque no sé si usted comprende que no se trata solo de meterse la plata en el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un  sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por qué,
entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y también me gusta que
no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto.
Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en  la calle —había  un cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo. 
La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de ba¬rrio pobre que había en escena y para tirarse en el cor¬dón de la  acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando, vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que  asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza;  una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada que Bla¬nes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó se estuvo un rato mirando el esce¬nario con las manos juntas frente al cuerpo y me pare¬ció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a nadie, teniendo siempre, aunque   más débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el borde del telón se¬paró la mirada del cuerpo.
Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en orden y habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una palmada a los actores. Pero fue entonces que, sin que yo me diera cuenta de lo que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos metidos, aun¬que nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no sirven las palabras para explicarlo. Pre¬ferí llamarlos por señas y cuando vi que Blanes y la mu¬chacha que había traído se pusieron en movimiento para ocupar sus lugares, me  escabullí detrás de los telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su co¬che viejo que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme porque yo nada tenía que ver en el disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta clara— daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle parapara ver hacer la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá de mí mismo, más allá también de la pared que yo tenía a la espalda. Vi cómo Blanes se levantaba para cruzar la calle y lo hacía matemáticamente antes que el automóvil que pasó echando humo con su capota alta y desapareció enseguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer se unían por medio de una jarrita de cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de la mujer que se hundía nuevamente, lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes de que pasara el automóvil de capota baja que terminó su carrera junto a mí, apagando enseguida su motor, y, mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las baldosas, la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma por la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a repetir sus caricias. 

Bajé del banco, suspirando más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo intimidado, y la muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán para unirse a nosotros. Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola  palabra sobre aquello y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de la mujer, sin can¬sarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar siempre. Con el cuerpo incli¬nado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acos¬tada en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes empezó a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre incli¬nado, acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuan¬do quise pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando:
—No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia.
Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Bla¬nes iba y venia por el escenario, borracho, como enlo¬quecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hom¬bre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta, comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar.


Cantad, Sacher Tortes


Por Woody Allen 

Desde el evanescente Hubert, cuyo Circo de las Pulgas encandiló a los ingenuos en la calle Cuarenta y Dos, la zona de Broadway no ha conocido a un sinvergüenza capaz de rivalizar con Fabian Wunch, proveedor de morralla sin par. Calvo, fumador de puros y más flemático que la Muralla China, Wunch es un productor de la vieja escuela que, físicamente, se parece no tanto al dramaturgo y empresario teatral David Belasco como al asesino «Kid Twist» Reles. Dada la contumacia con que ha producido sonoros fracasos, ha sido siempre un enigma del calibre de la teoría de cuerdas cómo consigue reunir dinero para cada nuevo holocausto teatral. 

Así las cosas, estaba yo el otro día examinando un disco de Rusty Warren en Colony cuando de pronto, mientras un fornido brazo enfundado en un traje de Sy Syms se enroscaba en torno a mis omóplatos, a la vez que mi hipotálamo quedaba trastocado por la mareante mezcla del tufo a caliqueño y el aroma a lilas del aftershave Pinaud, sentí que el billetero se contraía instintivamente en mi bolsillo como un abulón en peligro de extinción. 

-Vaya, vaya -dijo una voz áspera y familiar-, precisamente el hombre a quien yo quería ver. 

Me contaba entre las personas legalmente incapacitadas por enajenación mental que habían invertido en varios de los proyectos infalibles de Wunch a lo largo de los años, siendo El caso Beleño Negro la última de sus propuestas, una crónica importada del West End sobre la invención y fabricación de la ducha regulable. 

-¡Fabian! -exclamé con fingida cordialidad-. No hablábamos desde tu desagradable altercado con los críticos la noche del estreno. A menudo me pregunto si rociarlos con gas pimienta en realidad no empeoró las cosas. 

-Aquí no puedo hablar -dijo furtivamente el simiesco empresario teatral-, no vaya a ser que algún tarado me oiga contarte una idea que con toda certeza metamorfoseará nuestros patrimonios netos a cifras a las que solo los astrónomos encontrarían sentido. Conozco un pequeño restaurante en el Upper East Side. Invítame a comer y te concederé el privilegio de participar en un espectáculo que dará tales ganancias que, solo con lo que generen las simples compañías itinerantes, los hijos de tus hijos vivirán rodeados de rubíes del tamaño del fruto del árbol del pan. 

De haber sido yo un calamar, este preámbulo habría bastado para provocarme una eyaculación de tinta negra y, sin embargo, antes de que pudiera llamar a voces a la policía antidisturbios, me vi transportado, como quien cambia de escenario en la pantalla de una videoconsola, al otro lado de la ciudad, hasta un modesto restaurante francés donde, por la módica suma de doscientos cincuenta dólares el cubierto, uno podía comer igual que Iván Denisovich. 

-He analizado todos los grandes musicales -explicó Wunch mientras pedía un Mouton del 51 y el menú de degustación-. ¿Y qué tienen en común? ¿A ver si lo adivinas? 

-Una letra y una música extraordinarias -me aventuré a contestar. 

-Pues claro, memo. Esa es la parte fácil. Cuento con un genio aún por descubrir que compone canciones de éxito como los japoneses producen Toyotas. Ahora mismo el chico se gana la vida paseando perros, pero he tenido acceso a su obra y es todo aquello que a Irving Berlin le habría gustado hacer si las cosas le hubieran ido de otra manera. No, la clave está en un gran libreto. Y ahí entro yo. 

-No sabía que lo tuyo fuera la pluma y el papel -comenté mientras Wunch, succionando, vaciaba las conchas de sucesivos caracoles. 

-Y volviendo a nuestro espectáculo... -prosiguió-. Fun de Siècle..., y notez bien el travieso juego de palabras: digo fun, «diversión», no fin. Es una alusión a Viena, donde transcurre la acción. 

-¿La Viena contemporánea? -pregunté. 

-No, bobo. Una época más antediluviana, con las titis en carruajes y vestidos al estilo My Fair Lady o Gigi, además de un sinfín de bohemios y bichos raros que cantan melodías de ayer y hoy por toda la Ringstrasse. Solo Klimt, solo Schiele, solo Stefan Zweig, y un paleto con bastante buena presencia que atiende al nombre de Oskar Kokoschka. 

-Todos ilustres personajes -intervine cuando los carrillos de Wunch se tiñeron de color carmesí enhomenaje a la región francesa de Burdeos. 

-¿Y por qué hembra pierden el culo todos esos nombres de marca? -prosiguió-. ¿Cuál es el gancho romántico? Una bomba sexual de la ciudad llamada Alma Mahler. Habrás oído hablar de ella. Se los cepilló a todos: a Mahler, a Gropius, a Werfel... Tú di un nombre y seguro que también se lo pasó por la piedra. 

-Pues no sé... 

-Pues yo sí lo sé. Es decir, claro que me tomo sutiles licencias con la narración. Si no, chaval, traeríamos al mundo un peñazo. También estoy modernizando el lenguaje. Como cuando Bruno Walter se encuentra con Wilhelm Furtwängler y dice: «Eh, Furtwängler, ¿irás a la barbacoa de Rilke el sábado por la noche?». Y Furtwängler contesta: «¿La barbacoa?», como si fuera evidente que no lo han invitado, y Walter va y dice: «Uy, perdona. Me da que debería haber mantenido cerrado este buzón que tengo por boca». ¿Me explico? El diálogo ha de tener un ritmo urbano actual. 

Mientras Wunch acometía su foie a la sartén, empecé a sentir un progresivo entumecimiento en varias de mis vértebras clave y me aflojé la corbata en un esfuerzo por respirar. 

-Así pues -continuó-, primero viene la obertura, que yo veo como algo ligero y pegadizo, pero en la escala dodecafónica, a modo de guiño a Schönberg. 

-Pero, en buena lógica, habiendo tantos y tan hermosos valses de Strauss... -atajé. 

-No seas bucéfalo -dijo Wunch con un gesto de desdén-. Eso lo reservamos para la apoteosis final, cuando el público se muera por un respiro después de dos horas de atonalidad. 

-Ya, pero... 

-Entonces se levanta el telón y se ven los decorados, todo estilo Bauhaus. 

-¿Bauhaus? 

-En el sentido de que la forma sigue a la función. De hecho, en la primera canción, Walter Gropius, Mies van der Rohe y Adolf Loos cantan «La forma sigue a la función», igual que Guys and Dolls empieza con Fugue for Tinhorns. Acaba la pieza, ¿y quién entra si no la propia Alma Mahler? Y con un vestido que la mismísima Jennifer Lopez descartaría por exiguo. Acompaña a Alma su marido compositor, Gustav. «Vamos, agonías», dice ella, «andando.» Y el frágil tonadillero contesta: «Solo un strudel más. Necesito mantener alto el nivel de azúcar en la sangre para no sumirme en mi cotidiana obsesión por la mortalidad». 

Entretanto -se explayó Wunch-, resulta que Gropius le ha echado el ojo a Alma, cosa que a ella la pone, y canta «Cómo me gustaría tener a Gropius en la grupa». Acabada la primera escena, se apagan las luces y, cuando se encienden al principio de la segunda, ella vive con Gropius y lo engaña con Kokoschka. 

-¿Y qué fue de Gustav, el marido? -inquirí. 

-¿Y tú qué crees? Regodeándose en su cuelgue por Alma, contempla el Danubio desde un puente, listo para saltar, cuando pasa por allí en bicicleta el mismísimo Alban Berg. 

-¡No! 

-«Eh, colega, no estarás pensando en tomar la vía del cobarde, ¿verdad?», pregunta. Mahler desahoga sus penas conyugales con él, y Berg le dice que tiene la solución idónea. Le habla de un tío con barba, uno que vive en el número diecinueve de Bergasse y que por unos pocos pfennig la hora..., que por alguna razón el gurú ha reducido a cincuenta minutos, no me preguntes por qué..., le puede reajustar la mollera. 

-¿El diecinueve de Bergasse? Un momento. Mahler nunca fue paciente de Freud -protesté. 

-Da igual. Lo presento como un tartamudo compulsivo, cosa que despierta la curiosidad de Freud. Un trauma infantil. Una vez Mahler vio ahogarse en nata montada al burgomaestre de la ciudad. Ahora lo revive. En el centro del escenario baja un diván y Freud canta una extraordinaria pieza cómica, «Usted diga la primera gilipollez que le venga a la cabeza». Como es lógico, tratándose de Freud, todo son dobles sentidos y hacemos una pequeña sátira de las convenciones vienesas, mostrando que incluso a un gran compositor de sinfonías como Mahler, inconscientemente, lo único que le pone son los corsés, la cerveza y el ragtime, pese a que se gana las habichuelas explotando lo sublime. Freud desbloquea a Mahler para que pueda componer otra vez y, gracias a ello, Mahler vence su arraigado miedo a la muerte. 

-¿Y cómo vence Mahler su miedo a la muerte? -pregunté. 

-Muriendo. He llegado a esa conclusión: no hay otra manera. 

-Fabian, veo en eso ciertas lagunas. No explicas nada del bloqueo creativo de Mahler. Solo has dicho que estaba abatido por la pérdida de Alma. 

-Exacto -confirmó Wunch-. Por eso mismo le pone una demanda a Freud por negligencia profesional. 

-Pero si está muerto, ¿cómo puede poner una demanda? 

-Yo no he dicho que la historia no necesite pulirse, pero para eso están mis ayudantes Boston y Filadelfia. Bien, como te decía, Alma está liada con Kokoschka y se la pega a Gropius, con el que vivía. ¿Captas la ironía? Ella canta «Coqueteo con Kokoschka», pero los acordes menores de la música insinúan otra cosa. Además escribí una escena brutal en la que Gropius, en un café, acusa a Kokoschka de pintarrajear su edificio de oficinas recién construido. «Eh, Kokoschka», dice, «tú has embadurnado de un icor opaco mi último hito arquitectónico, las nuevas Torres Basura.» A lo que Kokoschka contesta: «Si a esas cajas de embalar las llamas arquitectura, pues sí, he sido yo». Encolerizado, Gropius le arroja su ración de Tafelspitz a Kokoschka, cegándolo por un instante, y exige una satisfacción. 

-Un momento -dije-. Esos dos gigantes nunca se batieron en duelo. 

-Tampoco se batirán en nuestra pequeña vaca lechera, porque justo en el último momento llega Werfel disfrazado de deshollinador, y Alma se marcha con él, dejando a los dos mozos con el corazón partido. Entonces ellos cantan lo que puede llegar a ser la pieza sarcástica más sofisticada en la historia de Broadway: «Mi preciosa Schnitzel, eres la Wurst». Fin del primer acto. 

-No lo capto. ¿Por qué Werfel aparece disfrazado de deshollinador? Y sigo sin entender algo: ¿cómo es posible, si Mahler ha muerto, que Alma y él vuelvan a reunirse más adelante como ocurrió en la vida real? 

Yo tenía un sinfín de perspicaces preguntas; más valía plantearlas en ese momento, antes de que un público de pago menos benevolente optase por repartir instrumental de destripamiento. 

-Werfel tiene que camuflar su identidad -explicó Wunch- porque Kafka está en la ciudad y quiere que le devuelva la única copia de su nueva obra maestra, un relato que prestó a Werfel y que este, a falta de confetti para un desfile, se vio obligado a triturar. En lo que se refiere a la reconciliación de Alma y Gustav, ella primero engaña a Werfel con Klimt y luego traiciona a Klimt posando desnuda para Schiele. 

-Pero... 

-No me digas que eso no ocurrió. Todas esas titis en liguero que dibujó Schiele... ¿Por qué no podría ser Alma Mahler una de ellas? Pero da igual, porque, antes de que puedas decir «Francisco José», deja plantados a Schiele y a Klimt, y conforme nos acercamos a la mitad del segundo acto, la encontramos cohabitando nada más y nada menos que con su eminencia Ludwig Wittgenstein. Los dos cantan a dúo «Sobre aquello de lo que no podemos hablar debemos permanecer callados». Pero la cosa no prospera, porque cuando Alma dice «Te quiero» a Wittgenstein, él analiza sintácticamente la oración y rebate una por una la definición de cada palabra. El coro baila durante el nacimiento de la filosofía del lenguaje, y Alma, dolida pero con la libido intacta, entona a pleno pulmón: «Pálpame, Popper». Entra Karl Popper. 

-¡Alto ahí! -dije, asaltado por la visión de un público huyendo en tropel por los pasillos como caribús en época de migración-. No me has explicado una cosa: ¿desde cuándo te dedicas a escribir guiones? Creía que te dabas por satisfecho con salir en los créditos como productor. 

-Desde el accidente -contestó Wunch, llevándose meticulosamente la cuchara a la boca con las últimas moléculas de profiteroles-. Mi querida esposa y yo estábamos colgando un cuadro cuando ella intentó clavar un clavo en la pared: me dejó grogui con un martillo de punta redonda. Debí de estar fuera del mundo mis buenos diez minutos. Cuando desperté, descubrí que era capaz de escribir exactamente igual de bien que Chéjov o Pinter. Todas estas fantasías que te acabo de contar se me han ocurrido mientras me afeitaba. Oye, ¿ese que acaba de entrar no es Stevie Sondheim? Cuenta hasta cincuenta, y me tendrás de nuevo aquí. Quiero plantearle una idea antes de que vuelva a desaparecer. El pobre debe de estar haciéndose viejo. La última vez que me dio su número de teléfono faltaba un dígito. Ponte cómodo y te contaré con todo detalle la apoteosis de mi obra ante un Courvoisier. 

Y dicho esto, se dirigió entre las mesas hacia un hombre que se parecía al autor del musical A Little Night Music . La última imagen que vi cuando me pinché el dedo y firmé la cuenta con sangre del grupo O negativo fue la de Wunch en ademán de sentarse en un reservado, sin invitación previa, ante las protestas cacofónicas del abochornado ocupante. En lo que se refiere a mi apoyo a Fun de Siècle , en el mundo de las tablas existe la antigua superstición de que cualquier obra en la que Franz Kafka esparce arena por el escenario y ejecuta un número de claqué con zapatos de suela blanda entraña demasiado riesgo. 

"Cantad, Sacher Tortes" forma parte de Pura anarquía (Mere Anarchy), el nuevo libro de relatos de Woody Allen, que será editado en Argentina por Tusquets Editores. [Traducción: Carlos Milla Soler]"Dada la contumacia con que ha producido sonoros fracasos, ha sido 

siempre un enigma del calibre de la teoría de cuerdas cómo consigue reunir 

dinero para cada nuevo holocausto teatral"-No, bobo. Una época más antediluviana, con las titis en carruajes y vestidos al estilo My Fair Lady o Gigi, además de un sinfín de bohemios y bichos raros que cantan melodías de ayer y hoy por toda la Ringstrasse. Sólo Klimt, sólo Schiele, sólo Stefan Zweig, y un paleto con bastante buena presencia que atiende al nombre de Oskar Kokoschka. 

-Todos ilustres personajes -intervine cuando los carrillos de Wunch se tiñeron de color carmesí en homenaje a la región francesa de Burdeos. 

-¿Y por qué hembra pierden el culo todos esos nombres de marca? -prosiguió-. ¿Cuál es el gancho romántico? Una bomba sexual de la ciudad llamada Alma Mahler. Habrás oído hablar de ella. Se los cepilló a todos: a Mahler, a Gropius, a Werfel... Tú di un nombre, y seguro que también se lo pasó por la piedra. 

-Pues no sé... 

-Pues yo sí lo sé. Es decir, claro que me tomo sutiles licencias con la narración. Si no, chaval, traeríamos al mundo un peñazo. También estoy modernizando el lenguaje. Como cuando Bruno Walter se encuentra con Wilhelm Furtwängler y dice: «Eh, Furtwängler, ¿irás a la barbacoa de Rilke el sábado por la noche?». Y Furtwängler contesta: «¿La barbacoa?», como si fuera evidente que no lo han invitado, y Walter va y dice: «Uy, perdona. Me da que debería haber mantenido cerrado este buzón que tengo por boca». ¿Me explico? El diálogo ha de tener un ritmo urbano actual. 

Mientras Wunch acometía su foie a la sartén, empecé a sentir un progresivo entumecimiento en varias de mis vértebras clave y me aflojé la corbata en un esfuerzo por respirar. 

-Así pues -continuó-, primero viene la obertura, que yo veo como algo ligero y pegadizo, pero en la escala dodecafónica, a modo de guiño a Schönberg. 

-Pero, en buena lógica, habiendo tantos y tan hermosos valses de Strauss... -atajé. 

-No seas bucéfalo -dijo Wunch con un gesto de desdén-. Eso lo reservamos para la apoteosis final, cuando el público se muera por un respiro después de dos horas de atonalidad. 

-Ya, pero... 

-Entonces se levanta el telón y se ven los decorados, todo estilo Bauhaus. 

-¿Bauhaus? 

-En el sentido de que la forma sigue a la función. De hecho, en la primera canción, Walter Gropius, Mies van der Rohe y Adolf Loos cantan «La forma sigue a la función», igual que Guys and Dolls empieza con Fugue for Tinhorns. Acaba la pieza, ¿y quién entra si no la propia Alma Mahler? Y con un vestido que la mismísima Jennifer Lopez descartaría por exiguo. Acompaña a Alma su marido compositor, Gustav. «Vamos, agonías», dice ella, «andando.» Y el frágil tonadillero contesta: «Sólo un strudel más. Necesito mantener alto el nivel de azúcar en la sangre para no sumirme en mi cotidiana obsesión por la mortalidad». 

»Entretanto -se explayó Wunch-, resulta que Gropius le ha echado el ojo a Alma, cosa que a ella la pone, y canta «Cómo me gustaría tener a Gropius en la grupa». Acabada la primera escena, se apagan las luces y, cuando se encienden al principio de la segunda, ella vive con Gropius y lo engaña con Kokoschka. 

-¿Y qué fue de Gustav, el marido? -inquirí. 

-¿Y tú qué crees? Regodeándose en su cuelgue por Alma, contempla el Danubio desde un puente, listo para saltar, cuando pasa por allí en bicicleta el mismísimo Alban Berg. 

-¡No! 

-«Eh, colega, no estarás pensando en tomar la vía del cobarde, ¿verdad?», pregunta. Mahler desahoga sus penas conyugales con él, y Berg le dice que tiene la solución idónea. Le habla de un tío con barba, uno que vive en el número diecinueve de Bergasse y que por unos pocos pfennig la hora..., que por alguna razón el gurú ha reducido a cincuenta minutos, no me preguntes por qué..., le puede reajustar la mollera. 

-¿El diecinueve de Bergasse? Un momento. Mahler nunca fue paciente de Freud -protesté. 

-Da igual. Lo presento como un tartamudo compulsivo, cosa que despierta la curiosidad de Freud. Un trauma infantil. Una vez Mahler vio ahogarse en nata montada al burgomaestre de la ciudad. Ahora lo revive. En el centro del escenario baja un diván, y Freud canta una extraordinaria pieza cómica, «Usted diga la primera gilipollez que le venga a la cabeza». Como es lógico, tratándose de Freud, todo son dobles sentidos, y hacemos una pequeña sátira de las convenciones vienesas, mostrando que incluso a un gran compositor de sinfonías como Mahler, inconscientemente, lo único que le pone son los corsés, la cerveza y el ragtime, pese a que se gana las habichuelas explotando lo sublime. Freud desbloquea a Mahler para que pueda componer otra vez y, gracias a ello, Mahler vence su arraigado miedo a la muerte. 

-¿Y cómo vence Mahler su miedo a la muerte? -pregunté. 

-Muriendo. He llegado a esa conclusión: no hay otra manera. 

-Fabian, veo en eso ciertas lagunas. No explicas nada del bloqueo creativo de Mahler. Sólo has dicho que estaba abatido por la pérdida de Alma. 

-Exacto -confirmó Wunch-. Por eso mismo le pone una demanda a Freud por negligencia profesional. 

-Pero si está muerto, ¿cómo puede poner una demanda? 

-Yo no he dicho que la historia no necesite pulirse, pero para eso están mis ayudantes Boston y Filadelfia. Bien, como te decía, Alma está liada con Kokoschka y se la pega a Gropius, con el que vivía. ¿Captas la ironía? Ella canta «Coqueteo con Kokoschka», pero los acordes menores de la música insinúan otra cosa. Además escribí una escena brutal en la que Gropius, en un café, acusa a Kokoschka de pintarrajear su edificio de oficinas recién construido. «Eh, Kokoschka», dice, «tú has embadurnado de un icor opaco mi último hito arquitectónico, las nuevas Torres Basura.» A lo que Kokoschka contesta: «Si a esas cajas de embalar las llamas arquitectura, pues sí, he sido yo». Encolerizado, Gropius le arroja su ración de Tafelspitz a Kokoschka, cegándolo por un instante, y exige una satisfacción. 

-Un momento -dije-. Esos dos gigantes nunca se batieron en duelo. 

-Tampoco se batirán en nuestra pequeña vaca lechera, porque justo en el último momento llega Werfel disfrazado de deshollinador, y Alma se marcha con él, dejando a los dos mozos con el corazón partido. Entonces ellos cantan lo que puede llegar a ser la pieza sarcástica más sofisticada en la historia de Broadway: «Mi preciosa Schnitzel, eres la Wurst». Fin del primer acto. 

-No lo capto. ¿Por qué Werfel aparece disfrazado de deshollinador? Y sigo sin entender algo: ¿cómo es posible, si Mahler ha muerto, que Alma y él vuelvan a reunirse más adelante como ocurrió en la vida real? 

Yo tenía un sinfín de perspicaces preguntas; más valía plantearlas en ese momento, antes de que un público de pago menos benevolente optase por repartir instrumental de destripamiento. 

-Werfel tiene que camuflar su identidad -explicó Wunch- porque Kafka está en la ciudad y quiere que le devuelva la única copia de su nueva obra maestra, un relato que prestó a Werfel y que éste, a falta de confeti para un desfile, se vio obligado a triturar. En lo que se refiere a la reconciliación de Alma y Gustav, ella primero engaña a Werfel con Klimt, y luego traiciona a Klimt posando desnuda para Schiele. 

-Pero... 

-No me digas que eso no ocurrió. Todas esas titis en liguero que dibujó Schiele... ¿Por qué no podría ser Alma Mahler una de ellas? Pero da igual, porque, antes de que puedas decir «Francisco José», deja plantados a Schiele y a Klimt, y conforme nos acercamos a la mitad del segundo acto, la encontramos cohabitando nada más y nada menos que con su eminencia Ludwig Wittgenstein. Los dos cantan a dúo «Sobre aquello de lo que no podemos hablar debemos permanecer callados». Pero la cosa no prospera, porque cuando Alma dice «Te quiero» a Wittgenstein, él analiza sintácticamente la oración y rebate una por una la definición de cada palabra. El coro baila durante el nacimiento de la filosofía del lenguaje, y Alma, dolida pero con la libido intacta, entona a pleno pulmón: «Pálpame, Popper». Entra Karl Popper. 

-¡Alto ahí! -dije, asaltado por la visión de un público huyendo en tropel por los pasillos como caribús en época de migración-. No me has explicado una cosa: ¿desde cuándo te dedicas a escribir guiones? Creía que te dabas por satisfecho con salir en los créditos como productor. 

-Desde el accidente -contestó Wunch, llevándose meticulosamente la cuchara a la boca con las últimas moléculas de profiteroles-. Mi querida esposa y yo estábamos colgando un cuadro cuando ella intentó clavar un clavo en la pared: me dejó grogui con un martillo de punta redonda. Debí de estar fuera del mundo mis buenos diez minutos. Cuando desperté, descubrí que era capaz de escribir exactamente igual de bien que Chéjov o Pinter. Todas estas fantasías que te acabo de contar se me han ocurrido mientras me afeitaba. Oye, ¿ese que acaba de entrar no es Stevie Sondheim? Cuenta hasta cincuenta, y me tendrás de nuevo aquí. Quiero plantearle una idea antes de que vuelva a desaparecer. El pobre debe de estar haciéndose viejo. La última vez que me dio su número de teléfono faltaba un dígito. Ponte cómodo y te contaré con todo detalle la apoteosis de mi obra ante un Courvoisier. 

Y dicho esto, se dirigió entre las mesas hacia un hombre que se parecía al autor del musical A Little Night Music. La última imagen que vi cuando me pinché el dedo y firmé la cuenta con sangre del grupo O negativo fue la de Wunch en ademán de sentarse en un reservado, sin invitación previa, ante las protestas cacofónicas del abochornado ocupante. En lo que se refiere a mi apoyo a Fun de Siècle, en el mundo de las tablas existe la antigua superstición de que cualquier obra en la que Franz Kafka esparce arena por el escenario y ejecuta un número de claqué con zapatos de suela blanda entraña demasiado riesgo.-No, bobo. Una época más antediluviana, con las titis en carruajes y vestidos al estilo My Fair Lady o Gigi, además de un sinfín de bohemios y bichos raros que cantan melodías de ayer y hoy por toda la Ringstrasse. Sólo Klimt, sólo Schiele, sólo Stefan Zweig, y un paleto con bastante buena presencia que atiende al nombre de Oskar Kokoschka. 

-Todos ilustres personajes -intervine cuando los carrillos de Wunch se tiñeron de color carmesí en homenaje a la región francesa de Burdeos. 

-¿Y por qué hembra pierden el culo todos esos nombres de marca? -prosiguió-. ¿Cuál es el gancho romántico? Una bomba sexual de la ciudad llamada Alma Mahler. Habrás oído hablar de ella. Se los cepilló a todos: a Mahler, a Gropius, a Werfel... Tú di un nombre, y seguro que también se lo pasó por la piedra. 

-Pues no sé... 

-Pues yo sí lo sé. Es decir, claro que me tomo sutiles licencias con la narración. Si no, chaval, traeríamos al mundo un peñazo. También estoy modernizando el lenguaje. Como cuando Bruno Walter se encuentra con Wilhelm Furtwängler y dice: «Eh, Furtwängler, ¿irás a la barbacoa de Rilke el sábado por la noche?». Y Furtwängler contesta: «¿La barbacoa?», como si fuera evidente que no lo han invitado, y Walter va y dice: «Uy, perdona. Me da que debería haber mantenido cerrado este buzón que tengo por boca». ¿Me explico? El diálogo ha de tener un ritmo urbano actual. 

Mientras Wunch acometía su foie a la sartén, empecé a sentir un progresivo entumecimiento en varias de mis vértebras clave y me aflojé la corbata en un esfuerzo por respirar. 

-Así pues -continuó-, primero viene la obertura, que yo veo como algo ligero y pegadizo, pero en la escala dodecafónica, a modo de guiño a Schönberg. 

-Pero, en buena lógica, habiendo tantos y tan hermosos valses de Strauss... -atajé. 

-No seas bucéfalo -dijo Wunch con un gesto de desdén-. Eso lo reservamos para la apoteosis final, cuando el público se muera por un respiro después de dos horas de atonalidad. 

-Ya, pero... 

-Entonces se levanta el telón y se ven los decorados, todo estilo Bauhaus. 

-¿Bauhaus? 

-En el sentido de que la forma sigue a la función. De hecho, en la primera canción, Walter Gropius, Mies van der Rohe y Adolf Loos cantan «La forma sigue a la función», igual que Guys and Dolls empieza con Fugue for Tinhorns. Acaba la pieza, ¿y quién entra si no la propia Alma Mahler? Y con un vestido que la mismísima Jennifer Lopez descartaría por exiguo. Acompaña a Alma su marido compositor, Gustav. «Vamos, agonías», dice ella, «andando.» Y el frágil tonadillero contesta: «Sólo un strudel más. Necesito mantener alto el nivel de azúcar en la sangre para no sumirme en mi cotidiana obsesión por la mortalidad». 

»Entretanto -se explayó Wunch-, resulta que Gropius le ha echado el ojo a Alma, cosa que a ella la pone, y canta «Cómo me gustaría tener a Gropius en la grupa». Acabada la primera escena, se apagan las luces y, cuando se encienden al principio de la segunda, ella vive con Gropius y lo engaña con Kokoschka. 

-¿Y qué fue de Gustav, el marido? -inquirí. 

-¿Y tú qué crees? Regodeándose en su cuelgue por Alma, contempla el Danubio desde un puente, listo para saltar, cuando pasa por allí en bicicleta el mismísimo Alban Berg. 

-¡No! 

-«Eh, colega, no estarás pensando en tomar la vía del cobarde, ¿verdad?», pregunta. Mahler desahoga sus penas conyugales con él, y Berg le dice que tiene la solución idónea. Le habla de un tío con barba, uno que vive en el número diecinueve de Bergasse y que por unos pocos pfennig la hora..., que por alguna razón el gurú ha reducido a cincuenta minutos, no me preguntes por qué..., le puede reajustar la mollera. 

-¿El diecinueve de Bergasse? Un momento. Mahler nunca fue paciente de Freud -protesté. 

-Da igual. Lo presento como un tartamudo compulsivo, cosa que despierta la curiosidad de Freud. Un trauma infantil. Una vez Mahler vio ahogarse en nata montada al burgomaestre de la ciudad. Ahora lo revive. En el centro del escenario baja un diván, y Freud canta una extraordinaria pieza cómica, «Usted diga la primera gilipollez que le venga a la cabeza». Como es lógico, tratándose de Freud, todo son dobles sentidos, y hacemos una pequeña sátira de las convenciones vienesas, mostrando que incluso a un gran compositor de sinfonías como Mahler, inconscientemente, lo único que le pone son los corsés, la cerveza y el ragtime, pese a que se gana las habichuelas explotando lo sublime. Freud desbloquea a Mahler para que pueda componer otra vez y, gracias a ello, Mahler vence su arraigado miedo a la muerte. 

-¿Y cómo vence Mahler su miedo a la muerte? -pregunté. 

-Muriendo. He llegado a esa conclusión: no hay otra manera. 

-Fabian, veo en eso ciertas lagunas. No explicas nada del bloqueo creativo de Mahler. Sólo has dicho que estaba abatido por la pérdida de Alma. 

-Exacto -confirmó Wunch-. Por eso mismo le pone una demanda a Freud por negligencia profesional. 

-Pero si está muerto, ¿cómo puede poner una demanda? 

-Yo no he dicho que la historia no necesite pulirse, pero para eso están mis ayudantes Boston y Filadelfia. Bien, como te decía, Alma está liada con Kokoschka y se la pega a Gropius, con el que vivía. ¿Captas la ironía? Ella canta «Coqueteo con Kokoschka», pero los acordes menores de la música insinúan otra cosa. Además escribí una escena brutal en la que Gropius, en un café, acusa a Kokoschka de pintarrajear su edificio de oficinas recién construido. «Eh, Kokoschka», dice, «tú has embadurnado de un icor opaco mi último hito arquitectónico, las nuevas Torres Basura.» A lo que Kokoschka contesta: «Si a esas cajas de embalar las llamas arquitectura, pues sí, he sido yo». Encolerizado, Gropius le arroja su ración de Tafelspitz a Kokoschka, cegándolo por un instante, y exige una satisfacción. 

-Un momento -dije-. Esos dos gigantes nunca se batieron en duelo. 

-Tampoco se batirán en nuestra pequeña vaca lechera, porque justo en el último momento llega Werfel disfrazado de deshollinador, y Alma se marcha con él, dejando a los dos mozos con el corazón partido. Entonces ellos cantan lo que puede llegar a ser la pieza sarcástica más sofisticada en la historia de Broadway: «Mi preciosa Schnitzel, eres la Wurst». Fin del primer acto. 

-No lo capto. ¿Por qué Werfel aparece disfrazado de deshollinador? Y sigo sin entender algo: ¿cómo es posible, si Mahler ha muerto, que Alma y él vuelvan a reunirse más adelante como ocurrió en la vida real? 

Yo tenía un sinfín de perspicaces preguntas; más valía plantearlas en ese momento, antes de que un público de pago menos benevolente optase por repartir instrumental de destripamiento. 

-Werfel tiene que camuflar su identidad -explicó Wunch- porque Kafka está en la ciudad y quiere que le devuelva la única copia de su nueva obra maestra, un relato que prestó a Werfel y que éste, a falta de confeti para un desfile, se vio obligado a triturar. En lo que se refiere a la reconciliación de Alma y Gustav, ella primero engaña a Werfel con Klimt, y luego traiciona a Klimt posando desnuda para Schiele. 

-Pero... 

-No me digas que eso no ocurrió. Todas esas titis en liguero que dibujó Schiele... ¿Por qué no podría ser Alma Mahler una de ellas? Pero da igual, porque, antes de que puedas decir «Francisco José», deja plantados a Schiele y a Klimt, y conforme nos acercamos a la mitad del segundo acto, la encontramos cohabitando nada más y nada menos que con su eminencia Ludwig Wittgenstein. Los dos cantan a dúo «Sobre aquello de lo que no podemos hablar debemos permanecer callados». Pero la cosa no prospera, porque cuando Alma dice «Te quiero» a Wittgenstein, él analiza sintácticamente la oración y rebate una por una la definición de cada palabra. El coro baila durante el nacimiento de la filosofía del lenguaje, y Alma, dolida pero con la libido intacta, entona a pleno pulmón: «Pálpame, Popper». Entra Karl Popper. 

-¡Alto ahí! -dije, asaltado por la visión de un público huyendo en tropel por los pasillos como caribús en época de migración-. No me has explicado una cosa: ¿desde cuándo te dedicas a escribir guiones? Creía que te dabas por satisfecho con salir en los créditos como productor. 

-Desde el accidente -contestó Wunch, llevándose meticulosamente la cuchara a la boca con las últimas moléculas de profiteroles-. Mi querida esposa y yo estábamos colgando un cuadro cuando ella intentó clavar un clavo en la pared: me dejó grogui con un martillo de punta redonda. Debí de estar fuera del mundo mis buenos diez minutos. Cuando desperté, descubrí que era capaz de escribir exactamente igual de bien que Chéjov o Pinter. Todas estas fantasías que te acabo de contar se me han ocurrido mientras me afeitaba. Oye, ¿ese que acaba de entrar no es Stevie Sondheim? Cuenta hasta cincuenta, y me tendrás de nuevo aquí. Quiero plantearle una idea antes de que vuelva a desaparecer. El pobre debe de estar haciéndose viejo. La última vez que me dio su número de teléfono faltaba un dígito. Ponte cómodo y te contaré con todo detalle la apoteosis de mi obra ante un Courvoisier. 

Y dicho esto, se dirigió entre las mesas hacia un hombre que se parecía al autor del musical A Little Night Music. La última imagen que vi cuando me pinché el dedo y firmé la cuenta con sangre del grupo O negativo fue la de Wunch en ademán de sentarse en un reservado, sin invitación previa, ante las protestas cacofónicas del abochornado ocupante. En lo que se refiere a mi apoyo a Fun de Siècle, en el mundo de las tablas existe la antigua superstición de que cualquier obra en la que Franz Kafka esparce arena por el escenario y ejecuta un número de claqué con zapatos de suela blanda entraña demasiado riesgo. 


Cantad, Sacher Tortes forma parte de Pura anarquía (Mere arnarchy),  libro de relatos de Woody Allen, editado en Argentina por Tusquets Editores. Traducción: Carlos Milla Soler

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