29/10/08

"Aurélia" de Nerval

Por Juan Malpartida

Gérard de Nerval (1808-1855) sigue siendo entre nosotros un escritor insuficientemente conocido. Las traducciones, desde las que hiciera Juan Chabás en los años veinte, se han centrado en Aurélia y Las quimeras, obras capitales del siglo XIX francés, y en alguna que otra nouvelle. Que yo sepa, nunca se tradujo completo Los iluminados o Viaje al Oriente. Tampoco, salvo el curioso librito de Ramón Gómez de la Serna, se ha escrito en lengua española una biografía de Nerval. Pasó el siglo XX y a nadie se le ocurrió traducir las que escribieran Aristide Marie o Henri Clouard. Afortunadamente podemos contar algunas notables excepciones en la lectura del gran poeta francés: el ensayo de Luis Cernuda, las traducciones de Octavio Paz y Tomás Segovia, entre otras aportaciones. A esta lista se suma hoy la traducción de Aurélia o El sueño y la vida, seguido de Las hijas del fuego. La idea —aunque lamentablemente no hay un prólogo que dé noticia de los criterios de edición— de introducir en un mismo volumen ambas obras no sólo es correcta sino que es necesaria para comprender las narraciones comprendidas en Las hijas del fuego. Es una lástima que no se haya desechado "Jenny" (como se hace en la edición de la Pléiade siguiendo los criterios de Albert Béguin), ya que se trata de una mera traducción del alemán de una obra de Charles Sealsfield. ¿Por qué la introdujo Nerval en un volumen que quería ser la expresión de su universo más personal? Lo mismo podríamos preguntarnos de "Émilie", texto último de Las hijas del fuego, o de "Le Roi de Bicêtre", comprendido en Los Iluminados y frutos ambos de una especial "colaboración".
Traductor, poeta, narrador, cuentista, libretista, Gérard de Nerval fue un escritor raro para su tiempo. Su obra más profunda e inquietante fue escrita en los últimos años de su vida como un testimonio de su particular descenso a los infiernos. Amigo y colaborador de Gautier, de Alejandro Dumas, de Victor Hugo, Nerval fue admirado por ellos, pero la rareza de su propósito literario y la rara calidad de su prosa y de su poesía sólo podían ser comprendidas a partir de Baudelaire, Rimbaud y, ya en el siglo XX, de André Breton, sin olvidar la admiración que le profesaron Apollinaire y Proust. Pocos como él pueden ser llamados en Francia románticos. Su interés por el romanticismo y por la literatura alemanas lo llevaron a traducir en 1828 el Fausto de Goethe, pero fue traductor también de Heine, Jean-Paul y Hoffmann. Quizás halló en ellos la afinidad no sólo por los poderes del sueño (Jean-Paul), sino la nostalgia por los orígenes, la pérdida de la infancia y la percepción de un mundo en perpetuo nacimiento y alteración.
Con Nerval, como señaló Xavier Villaurrutia en "El romanticismo y el sueño", prólogo a la edición mexicana de Agustín Lazo de Aurélia (1942), "conviene corregir la costumbre de hacer partir de Baudelaire la poesía moderna". Sin duda hay que remontarse a Nerval, pero aun habría que remontarse a Blake y al primer romanticismo alemán si se quiere ser riguroso. Lo cierto es que lo que comenzó como una reacción contra el neoclasicismo y en lucha contra las tentativas racionalistas de la Ilustración, halla en Nerval uno de sus momentos más brillantes. Bajo el título de Las hijas del fuego Nerval quiso en los últimos meses de su vida recoger lo que le parecía más importante de su obra en prosa; está compuesta de nueve relatos, y todos, salvo dos, ostentan como título el nombre de una mujer, o de una diosa. La búsqueda de un "libro único" que se inicia en "Angélica" es también la búsqueda de una mujer única metamorfoseada en muchos rostros: desde Isis a la Virgen María, pasando por su gran amor, la actriz Jenny Colon, todas ellas mediatrices entre la tierra y el cielo, o si se quiere entre microcosmos y macrocosmos. Obra de peregrinaje, asistida por una pasión genealógica, estas imaginativas y en ocasiones eruditas creaciones no ignoran que "inventar, en el fondo, es volver a recordar". En cierta forma se trata de una obra no ajena a la picaresca (aventuras y desventuras de una errancia) y al libro iniciático (descenso en la propia creación literaria hacia una transformación espiritual). En la obra de Jorge Luis Borges encontramos a menudo esta alianza entre la búsqueda genealógica o detectivesca y las paradojas metafísicas. Casi cien años antes, Nerval une esa búsqueda anecdótica, a veces como nostalgia de su mundo natal, con los poderes del sueño.
La prosa de Aurelia (lo dijo Albert Béguin y podemos repetirlo hoy) pertenece a una poesía sorprendente en la historia de las letras francesas. Su sencillez, su carencia de oscuridad expresiva se funden con otro mérito difícil de definir: la capacidad de envolvernos en una abismal transparencia. Escrito como testimonio de uno de sus momentos de locura (Nerval estuvo internado varias veces desde 1841), es también el lugar donde ocurre la experiencia que relata. Su primera línea es ya famosa: "El sueño es una segunda vida". Para Nerval el sueño participa de una lógica y es otro momento de la experiencia del yo. Desentrañar esta vivencia es adentrase, lo dice explícitamente, en el misterio de la condición humana. A partir de que el sueño se prolonga, sin perder un sentido lógico, en la vigilia, el mundo se torna doble: los acontecimientos cotidianos parecen mostrar una señal que los trasciende y cuyo sentido está más allá de ellos. "No sé cómo explicar —dice Nerval— que, en mi interior, los acontecimientos terrestres podían coincidir con los del mundo sobrenatural". Este sueño de anabasis, tenido no en la ensoñación sino en la vigilia, desplegado gracias a la analogía (que asiste tanto a la poesía como a ciertos delirios) entre reinos distintos y a menudo en discordia, puede ser leído como uno de los mitos de la modernidad: el momento de tensión entre la idea de la muerte de Dios (Jean-Paul, de nuevo) y la exaltación de una razón, revolucionaria y cientificista, que no termina de responder a las demandas transcendentes de ser humano. La búsqueda del libro y de la mujer única quizás no sea sino una búsqueda de la inocencia. Pero Nerval no se engaña: "No puede aprenderse la ignorancia". Sin embargo él sabe muy bien que la poesía es un no saber (no es verdad científica ni exacta, bien lo sabía Platón) en el que la razón humana adopta la forma de la presencia.
El fuerte paganismo de la obra de Nerval estuvo siempre reñido con un no menor sentimiento de culpa que el psicoanálisis podría explicar por la pérdida, cuando tenía dos años, de su madre. Podrá explicar la psicología de Gérard Labrunie, verdadero nombre del poeta, pero no su obra, es decir, no puede explicar a Nerval. Ese paganismo consistió, además, como muy bien supo el poeta —uno de los más lúcidos de su siglo— en el endiosamiento de una criatura, actitud enfrentada con el cristianismo. La necesidad de limpiar esa culpa y, por lo tanto, de salvarse pasa en Nerval por el restablecimiento de la armonía universal. La expiación de su culpa individual (psicología) es en realidad la búsqueda denodada de una escisión fundamental, la ruptura del orden analógico. Lo que el poeta ve es que "todo vive, todo actúa, todo se corresponde". En su complejo combate, Nerval finalmente percibe que el cristianismo es esencialmente piedad, y parece aceptar la capacidad del Cristo para perdonar. No obstante, para el poeta sigue en pie la pregunta por la posibilidad de perpetuar el vínculo entre el sueño y la vigilia, entre el interior y el exterior. La respuesta, quizás, la encontramos sus lectores en esa "chanson de amour... que toujours recommence" que atraviesa su "Délfica". Fue Nietzsche, afín en algunos extremos a Nerval, quien afirmó que sólo quien lleva un gran caos en sí puede poner una estrella en el cielo. Nerval lo hizo sin alzar la voz. Descendió a los infiernos con una sonrisa. Quizás no lo sabía, pero el libro que buscaba, único, lo había encontrado al inventarlo.

Aurélia o El sueño y la vida, seguido de Las hijas del fuego

Gérard de Nerval. Traducción y notas de María Teresa Mas. Pre-Textos, Valencia, 2002, 370 páginas.

21/10/08

Christopher Rauschenberg, fotógrafo



"Cuando yo era chico, viajaba en ómnibus con mis padres por las calles de Nueva York y, en cierto momento, mi padre observó a una mujer que viajaba frente a nosotros y le susurró a mi madre: “Rubens”. Naturalmente, yo no sabía quién era Rubens, porque era muy pequeño, pero de alguna manera comprendí que se trataba de un artista. Me resultaba gracioso que, mientras yo viajaba en ómnibus, mis padres lo hicieran en una especie de museo con ruedas. Este ejemplo algo ingenuo sirve para entender lo que me transmitían mis padres: “mira el mundo corriente y descubre cuán maravilloso es”. Desde entonces, sin importar en qué lugar estuviese, el significado esencial de mi trabajo nunca cambió. Y gira alrededor de la idea bastante simple de que el mundo ordinario que se encuentra a nuestro alrededor tiene, en realidad, muy poco de ordinario.

El fotógrafo estadounidense, hijo del reconocido artista plástico Robert Rauschenberg, estuvo en la FotoGalería del Teatro San Martín en agosto de 2008 para presentar su muestra Daily Life. Juan Travnik, director de ese espacio, dialogó con él y la revista TEATRO fue testigo de ese encuentro. Reproduzco aquí un fragmento de esa conversación y algunas imágenes de esa exhibición.

Antón Chéjov


Hijo de un comerciante que había nacido siervo, Anton Pavlovich Chejov nació en 1860 en Taganrog, una pequeña aldea al sur de Rusia, y murió de tuberculosis en un cuarto de hotel de Badenweiler, Alemania, en 1904.
Para escapar de la pobreza que amenazaba a su familia, en su juventud decidió estudiar medicina pero luego descubrió que escribir le reportaba mayores ganancias y comenzó a publicar relatos y viñetas humorísticas en revistas y periódicos con el seudónimo de Antocha Chejonté. Aunque al principio tomó esta actividad con cierto desdén, la literatura le fue ganando al médico y, si bien nunca abandonó totalmente la medicina, a partir de relatos como La estepa, Ladrones, En el destierro, La sala Nº 6, Relato de un desconocido y La isla de Sajalín, Chéjov se convirtió en uno de los mejores narradores de su generación, en una tierra donde aún gobernaban Dostoievski, Turgueniev y Tolstoi, nada menos.
Luego de su primera y frustrada experiencia juvenil como dramaturgo con Platónov (cuyo original intentó destruir luego de que fuera rechazado por uno de los teatros imperiales de la época, aunque fue felizmente rescatado por su hermano Misha y finalmente descubierto dos décadas más tarde de la muerte del autor), Chéjov escribió Ivánov, que se estrenó en Moscú en 1887 y fue un rotundo fracaso. Tanto que casi provoca su renuncia definitiva a un género que siempre miró con desconfianza: “El teatro es una amante sofisticada, ruidosa, indolente y agotadora”, dijo alguna vez.
Sin embargo, volvió a insistir con la escena y casi a finales de siglo conoció a Konstantín Stanislavski, quien en 1898 representó su obra La gaviota (1896). Esta asociación con el director del Teatro de Arte de Moscú, que se prolongó hasta su muerte, le permitió a Chéjov la representación de sus obras más significativas: Tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). Finalmente fue el teatro, esa “amante sofisticada, ruidosa, indolente y agotadora”, la que le proporcionó a Antón Pavlovich una considerable fortuna, fama mundial y hasta una esposa actriz: Olga Knipper, con quien se casó en 1901 y que lo acompañó hasta su muerte.

3/10/08

"Boquitas pintadas": Puig y Torre Nilsson, entre el cine y la literatura

Por Alexander Pérez-Heredia

Reconocido ya como un famoso escritor, Manuel Puig nunca ocultó su pasión por el cine ni su antiguo sueño de ser director cinematográfico. En su casa, en vez de una biblioteca, los amigos podían ver una inmensa videoteca que él les mostraba con orgullo, por eso muchos lo consideraron como un escritor que vivió fuera de la literatura. Leopoldo Torre Nilsson, por su parte, en el momento más brillante de su carrera y aclamado como uno de los más grandes cineastas argentinos, confiesa ser un escritor frustrado.
Fue el éxito de Boquitas pintadas (1974) lo que decidió a Torre Nilsson a enterrar definitivamente su sueño juvenil de ser un escritor y a afirmarse públicamente como un director cinematográfico, así declara para sí mismo y para los demás, como ante un tribunal de justicia, el 20 de junio de 1974 en Gente: “Aquí, en Buenos Aires, el 16 de junio de 1974, a las diez y treinta de la mañana, al mes y diez días de haber cumplido cincuenta años (…) me digo a mí mismo que definitivamente soy un hacedor de imágenes, de películas, no el escritor o poeta que quise ser y que aún esporádicamente invoco.”
Del mismo modo que la carrera literaria de Manuel Puig se vio signada por el cine, la carrera cinematográfica de Leopoldo Torre Nilsson —autor de libros de poesía, cuento y novela— fue marcada por la literatura. Al igual que Puig comienza a trabajar la palabra como un modo de ganarse la vida después de ver frustrada su carrera cinematográfica, Torre Nilsson, que se inicia en el cine como ayudante de dirección de su padre, se convierte en un trabajador de la imagen porque fue el cine lo que le permitió subsistir económicamente. Si Puig comienza su primera novela a partir de un guión, Torre Nilsson realiza su primera película basándose en uno de sus cuentos.
Otras muchas versiones cinematográficas de obras literarias realizó Torre Nilsson, quien mantuvo una intensa colaboración creativa con su esposa, la escritora Beatriz Guido, pero Boquitas pintadas fue la consagración de su carrera cinematográfica. Invitada al festival de San Sebastián en 1974, la película obtuvo la Concha de Plata, que es el Premio Especial del Gran Jurado, la Palma de Oro de los Escritores de San Sebastián y el Premio de los Escritores Cinematográficos de España. Puig no se mostró muy conforme con la versión cinematográfica de su historia, como tampoco le gustó la adaptación que realizaría Héctor Babenco sobre El beso de la mujer araña ni la que Raúl de la Torre escribió —junto con él— de Pubis angelical. Es muy frecuente que un escritor y hasta un público lector rechacen las imágenes que se crean a partir de textos literarios por ver su imaginación enfrentada a la del director, pero la película de Torre Nilsson es, en mí criterio, la mejor adaptación cinematográfica que se ha hecho a la obra literaria de Manuel Puig, quien, años después, reflexionando acerca de las versiones fílmicas de su obra, sugiere tener una mayor conformidad con la versión de Torre Nilsson: “detesto (…) Pubis angelical, no me hablen de eso. Pero Boquitas pintadas algo me interesa, ya después les cuento. De El beso de la mujer araña me gusta su éxito, no me gusta la película”.
Desde mediados de la década del cincuenta se vislumbra un florecimiento de la literatura y del cine argentinos y las relaciones entre los dos artes se hacen cada vez más frecuentes y fecundas, bastaría mencionar nombres como David Viñas, Beatriz Guido, Julio Cortázar, Manuel Antín, Juan José Saer, Nicolás Sarquís y Jorge Luis Borges. Ya en la década del setenta Leopoldo Torre Nilsson y Manuel Puig son considerados entre los más prestigiosos nombres de la cinematografía y las letras de su país. El éxito de Boquitas pintadas, tanto el libro como la película, había contribuido mucho a este reconocimiento.
La trama de Boquitas pintadas se desarrolla a partir de que Nené, mujer ya casada y con dos hijos, recibe la noticia de la muerte de su antiguo novio. Luego, se va construyendo la historia de Juan Carlos —el novio de Nené que muere de tuberculosis en Cosquín dejando tras de sí una estela de amoríos— a la vez que la de otros personajes protagonistas del relato, que tiene por escenario principal un pueblo de provincias argentino de los años 30. El leitmotiv de toda la obra es la nostalgia por el amor pasado. Tanto la película como el libro muestran un retrato realista y paródico de la hipocresía pueblerina que alberga un mundo de represión sexual, de amores difíciles y frustrados, odio, mentira, envidia, pasión y violencia.
Boquitas pintadas, una de las más famosas novelas de Manuel Puig, editada en 1969, fue escrita en forma de entregas diarias para Primera Plana pero luego fue rechazada y el escritor la reescribió y publicó por su cuenta, “Torre Nilsson compró un ejemplar cuando uno de sus hijos se había operado y, aunque él ya la conocía, la leyó nuevamente y previó que tenía una gran película entre manos”. En 1970 Torre Nilsson pide a Puig que adapte la novela para el cine y será en 1973 que Puig acepta escribir el guión para la película junto a Torre Nilsson. De esta forma la novela llega al gran público en su versión cinematográfica en 1974.
El relato visual que logra Torre Nilsson con su película es casi exacto al que podemos ver cuando leemos el texto. Ver la película es como volver a leer el libro, lo que es lo mismo que decir que el libro se puede ‘ver’ como la película. Es como si el libro se resistiera a ser leído porque quiere ser visto y la película nos devolviera con su coherencia en el ordenamiento del relato cierta cualidad o condición literaria que el libro rechaza. Torre Nilsson desmonta la textura cinemática del texto de Puig haciendo un discurso más literario que la propia novela. Él es consciente de que reescribe la novela en imágenes: “Estoy convencido —declaraba al diario La Opinión cinco meses después del estreno de la película— de que es una versión fiel del libro y no una adaptación”, y continua explicando: “…una ventaja por demás obvia es que Boquitas pintadas es un libro más ‘visto’ que ‘pensado’ (…) Se trata, en suma, de una literatura influida por el cine, que en este caso particular exigirá, además, un gran rigor narrativo y extrema precisión documental”. Con este rigor narrativo que se propone, Torre Nilsson traduce las imágenes del libro a un lenguaje que no por ser cinematográfico resulta menos literario que el texto de la novela. En este caso estamos en presencia de una relación muy singular entre una “literatura cinematográfica” y un “cine literario”, entre una literatura para ‘ver’ y un cine para ‘leer’, entre un escritor que quiso ser un director cinematográfico y un director cinematográfico que quiso ser escritor.
En su interés de fidelidad a la novela Torre Nilsson privilegia más que las exigencias del lenguaje fílmico narrativo, un lenguaje propiamente cinematográfico en relación al literario. La película no remite a la obra literaria sino que nos hace releerla a partir de la palabra reinventada en imagen. Es de esta forma que puede reproducir monólogos interiores de los personajes y otros microtextos que conforman el macrotexto de la novela: letras de canciones, cartas, artículos de periódicos, informes y relatos policiales, etc.
El tiempo, el espacio y la trama del libro son conmutados al lenguaje cinematográfico con una reescritura de la estructura del relato que no olvida prácticamente ningún detalle. En la película se reproducen los fragmentos de discursos epistolares, legales y musicales con tal coherencia que podemos ver la novela como un texto donde se ha trazado en forma de apuntes una posible película. Si Torre Nilsson no hubiera tenido que realizar todo este trabajo de reescritura y montaje a partir del cuerpo polifónico y lúdico del texto de Puig —un texto que más que usar el cine como modelo ideal a veces quiere competir con él ensayando sus propias técnicas—, pudiéramos considerar esta obra simplemente como un paradigma de un cine literario que rinde pleitesía a la literatura y cuida en cada fotograma de no traicionar ese otro discurso que considera más elevado que la mera imagen cinematográfica. Pero la película de Torre Nilsson se concibe como una narración novelística que asimila los múltiples puntos de vista del relato, sus temas y subtemas, los personajes y descripciones, teniendo que desentrañar la maraña compositiva del texto que se construye como un desafío al mismo discurso cinematográfico.
Puig descubre que quiere escribir cuando comienza su primera novela, “accidentalmente”, a partir de un guión: “(…) me puse a escribir un guión que inevitablemente se volvió novela (…) Yo no decidí pasar del cine a la novela.” Esto explica claramente el carácter polimorfo de sus textos y la lectura cinematográfica que podemos hacer de ellos. La novela de Puig está concebida, además, en una estética que se articula en los límites entre la novela rosa, el melodrama, el policial, y entre el camp y la parodia; carece de un narrador, la voz autoral se descentra en los múltiples fragmentos y las voces que desbordan en ellos.
En Boquitas pintadas se combinan distintos niveles de habla, lenguajes de medios masivos como el cine, la televisión, la radio y la música popular, pero con una preferencia del cine, que marca la obra entera de Puig, él —como afirma Piglia— “supo encontrar en el cine el modelo mismo de su imaginario”. Su estilo aprovecha técnicas específicas del discurso cinematográfico como el montaje, que se traduce en el fragmento o pastiche, el dinamismo y la velocidad del relato, el desarrollo de la intriga, el hecho de “presentar la figura y su ambiente físico en vez de concentrase en la conciencia del individuo”. Hollywood no solo está en sus novelas “con la seducción de sus atmósferas y sus formas narrativas sino también con sus stars, estereotipos que modelan la experiencia femenina y definen sus objetos de deseo”.
El cine está siempre presente también en la vida de los personajes de Puig, quienes, a veces, viven más intensamente la ficción que su realidad. En Boquitas pintadas, los personajes recuerdan películas de cine, leen la cartelera del cine y, para Nené, no hay mejor distracción en su luna de miel que ir al cine. En un momento de descanso de su trabajo como doméstica, Raba piensa en la película que vio el viernes pasado en la que un estudiante de abogacía se enamora de una doméstica. Nené no quiere ver las películas “trágicas” que gustan a su esposo porque dice que para eso está el mundo. Raba recuerda fragmentos de tangos mientras imagina su vida con Pancho y el hijo, porque la música en los textos de Puig tiene una función muy parecida a la que tiene en el cine, un papel complementario que ambienta los acontecimientos, además de servir, al igual que las radionovelas, como mundo imaginario contra el que se confronta la experiencia de los personajes. Cuando se encuentran, después de mucho tiempo, Nené y Mabel escuchan juntas una novela radial romántica en vez de contarse sus vidas. Todos parecen vivir sumergidos en una segunda realidad conformada por el tango, el bolero, la radionovela y, sobre todo, el cine, una “realidad paralela” que sirvió de refugio también al escritor en su niñez y adolescencia. Puig realiza un cuidadoso montaje de todos estos discursos en un relato donde no existe la voz de un autor, cada personaje y cada realidad se expresan por sí mismos como en el cine y el teatro.
Con esta y otras de sus novelas Puig explora el mundo femenino, presente también en películas de Torre Nilsson como Graciela (1955) y La casa del ángel (1954). En Boquitas pintadas, tanto en el libro como en el largometraje, hay un subtexto que denuncia el poder patriarcal a la vez que se manifiesta un interés por explorar la subjetividad femenina. A partir de las cartas, que estructuran gran parte de la narración literaria y cinematográfica, podemos escuchar casi siempre la voz de la mujer, víctima del engaño y el egoísmo de los hombres. El personaje de Raba es el más claro ejemplo de la mujer explotada económica y sexualmente por la sociedad machista, a través de ella se denuncia la actitud insensible de una sociedad falocéntrica hacia los sentimientos y el cuerpo de la mujer.
Para Manuel Puig escribir novelas era un ejercicio analítico, un intento de reconstruir la realidad para comprenderla, mientras que el mejor cine, pensaba, realiza un ejercicio de síntesis y se ocupa mejor de lo fantástico, proyectándose como sueños a un nivel metafórico. Esta diferenciación que establece Puig entre cine y literatura, causa de su frustración al ver sus obras trasladadas al celuloide, no impide, sin embargo, que un director como Torre Nilsson pueda “traducir” al lenguaje sintético del cinematógrafo una parte importante de la riqueza de su texto. Otros elementos del estilo de Puig no logran trasladarse, al menos al mismo nivel en que funcionan en la novela, a ninguna de las “versiones” o “adaptaciones” cinematográficas que tuvieron sus libros. Me refiero a la perspectiva autorreflexiva, irónica, sarcástica y grotesca que caracteriza a su narración camp, que se legitima a la vez que se ríe de sí misma. Pero el realismo al que aspiraba Puig y que se asocia siempre a su literatura se expresa muy bien en la película de Torre Nilsson, donde la ambientación, el vestuario, la música y las actuaciones logran una imagen cinematográfica fiel al relato, al mismo tiempo que acierta a traducir —hasta donde le permite la imagen— la riqueza y variedad compositiva de la novela.
En su película, Torre Nilsson reproduce monólogos interiores que Puig intercala en el diálogo de algunos personajes, como el de Pancho y Nélida en el patio de la casa de ésta y el de Celina y la viuda di Carlo, amante de Juan Carlos. Los álbumes de fotos o las fotos aisladas que describe Puig son puestos por Torre Nilsson ante nuestra mirada con la exactitud que narra el texto. El final de la novela, que no podía ser más cinematográfico —las cartas de amor que se escribieron Juan Carlos y Nené son devoradas por las llamas mientras dejan ver algunas frases—, es una de las muchas partes del relato que parecen ser concebidas para ser vistas en una pantalla y no para ser leídas en un libro. Lo mismo podemos decir de la parte en que Mabel se confiesa con el cura antes de casarse, en ambos fragmentos del texto los espacios de silencios se ajustan más a una narración visual que literaria. Los sueños de los personajes, sus diálogos y acciones, y las descripciones de ambientes que hace Puig, a veces como si tuviera una cámara cinematográfica en la mano y otras como si realizara apuntes para un guión de cine, son devueltos por Torre Nilsson con una coherencia y un lirismo más cercanos a la literatura. La belleza y el realismo de los encuadres, la pureza del lenguaje, el vigor de la narración fílmica, la profundidad psicológica de los personajes y las excelentes interpretaciones que consiguió de los actores, fueron algunos de los elementos que determinaron que este largometraje fuera uno de los mejores que el director había realizado hasta el momento.
El cine de Torre Nilsson significó para la cinematografía latinoamericana lo mismo que las novelas de Puig para la literatura. También Torre Nilsson inaugura un nuevo lenguaje que tuvo que luchar contra la censura y la incomprensión de muchos de sus contemporáneos. Su arte, como el de Puig, cuestionó siempre la realidad de su país para develar las claves de la sociedad argentina de su tiempo. Torre Nilsson fue considerado por la crítica especializada como el primer autor del cine argentino, según el concepto de autor desarrollado por críticos franceses, con Truffaut a la cabeza, que se adjudica a un realizador con un universo estético e ideológico propio. Su cine inauguró un estilo narrativo que renovó el relato cinematográfico y dio comienzo a un nuevo cine. También Puig inventa una forma de narrar que lo convierten en uno de los escritores más originales de la literatura moderna. Si Puig se propone “una nueva forma de literatura popular”, la obra de Torre Nilsson marca el resurgimiento de un cine intelectual cuya intelectualización no provendrá sólo del mundo de las letras sino de la formación y las preocupaciones sociales e ideológicas de su realizador, inquietudes sociales e ideológicas que Puig también compartía. La hipocresía, el puritanismo, la religión, la sexualidad reprimida son temas que marcan la obra de ambos.
A través del musical, el teatro y, sobre todo, el cine, la obra literaria de Puig llega al gran público en todo el mundo. Manuel Puig vuelve una y otra vez al cine, en su madurez se dedica cada vez más a proyectos de cine y de teatro. Del mismo modo que su literatura nació de su seducción por el cine, el cine luego se deja seducir por sus novelas. Torre Nilsson, por su parte, realiza una carrera cinematográfica que no se puede considerar sin tener en cuenta el universo lírico y novelesco que registra su imagen. Ambos creadores vivieron entre el cine y la literatura y sus obras dan testimonio de una relación muy singular entre las dos artes, de la fascinación del cine por la literatura y de la literatura por el cine.

Piedra libre a Torre Nilsson

Por Jorge Carnevale
En 54 años de vida, Leopoldo Torre Nilsson (1924-1978) filmó 30 largometrajes, dirigió teatro, escribió cuentos y novelas, grabó un disco, padeció la censura, fue condenado a seis meses de prisión en suspenso por un relato (Seducción) considerado obsceno, fue el "padrino" o referente de la llamada Generación del 60 y, junto a Beatriz Guido, edificó una obra que por primera vez en la historia del cine argentino, perfilaba a un autor.
Desde la ya lejana aproximación de Tomás Eloy Martínez (El cine de Ayala y Torre Nilsson, 1964), hasta la más reciente biografía de Mónica Martin (El gran Babsy, 1993), esa curiosa iconografía de cuartos clausurados y secretos ocultos en mansiones solariegas sigue despertando fervores y polémicas.
El hombre que se movía "entre sajones y el arrabal", el aplicado lector de Proust y de Joyce, que aprendió el oficio de las imágenes junto a su padre, sigue dando que hablar. Es un enigma a develar.
Impulsado por el Instituto Nacional de Cinematografía y Artes Visuales y el Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken, Leopoldo Torres Nilsson/ Una estética de la decadencia reúne seis trabajos de Gonzalo Aguilar, Ana Amado, Claudio España, Daniel Grilli, Mónica Satarain y Raúl Horacio Campodónico que, sin agotar "el misterio Torre Nilsson" iluminan espacios tabicados. La edición incluye reportajes y un cuento —"La mucama"— publicado por Capricornio, la revista que dirigía Bernardo Kordon, a comienzos de los 50.
Si su filmografía —especialmente el arco que va desde La casa del angel (1957) hasta La mano en la trampa (1961)— habla de la pérdida de la inocencia y la decadencia de una clase, el despertar sexual en un claustro de prohibiciones y mentiras, el tríptico épico que conforman Martín Fierro (1968), El Santo de la espada (1970) y Güemes, la tierra en armas (1971) y su empeñoso acercamiento a la década infame (La Maffia, Los siete locos, El Pibe Cabeza) refieren una necesidad de contar el país desde el lado oscuro.
Provocador, contradictorio, como señala María del Carmen Vieites en la Presentación, Torre Nilsson y su obra entera dibujan un perfil de intelectual con mucha calle: "La sexualidad en el cruce de la política, el deseo como amenaza de la tradición", subraya Ana Amado. Ese cruce de "espacios públicos y privados", esos cofres y cuartos condenados, esas tomas en contrapicado o en profundidad de campo (a lo Welles), esos ritos de las nobles familias argentinas, dejan siempre un olor a rancio, a descomposición.
"Mi adolescencia es una apasionada y permanente lectura de Proust, Dos Passos, Hemingway, Joyce, Kafka. Paso de los 15 a los 24 años casi desatento al fenómeno nacional —dice en diálogo con Kive Staif y Horacio Salas—. Joseph K. estaba más vivo que Don Segundo Sombra y Stephen Dedalus era más yo mismo que Funes el memorioso. A partir del momento en que tengo más pagarés sin levantar y más cheques sin fondo, me empieza a fascinar el fenómeno nacional. Es más interesante, para los que estamos armando un país, leer a Sarmiento que a Hemingway".Fue el primero en ponerles imágenes a Borges (Días de odio) y a Bioy Casares (El crimen de Oribe). Proyectó filmar un Martín Fierro ubicado en los años 30, pero acabó en una mera ilustración del poema de Hernández ("Siento que es el Martín Fierro que la gente quería ver").
Durante mucho tiempo, El Santo de la Espada será la película más vista por los espectadores argentinos, pero la imagen es la del bronce. No hay afán revisionista. Si alguien anhelaba un retorno a los climas góticos y asfixiantes de su período más rico, lo reencontrará en Piedra libre (1976), su despedida del cine. Allí Torre Nilson despliega casi con furor una galería de matriarcas, nietas malcriadas y ocultamientos, arcones y tumbas. Por momentos roza el exceso, la caricatura de un estilo, el film bizarro. Retoma, sin embargo, una fidelidad que no deja herederos pero exige una mirada atenta.

notas