29/3/12

El incómodo George Orwell

Por Pablo Capanna
Publicado en TEATRO


Hay autores que, sin llegar a ser “malditos”, recién comienzan a ser tolerados cuando el tiempo acaba de enterrar a sus enemigos y de disipar los prejuicios con que cargaban. Para entonces, descubrimos que se han convertido en clásicos.
Por supuesto, es muy difícil que esto ocurra en vida de los autores. Menos aún en el caso de George Orwell, a quien la muerte alcanzó a edad muy temprana. Irónicamente, Christopher Hitchens se atrevió a proclamar “la victoria de Orwell” recién cuando el autor de 1984 hubiera cumplido cien años, de no haber muerto medio siglo antes. Para entonces, el año 1984, la fecha que en 1948 Orwell le puso a su indeseable futuro, había pasado sin pena ni gloria por los calendarios y la obra parecía relegada a una temprana arqueología. Los terrores que inspiraba el Estado totalitario ya se habían esfumado, tras la derrota de los fascismos y el visible agotamiento del régimen soviético.
A pesar de lo dicho, si hoy releemos la novela de Orwell con un criterio un poco más distanciado, puede que aún nos siga inquietando. Con el fin del totalitarismo, no han desaparecido las amenazas a la libertad; de hecho, la tecnología las ha vuelto más sutiles o quizás un poco menos brutales. Las vocaciones autoritarias y manipuladoras siguen vigentes, al igual que los líderes que se creen inmortales e infalibles.

UN UTÓPICO DESENCANTADO

Eric A. Blair (1903-1950) recién comenzó a firmar como “George Orwell” en su madurez, cuando se decidió a conjugar sus dos vocaciones, la política y la literaria. Dejando atrás la crítica de costumbres, apeló a las libertades que brinda lo fantástico para escribir dos ficciones políticas: un falso cuento para niños como Rebelión en la granja y una novela de anticipación como 1984.
Educado en Eton, Orwell fue gendarme en Birmania, lavaplatos en París, maestro y  vendedor de libros usados en Londres. Periodista de alto vuelo, fue el fiel cronista de las injusticias que descubrió en las colonias del Imperio y en las minas de cobre inglesas. Compartir la vida de los mineros le causó la tuberculosis que lo llevó a la tumba a los 46 años.
Cuando en España estalló la guerra civil, el joven Orwell se fue a luchar contra Franco, pero prefirió enrolarse en las improvisadas milicias del POUM antes que en las Brigadas Internacionales que reclutaba el Partido Comunista. Entre los anarquistas de Barcelona, creyó encontrar por un momento “el ideal de un paraíso terrenal en el que los hombres vivirían como hermanos, sin leyes y sin trabajo agotador”, para decirlo con las palabras de ese breve pero rotundo ensayo político que incluye 1984. En pocos meses, le tocó presenciar la traición de quienes, por obediencia a Moscú, sacrificaron a esos aliados de izquierda que habían emprendido una inoportuna revolución. El miliciano anarquista que había sido jefe militar de Orwell fue detenido y ejecutado, tras haber sido sometido al suplicio de las ratas, el mismo que sufre Winston en la novela. Orwell fue uno de los escasos testigos que registró toda la persecución en su Homenaje a Cataluña. Quizás fue entonces cuando comenzó a imaginar el cínico mundo de 1984, donde la historia se reescribe cada vez que cambian las alianzas entre las tres potencias. Y hoy sabemos que, en esa ocasión, la suerte estuvo del lado del escritor: el NKVD (sigla que, en ruso, corresponde a lo que podría traducirse como “Comisariado político para asuntos internos”), cuando Orwell decidió abandonar España, ya lo tenía en la mira como un potencial enemigo del cual pronto habría que desembarazarse.
Durante la segunda guerra mundial, Orwell estuvo en Inglaterra, donde fue movilizado para la defensa, y trabajó, no sin disgusto, en tareas de propaganda para la BBC. Pudo ganarse la vida como periodista y crítico literario, siempre bajo la vigilancia de las autoridades británicas, que lo veían como un sospechoso izquierdista. El concepto de “guerra fría” era algo que él mismo había creado.
Orwell fue un escritor esencialmente político, pero su independencia de criterio hizo que resultara incómodo para todos, en un tiempo signado por el fanatismo. Su nombre fue ignorado durante años en los debates culturales de la izquierda, y sus obras fueron usadas por los conservadores para sus propios fines. Su obra nunca gozó de gran popularidad y su carrera literaria fue tan poco apacible como su vida.
Con el tiempo, se supo que en los círculos del poder soviético 1984 y Rebelión en la granja eran muy leídos, al tiempo que el aparato cultural por ellos controlado hacía todo lo posible para que fueran ignorados en Occidente. Sus críticas al stalinismo le habían valido el rótulo de “trotskista” genérico que “le hacía el juego a la derecha.”
Recién después de que el deshielo puesto en marcha por Jruschev derribó el ídolo de Stalin se pudo empezar a hablar sin temor de Orwell, cuando ya habían pasado veinte años de su muerte.

DEL INQUISIDOR AL COMISARIO

Entre los profetas que fueron capaces de vislumbrar las desmesuras y crueldades del siglo veinte, habría que contar a Kafka, cuyo cuento En la colonia penitenciaria parece anticipar los campos de concentración. Antes que él, Dostoievski imaginó la historia del Gran Inquisidor, que ocupa todo un capítulo de Los hermanos Karamazov. En esa parábola, ahora que hemos aprendido que la ideología es capaz de inspirar el mismo fanatismo que antes solía provocar la religión, podría buscarse el germen de 1984. El inquisidor sevillano capaz de indagar al propio Cristo, apresado como sospechoso de herejía, habla la misma lengua que ese O’Brien que juzga a Winston Smith. El Comisario y el Gran Inquisidor son iluminados. Están convencidos de que la felicidad es incompatible con la libertad y piensan que el hombre debe ser gobernado por el miedo y la ignorancia. No son hipócritas sino fanáticos, que invocan altos principios para torturar y matar sin culpa. Pero O’Brien no se conforma con matar: quiere hacer tabula rasa con la conciencia de sus víctimas para reescribirla a voluntad.
En sus Memorias del subsuelo, Dostoievski reclamaba el derecho a afirmar algo tan absurdo como “2+2=5.” Winston vive en un mundo donde el acatamiento ciego a fórmulas como esa es considerado la mejor prueba de sumisión. Para él, la libertad consiste en sostener que “2+2=4” o defender esa evidencia sin temor a represalias. Cuando O’Brien lo invita a brindar por el futuro, Winston prefiere hacerlo por el pasado, al que ve destruir cada vez que la historia oficial es rectificada por los censores.
1984 pertenece al género que los teóricos llaman distopía, esa versión negativa de la utopía que creó el ruso Evgeni Zamiatin. Su novela Nosotros (1921), escrita en la etapa embrionaria del totalitarismo, llegó a manos de Orwell cuando aún circulaba en forma clandestina. En Nosotros, también existe un Estado todopoderoso, y la rebeldía de los personajes se concentra en cultivar las pasiones prohibidas, tal como lo hacen Winston y Julia a la sombra del Gran Hermano. Pero aunque los amantes de Zamiatin acaban por rendirse ante el poder, Nosotros deja un resquicio de esperanza; lo mismo ocurre con Un mundo feliz, de Huxley, también inspirado por la novela rusa. De hecho, 1984 es la más nihilista de las tres distopías, aunque sea costumbre presentarla como un canto a la libertad. El mundo del Gran Hermano, donde la esperanza parece haber sido extirpada, está pensado para despertar indignación en el lector, pero no carga con un mensaje explícito.

ODIO Y MENOSPRECIO PÓSTUMOS
A comienzos del siglo XXI, 50 años después de su muerte, Orwell seguía siendo tan odiado como menospreciado, porque muchos de los que habían hecho lo posible por silenciarlo aún vivían. Orwell les seguía resultando incómodo, porque los obligaba a justificar su pasado.
E, incluso tras la extinción de aquellos dinosaurios, nuevas generaciones de esa especie apelaron a renovados criterios para juzgar y discriminar, parámetros que hasta entonces habían crecido al margen de los dogmas políticos. Y, al examinar a Orwell con el nuevo instrumental teórico, fue posible acusarlo tanto de ser asexuado como sexista, homófobo u homófilo, sospechoso de masoquismo y responsable de imperdonables torpezas de estilo; todo eso, en un mundo que no dejaba de proclamar el relativismo y la tolerancia. Posmodernos y deconstructores fueron tan duros como el Partido a la hora de juzgar a Orwell, y lo sometieron a esa clásica Biografía no Autorizada que es la solución final para acabar con los creadores.
En 1996, se denunció que Orwell trabajaba secretamente para el Gran Hermano, ya que había redactado por cuenta del espionaje una lista negra de intelectuales y artistas de la izquierda. A pesar del sensacional anuncio, la historia ya era conocida y había nacido de un juego que Orwell practicaba con su amigo Richard Rees. Tras preguntarse qué hubiera ocurrido si a Inglaterra le tocaba atravesar una situación similar a la de la Francia ocupada, jugaron a predecir quiénes estarían dispuestos a trabajar para una eventual dictadura. Orwell nunca ocultó la opinión que le merecían los oportunistas con muchos de los cuales había tenido que lidiar. Y el hecho de que la lista llegara a manos de otra amiga vinculada con los servicios de inteligencia, no prueba en modo alguno que Orwell la hubiese hecho por encargo.
Cuando Orwell escribió 1984, la figura del Gran Hermano simbolizaba la mirada impiadosa de un Estado que fisgonea la vida de sus súbditos desde la pantalla, a la manera de ese mítico ojo de Horus que nos espía desde los dólares. Más de medio siglo después, por el contrario, abunda la gente dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de exhibir su insignificancia en las pantallas de la televisión. Irónicamente, aún siguen invocando al Gran Hermano.

26/3/12

El camino hacia "1984"


Por Thomas Pynchon

El último libro de George Orwell, 1984, ha sido  siempre víctima, en cierto modo, del éxito de Rebelión en la granja, que la mayoría de la gente se  conformó con interpretar como una clara alegoría sobre el triste destino de la revolución rusa. Desde el  momento en el que el bigote del Gran Hermano hace su aparición, en el segundo párrafo de 1984, muchos lectores lo relacionan directamente con Stalin y caen en la tentación de trasladar, punto por punto, la analogía que habían aplicado al libro anterior. Aunque no hay duda de que el rostro del Gran Hermano es el de Stalin, igual que el del despreciado hereje del partido, Emmanuel Goldstein, es el de Trotski, ninguno de los dos coincide con su modelo tan exactamente como pasaba con Napoleón y Bola de Nieve en Rebelión en la granja.
Aun así, el libro se comercializó en Estados Unidos como una especie de panfleto anticomunista. Publicado en 1949, llegó en plena era de McCarthy, cuando el  “comunismo” había recibido la condena oficial por ser una amenaza monolítica y de  alcance mundial, e intentar mostrar, siquiera, las diferencias entre Stalin y Trotski, era inútil, tan inútil como que un pastor intente enseñar a sus ovejas los matices que sirven para reconocer a los lobos. Además, la guerra de Corea (1950-1953) pronto iba a sacar a la luz la supuesta práctica comunista de la obediencia ideológica mediante el “lavado de cerebro”, una serie de técnicas basadas, al parecer, en el trabajo de I. P. Pavlov, que había entrenado a perros para que segregaran saliva a una señal. El hecho de que en 1984 hagan a su protagonista, Winston Smith, algo muy parecido al lavado de cerebro, con todo su espantoso detalle, no extrañó a los lectores decididos a considerar la novela como una simple condena de las atrocidades estalinistas.
Sin embargo, ésa no era exactamente la intención de Orwell. Aunque 1984 ha aportado ayuda y consuelo a generaciones de ideólogos anticomunistas con sus propias respuestas pavlovianas, las ideas políticas de Orwell no sólo eran de izquierda, sino de extrema izquierda. Había ido en 1937 a España para luchar contra Franco y sus fascistas apoyados por los nazis, y allí había aprendido rápidamente las diferencias entre el antifascismo auténtico y el falso. “La guerra española y otros hechos ocurridos en 1936-1937″, escribió 10 años más tarde, “inclinaron la balanza, y a partir de ahí supe cuál era mi posición. Cada frase seria que he escrito desde 1936 ha ido orientada, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor de lo que considero socialismo democrático”.
Orwell se consideraba miembro de la “izquierda disidente”, distinta de la “izquierda oficial”, es decir, fundamentalmente, el Partido Laborista británico, del que en su mayor parte había empezado a considerar, ya antes de la II Guerra Mundial, que tenía la posibilidad de ser fascista, si es que no lo era ya. De forma más o menos consciente, trazaba una analogía entre el laborismo británico y el Partido Comunista de Stalin; en su opinión, ambos eran movimientos que aseguraban luchar por las clases obreras y contra el capitalismo, pero que en realidad sólo estaban interesados en establecer y perpetuar su propio poder y sólo se preocupaban por las masas a la hora de aprovechar su idealismo, su resentimiento de clase y su disponibilidad para ser una mano de obra barata y dejarse vender, una y otra vez.
Las personas de tendencia fascista -o, sencillamente, aquellos de nosotros demasiado dispuestos a justificar cualquier acción del Gobierno, tenga razón o no- se apresurarán a señalar que esas ideas son anteriores a la guerra y que, en el momento en el que las bombas enemigas empiezan a caer sobre Gran Bretaña, a modificar el paisaje y producir víctimas entre amigos y vecinos, todo esto pierde importancia, e incluso resulta subversivo. Con la patria en peligro, se vuelve fundamental tener unos dirigentes firmes y unas medidas eficaces; si uno lo quiere llamar fascismo, allá él, pero nadie estará escuchando, salvo para oír cuándo se acaban los bombardeos. Sin embargo, el hecho de que una discusión -y mucho más una profecía- resulte de mal gusto en plena situación de emergencia, no quiere decir necesariamente que sea un error. Se puede decir que, en ocasiones, el gabinete de guerra de Churchill se comportó como un régimen fascista: censuró informaciones, controló precios y salarios, restringió los viajes y subordinó las libertades civiles a las necesidades de guerra establecidas por ellos mismos.
Lo que dejan claro las cartas y los artículos de Orwell en la época en la que estaba escribiendo 1984 es su desesperación por el estado del “socialismo” en la posguerra. Lo que, en tiempos de Keir Hardie, había sido una lucha honorable contra la conducta indiscutiblemente criminal del capitalismo respecto a la gente a la que utilizaba para extraer rentas y beneficios, en época de Orwell era ya una cosa vergonzosamente institucional, que se compraba y se vendía y, en demasiados casos, sólo estaba interesada en mantenerse en el poder.
Parece que a Orwell le molestaba en particular la lealtad generalizada de la izquierda hacia el estalinismo a pesar de las pruebas abrumadoras sobre la crueldad del régimen. “Por razones complejas”, escribió en marzo de 1948, cuando empezaba a revisar el primer borrador de 1984, “casi la totalidad de la izquierda inglesa ha acabado aceptando el régimen ruso como ‘socialista’, pese a que reconoce en silencio que, tanto en espíritu como en la práctica, está muy lejos de todo lo que significa ‘socialismo’ en este país. De ahí que haya surgido una especie de corriente de pensamiento esquizofrénica, en la que palabras como ‘democracia’ pueden tener dos significados irreconciliables y cosas como los campos de concentración y las deportaciones en masa pueden estar bien y mal al mismo tiempo”.
Sabemos que esta “especie de  corriente de pensamiento esquizofrénica” es el origen de uno de los grandes logros de esta novela, que ha pasado a formar parte del lenguaje político: la identificación y el análisis del doble pensamiento. Como describe el personaje Emmanuel Goldstein en Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, un texto peligrosamente subversivo que está prohibido en Oceanía y sólo se menciona como el libro, el doble pensamiento es una forma de disciplina mental cuyo objetivo, deseable y necesario para todos los miembros del partido, es ser capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo. No es nada nuevo, por supuesto. Todos lo hacemos. En psicología social se conoce desde hace mucho tiempo, con el nombre de “disonancia cognitiva”. Otros lo llaman “compartimentación”. Algunos, como F. Scott Fitzgerald, han dicho que es síntoma de genio. Para Walt Whitman (“¿me contradigo? Muy bien, me contradigo”) era ser amplio y contener multitudes; para el aforista estadounidense Yogi Berra era llegar a una desviación en el camino y tomar las dos direcciones; para el gato de Schrödinger era la paradoja cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo.
Da la impresión de que la idea supuso para el propio Orwell un dilema, una especie de metadoble pensamiento -le repelía por su infinito poder de destrucción, al tiempo que le fascinaba por la posibilidad de llegar a trascender los opuestos-, como si hubiera una forma aberrante de budismo zen cuyos koans fundamentales fueran los tres lemas del partido, “la guerra es paz”, “la libertad es esclavitud” y “la ignorancia es fuerza” y que sirviera para fines perversos.
La suprema encarnación del doble pensamiento en la novela es el funcionario del Partido Interior O’Brien, el que seduce y traiciona, protege y destruye a Winston. Cree con total sinceridad en el régimen al que sirve, pero puede personificar a la perfección a un devoto revolucionario comprometido en la lucha para derrocarlo. Se considera una simple célula del gran organismo del Estado, pero lo que recordamos es su individualidad, fascinante y contradictoria. Pese a ser un portavoz tranquilo y elocuente del futuro totalitario, O’Brien va revelando poco a poco una faceta desequilibrada, un distanciamiento de la realidad que asomará con toda su fealdad durante la reeducación de Winston Smith, en ese lugar de dolor y desesperación llamado Ministerio del Amor.
También es el doble pensamiento la base de los superministerios que dirigen Oceanía: el Ministerio de la Paz se encarga de la guerra, el Ministerio de la Verdad cuenta mentiras, el Ministerio del Amor tortura y acaba matando a cualquiera al que considera una amenaza. Si todo esto parece de una perversidad irrazonable, recuérdese que en Estados Unidos, hoy día, no parece que a muchos les moleste la existencia de una maquinaria de guerra llamada “Departamento de Defensa” ni les cueste decir las palabras “Departamento de Justicia” en serio, a pesar de las pruebas sobre las violaciones de derechos humanos y constitucionales cometidas por su brazo más temible, el FBI. Nuestros medios de comunicación, teóricamente libres, tienen que presentar unas informaciones “equilibradas”, en las que a cada “verdad” se le opone inmediatamente otra opuesta que la neutraliza. Todos los días, la opinión pública se ve sometida a la revisión de la historia, la amnesia oficial y las mentiras descaradas, y todo ello se designa con el benevolente término de “versión”, como si fuera algo tan inofensivo como una vuelta en un tiovivo. Sabemos que no es cierto lo que nos dicen, pero confiamos en que lo sea. Creemos y dudamos al mismo tiempo; parece que una de las condiciones del pensamiento político, en un Estado moderno, es tener permanentemente opiniones contradictorias sobre la mayoría de las cosas. Ni que decir tiene que es un factor utilísimo para quienes ocupan el poder y desean permanecer en él, preferiblemente para siempre.
Junto a la ambivalencia de la izquierda respecto a las realidades soviéticas, tras la II Guerra Mundial surgieron otras oportunidades de aplicar el doble pensamiento. A juicio de Orwell, el bando ganador, en sus momentos de euforia, estaba cometiendo errores casi tan fatales como los del Tratado de Versalles que terminó con la I Guerra Mundial. A pesar de las mejores intenciones, en la práctica, el reparto del botín entre los aliados tenía posibilidades de acabar causando daños fatales. Uno de los principales subtextos de 1984 es la inquietud de Orwell por la “paz”.
“Lo que, en realidad, pretendo  hacer con ella”, escribió Orwell a su editor a finales de 1948, según parece cuando empezaba a revisar la novela, “es abordar las repercusiones de la división del mundo en ‘zonas de influencia’ (se me ocurrió en 1944, como consecuencia de la Conferencia de Teherán)”.
Por supuesto, no se debe creer del todo a los novelistas cuando mencionan sus fuentes de inspiración. Pero merece la pena examinar el proceso imaginativo. La Conferencia de Teherán fue la primera cumbre aliada de la II Guerra Mundial, y se celebró a finales de 1943, con asistencia de Roosevelt, Churchill y Stalin. Uno de los temas de los que hablaron fue cómo los aliados iban a dividir Alemania, una vez derrotada, en zonas de ocupación. Otro, quién se quedaría con qué parte de Polonia. Al imaginar Oceanía, Eurasia y Eastasia, Orwell dio un salto de escala y convirtió la ocupación de un país derrotado en la de un mundo vencido.
El agrupamiento de Gran Bretaña y Estados Unidos en un mismo bloque resultó ser una profecía totalmente acertada, que previó la resistencia británica a integrarse en el continente eurasiático y su permanente sumisión a los intereses yanquis; por ejemplo, los dólares son la unidad monetaria de Oceanía. Londres es reconocible como el Londres del periodo de austeridad de la posguerra. Desde el principio, al sumergirnos de golpe en el plomizo día de abril en el que Winston Smith realiza su decisivo acto de desobediencia, las texturas de la vida distópica son implacables -las cañerías que no funcionan, los cigarrillos que pierden el tabaco, la comida horrible-, aunque tal vez no hiciera falta un gran esfuerzo de imaginación por parte de cualquiera que hubiera vivido la escasez de posguerra.
Profecía y predicción no son exactamente lo mismo y, en el caso de Orwell, confundir las dos cosas no es conveniente ni para el autor ni para el lector. A algunos críticos les gusta jugar a hacer listas de las cosas en las que “acertó” y no acertó el escritor. Si observamos, por ejemplo, Estados Unidos en estos momentos, vemos la ubicuidad de los helicópteros como recurso para el mantenimiento del orden, unas imágenes que nos resultan ya familiares por las numerosas series televisivas de policías, a su vez otras formas de control social; es más, basta con ver la ubicuidad de la propia televisión. La pantalla televisiva de dos direcciones se parece bastante a las pantallas planas de plasma conectadas a sistemas de cable “interactivos”, existentes en 2003. Las noticias son lo que el Gobierno quiera que sean, la vigilancia de los ciudadanos corrientes forma parte de las actividades normales de la policía, los registros y detenciones justificados son una broma. Y así sucesivamente. “¡Vaya, el Gobierno se ha convertido en el Gran Hermano, como predijo Orwell! ¡Vaya palo!, ¿eh?”. “¡Qué orwelliano, tío!”.
Pues sí y no. Al fin y al cabo, las predicciones concretas no son más que detalles. Lo que tal vez sea más importante, e incluso necesario, para un profeta que se precie, es ser capaz de ahondar más que la mayoría en las profundidades del alma humana. En 1948, Orwell comprendió que, pese a la derrota del Eje, el deseo de fascismo no había desaparecido, que no sólo no había muerto sino que, tal vez, ni siquiera había alcanzado aún su plena madurez: la corrupción del espíritu, la irresistible adicción humana al poder ya existían desde hacía mucho, eran aspectos bien conocidos del Tercer Reich y la URSS de Stalin, incluso del Partido Laborista británico, y constituían los primeros ensayos de un futuro espantoso. ¿Qué podía impedir que ocurriera lo mismo en Gran Bretaña y Estados Unidos? ¿La superioridad moral? ¿Las buenas intenciones? ¿Una vida higiénica?
Lo que, por supuesto, ha mejorado de forma insidiosa y constante desde entonces -y, de paso, ha hecho que los argumentos humanistas sean casi irrelevantes- es la tecnología. No debemos dejarnos distraer en exceso por lo anticuado de los métodos de vigilancia en la era de Winston Smith. Al fin y al cabo, en “nuestro” 1984, el chip de circuito integrado tenía menos de 10 años de vida, y era casi vergonzosamente primitivo al lado de las maravillas que constituyen la tecnología informática en 2003, especialmente Internet, un avance que ofrece la posibilidad de un control social de dimensiones prácticamente inimaginables para los viejos tiranos pintorescos y de bigotes ridículos del siglo XX.
En 1938, dentro de la reseña que escribió para New Statesman de una novela de John Galsworthy, Orwell comentaba, casi de paso: “Galsworthy era un mal escritor, y algún conflicto interior agudizó su sensibilidad y casi le hizo bueno; su descontento se pasó, y él volvió a ser el de siempre. Merece la pena pararse a pensar de qué forma le ocurren las cosas a uno”.
A Orwell le divertían sus colegas de izquierdas que vivían con el terror de que les tacharan de burgueses. Sin embargo, entre sus propios terrores, quizá acechaba la posibilidad de que le ocurriera como a Galsworthy y, un día, pudiera perder su indignación política y acabar siendo un apologista más de “las cosas tal como son”. Incluso podríamos decir que la indignación era su bien más preciado. La había acumulado a lo largo de su vida -en Birmania, París, Londres, la carretera del muelle de Wigan, en España, donde le dispararon y le hirieron los fascistas-, le había costado sangre, sufrimiento y esfuerzo, y estaba tan apegado a ella como cualquier capitalista a su capital. Tal vez sea una aflicción que padecen más unos escritores que otros, ese miedo a hacerse demasiado cómodos, a venderse. Cuando uno vive de la literatura, ése es uno de los peligros, desde luego, aunque no a todos los escritores les parece mal. La capacidad de los gobernantes para adueñarse de la disidencia siempre ha sido un peligro real, bastante parecido, por cierto, al proceso mediante el cual el partido de 1984 consigue renovarse constantemente desde abajo.
Orwell, que había vivido entre los obreros y los desempleados durante la depresión de los años treinta y, en ese tiempo, descubrió su valor genuino e imperecedero, asignó a Winston Smith una fe similar en sus equivalentes de 1984, los proles, a los que el protagonista considera la única esperanza para lograr liberarse del infierno distópico de Oceanía. En el momento más bello de la novela -bello en el sentido en el que Rilke definía la belleza, como la aparición de un terror justo en el nivel de lo soportable-, Winston y Julia, que se creen a salvo, miran desde la ventana a la mujer que canta en el patio, y Winston, al contemplar el cielo, experimenta una visión casi mística de los millones que habitan bajo él, “gente que nunca había aprendido a pensar pero estaba acumulando en su corazón, su vientre y sus músculos la fuerza que, un día, daría la vuelta al mundo. ¡Si había esperanza, estaba en los proles!”. Es el momento inmediatamente anterior a que les detengan a Julia y a él y comience el frío y terrible clímax del libro.
Los intereses del régimen de Oceanía son el ejercicio del poder en sí y su guerra implacable contra la memoria, el deseo y el lenguaje como vehículo del pensamiento. La memoria es relativamente fácil de atacar, desde el punto de vista totalitario. Siempre existe algún organismo, como el Ministerio de la Verdad, que niega los recuerdos de los demás y reescribe el pasado. En este año de 2003 es ya frecuente que se pague más a los empleados del Gobierno que al resto de la gente para que degraden la historia, frivolicen la verdad y aniquilen el pasado como cosa rutinaria. Antes, los que no aprendían de la historia tenían que repetirla, pero eso fue así sólo hasta que los gobernantes encontraron la forma de convencer a todo el mundo, incluso a sí mismos, de que la historia nunca sucedió, o sucedió de la manera más conveniente para sus propios fines; o, lo mejor de todo, de que la historia no importa, en cualquier caso, más que para hacer documentales de bajo nivel intelectual que proporcionen una hora de entretenimiento en televisión.
Existe una fotografía, hecha en  Islington hacia 1946, de Orwell y su hijo adoptado, Richard Horatio Blair. El niño, que debía de tener entonces unos dos años, sonríe con un placer infinito. Orwell le sujeta suavemente con ambas manos y también sonríe, satisfecho, pero no con suficiencia; es más complejo, como si hubiera descubierto algo que quizá valiera más que la indignación. Su cabeza ligeramente inclinada, los ojos con una mirada precavida que puede evocar en los aficionados al cine a un personaje de Robert Duvall, de esos que tienen una historia pasada en la que han visto más cosas de las que querían. Winston Smith “creía haber nacido en 1944 o 1945″. Richard Blair nació el 14 de mayo de 1944. No es difícil imaginar que Orwell, en 1984, estaba imaginando un futuro para la generación de su hijo, no el mundo que deseaba para ellos, sino un mundo contra el que quería prevenirles. Le impacientaban las predicciones de lo inevitable, siempre confió en la capacidad de la gente corriente de cambiarlo todo. En cualquier caso, volvamos a la sonrisa del chico, directa y radiante, nacida de una fe inamovible en que el mundo, en última instancia, es bueno, y que siempre se puede contar con la decencia humana, como con el amor paterno; una fe tan honorable que casi podemos imaginar a Orwell -e incluso a nosotros mismos-, al menos durante un instante, jurando hacer lo que sea para impedir que esa fe sea traicionada.


La honestidad como legado de Orwell



Por Guillermo Altares
Publicado en EL PAIS (España)

Es cierto que pocos escritores han tenido una huella tan profunda en nuestro tiempo. O mejor dicho, deberían tener una huella tan profunda más allá de que algunas de sus expresiones, como Gran Hermano, hayan entrado a formar parte del lenguaje cotidiano. Aprovechando el sesenta aniversario de la muerte de George Orwell (sus obras completas en inglés pueden ser consultadas en un sitio sin ánimo de lucro), el ensayista y periodista británico Geoffrey Wheatcroft reflexiona sobre la ética del autor de 1984 (una de las novelas más influyentes de todos los tiempos) y acaba recordando lo que dijo de él Evelyn Waugh: "Era un hombre con extraordinario sentido moral y con un enorme respeto por la justicia y la verdad".
Nacido en la India británica en 1903 y fallecido en Londres en enero de 1950, Eric Arthur Blair, George Orwell, fue un intelectual radicalmente independiente, que luchó en frentes reales (la guerra de España) e intelectuales, cuya obra es de una claridad moral insobornable (en el siglo XX tal vez sólo resiste la comparación con Albert Camus). En Homenaje a Cataluña, el libro en el que relata su experiencia durante la Guerra Civil, que Tusquets editó recientemente junto a otros textos (Orwell en España), Orwell narra como llega a Barcelona en 1936, se une a los trotskistas del POUM, va al frente y cuando vuelve a Barcelona se enfrenta a la represión estalisnista. Sin embargo, su narración de aquellos hechos, que casi le cuestan la vida, está marcada por una ínsolita voluntad de ser honesto.
"Es curioso, pero después de las experiencias que he vivido no tengo menos sino más fe que antes en la honradez de los seres humanos. Y espero que lo que he contado no confuda demasiado a nadie. Creo que en estos temas nadie es ni puede ser del todo imparcial; es difícil estar seguro de nada, salvo de lo que se ha visto en persona y, consciente o inconscientemente, todo el mundo escribe desde una posición. Pero si no lo he dicho ya en páginas anteriores, lo diré ahora: tenga cuidado el lector con mi partidismo, con mis detalles erróneos y con la inevitable distorsión que nace del hecho de haber presenciado los acontecimientos desde un lado.Y tenga cuidado, exactamente el mismo cuidado con las mismas cosas cuando lea otros libros sobre este periodo de la guerra civil española", escribe al final de Homenaje a Cataluña. ¿Cuántos escritores serían capaces de acabar un libro diciendo a sus lectores: no me crean, sean prudentes con lo que han leído, consulten más fuentes?
Y todo ello escrito en un lenguaje tan claro, directo y preciso, como su propio pensamiento. No en vano, el semanario británico The Economist encabeza su libro de estilo con seis reglas de escritura de Orwell: 1) Nunca uses una metáfora, simil o cualquier otra figura de estilo que estés acostumbrado a leer 2) Nunca utilices una palabra larga cuando puedas reemplazarla por una corta 3) Si puedes cortar una palabra, cortala 4) Nunca utilices el pasivo cuando puedas utilizar el estilo directo. 5) Nunca utilices una expresión extranjera o científica si existe un equivalente en la lengua de todos los días 6) Rompe cualquiera de estas reglas si te obligan a escribir algo que suene fatal.


23/3/12

La victoria de Orwell


Por Christopher Hitchens

Sir Victor Pritchett, como fue nombrado más tarde, fue uno de los muchos que situaron a Orwell entre los “santos”, aunque como miembro secular de esa comunión. Una vez más nos vemos confrontados con la frugalidad y con el espectro de la abnegación, y no con el escritor profano y humorístico que dijo –de Mahatma Gandhi– que a los santos siempre hay que considerarlos culpables hasta que se demuestre lo contrario. En referencia a otro celebrado y supuesto puritano, Thomas Carlyle escribió acerca de su Cromwell que había tenido que arrastrarlo desde abajo de un montón de perros muertos y vísceras antes de poder presentarlo como una figura merecedora de una biografía. Esta no es una biografía, pero a veces me siento como si hubiera que arrancar a George Orwell de una pila de tabletas de sacarina y pañuelos húmedos; un objeto de veneración enfermiza y elogios exagerados y sentimentales, empleados para embrutecer a los niños en las escuelas con una rectitud y pureza insufribles. Esta clase de tributos son muchas veces rochefoucaulianas que sugieren un ajuste de cuentas entre el vicio y la virtud; y también los trucos de una conciencia intranquila. (Fue Pritchett, después de todo, el que atacó de manera vulgar los partes peligrosamente veraces de Orwell, desde Barcelona, cuando escribió en 1938 que “hay muchos argumentos sólidos para mantener a los escritores creativos fuera de la política, y el señor George Orwell es uno de ellos”.)

Hubo muchos “escritores creativos” de gran perfil político en el período que transcurre entre Sin blanca en París y Londres (1933) y 1984 (1949). Si aceptamos limitarnos al mundo anglohablante, nos encontramos con George Bernard Shaw, H. G. Wells, J. B. Priestley y Ernest Hemingway como los que más sobresalieron entre ellos. Y por supuesto estaban los poetas, el grupo reunido bajo el burlón nombre de “MacSpaunday”, que es la combinación de los nombres de Louis McNeice, Stephen Spender, W. H. Auden y Cecil Day Lewis. (El apellido combinado omite el del mentor del grupo, Edward Upward, sobre quien Orwell también escribió.) De todas formas, puede decirse con bastante seguridad que las declaraciones políticas de esos hombres no resistirían una reimpresión en la actualidad. Algunos de sus pronunciamientos eran estúpidos o siniestros; otros eran sencillamente tontos o crédulos o frívolos. Sin embargo, y como notorio contraste, en los últimos tiempos se ha demostrado que es posible reimprimir todas las cartas, reseñas bibliográficas y ensayos compuestos por Orwell sin exponerlo a ningún descrédito. (Hay una discutible excepción a este veredicto, que tengo la intención de analizar por separado.)

Sería demasiado simple decir que los caballeros antes mencionados, al igual que muchos otros en la actividad del mero periodismo, eran susceptibles de ser seducidos y tentados por el poder mientras que Orwell no. Pero sería acertado decir que ellos contaban con ver su trabajo impreso mientras que él jamás fue capaz de escribir nada con esa confianza. Por ello, su vida como escritor fue, en dos aspectos importantes, una constante lucha: primero por los principios que sostenía y segundo por el derecho a dar testimonio de ellos. Jamás quiso que se pensara que había diluido sus opiniones con la esperanza de ver su nombre difundido entre los clientes que pagaran; esto sólo es una pista de cuáles son los motivos por los que él todavía importa.

De todas maneras, la imagen de un literato esclavo de su tedioso trabajo en una buhardilla, que considera que su fracaso es señal de sus elevados principios, es excesivamente familiar y Orwell se burló de ella con bastante minuciosidad en su novela Keep the Aspidistra Flying. Su valor para el siglo que acaba de terminar, y por lo tanto su status de figura de la historia tanto como de la literatura, se deriva de la extraordinaria importancia de los temas que “asumía”, con los que permanecía y jamás abandonaba. En consecuencia, por lo general utilizamos el término “orwelliano” de alguna de las dos formas siguientes. Describir una situación como “orwelliana” equivale a implicar una tiranía aplastante, temor y conformismo. Describir una obra literaria como “orwelliana” es reconocer que la resistencia humana a esos terrores es irreprimible. Nada mal para una vida corta.

Los tres grandes temas del siglo XX fueron el imperialismo, el fascismo y el estalinismo. Sería vulgar sostener que esas “cuestiones” tienen interés histórico sólo para nosotros; han dejado como legado la totalidad de la forma y el tono de nuestra era. La mayoría de los que integraban la clase intelectual estaban fatalmente comprometidos por su acomodamiento a una u otra de esas estructuras de inhumanidad hechas por el hombre, y algunos a más de una. (Sidney Webb, coautor junto a su esposa Beatrice del notorio volumen Soviet Russia: A New Civilization? [La Rusia Soviética: ¿una nueva civilización?], que en su segunda edición perdió los signos de interrogación justo a tiempo para coincidir con las Grandes Purgas, se convirtió en lord Passfield en el gobierno laborista de Ramsay MacDonald de 1929, y en calidad de tal actuó como un secretario colonial excepcionalmente represor y pomposo. George Bernard Shaw consiguió ser estúpidamente indulgente tanto con Stalin como con Mussolini.)

La decisión de Orwell de repudiar el imperialismo irresponsable que había provisto la manutención de su familia (su padre era ejecutivo en el degradante comercio de opio entre la India británica y China) puede ser representada como edípica por aquellos críticos que prefieren esas vías de análisis. Pero fue un repudio muy exhaustivo y, para esa época, muy avanzado. No sólo tiene una fuerte presencia en uno de sus primeros artículos publicados –una nota sobre el modo en que las tarifas británicas estaban causando el subdesarrollo de Birmania, escrita en 1929 para el periódico francés Le Progrès Civique– sino que también impregna su primer libro verdadero, Sin blanca en París y Londres, y formó el subtexto de su primera contribución al New Writing de John Lehmann. Orwell puede o no haberse sentido culpable por la fuente de ingresos de su familia –una imagen recurrente en su famoso retrato de la misma Inglaterra como una familia con una conspiración de silencio respecto de sus finanzas–, pero no cabe duda de que llegó a ver la explotación de las colonias como el secreto sucio de toda la iluminada clase dirigente británica, tanto del sector político como del cultural. Esta visión, también, le permitió observar ciertos elementos de lo que Nietzsche había denominado como la relación “amo-esclavo”; su ficción manifiesta una conciencia continua de los horribles placeres y tentaciones del servilismo, y muchas de sus escenas más vívidas habrían sido inconcebibles sin ella. Nosotros, que vivimos en el cálido resplandor crepuscular del poscolonialismo y en la apreciación suficiente de los estudios poscoloniales, olvidamos a veces la deuda que tenemos para con su insistencia pionera.

Orwell, que se mantuvo fiel a lo que había aprendido a través de su experiencia colonial y a la forma en que lo había confirmado en su estancia entre los siervos internos del imperio moderno (como uno podría imaginarse a los oprimidos y marginados en el París y Londres de esa época), estaba en mejor posición para opinar, tanto visceral como intelectualmente, sobre los imperios del nazismo y el estalinismo. Entre muchas otras cosas, señalaba una educada compasión por las víctimas y en especial las víctimas raciales; se había vuelto sensible a la hipocresía intelectual y estaba bien sintonizado para captar los ruidos invariablemente tétricos que ésta emite. En otras palabras, él ya era un experto a la hora de detectar las excusas corruptas o eufemísticas con que se justificaba el poder inmerecido e irrestricto.

Es extraño que sus polémicas con el fascismo no se encuentren entre sus mejores o más recordadas obras. Parece que había dado por hecho que las “teorías” de Hitler, Mussolini y Franco eran la destilación de lo más odioso y falso en la sociedad que él ya conocía: una suerte de satánica suma de arrogancia militar, individualismo racista, matonismo escolar y codicia capitalista. Su descubrimiento particular y especial fue notar la frecuente connivencia de la Iglesia Católica Romana y de intelectuales católicos con esta orgía de crueldad y estupidez; alude a ella una y otra vez. En el momento en que escribo esto, la Iglesia y sus apólogos están justo empezando a efectuar sus tardías expiaciones por ese período.

Parece que Orwell, que había sido uno de los primeros voluntarios en España, consideraba axiomático que fascismo quería decir guerra (en ambos sentidos del verbo “querer”) y que había que unirse a la batalla (en ambos sentidos de ese término) lo más pronto y con la mayor decisión posible. Pero fue cuando estaba en ese frente que llegó a entender el comunismo, y a partir de ese momento dio comienzo a un combate de diez años con los partidarios de esa doctrina que constituye, para la mayor parte de las personas de hoy, su legado moral e intelectual. No obstante, sin una comprensión de sus otros motivos e impulsos, ese legado es decididamente incompleto.

Lo primero que sorprende a cualquier estudioso de la obra de Orwell y de su vida es su independencia. Después de haber soportado lo que con frecuencia se denomina una educación inglesa “convencional” (presumiblemente, porque se aplica a un porcentaje microscópico de la población), no realizó el tradicional pasaje a una universidad medieval y en cambio eligió como alternativa el servicio colonial, para luego desertar de él. De allí en adelante, se ganó la vida a su manera y jamás tuvo que llamar “amo” a ningún hombre. Nunca tuvo ingresos estables y tampoco un mercado fiable para sus publicaciones. Sin estar seguro de si era o no un novelista, hizo aportes a la riqueza de la ficción británica pero aprendió a centrarse en la forma ensayística. De esa manera, se enfrentó a la competencia de las ortodoxias y de los despotismos de su época con poco más que una destartalada máquina de escribir y una personalidad tenaz.

El aspecto más destacado de su independencia es que tuvo que ser aprendida, adquirida, ganada. Las evidencias de su educación y sus instintos dicen que era conservador por naturaleza e incluso algo misántropo. Conor Cruise O’Brien, él mismo un notable crítico de Orwell, una vez escribió acerca de Edmund Burke que su fortaleza estaba en sus conflictos internos:

Las contradicciones de la posición de Burke enriquecen su elocuencia, extienden el alcance de ésta, profundizan su pathos, elevan su fantasía y hacen posible su extraño atractivo para los “hombres de temperamento liberal”. Siguiendo esta interpretación, parte del secreto de su capacidad para penetrar los procesos de la Revolución [francesa] se deriva de una simpatía reprimida hacia la revolución, combinada con una percepción intuitiva de las posibilidades subversivas de la propaganda contrarrevolucionaria para afectar el orden establecido en la tierra donde nació... para él las fuerzas de la revolución y de la contrarrevolución existen no sólo en el mundo en general sino también dentro de sí mismo.

En Orwell se aplica algo opuesto, en cierta manera. El tuvo que suprimir la desconfianza y el desagrado que le inspiraban los pobres, su repulsión por las masas “de color” que pululaban por todo el imperio, sus recelos respecto de los judíos, su torpeza con las mujeres y su antiintelectualismo. Enseñándose a sí mismo en teoría y práctica, aunque algunas de esas enseñanzas eran más bien pedantes, se convirtió en un gran humanista. Sólo uno de sus prejuicios heredados –el estremecimiento generado por la homosexualidad– parece haberse resistido a ese proceso para llegar a la autonomía. E incluso con frecuencia representaba esa “perversión” como una desgracia o deformidad creada por condiciones artificiales o crueles; su repugnancia –cuando recordaba hacer esa falsa distinción– iba dirigida al “pecado” y no al “pecador”. (Existen algunos indicios ocasionales de que una experiencia infeliz y temprana en las instituciones monásticas británicas puede, en parte, haber motivado esto.)

Así, el Orwell que algunos consideran tan inglés como el asado y la cerveza caliente, nace en Bengala y publica sus primeros artículos en francés. El Orwell a quien siempre le desagradaron los escoceses y el culto de Escocia forma su hogar en las Hébridas (una zona, justo es reconocerlo, despoblada) y es uno de los pocos escritores de ese período que anticipan la potencial fuerza del nacionalismo escocés. El joven Orwell que acostumbraba fantasear con hundir una bayoneta en las entrañas de un sacerdote birmano se convierte en defensor de la independencia de Birmania. El igualitario y socialista percibe simultáneamente la falacia de la propiedad estatal y la centralización. El enemigo del militarismo se convierte en impulsor de una guerra para la supervivencia nacional. El estudiante de colegio privado fastidioso y solitario pasa la “noche” con vagabundos y prostitutas y se obliga a soportar chinches y orinales y prisión. Lo extraordinario de esta nostalgie de la boue es que se emprende con una humorística timidez y sin ningún tinte de abyección o mortificación religiosa. El opositor al patrioterismo y al cristianismo agresivo es uno de los mejores escritores de versos patrióticos y de la tradición litúrgica.

Esta tensión creativa, sumada a una esforzada confianza en sus propias convicciones individuales, le permitió a Orwell tener una capacidad de anticipación poco común no sólo respecto de los “ismos” –imperialismo, fascismo, estalinismo– sino sobre muchos de los temas y cuestiones que nos preocupan en la actualidad. Cuando releí las recopilaciones de sus obras y me sumergí en el vasto y nuevo material compilado por la labor ejemplar del profesor Peter Davison, me encontré ante la presencia de un escritor que sigue siendo nítidamente contemporáneo. Algunos ejemplos son:

–su trabajo sobre “la cuestión inglesa”, así como las cuestiones relacionadas de nacionalismo regional e integración europea;

–su punto de vista sobre la importancia del lenguaje, que anticipó mucho de lo que ahora debatimos bajo la rúbrica de psicobalbuceos, discursos burocráticos y “corrección política”;

–su interés en la cultura demótica o popular, y en lo que ahora pasa por “estudios culturales”;

–su fascinación con el problema de la verdad objetiva o verificable; un problema central en el discurso que nos ofrecen los teóricos posmodernos de la actualidad;

–su influencia en la ficción posterior, incluyendo la denominada narrativa de angry young men;

–su preocupación por el medio ambiente y lo que ahora se considera “verde” o “ecológico”;

–su aguda percepción de los peligros del “nuclearismo” y el estado nuclear.

Esta es una lista parcial. Hay una laguna pendiente: su relativa indiferencia a la importancia de Estados Unidos como emergente cultura dominante. Sin embargo, incluso en ese punto, fue capaz de registrar algunas visiones y predicciones interesantes, y su obra encontró una audiencia inmediata entre los críticos y escritores estadounidenses que valoraban la prosa inglesa y la honestidad política. Entre ellos destacaba Lionel Trilling, que hizo dos observaciones de gran agudeza con respecto a él. La primera fue decir que Orwell era un hombre modesto porque en muchos aspectos tenía mucho sobre lo que ser modesto:

Si nos preguntamos qué es lo que él representa, de qué es él la figura, la respuesta es: la virtud de no ser un genio, de enfrentarse al mundo con nada más que la inteligencia simple, directa y desengañada de uno, y el respeto por las capacidades que uno tiene, y por la tarea que uno emprende... El no es un genio: ¡qué alivio! Puesto que nos comunica la percepción de que lo que ha hecho podría hacerlo cualquiera de nosotros.

Esta percepción es de una importancia fundamental, también, para explicar el odio feroz hacia Orwell que todavía existe en algunos círculos. Cuando vivía y escribía como lo hacía, desacreditaba la excusa del “contexto histórico” y la sombría coartada de que, bajo ciertas circunstancias, la gente no podía hacer más. A su vez, eso da lugar a la siguiente reflexión del profesor Trilling, expresado de una manera hermosa, donde especula sobre la naturaleza de la integridad personal:

Orwell se aferraba con una especie de orgullo irónico y lúgubre a los viejos modales de la última clase que había dominado el antiguo orden. Seguramente, algunas veces debe de haberse preguntado cómo podía ser que él estuviera alabando el espíritu deportivo y la caballerosidad y el sentido de la obligación y la valentía física. Parece haber creído, y es muy probable que estuviera en lo cierto, que esas características podían ser de utilidad como virtudes revolucionarias...

“Enfrentarse –como dice tan memorablemente el capitán MacWhirr en Typhoon, de Joseph Conrad–, enfrentarse siempre: ésa es la forma de superarlo.”

“Yo sabía –dijo Orwell en 1946 sobre los primeros años de su juventud– que tenía facilidad con las palabras y el poder de enfrentarme a los hechos desagradables.” No el talento para enfrentarlos, nótese, sino “el poder de enfrentarme”. Es una forma extrañamente acertada de expresarlo. Puede decirse, de manera básica, que un comisario soviético que se da cuenta de que su plan quinquenal es errado y que la gente lo detesta o se ríe de él, está confrontando un hecho desagradable. Para el caso, lo mismo podría suponerse de un sacerdote con “dudas”. Las reacciones de esa clase de personas a los hechos desagradables son muy pocas veces autocríticas; no tienen “el poder de enfrentarse”. Su confrontación con los hechos toma la forma de una evasión; la reacción al descubrimiento desagradable es un redoble de los esfuerzos para superar lo obvio. Los “hechos desagradables” que Orwell enfrentaba eran por lo general los que ponían a prueba su propia posición o preferencia.

Aunque popularizó y dramatizó el concepto de la todopoderosa telepantalla, y durante años trabajó en la sección radiofónica de la BBC, Orwell murió joven y pobre antes de que la era de la austeridad diera paso a la era de las celebridades y los medios de comunicación. No tenemos ningún registro real de cómo sonaba, o cómo “le habría ido” en un programa de charlas televisivas. Es probable que eso sea algo positivo. En las fotografías se lo ve como alguien enjuto pero gracioso, orgulloso pero de ninguna manera vanidoso. Y sí, en realidad sí conservamos su voz, y no parece que hayamos alcanzado una etapa en la que podamos decir que ya no la necesitamos. En cuanto a su “genio moral” –frase de Robert Conquest, en una accidental oposición a Trilling–, éste puede o no encontrarse en los detalles.

Este retrato está incluido en La victoria de Orwell de Christopher Hitchens. (Editorial Emecé.)

Cómo me convertí en escritor


“Si hay un lápiz en tu bolsillo, existe una buena posibilidad de que algún día te sientas tentado a usarlo. Me gusta decir que así fue como me convertí en escritor”.

Paul Auster

21/3/12

Objetividad e imparcialidad

"Hay que buscar la objetividad, pero nunca la imparcialidad. La imparcialidad es una cobardía. No se puede ser imparcial entre el bien y el mal."


Jorge Ricardo Masetti
Fundador de Prensa Latina

14/3/12

Cortázar y Perec en imágenes


Por Pablo Lettieri

Tal vez por el deseo o la necesidad de los lectores de poder congelar un rostro en el tiempo para hacerlo propio (con la sospecha de que un gesto o una mirada también pudieran formar parte de la obra), desde la consolidación de la fotografía los escritores fueron los primeros en dejarse atrapar por las imágenes detenidas. Con entusiasmo, resignación, indiferencia –hasta con rabia–, han posado desde entonces para que podamos asignarle a cada obra su correspondiente rostro. Para certificar una presencia de quienes, paradójicamente, en muchos casos han hecho de la escritura una estrategia de ocultación, una forma de no estar en el mundo.
La muestra Julio Cortázar-Georges Perec en imágenes invita ahora al lector-espectador a reencontrarse con los rostros de dos autores singulares de la segunda mitad del siglo XX, cuyas obras están emparentadas por la apuesta a la experimentación y por una concepción lúdica de la literatura.
En el caso del autor de Rayuela se trata de algunas de las ya célebres fotografías que Sara Facio le tomó a partir de 1967, cuando Cortázar ya era Cortázar. Incluida ésa en la que mira a cámara con los ojos fruncidos y un cigarrillo en la boca, la que a él más le gustaba y que hoy es su foto “oficial”. Y también las que la fotógrafa le tomó bien entrados los setenta, en las que su aspecto es radicalmente distinto: barba crecida, pelo largo, anteojos y camisa militar.
En cambio, las de Perec son fundamentalmente fotografías personales que, junto con manuscritos y otros fondos de carácter biográfico, integran el archivo del autor que se encuentra en la Bibliothèque de l'Arsenal de Paris, custodiado por la asociación que lleva su nombre. Y aunque lo muestran en las situaciones más diversas (en un almuerzo, en una costanera, posando junto a su biblioteca), todas ellas revelan su particular fisonomía: los destellos en la mirada, la divertida sonrisa tras una barba imposible, la expresión casi asombrada de su rostro.

Encuentro sutil con el pasado

Por Pablo Lettieri

Tendrá unos sesenta y tantos el hombre de saco gris que le murmura a la que parece su mujer: “mirá qué linda que saliste”. Lo dice con picardía porque la foto fue realizada a fines del siglo XIX, y la que aparece sonriendo, por cierto, no puede ser ella. Sin embargo, la mujer podría llegar a reconocerse en alguna de las fotos de la exposición El transporte en la Argentina. De hecho, en una muestra histórica anterior, un veterano trabajador del Teatro se descubrió posando de niño junto a su familia. Porque, como explica Abel Alexander, presidente la Sociedad Iberoamericana de Historia de la Fotografía y curador junto con Juan Travnik de la muestra, la principal fuente de hallazgos es la basura, donde los coleccionistas suelen dar con verdaderas joyas desechadas por quienes se niegan a conservar el patrimonio fotográfico familiar. Muchas de ellas se exponen ahora en las paredes de la FotoGalería para descubrir, a través de la mirada entusiasta de profesionales y aficionados, la evolución de los medios de transporte en el país en el período que va de 1860 a 1960. Diligencias, carretas, tranvías a caballo y de los otros, trenes, colectivos, taxis, barcos y aviones se suceden en las más de 160 fotografías realizadas con diversas técnicas. Y grandes acontecimientos como la electrificación de la red tranviaria hacia 1890 o la construcción de la primera línea de subterráneos en 1913. Pero si el visitante decide extender su mirada más allá de lo protagónico –el transporte–, podrá descubrir además el fervor con el que nuestros predecesores posaban junto al auto nuevo o en las escalerillas de un avión. Actitud que puede provocar cierto candor en el espectador actual, pero da cuenta de la significación que tenía la fotografía por entonces. 

El transporte en la Argentina. Fotografías 1860-1960. Del miércoles 1º de febrero al domingo 4 de marzo de 2012. FotoGalería del Teatro San Martín.

El viaje de González Tuñón


Por Jorge Boccanera

El poeta da noticias de un tren fabuloso conducido por un prestidigitador buscando el camino de las islas perdidas; sus vagones transportan un circo, un puerto y un bodegón llamado El Puchero Misterioso. Trotamundo que cree —según lo afirma— en la redención de los perdidos, la revuelta social y el "dulce oficio de la poesía", Raúl González Tuñón (1905-1974) fue un lúcido testigo del siglo que está por terminar: participa de las varias tendencias vanguardistas y como muchos artistas de la época asume un compromiso activo que lo lleva a participar en los congresos de intelectuales para la defensa de la cultura en la Guerra Civil Española.
Su extensa obra acepta la palabra viaje, más que como resumen como punto de partida de una experiencia poética ligada a la aventura, la vanguardia y la revolución. Hay que decir que cada uno de estos términos contiene y representa a los demás, amasando ese espíritu en movimiento proclamado por todas las corrientes de ruptura surgidas a principio del siglo veinte y que en su gran mayoría debatieron sobre una poesía que en un mismo impulso entrelaza la conciencia y el devenir irracional, lo ético y lo estético. Para Tuñón, esa comunión entre verdad y belleza se resume en una palabra sobre la que vuelve una y otra vez: autenticidad.
El viaje, además de desplazamiento, etimológicamente significa libro donde el viajero anota sus impresiones. En Tuñón, estas páginas guardan un itinerario que comprende sus primeras lecturas e influencias, la escenografía barrial, el salto del verso a la prosa poética, una mirada ganada por el eros de la nostalgia, la interpelación constante hacia todo aquello que lo rodea y la búsqueda de un interlocutor, ese "otro" implícito en el ademán del "había una vez" con que se inician los cuentos. Pero aquí, el "había una vez" gira al "yo conozco", "estuve", "me acuerdo"; a partir de esa consigna el testigo abre una puerta por la que desfilan personajes reales y ficticios. Los presenta con la familiaridad y, al mismo tiempo, con el asombro de quien los ve por primera vez, ya que cada uno guarda una peripecia única, intransferible. Son los anónimos mineros, marineros, estibadores, voluntarios internacionalistas, pero también el Torito del Abasto, Buster Keaton, Domingo Ferreiro, Frank Brown, Búffalo Bill, Sacco y Vanzetti, Evelyn Brent, Duke Ellington, Chaplin. Todo aquello que implique tratar de poner un pie en un territorio desconocido, está dentro de este viaje, "encrucijada de caminos que parten y caminos que vuelven"; instancia que se desdobla en sueño, azar, curiosidad, encuentro, imaginación, y la posibilidad de pensar lo diferente como parte de uno mismo.

La vecindad, la compañía
La herencia mencionada en "El poeta murió al amanecer", de Canciones del tercer frente (libros de Heine, Quevedo, Darío, Whitman, Rimbaud, Machado, etc.) da cuenta de esa extensa galería de escritores que acompañaron a Tuñón no solamente desde una órbita de influencias, lecturas y vecindades, sino también como personajes de su propia teatralidad con los cuales dialoga en sus textos, o aparecen como centro de un homenaje, o son convocados para suscribir una frase, una idea, en suma, una visión del mundo. Estos poetas están presentes desde los epígrafes, asoman en numerosos versos y quedan finalmente retratados en El rumbo de las islas perdidas, uno de sus últimos libros.
Entre las afinidades, destacan Héctor Pedro Blomberg y Evaristo Carriego, el cosmopolitismo de los "Grandes veleros de los siete mares", y el chamuyo de La canción del barrio: puerto y ciudad como escenarios de una misma atención fijada en la encrucijada existencial. La marca de Blomberg pasa por una Babel flotante que levantó en sus libros de poesía y de narrativa; en esa torre a la deriva (fue uno de sus títulos) habita "la sangre de los nómades", "el dulce mal de andar" y "el alma siempre en viaje".
La poesía como un atlas; añoranza de lugares remotos y un álbum de fotografías: las de Sammy Mac Gann, Jeannette, el negro del banjo, el que toca la cítara, la turquita del sótano, la judía del Wembley. Todo confraterniza con todo por el hilo de la evocación. Cada uno está hecho de lo que dejó atrás. Más allá de una atmósfera muchas veces sombría, de un telón de fondo marino que provee toda una simbología singular, se agrega una mueca de ciertos pasajes trágicos. Este rasgo acerca la literatura de Blomberg —quien publicó sus trabajos en La Novela Semanal al folletín romántico. Tuñón recuerda la poesía del autor de Bajo la cruz del sur como el escenario del "New Croos, bar de Camareras", el de las musicantas del Bajo, el del puerto abigarrado y pintoresco, laborioso y tabernario, sombrío y luminoso".[1] En ambos poetas, las cosas están teñidas de humanidad; dice Blomberg: "Junto a los muelles duerme fatigado el navío / Como si el agua negra lo fuera a adormecer"; le responde Tuñón que "La barca costera": "Descansa del trajín de aquel día inclemente / ¡Si parece una hembra que acaba de parir!".
Por la misma correa de transmisión se entroncan las voces de Tuñón y Nicolás Olivari, nombrando un mundo que se desmarca de la supuesta normalidad en el paso del poeta maldito, el ademán fumista (sarcasmo, parodia, tono de burla) y las influencias comunes de Villón, Baudelaire, Corbière; pero además un aire de truculencia en sus galerías de señoritas muertas, la ciudad cruzada por la inmigración y una suma de personajes que van de Pierrot al prestidigitador. Los poemas de Olivari, con quien Tuñón escribe la obra de teatro Dan tres vueltas y luego se van, son, según el mismo Tuñón: "ásperos, desgarbados, descarnados". Añade que en El gato escaldado y La musa de la mala pata: "están todavía esos fracasados, como el tenor afónico Pier María Giró Dellavalle, y esas patéticas cuatro musicantas de la orquesta". La mención al fracaso y al patetismo ponen en el tapete el tema del grotesco, esa franja que también transitó Roberto Arlt: "Parentesco, que, hacia 1930, también lo aproxima en su manera de mirar y de descifrar la ciudad, modernista en su fachada pero humillada en sus recovecos y contrafrentes, con el Armando Discépolo de Stéfano y Babilonia, así como con los lúcidos descubrimientos de Deffilipis Novoa de He visto a Dios".[2]
Ya desde su primer libro, Tuñón expresa el malestar del arrabal, el desacomodo del inmigrante, la denuncia de un sistema que excluye y sanciona; la imagen del grotesco implica deformación, negación de ideas, recorte de las ilusiones, degradación; mutilaciones verificables también en el cuerpo: mancos, cojos, locos, ciegos, jorobados, perfiles de cuasimodo. La mueca del grotesco que establece un espacio ambivalente, pendular entre el lamento y la celebración, se resume en esta línea de Tuñón: "estoy riendo / y estoy llorando". Es así que sus personajes pasan de ese no lugar al que han sido relegados —el conventillo, la fábrica, la cárcel— , a ocupar el afuera; un mundo de orillas, de plazas, de caminos que desembocan en otros caminos, de rutas que conducen a las islas, símbolos de la utopía.
"El inmigrante —sostiene David Viñas— se ha convertido en grotesco a causa de su trabajo, su avidez de dinero y su fracaso. O, para definirlo, el grotesco es la caricatura de la propuesta liberal."[3] "Somos seres en borrador, inconclusos", escribe Tuñón en "Historia de veinte años" (Todos bailan), y en "Blues de los pequeños deshollinadores" expresa: "¿Te acuerdas de María Celeste? / Pues hoy María Celeste es una / prostituta... ¿te acuerdas de Juan el broncero? / Pues Juan el broncero es hoy / un ladrón". Apresados en esta estructura social, los personajes caminan entre la humillación y el resentimiento. En "La antigua canción de la marina mercante", de La calle del agujero en la media, el poeta pregunta y se responde: "¿De quién es la vida? ¿Quién está haciendo la vida? / Oh, nosotros, nosotros somos comparsas: la vida es de los millonarios, de los atletas, de los perfumistas, de los aviadores, de los contrabandistas y de los escribanos. Somos comparsas, comparsas, como los leones que sacan la cabeza en los circos y saludan".
Las únicas deudas que tiene un poeta son con aquellos que lo antecedieron. En el caso de Tuñón, se agregan Rilke y Fernández Moreno; en una mirada más abarcadora, es posible ubicar su poética en un proceso de coordenadas: Walt Whitman-Valery Larbaud y Charles Baudelaire-Carl Sandburg. La mención del autor de Hojas de hierba es reiterada en los libros de Tuñón; comparten ambos una visión sobre el cosmos que es fe inquebrantable expresada a modo de programa de cantos; Whitman, recitativo, instala un ritmo libre de acento profético que habla de una comunión entre los hombres y la naturaleza.
Respecto a Larbaud, es indudable que Tuñón fue poco menos que deslumbrado por una respiración que ondula al ritmo de los viajes y por un personaje creado por el francés, llamado Barnabooth (según Octavio Paz, el primer heterónimo de la literatura moderna) y que seguramente tuvo que ver con la génesis de Juancito Caminador. No es para menos, Larbaud es un grande y, con Apollinaire y Cendrars, innova en la forma, renueva la métrica, se anticipa al simultaneísmo, ensaya poemas-filmes, busca puntos de encuentro entre la prosa y la poesía. Barnabooth convoca desde el pensamiento, reúne desde la memoria, rescata desde la imaginación; el resultado es un universo en movimiento; a través de una especie de reconocimiento, del retrato hablado de cada cosa, aparece un mundo con todas sus funciones vitales. En Todos bailan, Juancito Caminador brinda un "Recuerdo de A. O. Barnabooth" que resume una existencia "de inútiles partidas e imposibles retornos"; frase que prácticamente escriben y borran constantemente las agujas del reloj de Barnabooth. El personaje de Tuñón —parafraseando el texto "Oda" de Barnabooth— asegura que "nada quiere saber sino esperar eternamente cosas vagas... y escuchar con asombro, con miedo, con nostalgia / la música amontonada del mundo".
Barnabooth es sinónimo de travesía, de ubicuidad (siempre sometida al instante de la partida); el poeta que come del pan del exilio es un desterrado de ningún lugar; Larbaud registra el nacimiento de su poeta en 1883 en la localidad chilena de Campamento, territorio disputado por varios países y que finalmente pasó al mapa peruano. Esa cadencia de habla, ese tono zumbón, ese catálogo de lugares exóticos y esa pasión por los viajes, llegan a Tuñón de la mano de Ricardo Güiraldes y se instalan en su poesía.
Por su parte, Sandburg acerca el tema de la nueva poesía norteamericana, lengua viva que se corporiza de 1910 a 1920 en los textos de Vachel Lindsay, Edgar Lee Masters, Emily Dickinson y Bret Harte. Es importante mencionar aquí el libro El soldado desconocido, del nicaragüense Salomón de la Selva, poeta formado en los Estados Unidos que tras destacar en lengua inglesa publicó el libro citado en México, en un año clave para las vanguardias, 1922. Escrito en español, El soldado desconocido acerca una dicción que integra lo confesional con el epigrama latino, la onomatopeya con el tono de salmos, el diálogo con el género epistolar.
Otro poeta nicaragüense, José Coronel Urtecho, fundador hacia fines de los ‘20 del grupo Vanguardia, traduce, antologa, comenta, las voces de una nueva poesía de USA. Dentro de este "renacimiento" surge el poeta trovador, el juglar, el clown, el artista de plaza, el recitador de feria, tan caro a la poética de Tuñón. En Rápido tránsito,[4]escrito con el jadeo de la prosa de viaje, Urtecho reivindica la aventura y rescata a Mark Twain, piloto por el Mississippi, navegando en tierras de Darío por el río San Juan donde también desfilan madereros, contrabandistas, especuladores, compradores de hule, empleados de bananeras, "tratantes" de ganado, evangelistas, "atrapadores" de fieras vivas, exportadores de papagayos y hasta un andarín que viaja hacia Buenos Aires sobre una bicicleta de flotadores.
Tuñón lee a los escritores estadounidenses —a Bret Harte y O. Henry los ubica dentro de la "picaresca sentimental norteamericana"— y está al tanto de la producción desplegada hacia 1914; ese fraseo que incorpora la jerga callejera y enlaza el sueño con la crónica. Vachel Lindsay, mezcla de "rapsoda-evangelista-cirquero", autor de una Guía manual para mendigos, cree "en la alianza del ángel y el payaso"  y predica sus sermones jeroglíficos reproduciendo "con cinematográfica viveza el multitudinario panorama de la vida norteamericana". Acota Urtecho: "su poesía es un costal de mago en que hay de todo lo maravilloso y ordinario, realismo épico lírico, romance y sermoneo, música y ruido, poesía y charlatanismo, farsa y elevación".
Para Urtecho, Sandburg, descendiente de Whitman, se expresa con "rápidas imágenes" y "un idioma viviente, callejero": "él nos daba en detalle, al menudeo... la inédita poesía de lo que se encontraba uno en la calle, en la escuela, en los lugares de diversiones". Es evidente que hay algo más que puntos de contacto entre el poeta argentino y esta nueva lírica de poetas echados al camino, a los que se suman Richard Hovey y sus Cantos de vagabundia, los poemas protesta de Edwin Markam y el realismo de Stephen Vincent Benét, autor del poema novela Jhon Brown’s Body.
La mención del elemento conversacional en Salomón de la Selva y los poetas de la citada New Poetry, entronca con otras experiencias. En el plano latinoamericano, con aquellos mundo-novistas que hicieron de bisagra entre el modernismo rubendariano y las vanguardias de los veinte: Baldomero Fernández Moreno, el colombiano Luis Carlos López, el chileno Pezoa Véliz, el mexicano Ramón López Velarde, entre otros; y, específicamente en Argentina, con una vertiente muy anterior rastreable en cielitos, diálogos gauchescos, y en la dicción del tango y su prehistoria de canciones prostibularias.
El decir de Tuñón, quien gesticula en estas aguas, resulta un entramado de discursos que llegan de la historia, el periodismo, los anuncios publicitarios y la jerga callejera, para urdir un tono que se adelgaza en lo confesional y se ensancha en la crónica. El poeta establece un mano a mano con el interlocutor, un clima de diálogo reforzado en preguntas que suponen uno o más destinatarios y articulan una oralidad expansiva: "¿Conocen ustedes el Neuquén? / Allí hay cabañas de troncos de árboles / y pulperías en donde venden conijilos y libros de Maurice Dekobra. / ¿Y Mendoza? En Mendoza...", etc. Asimismo, el uso de onomatopeyas y exclamaciones, la impronta fática y la apelación a giros y locuciones populares recrean las inflexiones del habla ("Oye, muchacha", "Te digo", "sin ton ni son", "Fíjate"... "¿sabes?"... "Después de todo, amigos míos"... "Ellos me han dicho"... "Escucha") subrayan el elemento coloquial; también aquellos textos presentados en forma de cartas y relatos de viaje, armados con un fuerte componente expositivo a través de la descripción y la enumeración.
Este último recurso, utilizado desde La Biblia hasta los místicos españoles, pasa por el denominado "estilo bazar" whitmaniano que confecciona un amplio catálogo de lo diverso y llega a la enumeración cósmica de Neruda. En su caso, Tuñón hace un registro pormenorizado de lugares (calles, boliches, ríos, ciudades) que prolongan los rasgos humanos de sus personajes. Sus inventarios dibujan un mapa al ritmo febril de la metrópoli moderna; todo "pasa" volando por la ventanilla del tren y una de las partes remite a la totalidad. Como imágenes en cámara rápida surgen de pronto, alrededor del pequeño cementerio de Trafalgar, "apacibles boticas, vistosas estanterías, / humeantes vasos de ponche, señoritas muertas hace poco tiempo, camerinos de prima donna, bandidos ilustres, / torres de bruma con lentos pájaros, luces de gas en la calle mojada, reyes de copa siempre borrachos..."
Poesía que acumula y amplifica (que recurre a la anáfora para enumerar aquello que se agrega a un vasto repertorio), y provoca diálogos y conexiones por medio del símil, figura imprescindible de la descripción; el como sirve de enlace de entidades remotas ("Como una idea el tren atraviesa la tarde") o previsibles ("La carta que cayó del mueble / como una hoja del tiempo"). El como, en la comparación retórica de Tuñón, puede estar formulado de distintos modos: parece, quiere decir, lo mismo que, igual a, y hacerse múltiple, por ejemplo en ese "Blues" que "quiere decir Río de Janeiro, aniversarios, andamios, órganos, París, periódicos, motines, barrios de Flores, voces perdidas, cartas perdidas, manos muertas, Tucumán, Chilecitos, Chiclana de la Frontera, Lucie, bares, trenes, colegios, aviones, lluvia...".

Los iconoclastas
Con El violín del diablo, irrumpe Tuñón en clima de una estética signada a nivel internacional por la modernidad. Se estrena otro mundo y del tedio pantanoso emerge la carroza del siglo XX, refinada y brutal. Hay que aprehenderla, por lo menos acercarse a ella; con suerte, tocarla. Para eso hacen falta "palabras en libertad", nuevos modos de ver y escuchar. La búsqueda va mucho más allá del culto a la velocidad, el dinamismo, la mecánica y la urbe moderna; y más allá de las sucesivas escuelas que van a encallar en la ortodoxia y a dejar en un segundo plano el trasiego, los matices de procesos complejos que claman por espacios plurales para el debate y el despliegue de la imaginación.
Tuñón perteneció al grupo de Florida, como se encargó de explicitar una y otra vez, lo que lejos de suponer una retórica definida, una adhesión a tal o cual escuela, más bien ayuda a visualizar ese espacio de interacción, de préstamos que problematizan cualquier visión estrecha que definió ese momento especial y complejo de la literatura argentina como un mero antagonismo entre un pretendido arte-purismo y una literatura social. El peso testimonial de la poesía de Tuñón se da cuando prácticamente el impulso de la vanguardia se ha difuminado y desaparecido sus publicaciones. En la etapa de las corrientes de ruptura (década de los veinte), publica apenas dos libros: El violín del diablo y Miércoles de ceniza, y poemas suyos salen en las páginas de Martín Fierro, Caras y Caretas, Inicial, Proa, Los Pensadores, Síntesis. Disiente con aquellos escritores que por su militancia lo ubican directamente en Boedo o en una franja intermedia entre ambos grupos. Tuñón lleva a Olivari, incomprendido por Boedo, al grupo de Florida; al que, asegura, pertenecía Roberto Arlt. Por otro lado, se interroga sobre los lugares estancos. Se pregunta si a los poetas de Florida les "¿interesaba más la forma que el contenido, como a los del asimismo importante y combativo grupo de Boedo interesaba más el contenido que la forma? Esto es discutible".[5] Una consecuencia de que a Tuñón se lo incluya en Boedo, es que quedará fuera de muchos de los posteriores libros que reflexionan sobre el tema de la vanguardia latinoamericana e ignoran a ese grupo.
Por otra parte, la insistencia en homologar vanguardia con renovación formal tiene su contraparte en una labor constante de aquellos que plantean un debate más amplio hecho de cruces de literatura de contingencia y experimentación. Son grupos como el Estridentismo (México) y Los Nuevos (Colombia); las publicaciones Amauta (Perú), Klaxon (Brasil), Avance (Cuba) y La Pluma (Uruguay); y por sobre todo ello, el aporte, desde las ideas y desde la creación, de Vallejo, Cardoza y Aragón, Mariátegui, Vidales y, entre otros, Tuñón, quien suscribe el deseo de transformación: cambiar la vida, o sea, el mundo y el arte (Marx y Rimbaud), síntesis de una multitud de manifiestos programáticos.
Está visto que en el mapa latinoamericano de los años ´20, la poesía buscaba una opción propia. Según el crítico Nelson Osorio, "la vanguardia latinoamericana puede ser considerada como una variable específica dentro del conjunto mayor del vanguardismo contemporáneo (que no se reduce a Europa Occidental, por otra parte), variable que si bien en muchos aspectos ofrece una clara analogía con manifestaciones de la vanguardia europea, no es estrictamente homologable ni reductible a ella".[6]
Tuñón protagoniza este espíritu iconoclasta articulado a una circunstancia propia que cuestiona y redefine constantemente el lugar del creador.
El desacomodo de su poesía enriquece y amplía el espacio de la ruptura. Por un lado el poeta innovador, el viajero de Europa, el cosmopolita que se desplaza entre "grandes edificios" y salpica el discurso con una nomenclatura propia de época ("tenismen", "corneta radiotelefónica", "jazz", "chárleston", "cocktail", etc.); el poeta de pasajes suprarrealistas (sobre todo en La calle del agujero en la media), con la ironía y el humor del Dadá; la mirada cubista ("los rincones se esconden en los espejos") y un énfasis propio del Futurismo que define a Mayakovski como un "campeón de la vitalidad poética… atropellador de escuelas y academias" y que remata: "Somos la velocidad". Pero también, sin quedar adherido a ningún rótulo, aparece el poeta de tonos románticos que ve un tránsito humano sobre el espejismo de ciudad, lo humano y antepone al reino mecánico un rumor de corazones ambulantes. Así en "Usina", poema de 1930, habla de poleas y "hierros inútiles / en el riñón de las enormes ciudades" y dice sentir pena por quienes viven en esas "usinas sordas, de oxidados soles, de gruesas lluvias".
Conjuga entonces novedad y tradición, originalidad sin necesidad de parricidio; más que hipnosis por los puentes de acero, los rascacielos, los hilos del telégrafo, los zepelines, existe una calidad de atención hacia la peripecia del semejante; el poeta observa la gente, sus quehaceres, los rostros enmarcados en una encrucijada de destinos. Vanguardista, aunque fuera de los ismos de moda, Tuñón percibe los motores atronadores de los nuevos tiempos, pero coloca su oído allí, donde se percibe "el caliente embarazo del musgo".
En el plano de las imágenes, aparece en los inicios la impronta ultraísta que da cuerda a un mundo inanimado; aunque Tuñón, lejos de quedarse en esa mera transposición de otorgarle características de vida a lo inerte, realiza una transfusión de sentimientos. Se da entonces esa lírica del objeto, ese vitalismo animista que confiere existencia e historia a cosas que están en movimiento, que viajan.
La respiración de Tuñón, muchas veces a contramano de lo convencional, alterna versos de distintos metros y va del delirio a la crónica llana, de la ronda infantil a la textura narrativa. Respecto a esto último, aunque no abundan los trabajos críticos al respecto, hay que decir que la poesía en prosa fue una modalidad muy frecuentada, sobre todo por los poetas vanguardistas de las primeras décadas del siglo. Claro que anteriormente el Modernismo se encargó de borrar las barreras estrictas entre verso y prosa, allanando el camino a formas más abiertas. Si está Darío en la prehistoria del poema en prosa en lengua española, entre las nuevas tendencias innovadoras que lo instalan se cuentan Vallejo, de Rokha, Huidobro, Cardoza y Aragón, Girondo y Tuñón. Ya en su segundo libro, Miércoles de ceniza, los seis textos finales son poemas en prosa. La respiración elástica propia de esta poética –que va del verso de amplio período a la estampa, la semblanza, el comentario, el relato, el ensayo— conforma el cuerpo principal de La calle del agujero en la media, El otro lado de la estrella, Las puertas del fuego, Himno de pólvora y El banco de la plaza.
Aquí aparece la imantación de Baudelaire, uno de sus poetas preferidos, y Aloysius Bertrand, el autor de Gaspar de la noche. Baudelaire abrevó en el libro citado para dar paso a su Spleen de París; en el prólogo señala la búsqueda de una prosa poética "musical, sin ritmo ni rima, lo bastante flexible y contrastada como para adecuarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la fantasía, a los sobresaltos de la conciencia"; agrega que "este ideal obsesivo nace, ante todo, de frecuentar ciudades enormes y del cruce de sus innumerables relaciones".[7] También Tuñón busca una expresión que le permita decir su imaginario. Por el mismo camino exploraron Mallamé y buceadores de nuevas formas como Max Jacob, Pierre Reverdy y Blaise Cendrars, cuyo hacer, por otro lado, apuntaba hacia el cine.
Este culto al movimiento, a la animación de lo inerte, al collage, la descripción, la yuxtaposición, el simultaneísmo; la influencia de lo visual –cubismo y fotomontaje—, de la imagen sobre la metáfora, del lenguaje callejero, lleva el tema al cine; apenas un par de ejemplos: García Lorca y Huidobro escriben sus guiones. También Tuñón, autor de obras de teatro, está impactado por el nuevo arte. En Juancito Caminador, carne de viaje, está el traveling. Su palabra es impactada por ese cilindro dotado de espejos que reproduce imágenes pintadas; teatro óptico, fantascopio, kinetoscopio, máquinas para el espectáculo de la vida. Una poesía que puede verse y que reiteradamente hace mención al cinematógrafo y sus personajes.
Volviendo a Aloysius, Tuñón no sólo le dedica el poema "Por los caminos de Gaspar de la Noche", sino que rescata en una de sus crónicas de La literatura resplandeciente a "este precursor de la aventura", señalando que: "Sus poemas… contienen a veces ciertos rasgos sutiles del relato o glosan una anécdota sugestiva y cautivante". En el mismo libro, sostiene que por sobre la división de poesía en verso o en prosa y la creencia de que esta última es inferior, está la autenticidad. Cita a Montoliú, quien rechaza la calificación de Hojas de hierba de Whitman como "mera prosa" y ejemplifica con dos poemas de Baudelaire; uno en verso, "El albatros", el otro en prosa, "El mal vidriero", concluyendo en que "ambos acusan la misma calidad".

Un caminador llamado Juancito
En 1927 Tuñón envía una foto a su familia desde Bahía Blanca donde se lo ve de traje oscuro, sombrero blanco, pelo engominado y bigote. Allí, en Ingeniero White, que alguna vez se llamó Puerto de la Esperanza, nace su personaje Juancito Caminador. Su debut se da en Miércoles de ceniza (1928), se corporiza en Todos bailan (1935) y llega hasta El banco de la plaza, publicado póstumamente (1977). Según Tuñón "en Ingeniero White, en Bahía Blanca, conocí a un prestigioso prestidigitador: Juancito Caminador, que se llamaba Johny Walker. De ahí viene lo de Juancito Caminador. Fue en 1926".[8] Su álter ego se origina, sobre todo, en la imperiosa necesidad de abarcar caminos varios, y en su génesis, seguramente, aparte del prestigiador que tomó su nombre de una marca de whisky, intervinieron otros personajes: el "Barnabooth"de Larbaud y "Johnnie Applesse"—pionero idealista que cruza el continente sembrando huertas— rescatado por Vachel Lindsay, poeta norteamericano, quien también recorre su país dialogando con todo y con todos, recitando sus textos, repartiendo dibujos y carteles.
Juancito Caminador, grumete que viaja con "Los caballeros del caño", da noticias del porvenir, anuncia la Aurora, brinda por "los buenos tiempos", saluda a la cofradía trotacalle y trotamundo, dice adiós cuando llega y hola cuando se va, marcha de espaldas al camino, ve una cosa y tiene los ojos puestos en otra. Sus canciones semejan las rondas infantiles, incorporan onomatopeyas, juegos ("Niña de Moda, ¿está?"), con un toque de humor, de palabra que alienta y consuela.
Ya desde su primera aparición define: "¡Soy un prestidigitador!" y lee su bando: "vengo a decirles que la prestidigitación triunfa en el arte y en la vida… Somos la imaginación". Quizá en la voz de este personaje esté impreso, más que en las definiciones sobre el arte y vida, arte y política, el pensamiento del autor, que Juancito Caminador expresa así en un poema de Todos bailan: "Traigo la palabra y el sueño, la realidad y el juego de lo inconsciente / lo cual quiere decir que yo trabajo con toda la realidad". En Canciones del tercer frente compone una para su supuesta muerte y rubrica su pasión por el misterio, esa canción indefinible que, al decir de su amigo el poeta Luis Cardoza y Aragón, no se deja atrapar viva: "Terminada su función/ —canción, paloma y baraja— / todo cabe en una caja. / Todo menos la canción". Por fin en su libro póstumo, El banco de la plaza, el personaje abre sus relatos de viaje en una "crónica de varios lugares"; prosa lírica, fluida, de gran despliegue imaginativo.
Poeta y periodista, Tuñón, quien colabora con entusiasmo en numerosas publicaciones, dirige su propia revista, Contra. Esta publicación mensual editada de abril a agosto de 1933 y que terminó a causa de la condena a dos años de cárcel dictada contra el poeta, revela a través de sus cinco números su pensamiento. Contra es, también, un punto de inflexión; ese año Tuñón está corrigiendo su cuarto libro —El otro lado de la estrella—, convalidando su etapa vanguardista y a la vez preparando el terreno a una producción que incorpora de manera más contundente lo social: Remata en "Blues de 4 centavos": "no os atreveréis a decirme a mí, que he recorrido tantas leguas, que con tranquilidad de conciencia se puede ser neutral en este momento".
Su revista resulta, así, un espacio donde se conjugan la gestualidad de ruptura con un ejercicio de conciencia que se plasma en los libros y en su vida un año después, ya como militante comunista. La aparición de Todos bailan en 1935 –donde se corporiza Juancito Caminador— da cuenta de esta nueva etapa que, aunque excluye "Las brigadas de choque", texto que originó un proceso judicial por incitar a la rebelión, es altamente representativa de su poética e incluye muchos de sus mejores poemas.
Subtitulada como "La revista de los franco-tiradores", y con una leyenda junto al título que no ofrece dudas sobre su amplitud: "Todas las escuelas, todas las tendencias, todas las opiniones", Contra se ofrece como el espacio aglutinador de un espíritu inquieto y crítico a la vez. En su vida breve colaboraron, entre otros, Girondo, Barletta, Yunque, Aragón, Mastronardi, Norah Lange, anunciándose para números posteriores trabajos de Bandeira, Huidobro, etc. Al modo de las publicaciones vanguardistas de una década atrás, Contra es cosmopolita (Tuñón escribe sobre Siqueiros y el muralismo mexicano) y en su diversidad temática no faltan las menciones al cine (se propagandiza el film Soy un fugitivo) ni a sus estrellas (Amparo Mom firma una nota sobre Greta Garbo y la moda); en formato tabloide al modo de Martín Fierro o la española Ultra, Contra es objeto bellamente ilustrado: una de sus portadas lleva una gráfica cubista firmada por Tito Rey y en sus páginas interiores destaca un trabajo fotográfico del cineasta Sergio Eisenstein, el director preferido de muchos de los poetas de la época.
Desde el nombre, Contra marca una posición política; publica artículos sobre el fascismo y el nazismo, pero también textos sobre Marx, "Frente rojo" de Aragón, "El abrazo de José C. Mariátegui" de Tristán Maroff, etc. A ratos, el tono que enfatiza, convoca, agita, la ubica entre la gestualidad anarquista y los manifiestos vanguardistas. Específicamente, el poema "Las brigadas de choque" hace las veces de programa poético-político, de llamamiento: "Formemos nosotros… las Brigadas de Choque de la Poesía". El poeta empuña su voz "para degollarse en las veletas enloquecidas… Mi voz para decir el antipoema". El texto —que repite anafóricamente la palabra "contra"— hace un listado de las partes que conforman la "demagogia burguesa" y anticipa contiendas que pronto instalarán sus nubarrones sobre el cielo de la época, bajo el cual camina un "niño olfateando la sangre de la guerra".
El dilema arte-sociedad emerge cuando entre ambas aparece una palabra transitada hasta el hartazgo: compromiso. Para Tuñón, la poesía auténtica no excluye ni la belleza ni la experimentación formal ni los temas candentes de la sociedad. Ahora bien, ¿cómo se mide, en la poesía, ese carácter de autenticidad, esa marca que certifica que algo es legítimo, verdadero? El poeta busca un punto de intersección y ejemplifica con una carta de Mallarmé a Zola en la cual el "artífice del purismo" no rechaza al realismo, sino que reconoce que existen "momentos en que la verdad se convierte en la forma popular de la belleza"[9]. Seguramente, para Tuñón autenticidad reúne obra y conducta.

¿Arte puro o mera propaganda?
Las páginas de Contra asumieron el debate. Una de sus páginas, "Arte, arte puro, arte propaganda", cobija notas de Córdoba Iturburu y Girondo; el primero deplora que Borges haya entrado en el tema de manera jocosa, eludiendo una pregunta lanzada por el contrario sobre un asunto que no deja de tener un significado profundo en ese 1933, y que Iturburu resume así: "¿No cree Ud. que el mundo ha cambiado, que algo se ha roto para siempre, que algo para siempre ha nacido, y que ese algo —sentimiento, idea— puede constituir (…) una emoción universal rica de elementos artísticamente válidos?". Por su lado, Girondo rechaza por igual a un arte que intenta "servir" como al denominado "arte puro" y concluye: "prefiero lo desgajado y lo viviente; aspiro a un arte de carne y hueso, con cerebro y con sexo, menos perfecto, o de una perfección disimulada bajo una trabajosa y cálida expontaneidad (sic) un arte para todos los días, un arte poco popular, un poco desgarrado —si se quiere—; pudoroso en su impureza, contenido dentro de la más absoluta libertad de expresión".[10]
El escritor guatemalteco Cardoza y Aragón sitúa a Tuñón en el espíritu de una sentencia de Eluard: "Del horizonte de un hombre al horizonte de todos", agregando que su poesía "no tiene ese carácter predicador, perentorio, primario de la poesía de mera propaganda elemental… Suave su rosa blindada que no cesa de ser rosa".[11] En base al título de su libro más significativo que alude a la Guerra Civil Española, Neruda llamó a Tuñón "el poeta que blindó la rosa". Realidad y sueño, caos y armonía, forman parte de una antinomia que el poeta argentino trató de conjugar en su escritura animado por una lucha de contrarios.
En Tuñón, vida y obra se abrazan a una misma temperatura, una y otra atravesadas por una mirada sumamente crítica. Esta visión se traduce en un modo de participar y de decir; la impronta política surge así desde la voz de los primeros poemas y encuentra un punto alto en los cuatro libros que escribe a la guerra de España. Un tono de marchas, himnos, cantos y elegías hilvana el espíritu combativo, antifascista, de quien presencia la ola de destrucción que sepulta el vislumbre de un mundo solidario y lleva a la muerte a sus amigos poetas Miguel Hernández, Robert Desnos, García Lorca, René Crevel, entre otros.
La rosa blindada y La muerte en Madrid, condensan el desgarramiento y la furia del niño criado en el barrio del Once que ve marchar las manifestaciones del Primero de Mayo y escucha encendidas arengas de socialistas y anarquistas; y también del joven que está en la Patagonia luego de los fusilamientos y que años después integra el comité de escritores por la candidatura de Yrigoyen; de pronto ese niño, con un abuelo minero y otro imaginero, está en España leyendo sus textos en medio de la guerra, participando en los congresos por la cultura, dialogando con Brecht, Tzara, Barbusse.
Más tarde, con Todos los hombres del mundo son hermanos, se instala en una corriente de posguerra que algunos han denominado neohumanismo y que tiene su centro en el Canto general de Neruda. Por esos años, los '50, el gesto solidario de los Poemas humanos de Vallejo se anuda a voces que empiezan a ser ampliamente difundidas en la Argentina (Nazim Hikmet, Miguel Hermández, Paul Eluard, Mayakovski) donde De Lellis publica Cantos humanos, Portogalo sus Poemas con habitantes, Pedroni Cantos del hombre, etc.
La dignidad también aparece por el lado del trabajo. En El violín del diablo Tuñón define a un estibador como "un dios de la fatiga", esos que componen "el noble poema del sudor". También para Vallejo el trabajo redime, restaña, libera; en Los heraldos negros festeja el paso del joven labrador de Irichugo: "Aquiles incaico del trabajo", en Poemas humanos llama a los mineros "creadores de la profundidad" y en España, aparta de mí este cáliz habla del "¡Obrero, salvador, redentor nuestro!"

Poemas del arrabal
Distintos poetas rayan las paredes de distintos barrios de la ciudad capital: Carriego y Borges, Fernández Moreno y Tuñón. Al autor de A la sombra de los barrios amados le tocan los márgenes, unas orillas que se desplazan, arenas movedizas del suburbio que invaden el centro, arrabales que viajan con su boca extranjera. El coro de cantores de las urbes —el París de Baudelaire; el Chicago de Sandburg; el México de Huerta— incluye a Tuñón entre los muchos poetas que dialogaron con Buenos Aires.
Cuando escribe en 1931 el tango "Luna de suburbio", con música de su hermana Irma ("Luna de la modistilla / amiga vieja de los payadores"), Tuñón ya es un habitante de la ciudad anclada en la noche del bajo fondo. En El violín del diablo, François Villón gira entre cortes y quebradas, mientras la miseria levanta el castillo de naipes del conventillo. Luego, la ciudad le enseña su rostro sin maquillaje y a la luz de la madrugada le quema los ojos cuando: "se abre el alba en el cielo, como una lechería".
Bronca del que le cambiaron el escenario y el trago, porque Puente Alsina "bebe caña fuerte". Desde ese libro, Buenos Aires se desdobla interminablemente en una secuencia de postales con bullicio de mercados, boliches, organitos, guitarras, malevos y tranvías. De Carriego, a quien define como "el cantor de la tristeza del arrabal, del drama de los ofendidos", prefiere su obra póstuma La canción del barrio.

Homenaje
Raro privilegio tuvo el poeta: publicar en una editorial que llevó el nombre de uno de sus libros, La Rosa blindada. Pero antes, la admiración de sus contemporáneos, Neruda, Alberti, Lorca, Guillén, León Felipe, y después la admiración de las nuevas promociones de poetas argentinos que lo convirtieron en un referente obligado. A la citada editorial, hay que sumar homenajes, revistas, grupos y antologías de poetas que se nombran con los títulos de Tuñón.
Su influencia es indiscutible en una franja de la poesía hispanoamericana que, entre muchos nombres, incluye a Miguel Hernández, Efraín Huerta y Juan Gelman. El español le dedica el soneto de "Raúl, si el cielo azul se constelara / sobre sus cinco cielos de raúles"; para Gelman, Tuñón "vivió su propia vida como una aventura abierta a la belleza humana de la poesía y a la poesía de la belleza humana"; mientras que el mexicano deja constancia del impacto que le produjo leer textos de Tuñón difundidos en las revistas Noroeste de España y en la publicación de Neruda, Caballo verde para la poesía. El interés de Huerta, una de las principales voces del México contemporáneo, se volvió a partir de allí –dice— "constante y activo".[12]
Por su parte, el francés Robert Desnos le dedica también un sentido poema: "Es a la vida adonde vamos… Y yo no daría un sólo minuto / de nuestras vidas / por un siglo".
Los poemas son los grandes viajeros de este tiempo, establecen constelaciones de diálogos y surgen, libres, donde se les antoja. Como cuando en España, escuchando entonar a un coro estrofas de su poema "La Libertaria", Tuñón escuchó sorprendido decir que se trataba de un tema "anónimo". Y sonrió con todo el cuerpo, con alegría, con orgullo, por él, por la canción, por sus amigos, por el misterio, por todo lo que no entra en una caja.


notas