Entrevista con Alejandro Urdapilleta
Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO
Mientras trata de superar un resfrío que lo tiene a mal traer y se queja de que aún le pregunten “qué se siente reemplazar a Alcón” (quien inicialmente iba a ser el protagonista), en la tranquilidad de su camarín el gran actor argentino comentó algunas de las claves que lo acercaron al personaje que ha desvelado a los más grandes actores, desde Orson Welles hasta Anthony Hopkins.
¿Cuál fue la primera idea que le apareció sobre Lear?
Tal vez sea una berretada, pero fue la imagen del viejo de la película Ran, ese actor que parece que era un travesti, un japonés alucinante… Y el sonido y el espacio de esa obra, impresionantes… Era verdaderamente la locura.
¿Y luego, qué nuevas cosas fue encontrando sobre la obra y el personaje?
Lo que me fue pegando de la obra fueron cuestiones íntimas, familiares, fantasmas relacionados con la vejez de los parientes, la pérdida de la memoria, temas que me tocan cerca. Todo eso me ha resonado muchísimo al trabajar Lear. El otro día pensaba en cómo siempre me han tocado obras que, de alguna manera, hablaban claramente de mi vida. Incluso en cosas que he hecho o escrito, lo mío siempre está en ese borde entre lo trágico y lo cómico.
¿El trabajo de Lavelli coincide de alguna manera con esa visión?
Lavelli es un director que también se divierte con ese borde, y nos lo plantea. Yo hasta ahora decía en los reportajes que la puesta tenía algo como beckettiano, porque era un espacio vacío, ascético. Pero ahora que apareció el vestuario… tiene algo cómico, medio desquiciado, como de fauna extraña: los personajes son como cascarudos, bicharracos. Tienen algo medio freaky… Lavelli habla de “la decadencia de lo moderno” y creo que es así: como un mundo que empieza más o menos realista y después entra en una espiral de violencia, locura, conocimiento y poesía hasta el final donde, como en toda tragedia, viene la muerte.
¿Cómo es su relación con Lavelli? ¿Es un director “difícil”?
Lo que sucede es que los actores sentimos, en un momento dado, que la obra comienza a pertenecerle más al actor que al director. Y algo le sucede también al director en ese momento. No sé por qué razón, pero los actores sentimos entonces que el director empieza a joder, en lugar de dirigir. Que está dando vueltas sobre lo mismo y uno tiene ganas de decirle: “¿por qué ahora no me dejás un poco a mí…?”
Lavelli parece tener muy en claro lo que quiere antes de comenzar los ensayos, como que ya tiene armada la puesta…
Tiene una idea muy clara de la obra y obviamente va hacia ella. Es muy “director” y, a la vez, alguien muy apasionado. Y tiene una parte como infantil que a mí me gusta. Muchas veces puede resultar arbitrario y hasta antipático con algún actor (aunque nunca lo fue conmigo). Pero me gusta porque, en algún punto, te lleva a ser como un chico que está jugando, que para mí es lo fundamental del teatro. Además, cualquier ensayo con él es como un día de estreno, por el nivel de energía que te exige. Y si vos estás probando cosas, o estás cansado, o resfriado –como yo hoy–, él te lo marca, te lo hace notar. Y entonces, te rompe las pelotas. En Mein Kampf fue peor, porque como ya la había hecho en Francia, tenía un mapa de la obra y era más meticuloso. Recuerdo una escena, cuando ese Hitler de pacotilla, antes de convertirse en el Hitler monstruo, se emborrachaba… Yo le decía a Jorge: “dejáme hacer la escena a mí, que de emborracharse yo sé bastante”. Pero al mismo tiempo, me gusta un director exigente, que me lleve. Porque soy muy caballo en ese sentido. A mí me gusta que me lleven, que me manejen.
¿Qué herramientas personales utiliza para construir el personaje, para darle una forma?
Soy un obsesivo total con el trabajo. Todo el tiempo tengo al personaje en la cabeza. Hago escenas en mi casa, a veces, hasta en la cama. Actuando en posición horizontal y diciendo los textos, buscando, tratando de entender. Lo que manejo mucho es la intuición. Y las imágenes: tengo una reserva de imágenes de todo tipo, que me vienen de la literatura, de películas, de obras que he visto, de actores que me han gustado, de la vida…
El vestuario y el maquillaje también parecen muy importantes para usted…
Sí, muy importantes. Por eso siempre me peleo con los vestuaristas. Porque para mí, el vestuario es un anclaje fundamental en la construcción del personaje. Que tiene que coincidir con la imagen interna que yo tengo y con lo que estoy haciendo, para que me complete lo que yo estoy armando. Y yo odio lo perfectito, el disfraz armadito, el maquillaje primoroso, todo eso lo detesto. Ahora me quieren hacer usar guantes, y estoy a las puteadas: “¡el guante, no!” Y aparte tengo otras fobias, como el bastón, por ejemplo. Odio usar bastón en escena, gracias a Dios, esta vez no me tocó. Tengo una fusta, pero bueno, ya la superé. Pero el guantecito me empezaba a poner loco, por alguna razón. Y yo respeto mucho eso. En la construcción del personaje, estoy muy atento a lo que me chirría en algún lugar del alma. Entonces, todo lo que me pongas o me saques, desde un fragmento de texto hasta un guante, o lo que fuere, a mí me resuena en algún lado. Es como el imaginario, el universo que yo mismo me construyo para trabajar. Y ese espacio es sagrado.
Lear ha sido objeto de todo tipo de análisis. ¿Le interesa nutrirse de esos textos teóricos?
Al comienzo de esta obra, hay una escena que es muy difícil: la escena de la repartija del reino. Y Lavelli no la explica, no te la analiza conceptualmente. Entonces, tuve que recurrir a algunos textos que me facilitó el amigo Carnaghi. Y leí muchas veces la obra en la versión de Aguilar. Yo hago cualquier cosa por entender a un personaje. Pero, por lo general, no tiene nada que ver con lo que hacen la mayoría de los actores: no veo películas ni, si tengo que hacer de un médico, hablo con un médico, nada que ver. Trato de meterme en el alma del personaje… que para mí ya es más que suficiente y bastante costoso. Busco por otros lados, incluso cosas que tienen más que ver con mi mundo íntimo. Yo, por ejemplo, observando a mi padre, entiendo más de Lear que leyendo nada: tiene 82 años, es un ex general, lo veo… ¡y tiene tanto que ver con Lear! Ese tipo de cosas son las que me nutren y me conmueven y me llenan de sentimientos que después los pongo ahí, en el personaje.
Esa sería la “marca Urdapilleta”…
Eso, y que soy un actor con una fibra corporal muy fuerte y una voz particular... y soy viejo. Aunque tenga cincuenta y dos años, soy viejo. Porque sé muchas cosas y viví muchas cosas. Y mi locura, que no es una locura insana sino creativa. Eso me pasó siempre, hasta cuando era chico: estar colocado en un lugar que está lejos de la normalidad. Eso no es mejor ni peor que lo que tengan otros actores para ofrecer, pero lo tengo y sé que lo tengo. Además, yo sé lo que es una familia, lo que es un padre que da órdenes. Y estar en un lugar y caer. Yo entiendo la caída…
Como Lear, que al final, luego de la caída, va entendiendo cosas…
Claro. Esa brutalidad, que es la tragedia de Lear, su caída desde el poder más absoluto, se va transformando en una especie de sabiduría… Este loco que es Lear va entendiendo, en medio de su locura, un montón de cosas, de claves, que antes no se las había planteado. Yo lo entiendo a Lear, porque también he caído. Y porque soy viejo, realmente lo soy…