27/12/09

Padre o Sheriff

Por Horacio Verbitsky
Publicado en PAGINA 12

Abel Parentini no pudo llamarse a silencio ni siquiera después de allanarle el camino con su renuncia al jefe de gobierno Maurizio Macri. No perdonó micrófono para seguir su compulsiva diatriba contra la democracia, la política, el sindicalismo y la anarquía en la que ve sumirse a la Argentina. Con patética ingenuidad confesó que se sentía un héroe solitario abandonado por la cobardía general, de la que exceptuó a Macri por haber tenido el valor de designar a alguien tan poco convencional como él. En su retahíla de despropósitos finales no hubo nada más significativo que su insistencia en abominar del rock y de su audiencia juvenil. Las cosas que dijo y escribió al respecto ayudan a entender esa mente bizarra, que con su verborrágica jactancia aún cree posible disimular el peor fracaso ministerial desde la semana ingloriosa de Ricardo López Murphy en el ministerio de Economía. También mejoran la comprensión sobre la de Macri, a quien más le hubiera valido enviarlo a la jefatura de policía que al ministerio de Educación.

“Son opiniones que tengo escritas hace 30 años”, dijo acerca del rock y la alienación juvenil, que también vinculó con la droga, como si sus añejos preconceptos fueran un buen brandy que con cada sol madura. Desde Woodstock, “el rock trajo una vinculación nefasta, anárquica en los jóvenes. Tengo un motivo personalísimo sobre esa relación”, declaró. El motivo personalísimo se explica en el último libro de Parentini: Cuando muere el hijo. Una crónica real. La obra narra las reflexiones del autor ante el suicidio de su hijo adolescente con el Colt 38 que él mismo le enseñó a manejar luego de decirle que era “un verdadero cañón”. En sus 166 páginas no hay un párrafo de piedad por el niño ni el menor atisbo de comprensión de la penuria afectiva que pudo llevarlo a la decisión. Apenas una línea en la que el padre afirma tener “una cuota de responsabilidad”, como conjetura obvia que no desarrolla porque eso requeriría el imposible para él de sentir con el otro. Lo admite sin advertirlo: “¿Qué podemos saber del yo profundo de un adolescente que se mata?” Nada, claro, para alguien cuyo sentimiento predominante es la vergüenza ante los demás por incomodarlos con el escándalo, como repite una y otra vez, y cuyo mayor esfuerzo está puesto en que nadie lo vea llorar. En una de las primeras visitas al cementerio, se pregunta con una aridez de espanto: “¿Trata uno de emocionarse porque está allí? ¿Trata uno de no pensar que el martes vence la boleta de la luz?”

Parentini transcribe sin pudor párrafos del diario personal de su hijo, que habla de ahogarse en cocaína y matar, y lo reduce a materia prima de su prosa anticuada y hueca, con una falta de amor y respeto después de la muerte que permite imaginar cómo fue la relación en vida. El chico narra su asistencia a un concierto heavy metal, bajo una nube de marihuana, ataviado con una gorra negra, un impermeable de su madre que considera digno de la KGB o la Gestapo y un cinturón con una calavera en la hebilla y la inscripción “Death or Glorie” (sic). “Nada más parecido al fascismo de patotas que un ‘recital’ de rock, por la torpe oscilación entre agresividad masiva y exaltación del individuo débil que cree exorcizar para siempre sus miedos. Nuestro hijo participaba de la pasión nihilista”, escribe el padre que no osa decir su nombre. En su página de Internet publica una foto significativa: él mismo a los 20 años, con el capote militar y la gorra germánica que aún se usaban en 1956.

Por uno de los compañeros del chico se entera que formaban una logia que se proponía realizar un gran estropicio, para no llegar al bachillerato. “O se rompe a los 15 con todo, o uno es absorbido por el sistema para siempre: ser un joven burgués convencional, conformista”. El padre mira las fotos escolares e imagina la del año siguiente, las vidas futuras de los compañeros de su hijo, que “seguirán con entusiasmo en sus universidades, puestos importantes de empresarios, funcionarios. Ellas en felices matrimonios”. Iván, en cambio, “dejaría su gatera vacía a la largada de la carrera. Todos ellos seguirán, menos mi hijo. Y no siento pena. Ya el futuro no da muchas ganas. Estamos como Roma en el siglo IV”, anota. La incapacidad para acercarse a la criatura, antes y después del suicidio, se resuelve en una ruminación ideológica sobre la decadencia de Occidente, que treinta años después asume con orgullo las formas exteriores de aquella angustia adolescente. “Tenías estirpe de guerrero romano caído en el páramo de la burguesía”, escribe Parentini. “Te imaginaste en el camino de los días mediocres. No quisiste pensar dos veces”. Su hijo forma parte de “la raza venidera” que “coincide con los alaridos idiotizantes del rock. La droga es la puerta de los más románticos. El suicidio es el portazo de los intransigentes, esos romanos capaces de la definición absoluta perdidos en una masa entregada, anónima”.

Sus juicios despectivos sobre la democracia argentina son apenas el capítulo contemporáneo y localizado de un desdén universal. En un viaje a Atenas y Mileto, en busca de la higuera ahuecada por un rayo en la que Anaximandro se instalaba para mirar las estrellas y disolverse en el universo y la eternidad, Parentini escribe que “allí nació la llamada democracia, el culto de la mayoría”, al que vincula con “el tiempo final en el que el hombre ya no puede creer en el destino divino o superior”, sustituido por “el frenesí idiota y ciego del éxtasis juvenil”. Claro que aquí todo es peor. Recuerda que desde su oficina consular se enteraba “de las nuevas ruindades del pueblo del no te metás”, al que considera “corroído por una enfermedad moral profunda”, ya sea que gobiernen el peronismo o los militares.

No deja de llamar la atención que un hombre que milita por la imposición del orden a la fuerza (como el que la Policía Federal le aplicó a Rubén Carballo en un recital de rock) y a quien tanto le cuesta hacerse cargo de su paternidad haya decidido prescindir de su apellido, Parentini, por el Posse de la partida que sigue a un sheriff justiciero. Para eso hacen falta temple y condiciones de liderazgo de las que el ex ministro ha demostrado adolecer. Concluido su periplo político, Parentini vuelve a escribir. Mala noticia para la literatura.

9/12/09

Ezequiel Adamovsky: “La clase media no es un sujeto político”

Por Javier Lorca
Publicado en PAGINA 12

“La ausencia de estudios sobre la clase media en la historiografía nacional es un punto ciego”, dice.En Argentina, los sectores medios de la sociedad no conforman una clase social ni un grupo política o económicamente homogéneo, sostiene Ezequiel Adamovsky en Historia de la clase media argentina (Planeta). Pero casi toda la sociedad –argumenta– está atravesada por una identidad de clase media, caracterizada por rasgos antipopulares y clasistas. ¿Cuándo y por qué se configuró esa identidad? ¿Cómo se manifiesta hoy? Adamovsky analiza estos temas en diálogo con Página/12 y concluye: “Es necesario volver a pensar el modo de construir vínculos políticos entre las clases bajas y al menos una porción de los sectores medios”.

¿Por qué pone en cuestión la existencia de la clase media como tal?
Los diferentes grupos sociales a los que se suele llamar “clase media” son objetivamente muy distintos: hay gente independiente y otra con relación salarial, gente con ingresos altos y otra con ingresos más bajos que los de un obrero manual, gente con y sin formación superior... Es un conglomerado muy diverso y, de hecho, históricamente, no ha actuado de manera homogénea ni a través del tiempo ni internamente. Por eso, me pareció importante analizar el proceso por el cual un grupo muy heterogéneo llegó a adquirir una identidad compartida.

¿Cómo caracteriza a esa identidad?
Tiene, por un lado, una serie de características que hacen a la propia idea de clase media y que aparecen en otros países: la idea de que la clase media es algo que está entre ricos y pobres, que encarna la moderación, la racionalidad y la movilidad social. Pero además hay características propias del caso argentino. Una es que la identidad de clase media nació con una marca política muy fuerte, surgió como reacción al peronismo, como una separación respecto de esa plebe insubordinada que había aparecido. La identidad de clase media nació con la marca antiperonista. En Argentina se presupone que alguien de clase media no es peronista, así como se presupone que alguien del bajo pueblo es peronista. Ninguna de las dos cosas es necesariamente cierta. La identidad surgió con otras dos marcas asociadas. Una es étnico-racial: la forma en que se despreciaba al bajo pueblo por sus rasgos, por “cabecita negra”. En contraste, la clase media apareció entonces asociada a lo blanco y europeo, como descendiente de la inmigración y baluarte del progreso: los que vinieron a trabajar por oposición a los que estaban acá y eran un obstáculo. Otra marca es regional: cuando se habla de clase media se presupone no sólo alguien no peronista y blanco, sino también alguien de la región pampeana, sobre todo de la ciudad de Buenos Aires.

Las apelaciones a la clase media surgieron desde sectores de la elite y antes de que se constituyera la identidad, según describe en el libro.
Sí, es algo muy parecido a lo que pasó en otros países pero bastante antes. La expresión “clase media” fue introducida por políticos e intelectuales ubicados a la derecha del arco ideológico, que intentaron incentivar un orgullo de clase media para contrarrestar los lazos de solidaridad entre los sectores más bajos del pueblo y el escalón superior. Esto empezó después de la Semana Trágica, en 1919. Ahí un grupo de liberales, nacionalistas, católicos, radicales, empezaron por primera vez a convocar a una clase media –que no existía como tal– para tratar de convencerla de que no debía mezclarse con esos obreros revoltosos. Estos llamamientos fueron muy intensos a mediados de los ’30, por la preocupación que generaba el comunismo. Pero el momento cuando todo esto se convierte en una identidad y es adoptado por un amplio sector de la población es 1946. Después de la derrota de la Unión Democrática ante Perón, se hace carne la identidad de clase media, con sus marcas políticas, culturales y étnicas.

¿Cómo se configura la idea de que la Argentina es un país de clase media?
La identidad de clase media entronca con mensajes previos que venían desde el siglo XIX. Desde Sarmiento y Mitre en adelante, en los grupos de elite había un fuerte discurso que asociaba al país con lo europeo, a lo criollo con un rasgo de inferioridad, y vinculaba a la Argentina con el relato de la modernización. Ya desde entonces la modernidad aparecía asociada con el espacio urbano, sobre todo Buenos Aires, mientras lo rural y lo criollo eran los obstáculos al progreso que la inmigración venía a superar. La identidad de clase media hace propia toda esta narrativa y aparece como encarnación de la argentinidad, como la clase que trae la modernidad para superar el atraso previo, un atraso que –para ese relato–- reaparece con el peronismo. Toda la historia nacional está marcada por esa tensión entre el proyecto que asocia al país con lo blanco, europeo, racional y moderno, y su contracara, los sectores plebeyos.

Todo eso tiene también un correlato a nivel latinoamericano: Argentina se postula diferente de los demás países.
Es una idea que también viene desde el siglo XIX, Argentina como una excepción en América latina porque su población está más relacionada con Europa, porque en teoría tuvo una burguesía pujante que trajo progreso y, sobre todo, por el peso relativamente menor del componente indígena.

Enfatizar el carácter “contrainsurgente” con que se configura la clase media, ¿no supone un poder puramente negativo que deja a los sujetos encerrados en una situación pasiva, como si no tuvieran nada que hacer ante la ideología de las elites?
Por eso insisto en analizar la clase media como identidad y no como clase. De hecho, esa identidad tiene características tan antiplebeyas precisamente porque las personas concretas de sectores medios no actúan como la identidad espera. En Argentina hubo varios momentos históricos en que parte de los sectores medios actuaron políticamente junto con las clases bajas y con proyectos populares, incluso revolucionarios. En el ’19, cuando surgió este discurso, había un gran activismo obrero acompañado por empleados de comercio, bancarios, maestras, chacareros, estudiantes. Además, había una ideología revolucionaria con fuerte predicamento en sectores medios. Es en ese contexto que se estimula una identidad para contrarrestar esos vínculos. Pero la tensión entre una identidad antiplebeya y el hecho de que las personas concretas de sectores medios muchas veces actúan junto a las clases populares es una constante de la historia nacional, y sigue presente hoy. La clase media como tal no es un sujeto político.

¿Cómo atraviesa esta identidad los ideales revolucionarios de los ’60 y ’70, luego la represión y el neoliberalismo? ¿Qué cambia y qué perdura?
Cuando cae Perón ya hay una identidad de clase media instalada, por primera vez hay gente que se considera de clase media y no parte del pueblo. Después se abre un largo período de disputa entre dos proyectos que proponen a diferentes figuras como centro de la nación: la clase media o los trabajadores. En esa época surge un elemento que no está en otros países: el desprecio enorme que personas de la clase media tienen contra la propia clase media. Esto aparece con Jauretche, Ramos, Sebreli y otros ensayistas que acusan a la clase media de racismo, de no entender los problemas nacionales y aliarse con la elite. No es una cuestión sólo de intelectuales o militantes, sino que se difunde en toda la sociedad como parte de esa disputa entre dos imágenes contrapuestas de nación. La disputa se salda, provisoriamente, con el Proceso. Ahí hay una derrota del proyecto que trataba de situar al trabajador como eje de la nación. La imagen de la Argentina como país de clase media queda entonces indisputada. De algún modo, eso encarna en el alfonsinismo, que aparece como superación del peronismo y vuelta a la “normalidad”, con fuerte protagonismo de la clase media. La identidad penetra muy hacia abajo, generando ese fenómeno que vemos todavía hoy: gente incluso muy pobre que cree ser de clase media. Durante los ’80 y ’90 esta identidad continúa sin disputa, hasta que el país colapsa.

¿Por qué interpreta que las posibilidades abiertas por 2001 son clausuradas por el conflicto con “el campo” en 2008?
En 2001 hubo un encuentro muy poderoso de sectores bajos y medios, incluso en la calle, con voluntad de confundirse en un mismo sujeto social. Es muy interesante que, en 2002, los sectores dirigentes que intentaron “encauzar” el país advirtieron que el peligro más grande que enfrentaban era esa combinación de reclamos. El proyecto de Duhalde pasaba por ahí, por evitar que la clase media se juntara con la baja. Y el proyecto del primer Kirchner pasaba no por volver a una clase media antiplebeya, pero sí por mantener claro el límite entre una clase y otra. Casi no hubo político argentino que insistiera más en el orgullo de clase media que Kirchner. Con la normalización económica y política que trajo su gobierno, se volvió a una separación más clara entre quiénes eran clase baja y quiénes no. Y el conflicto de 2008 con las entidades del campo fue una especie de cierre de época. Hubo una puesta en escena en la que los sectores que apoyaban al campo se apropiaron del lenguaje de 2001 con un sentido opuesto. Salieron a cortar rutas y a cacerolear, pero con un proyecto excluyente. En lugar de una vocación de confundirse en un mismo pueblo, había una actitud racista y clasista. Fue una farsa que marcó el cierre de 2001. Volvió a aparecer en boca de gente de izquierda o identificada con el Gobierno el escarnio a la clase media. También había en eso algo de farsesco: se volvió a hablar con las palabras de Jauretche, cuando claramente no estábamos ya en aquel país. Hay una sociología muy rápida entre sectores progresistas que considera a la clase media como un grupo social homogéneo. Y esto es un obstáculo para pensar políticamente, porque hay cantidad de personas que no actúan a favor de la derecha ni con prejuicios clasistas. Es necesario volver a pensar el modo de construir vínculos políticos entre las clases bajas y al menos una porción de los sectores medios. El prejuicio que descalifica a la clase media es cómodo pero inmoviliza, confirma lo que ya sabemos: si la clase media es así y todo el país es clase media, entonces no hay nada que hacer.

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