27/6/94

X generation

Por Pablo Lettieri

Tienen entre 25 y 30 años. Son seres que han renunciado a la obsesión por el consumo y las modas. No tienen muchas expectativas en el modelo de sociedad propuesto como ideal, del que se sienten marginados. Parecen cínicos y desencantados y tratan de pasar inadvertidos, evitando una etiqueta que ya se les ha adjudicado: son la Generación X.

X es el símbolo de la indefinición por excelencia, que parece ser el estigma de los jóvenes de los 90. Indefinición y vacío de ilusiones y proyectos. Abulia y desencanto. La Generación X representa a los hijos de la recesión y la crisis. Seres de clase media que prefieren moverse dentro del terreno de la escasez. Deben arreglarse con poco porque han renunciado a trabajos no tan mal pagos pero alienantes. Han dejado de luchar por el éxito, la fama y el dinero para retirarse a pequeñas casas despojadas de los lujos del consumo y vivir de malos empleos que les permiten otra perspectiva, lejos del vértigo de las grandes ciudades. Infantiles, inocentes, inteligentes, demoledores. La Generación X oscila entre el idealismo y la incredulidad. Su cinismo es el arma de crítica y rechazo a la antigua moral. Y, al mismo tiempo, la búsqueda de una moral verdadera, menos hipócrita. Son los que suceden a los yuppies, la «generación de la nada», seres devorados por el marketing, desesperados consumidores de marcas y modas, y habitantes de lujosos lofts.
El nombre de Generación X responde a la urgente necesidad de un diagnóstico de época de la identidad de estos jóvenes, marginados del hiperconsumo pero al mismo tiempo tampoco pobres.
Dentro de este clima generacional, la incomunicación típica de las grandes ciudades provoca seres menos interesados por el amor que por la verdadera amistad. La imposibilidad de la independencia total que les impone la sociedad de fin de siglo hace poco probable el desarrollo de relaciones más o menos estables.

Hippies, Mayo Francés y después
Si hay algo claro en estos nuevos jóvenes de los 90 es que se ubican muy lejos de las generaciones que los precedieron y que ejercían una militancia por el mañana. Su militancia se limita únicamente a la dignidad del presente, asumido como complejo y, sobre todo, inestable. Un puesto de trabajo no es para siempre. Una pareja tampoco. No poseen mucha confianza en el éxito profesional o en el ascenso social. El cuadro de situación es claro en ese sentido: esta nueva generación se reconoce como apolítica. Desconfía de los postulados militantes de los 70, toma sus distancias. Cómo no desconfiar de los ideales de aquella generación, la del famoso mayo francés del 68, que decía no interesarse por el poder y que hoy se encuentra totalmente asimilada por él: militantes devenidos en gerentes, viejos hippies convertidos en yuppies.
Sin embargo, aunque no se reconocen como culpables del actual estado de las cosas, tampoco se consideran inocentes víctimas. Carecen de la intencionalidad reivindicativa de sus predecesores. No se sienten rebeldes sino «residuos» de un sistema perverso. Tampoco intentan constituirse en un movimiento ni adherir a un uniforme como los hippies o los punks -uniformes que rápidamente fueron incorporados por la moda-. No tienden a manifestarse sino a ocultarse. No buscan la explosión sino la introspección.


Las referencias culturales
Como cualquier otro subgrupo social, estos nuevos «slackers» (desertores) se reconocen en ciertos códigos culturales que le son afines. Tanto la música de rock como el cine han recogido esta suave estética del vacío y la abulia. Grupos como Nirvana, Red Hot Chilli Peppers o Pearl Jam sintetizan lo que ha dado en llamarse el grunge, una mixtura del idealismo hippie de los 70 y el nihilismo punk de los 80. Las prendas rotas, aspectos andrajosos y una apariencia de «nada me importa» son los síntomas más representativos de esta corriente.
Asimismo, jóvenes directores como Gus Van Sant (Mi mundo privado), Hal Hartley (La verdad increíble) o Ben Stiller (Reality Bites) también muestran en sus films a esta paradigmática juventud.
No es casual que sus ídolos sean los hijos de viejos hippies, devenidos hoy en estrellas cinematográficas. Son admiradores de Winona Ryder -la protagonista del ya mencionado film Reality bites de próximo estreno en Argentina- que pasó muchos años viviendo en comunidad y sus padres pertenecen a la legendaria contracultura bitnik de la costa oeste norteamericana. River Phonix -el actor de Mi mundo privado, recientemente fallecido a causa de una sobredosis- simboliza al nuevo James Dean de los 90 y ese siniestro valor de los jóvenes famosos muertos.

Historias para una cultura acelerada
El título de Generación X proviene de la novela homónima de Douglas Coupland, un joven periodista canadiense nacido en una base de la OTAN en Alemania, que se convirtió rápidamente en best seller primero en Estados Unidos y luego en Europa.
Pensado como un libro «que describa lo que les pasaba a mis amigos», la historia narrada por Coupland es la de tres jóvenes que abandonan sus respectivos mundos para refugiarse en la tranquilidad del desierto de Palm Springs, en California, donde viven de trabajos mediocres pero en un escenario distinto. Mientras contemplan la naturaleza, se cuentan historias y dejan que los días se sucedan. No se trata de un cambio para mejorar, sino por la necesidad del cambio.
Hastiados de las computadoras y del mundo de marketing de las grandes ciudades, reconocen que en el terreno estéril del desierto las cosas no marchan del todo bien pero, al menos, marchan de otra manera.
En medio de la vida de estos tres seres autoexiliados en el desierto aparecen sus propias historias, plagadas de referencias de época, que reflejan sus propias confesiones y miedos. Todo enmarcado por una serie de consignas y neologismos que aparecen al costado de las páginas y que componen un glosario de items ideológicos -«comprar no es crear», «no soy un objetivo del mercado», «nuestros padres tenían más»-, y definiciones del nuevo tiempo -«punto de engorde» (cubículo de oficina donde se encuentra la computadora); «McJob» (trabajo mal pagado); «exitofobia» (miedo al éxito)- entre muchas otras.

Generación X made in Argentina
Es difícil poder decidir si los rasgos de esta nueva especie urbana pueden encontrarse en los jóvenes de nuestras ciudades. Si embargo, si bien pudo desarrollarse una versión porteña del yuppie neoyorquino -aunque, como corresponde a un país subdesarrollado, mucho más pobre, se puede concluir que, con rasgos diferenciales, existe una Generación X Argentina.
Más allá de esa juventud idealizada por algunos formadores de opinión, hay gran cantidad de hombres y mujeres de entre 25 y 30 años que descreen de las ventajas de vivir en una Buenos Aires cada vez más enferma y con menos oportunidades de desarrollo personal. Miran con recelo el esquema de competencia feroz propuesto como ideal y que obliga a una carrera esquizofrénica para encontrar un espacio, cada vez más limitado.
Son los que se convierten en pequeños cuentapropistas o buscan empleos que apenas les permiten sobrevivir pero que al menos les aseguran alguna tranquilidad. No obstante, estas limitaciones no permiten lograr una independencia más o menos estable. Y es así que algunos abandonan el hogar familiar para vivir en pequeños ambientes que muchas veces se ven obligados a compartir para conservar esa «libertad a medias», mientras otros deben continuar habitando a regañadientes en la casa de los padres. Para estos últimos, su habitación se convierte en el pequeñísimo espacio de libertad, un «bunker» donde resistir hasta que los vientos cambien.

¿Retrato de época o moda pasajera?
Las pregunta es: ¿La Generación X refleja un modelo de juventud que se corresponde con la realidad o simplemente es una etiqueta más de la sociedad de consumo? Sea como sea, algunos de los rasgos de esta Generación X están presentes en muchos jóvenes que parecen haber asimilado, al menos, una de las más penosas paradojas de la vida moderna: perder la juventud para conseguir dinero para luego derrochar ese dinero en la recuperación de la juventud perdida.
Han superado la fiebre posmoderna y la obsesión por el consumo, en sus más variadas y engañosas formas. Y reivindican para ellos el derecho a no comprar y a tener expectativas mínimas de vida, si tener que pagar un alto costo por ello.

1/6/94

El huevo de la serpiente

Por Pablo Lettieri
Publicado en EL ESPEJO

Vegetan en la marginalidad de las principales ciudades europeas. Son generalmente desempleados, y ahogan sus frustraciones atacando extranjeros y profanando tumbas. Constituyen una verdadera preocupación para los gobiernos debido a su desmedido crecimiento. Son los «cabezas rapadas», los Skinheads.

Solingen es una pequeña ciudad alemana cercana a Bonn. La mayor parte de sus 150 mil habitantes trabajan en la actividad metalúrgica, en especial en la fabricación de tijeras, famosas en todo el mundo. En las calles de esta aparentemente apacible localidad se puede leer la frase Auslander raus! (¡Fuera extranjeros!). Algo alejada del centro se encuentra la Plaza Weyersberg, donde los Skinheads se juntan para tomar cerveza y molestar a los extranjeros. Cerca de esa plaza, el año pasado cuatro «cabezas rapadas» incendiaron una casa donde murieron cinco mujeres turcas, entre ellas tres niñas, en el que se considera el peor ataque racista de la Alemania de posguerra.

El huevo de la serpiente
Los Skinheads aparecieron por primera vez en Gran Bretaña a fines de los años 60. Nacieron al grito de «Paki bashing» (algo así como «reventar a los pakistaníes»), consigna que incluía el asalto, maltrato y hasta asesinato de cualquier elemento extranjero que llegara a Inglaterra. En los setenta, sus operaciones comenzaron a declinar, pero luego encontraron contención en el partido nacionalista British Movement, en cuyas filas operaron hasta 1982, cuando esta facción desapareció.
Aunque en forma desorganizada, en los años siguientes establecieron distintos grupos, de los cuales el más importante fue Skrewdriver (Destornillador), cuyo líder, Ian Stuart Donaldson, tenía el apoyo del National Front (Frente Nacionalista), un partido de derecha radical.
A principios de los ochenta estos grupos comenzaron a emigrar hacia otros países europeos. Su estilo pseudoideológico comenzó a ganar adeptos entre los desempleados franceses primero y luego se extendieron a Alemania, Bélgica, Holanda, Escandinavia, Italia y España. Pero el mayor crecimiento tuvo lugar en Estados Unidos. Cuando llegaron hace poco más de cinco años eran sólo unos 400. En un año llegaron a 4.500 y siguen sumando miembros. Como en Europa, su accionar consiste en ataques a negros, judíos y a cualquier otra minoría racial o inmigrante.

Radiografía de un skin
Es importante tener en cuenta que los grupos ultraderechistas europeos mantienen profundas diferencias entre sí, producto de las distintas nacionalidades, ideologías y religiones de sus miembros. Pero tienen, al menos, un punto en común: el odio al extranjero.
Así, el antisemitismo de los neonazis ha derivado en xenofobia y por eso los Skinheads alemanes odian a los turcos, los franceses a los árabes, los españoles a los latinoamericanos, los austríacos a los húngaros y checos, y los rusos a los caucasianos.
Los Skinheads no suelen contar con una estructura política organizada, ya que tienden a ser nihilistas y se niegan a sumarse a algún tipo de agrupación. Son utilizados, no obstante, como punta de lanza por los grupos tradicionales de extrema derecha, que los consideran tropa fácil para acciones callejeras.
Al igual que los neonazis, los Skinheads rescatan viejos símbolos de los escombros de la primera mitad del siglo XX: cruces svásticas, uniformes alemanes, manoplas con tachas de metal, borceguíes. Desconocen el significado de estos símbolos pero no ignoran el efecto de terror que producen.
Tampoco poseen una ideología enraizada ni conciencia específica del significado de sus razonamientos filonazis. Son seres «anti»: anticapitalistas y antiliberales por ser pobres. Antisocialistas por oposición al establishment intelectual europeo. Pero su nazismo muere en la mera simbología, que reemplaza a la doctrina, y -como se ha visto- primero se ejerce la violencia y solamente después se busca la justificación ideológica.

Lo qué hay detrás
Más allá de las prácticas de violencia callejera, el extremismo de derecha y la xenofobia son consecuencia de la etapa de reconstrucción de los países capitalistas europeos, que empiezan a devolver la mano de obra del Tercer Mundo utilizada para su crecimiento hace tres décadas. Por otra parte, los gobiernos nunca hicieron una evaluación seria de las implicancias sociales de la unificación alemana tras la caída del Muro de Berlín. Y es este otro de los motivos por los cuales la simpatía hacia las acciones de estos grupos violentos creció de manera preocupante en Alemania. Un estudio realizado recientemente en ese país revela que el 35 por ciento de la población manifestó «comprender las tendencias derechistas como resultado del problema de los extranjeros».
Si los prejuicios raciales persisten a pesar de carecer de cualquier contenido lógico o racional, es porque permiten que se inculpe a un determinado grupo -los extranjeros- de los desequilibrios propios de un sistema injusto. Y porque impiden a los postergados rebelarse contra los verdaderos causantes de sus frustraciones. En resumen, el surgimiento del neonazismo contemporáneo no es otra cosa que una reacción contra el mercado mundial, disimulada bajo la máscara de la xenofobia.
Sin embargo, representa un grave riesgo minimizar estos fenómenos, por más patéticos y retrógrados que parezcan. En los años 30, quienes vieron en el nacionalsocialismo un mal menor ante el supuesto «verdadero peligro» que constituía el comunismo, se llevaron una sorpresa llamada Adolf Hitler.


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