Por Pablo Lettieri
"Si alguien me preguntara cuáles son
los lugares que más amé en mi vida,
diría que es el campo en Amanecer de Murnau
o la ciudad en el mismo film.
o la ciudad en el mismo film.
Pero nunca mencionaría un lugar que visité,
porque nunca visito nada.
porque nunca visito nada.
No me gustan los paisajes ni las cosas.
Me gusta la gente,
me intereso por las ideas y por los sentimientos".
me intereso por las ideas y por los sentimientos".
François Truffaut.
“Los films se parecen a quienes los hacen”, dijo alguna vez François Truffaut. Se refería a los grandes maestros como Griffith, Lubitsch, Murnau, Dreyer, Eisenstein, Renoir, Ford, Lang, Kurosawa, quienes a través de sus films han sabido expresar al mismo tiempo sus ideas acerca de la vida y del cine. Y esas ideas son consistentes y están presentadas de manera consistente.
Esa definición incluye, sin dudas, al propio Truffaut. Porque cada uno de sus films está impregnado de su espítiru. Y con cada uno de ellos se puede conocer a Truffaut, entender sus obsesiones, compartir su nostalgia, comprender su legendaria soledad.
Revelar circunstancias de la vida privada de los artistas puede —no siempre, pero sí en algunos casos— proveer de nuevas pistas para entender su obra. En el caso de Truffaut, la ecuación se invierte: porque es su obra, son sus films, los que descubren aspectos de su vida. O mejor, en Truffaut obra y vida se encuentran fusionadas, no pueden separarse.
François Truffaut nació en París en 1932, y fue anotado como hijo de Janine de Monferrand y Roland Truffaut. Tiempo después, François sospecharía que Roland no era, en realidad, su verdadero padre. Esta circunstancia lo marcaría para siempre y sería el inicio de una infancia, adolescencia y juventud nada apacibles, tal como lo demuestran las varias escuelas de las que escapó, la posterior temporada en un internado y el tiempo que pasó en prisión por desertar del ejército. Todos estos acontecimientos que, de una u otra forma, aparecerían luego en sus films.
Por esa época el joven Truffaut encontró refugio y evasión en los libros y, fundamentalmente, en el cine, al que acudió como un adicto y que fue su pasión excluyente. La novela decimonónica y los directores estadounidenses del Hollywood clásico, además de algunos franceses como Renoir, Guitry, Vigó y, fundamentalmente Hitchcock —un “sumo sacerdote si el cine fuera una religión”— fueron sus principales fuentes de inspiración.
Gracias a André Bazin —su padre adoptivo, su maestro, su amigo— comenzó a escribir en Cahiers du Cinéma y luego en Arts. Su ataque frontal al cinéma de qualité francés (sobre todo a partir de la publicación de su artículo más polémico y famoso, Una cierta tendencia del cine francés, hoy considerado un manifiesto), le valió ser desterrado como crítico en Cannes en 1958 , donde volvería sin embargo un año después para obtener el segundo premio más importante del festival, el de mejor dirección, por su primer largometraje: Los 400 golpes.
Después del estreno de Los 400 golpes, el cine francés —se podría también decir “el cine”, en general— no fue el mismo. El film no sólo promovió a Truffaut como la figura más importante de la cinematografía francesa en mucho tiempo. También se erigió como una de las obras fundacionales de la nouvelle vague, el movimiento cinematográfico más influyente de la segunda mitad del siglo XX, que cambió para siempre la manera de ver y concebir al cine. E inició la saga de Antoine Doinel, caso único en la historia en el cual se funden personaje (Doinel), actor (Jean-Pierre Léaud) y director (Truffaut), y es difícil saber dónde termina uno y empieza el otro. La saga fue continuada por Antoine y Colette (episodio de El amor a los veinte años, 1962), Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979).
Después del estreno de Los 400 golpes, el cine francés —se podría también decir “el cine”, en general— no fue el mismo. El film no sólo promovió a Truffaut como la figura más importante de la cinematografía francesa en mucho tiempo. También se erigió como una de las obras fundacionales de la nouvelle vague, el movimiento cinematográfico más influyente de la segunda mitad del siglo XX, que cambió para siempre la manera de ver y concebir al cine. E inició la saga de Antoine Doinel, caso único en la historia en el cual se funden personaje (Doinel), actor (Jean-Pierre Léaud) y director (Truffaut), y es difícil saber dónde termina uno y empieza el otro. La saga fue continuada por Antoine y Colette (episodio de El amor a los veinte años, 1962), Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979).
Fuera del ciclo Doinel, su filmografía se completa con una obra ecléctica en la que abordó el relato policial (Disparen sobre el pianista, Confidencialmente tuya), la ciencia ficción (Farenheit 451), el trhiller romántico (La sirena del Mississippi), el melodrama (La mujer de la próxima puerta), el film de época (Las dos inglesas, La historia de Adela H.), el cine testimonial (El niño salvaje) y el autoreferencial (La noche americana).
Pero las constantes de su cine —vida y obra unidas de manera inseparable— ya están presentes en aquel film iniciático, en varios sentidos, que fue Los 400 golpes. Y que, a más de cuatro décadas, conserva intacto su carácter inconformista, personal, vital.