Por Ariel Magnus
Publicado en RADAR LIBROS
Entre las paradojas que abundan en la obra de Thomas Bernhard, dos parecen haber sido especialmente fructíferas. La primera radica en el movimiento estático o la inmovilidad en marcha. Sentados, acostados o de pie, pero de preferencia quietos, sus personajes hablan o piensan a la carrera, vertiginosamente. Esas voces, interiores o exteriorizadas, propias y ajenas, toman el lugar del casi nulo movimiento físico, transformándose en la acción misma del relato. Las frases largas y circulares, por su carácter pleonástico verdaderos remolinos de palabras, generan el movimiento físico que le está vedado a los cuerpos, muchas veces tullidos o paralizados por alguna enfermedad. Ese saludable movimiento, que apenas si alguna vez se toma un punto y aparte de descanso, sólo se aquieta cuando el libro acaba, cuando el libro calla. Dentro de sus límites no se admiten espacios en blanco, silencios gráficos, cesuras, muerte. Aunque convalecientes, suicidas, moribundas, las voces no se están quietas, y en eso reside la segunda, más que fructífera paradoja de la obra de Bernhard: hablar continuamente de la enfermedad y de la muerte, y en ese flujo continuo generar vida.
Para Thomas Bernhard, como para su adorado Schopenhauer, pocas cualidades hablaban mejor de un hombre que su musicalidad. Alguien musical es aquel que ha alcanzado el grado máximo de expansión de su espíritu. Bernhard mismo había estudiado música (quería ser cantante) y nunca ocultó que ese aspecto era el que más le interesaba explotar en su prosa. Al igual que el continuo verbal, la busca de una prosa netamente melódica no era para el austríaco un fatigoso artificio retórico (como acabó siendo para muchos de sus imitadores) o un valor agregado, una elegancia (como por lo general se concibe la musicalidad en la literatura), sino una necesidad intrínseca al espíritu de su escritura, su máxima expansión. Lograr música con palabras era lograr una voz, la suya propia. “Bernhard hablaba como escribía”, recuerda el dramaturgo Hermann Beil, amigo personal del escritor y lector público de sus obras, en diálogo con Radarlibros. “Me acuerdo que una vez estuve cuatro horas sentado con él en un bar y las cuatro horas habló ininterrumpidamente. Había tres personas más sentadas a la mesa, pero cada vez que alguno de nosotros abría la boca Bernhard le robaba las palabras y empezaba a armar con ellas juegos de palabras y frases que eran como volutas verbales. Se había quedado fascinado con la cara de una chica que vio en la calle, y a intervalos regulares volvía a la cara de esa chica vista al pasar.” Más de una vez, guiada por un extraño concepto del realismo, ese concepto de por sí tan extraño, la crítica (sobre todo la austríaca, que nunca perdonó la violenta sinceridad con que Bernhard habla de sus coterráneos) le echó en cara que sus personajes no hablan como habla la gente, lo que ya se deduce del hecho de que hablan todos igual. En el texto que da título al libro El imitador de voces, Bernhard les da la razón: después de que el imitador de voces muestra su arte magistral, “cuando le propusimos que como cierre imitara su propia voz, dijo que eso no podía”. Bernhard, una de las voces más originales del siglo pasado, sólo podía eso, magistralmente.
A Thomas Bernhard no le gustaba leer en público. O tal vez le gustaba, pero no lo hacía a menudo. Hermann Beil fue testigo de una esas raras lecturas públicas. “Después de escucharlo, volví a casa y empecé a leer sus libros en voz alta. Todavía no sabía que terminaría leyéndolos en público. Leer un texto de Bernhard es como leer una partitura: hay que internalizarlo hasta que salga solo. Ya leí unas sesenta veces El sobrino de Wittgenstein, pero cada vez que llego a la parte en donde él dice: ‘No soy un hombre bueno, sencillamente no tengo un buen carácter’, a mí me corre hielo por la espalda. Algunos me critican diciendo que yo no leo sino que canto. Puede ser, pero entonces es Bernhard el que canta conmigo.” Desde hace poco, un CD doble (ver recuadro) recupera la voz física de Bernhard para los que no tuvimos la suerte de poder disfrutarla en vivo. Escuchar a un autor leerse a sí mismo puede ser una experiencia memorable (Cortázar) u olvidable (Borges), pero en el caso de Bernhard es esencial: es como leerlo con los oídos, como encontrarse con la réplica física de esa voz virtual que fuimos construyendo en nuestras cabezas durante su callada lectura. Bernhard decía que no es bueno ir a conocer los lugares que frecuentaban los autores que amamos. No dijo cuán bueno podía ser que esos autores nos visiten a nosotros.
Desde muy chico, Bernhard supo que tenía una enfermedad pulmonar incurable. La muerte no era para él una amenaza al fin del camino sino una compañera de ruta. “¿Ves que tengo un hombro más bajo que el otro?”, interpela en una entrevista televisiva a su periodista fetiche Krista Fleischmann. “Es la muerte que me llama.” Acudió al llamado hace 15 años, el 16 de febrero de 1989, después de dejar todo el aire de su pecho convaleciente en decenas y decenas de libros inquietos, furiosos, cuya audible voz blanquinegra contiene un aliento vital capaz de trascender las página y apagar las velitas. Porque, de estar vivo, el martes pasado habría cumplido 74 años. Y ése es el aniversario que cuenta. Felices 74, Thomas Bernhard.