Por María Seoane
Publicado en CLARIN
Una isla entre las 350 islas, canales y ríos que cruzan el delta del Tigre pudo seguir siendo el lugar bucólico donde la virtud, el placer y la vida explotaran, como en primavera explotan las flores y el deseo. Podía seguir siendo el territorio enmalezado de un recreo donde el cardenal Antonio Caggiano continuara buscando el reposo por la fatiga de haber conducido a la Iglesia Católica argentina durante medio siglo. En los primeros meses de 1979, sin embargo, Caggiano estaba por morir y la vida en la Argentina era una variable de ajuste del poder terrenal. Un poder enervado ante la posibilidad de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a la Argentina esa primavera, ante el alud de denuncias de violación a los derechos humanos y la presión de la administración norteamericana del presidente James Carter sobre la ferocidad de la dictadura argentina. Si la diplomacia del silencio parecía terminar con esa visita de la CIDH, el poder del silencio y del secreto de los crímenes cometidos y por cometer debía ejercer una fuerza inversa casi sobrenatural para ocultarlos a los ojos del mundo.
Horacio Verbitsky vuelve a escribir —como hizo con El vuelo— sobre el destino de los desaparecidos y prisioneros en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Esta vez, en El silencio, el autor hace una nueva revelación casi metafísica sin antecedentes en el mundo: la existencia de un campo de concentración en una propiedad eclesiástica. Y que en esa isla del Tigre, llamada "El silencio", que la iglesia vendió a los grupos de tarea de la Armada recalaron, para escapar a los ojos de la CIDH, numerosos prisioneros de la ESMA.
Durante el juicio a las juntas militares en 1985, y en años posteriores, se escucharon testimonios de sobrevivientes y familiares de desaparecidos sobre la colaboración de ciertos estamentos religiosos con la represión. Verbitsky retoma testimonios ya conocidos pero agrega precisiones sobre cómo fue el nivel de colaboración de esos estamentos en la ESMA, donde fueron recluidos en su mayoría militantes montoneros y religiosos vinculados a las ideas de catequesis del Concilio Vaticano II que habían tomado el camino de una iglesia defensora de los pobres vinculados a la izquierda peronista. El autor lo hace con testimonios en salas judiciales, con entrevistas a los sobrevivientes —entre ellos, Graciela Daleo y Víctor Basterra—, con entrevistas a religiosos y a militares vinculados a la represión. Con singular precisión, y con la inestimable colaboración de la periodista francesa Marie-Monique Robin, Verbitsky analiza las matrices que llevaron en tiempos de la Guerra Fría a que la iglesia militarizara la piedad y reivindicara en pleno siglo XX las prácticas y objetivos de la Inquisición: esta vez, los herejes eran los comunistas, ateos y revolucionarios de todas las latitudes fueran laicos o religiosos.
Verbitsky señala cómo hacia 1958 desembarcó en la Argentina la primera avanzada de la Cité Catholique, un brazo de una organización monárquica L'Action Francaise creada por Charles Maurras. El jefe de la Cité fue Jean Ousset y tuvo entre sus colaboradores —señala Verbitsky— a un experto francés en acción psicológica, coronel Jean Gardes, que desarrollaron el concepto de "subversión" para combatir sin ley ni moral a quienes consideraban enemigos. Se sabe que entre ellos estuvo el propio Charles De Gaulle, acusado por estos prohombres de haber traicionado a Francia al retirar las tropas de Argelia, a la que habían sometido como campo de tortura. Estos antecedentes sirven a Verbitsky para contar el desembarco en Buenos Aires del enviado de Ousset y su relación con el Ejército argentino. Gardes contará en sus notas cómo en 1963 el capitán de corbeta Francisco Lucas Roussillon le propuso darle protección a cambio de asesoramiento en técnicas antisubversivas. Este fue el inicio de un adoctrinamiento de la Armada en esa técnica, bajo la idea tremenda, compartida entonces por el cardenal Caggiano, de que la guerra anticomunista era "una guerra santa e interna, es decir, contra los ciudadanos".
En 1961, se inauguró con la presencia de Caggiano y del entonces presidente Frondizi el Curso Interamericano de Guerra Contrarrevolucionaria en la Escuela Superior de Guerra: allí, una de las consignas era explicar lo que el obispo Dietrick von Niekin pensaba en 1411 de los "infieles": "Cuando la Iglesia se ve amenazada deja de estar sujeta a los mandamientos de la moral…" Es decir, la idea de la Inquisición puesta en la cabeza de los oficiales argentinos siguió su curso implacable. Verbitsky señala, ahora centrando la lupa en la relación entre el Vicariato Castrense y la Armada argentina, que hacia 1975, cuando el cardenal Caggiano dejó en manos del obispo Adolfo Servando Tortolo el Vicariato Castrense y de su secretario familiar y privado, monseñor Emilio Grasselli, la secretaria del vicariato y del provicario Victorio Bonamín las tareas de purificar las almas de los militares que no se sujetaran a "ningún mandamiento moral" para su tarea de "pacificar" la Argentina convulsionada, comenzó un largo contubernio de ese sector de la Iglesia con la represión.
Una parte importante del libro de Verbitsky es el detalle de cómo con la colaboración de un sector de la jerarquía eclesiástica los catequistas y sacerdotes "díscolos" eran desprotegidos por su orden y luego secuestrados. Desfilan, así, los casos del secuestro y desaparición de Mónica Quinteiro, María Marta Vázquez Ocampo y su esposo César Lugones, de Mónica Mignone y de los sacerdotes jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics. Con una prosa ágil, notablemente transparente, distanciada, que por momentos asemeja a una descripción donde el solo hecho narrado produce una conmoción destilada y dolorosa sobre el lector, Verbitsky vincula al actual cardenal primado de la Argentina, Jorge Mario Bergoglio con el caso del secuestro de los jesuitas Yorio y Jalics, en 1977, entonces sacerdotes de la villa del Bajo Flores.
Con testimonios a favor y en contra, que incluyen el de Bergoglio, el de los jesuitas mencionados y el de la abogada de derechos humanos y amiga de Bergoglio, Alicia Oliveira, Verbitsky abre el más tremendo enigma (se llega a sostener que el actual cardenal estuvo presente en un interrogatorio a uno de los jesuitas secuestrados) sobre la responsabilidad en ese caso de quien tiene hoy la tarea de cuidar las almas de los argentinos y la moral a los poderes públicos.
El libro toma un curso infernal a partir del momento en que se anota la seducción del Papa Paulo VI por Emilio Massera, el acuerdo del entonces nuncio apostólico Pío Laghi y del arzobispo Tortolo y sus vicarios Grasselli y Bonamín en el proceso de "recuperación" —llamando así al proceso por el cual los militantes montoneros secuestrados en la ESMA debían trabajar como mano de obra esclava al servicio de los planes políticos del almirante— de los chupados en el casino de oficiales de la marina. Se cuentan diálogos espeluznantes entre Grasselli y los familiares desesperados de la víctima que lo visitaban. Las listas que manejaba y chequeaba permanentemente con la Armada y la ESMA, sus definiciones de si estaban vivos o muertos, sus mentiras, su posible visita a ver los chupados en la ESMA y cómo eran sus vínculos con los marinos del grupo de tareas del almirante para participar en la gesta de "salvación" de esos militantes. La participación del sacerdote venezolano Alfonso Naldi en la operación donde Grasselli enviaba al exterior a los secuestrados de la ESMA y la narración minuciosa de cómo ese grupo de tareas se transformó en una unidad de negocios para estafar y robar —el caso del marino traficante de armas y suicidado Horacio Estrada o de Ricardo Cavallo, detenido en México y enviado a España— completan esta novela trágica de la Argentina. Grasselli fue citado en numerosos juicios y fue entrevistado para este libro. Da su posición. Sin embargo, la cadena de hechos que llevan a venderle al marino Jorge Radice, responsable de los negocios inmobiliarios de la ESMA, la isla "El silencio", en una transacción con documentos falsos secuestrados a uno de los prisioneros de la Marina, es de una magnitud de difícil elusión. El infierno en nombre de la fe adquiere un perfil preciso en el libro de Verbitsky cuando se describe con detalles que involucran testimonios de muchos isleños cómo los últimos secuestrados de la ESMA —el caso de Telma Jara de Cabezas— permanecieron ocultos o cómo trabajadores esclavos o, apresados por la banalidad del mal fueron obligados a acompañar en jornadas de pesca a sus captores, en esa santa isla en 1979. A tantos años de aquella tragedia, el viaje por el delta hacia "El silencio" tiene la potencia de lo sobrenatural y de la interpelación más profunda para los hombres de fe. Deja el testimonio más pleno de que la moral cristiana se hundió, en aquellos años tremendos, en el lodo de la boca del Chañá Miní.