Por Alan Pauls
Michel Houellebecq es uno de esos escritores que ya no tienen currículum sino prontuario. A esta altura del partido no son tanto sus libros los que llaman la atención en lo que los medios dicen de él; son sobre todo sus apariciones públicas, sus escándalos, sus monosílabos, sus exilios, sus performances como poeta-rapper, sus condenas a muerte, sus cambios de editor. Curiosa inflación de la figura de un escritor que si de algo puede jactarse es de haber apostado todo, incluso –o empezando por– su capital personal, a una sola ficha: convertirse en una máquina de describir, un dispositivo a la vez muy viejo y muy nuevo dedicado a relevar, a observar, a registrar... ¿qué, exactamente? No el yo, sin duda, no la subjetividad ni la interioridad humanas, sino la lógica fluida y monstruosa y asordinada que los corroe, los ridiculiza y quizá los extingue: la lógica de un mundo colonizado por el mercado, el mundo poscapitalista.
Es fácil leer la obra de este ex ingeniero agrónomo como una literatura “de agenda”. A lo largo de trece años y cinco novelas (Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales, Lanzarote, Plataforma, La posibilidad de una isla), Houellebecq ha explorado con una puntualidad asombrosa el repertorio de endemias más representativo y espectacular del occidente contemporáneo: el corporativismo, el consumo, el turismo sexual, la clonación, los experimentos biogenéticos, las ingenierías poshumanas, el terrorismo, el milenarismo, las sectas, los desastres naturales, la saturación hedonista, la pedofilia, el poder tecnocientífico, la información... Nada que haya gozado de quince minutos de fama en la primera plana de un diario o un noticiero de televisión puede faltar en una novela de Houellebecq. Gran balzaciano, este panoramista impasible tiene un ojo clínico que no tiene nadie y siempre se empeña en orientarlo hacia un objeto informe, irritante, a la vez ineludible y pedestre, que la literatura sólo toca con pinzas o para reducirlo a un mero decorado. Ese objeto es “la actualidad”, esa compulsiva vidriera de goces donde coexisten en pie de igualdad Steve Jobs y la estrella porno de moda, las vacas locas y David Bisbal, la nueva conjetura sobre el origen del universo y el último grito en atentados fundamentalistas, Philippe Sollers y el lanzamiento de la cámara Sony DSCF-101 con tres millones de pixeles. Enfrentado con la actualidad, Houellebecq actúa como un escáner implacable. Caracteriza universos, cataloga tipos, señala tendencias. Nada de la industria del presente parece escapársele. Pero esa perspicacia luminosa está teñida, como cortada por una especie de sarcasmo amargo, casi tóxico, el tipo de mal gusto que dejan en la boca todos esos saberes que sociólogos, semiólogos y mitólogos acuñaron a fines de los años ‘60 para criticar el capitalismo posindustrial y ahora, cuarenta años más tarde, son bibliografía obligatoria en las sesiones de marketing donde se piensa cómo seguir reproduciéndola.
Ese efecto de resaca histórica es uno de los factores más notables de la ficción de Houellebecq, mucho más, quizá, que el cinismo que reivindican a menudo sus personajes o que los sopapos que sus provocaciones políticas propinan al lector biempensante. Otro factor, que hace un juego perfecto con la resaca, es el tono que esa ficción elige para desplegarse. Es el tono crudo, neutro y como anestesiado de un informante escrupuloso pero exhausto, obligado a informar sobre un estado de cosas que no necesita de él, ni de su informe, ni de su tono, ni de nada que no sea él mismo, la propia compulsión que ese estado de cosas experimenta para seguir, para ir más allá, básicamente más allá de lo humano. Es el tono –para hacernos una rápida idea– de un Albert Camus que permanece en vela, pero ya no tiene una sola gota de energía, lobotomizado por años y años de estadísticas, cálculo de trends, trabajos de campo, sondeos de opinión, compulsas motivacionales. Es el tono de un burócrata vitalicio atrapado en la peor de las situaciones: no poder evitar ocuparse de un mundo que ya no lo desea. Mucho más que los temas calientes, las bravuconadas sexuales o la incorrección política, es ese idioma implacable y deshidratado lo que nos corta el aliento en los libros de Houellebecq, del mismo modo en que, en un escritor como Sade, el escándalo viene menos de las aberraciones eróticas que de la prosa distante y gélida que las narra. Hay en efecto algo en esa lengua administrativa de Houellebecq –escritor “frío”, “sin alma”, “desapegado”, como lo describe a menudo la prensa– que recuerda inevitablemente al decir maquínico de Sade, el escritor más candente de la literatura francesa: el mismo talento descriptivo, la misma capacidad de razonar el goce del Mal, la misma impunidad para mimetizarse con posiciones intolerables. La misma adicción a una risa negra, sin fondo. Y la misma arte para reducir un gran fantasma occidental, el sexo, a un manual de instrucciones seco pero eficaz, que cualquier hijo de vecino puede poner en práctica en casa sin dificultades.
Hay mucho sexo en los libros de Houellebecq; quizás el mejor, el sexo menos erótico y más contagioso que pueda rastrearse en la ficción contemporánea. Es un sexo que tiene al menos tres variantes. La primera –sin duda una de las más originales– es problemática, desdichada, siempre insatisfactoria: es un sexo de gente traumatizada o vaciada de deseo. Otra es el sexo eficaz, exitoso, en el que cada órgano y cada deseo buscan y encuentran siempre su lugar; el sexo literal que Houellebecq parece calcar del cine porno como nadie, asordinando siempre el énfasis virtuoso que lo envuelve en la pantalla. La tercera es el sexo extático, el que corona o transgrede la voluntad de eficacia con un plus inclasificable que se vive como un trance (un desvanecimiento, un deseo de muerte). Cada una de esas variantes sexuales implica una cierta economía del tiempo: la primera es la interrupción; la segunda, la continuidad mecánica; la tercera, una especie de abolición abrupta y brutal. De las tres, la segunda es la que mejor responde al mundo pleno y autosuficiente de las novelas de Houellebecq, donde dos ideas como fornicar y vomitar pueden tentar al mismo tiempo, con las mismas chances de ganar, al tipo que mira a una mujer que le sonríe. Las otras dos, la torpe y la mística, brillan siempre como dos anomalías aristocráticas. Una es un síntoma, el rastro tragicómico pero vivo que deja una humanidad en retirada; la otra es sin duda una felicidad, pero una felicidad imposible, siempre condenada al desastre. Ambas encierran, sin embargo, esa energía desesperada y romántica que tarde o temprano termina tajeando como un relámpago el famoso depresionismo houellebecquiano.
Ampliación del campo de batalla cita a Barthes: “De pronto me fue indiferente no ser moderno”. Houellebecq se apropia de esa indiferencia y parece dictaminar: las alternativas al desierto poscapitalista no son, no podrían ser modernas, porque la modernidad es la madre del poscapitalismo; las alternativas sólo podrían ser anacrónicas. Las alternativas son la poesía (que por algún milagro siempre parece sobrevivir al desencanto houellebecquiano), las evidencias de cierto sentido común existencial (“En el fondo uno nace solo, vive solo y muere solo”, reflexiona en algún momento un personaje), la emoción simple, el sentimiento desnudo, el afecto del que prácticamente es imposible decir nada, nada al menos que pueda corromperlo con alguna dosis de inteligencia. Esas son las únicas islas posibles. “He tenido que conocer/ Lo mejor que hay en la vida,/ Dos cuerpos que disfrutan de su felicidad/ Uniéndose y renaciendo sin fin”, dice el último poema de La posibilidad de una isla, el poema que enciende la mecha y empuja a una mujer neohumana a desertar del posmundo en el que vegeta y a buscar una nueva utopía humana.
¿Y si el cínico, el pesimista, el gran desapegado fuera en el fondo un sentimental? ¿Y si la apatía con que las ficciones de Houellebecq constatan la lógica de un presente atroz estuviera siempre acechada por la sombra de un sueño crédulo: el sueño de que “dos cuerpos que disfrutan de su felicidad” rompan el cerco de lo actual y reintroduzcan un poco de tiempo real –un poco de pasado y de futuro–, no sé si en nuestras vidas pero sí, al menos, en nuestras novelas? En su primera novela, Houellebecq ya confesaba el desafío que había asumido al escribir ficción: encontrar la forma novelesca capaz de retratar la indiferencia, el vacío, la nada. La forma más adecuada a una civilización que –salvo las sardinas en lata– ya no concibe nada de larga duración. Las cuatro novelas que publicó prueban que la encontró, pero que al mismo tiempo que esa forma adecuada al mundo encontró también su resistencia y su antídoto: una suerte de neoinocencia, el extraño tipo de entusiasmo y de confianza que –inyectándole tiempo, todo ese tiempo que el mundo ya no tiene– la contradicen y la ponen en peligro.
Es fácil leer la obra de este ex ingeniero agrónomo como una literatura “de agenda”. A lo largo de trece años y cinco novelas (Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales, Lanzarote, Plataforma, La posibilidad de una isla), Houellebecq ha explorado con una puntualidad asombrosa el repertorio de endemias más representativo y espectacular del occidente contemporáneo: el corporativismo, el consumo, el turismo sexual, la clonación, los experimentos biogenéticos, las ingenierías poshumanas, el terrorismo, el milenarismo, las sectas, los desastres naturales, la saturación hedonista, la pedofilia, el poder tecnocientífico, la información... Nada que haya gozado de quince minutos de fama en la primera plana de un diario o un noticiero de televisión puede faltar en una novela de Houellebecq. Gran balzaciano, este panoramista impasible tiene un ojo clínico que no tiene nadie y siempre se empeña en orientarlo hacia un objeto informe, irritante, a la vez ineludible y pedestre, que la literatura sólo toca con pinzas o para reducirlo a un mero decorado. Ese objeto es “la actualidad”, esa compulsiva vidriera de goces donde coexisten en pie de igualdad Steve Jobs y la estrella porno de moda, las vacas locas y David Bisbal, la nueva conjetura sobre el origen del universo y el último grito en atentados fundamentalistas, Philippe Sollers y el lanzamiento de la cámara Sony DSCF-101 con tres millones de pixeles. Enfrentado con la actualidad, Houellebecq actúa como un escáner implacable. Caracteriza universos, cataloga tipos, señala tendencias. Nada de la industria del presente parece escapársele. Pero esa perspicacia luminosa está teñida, como cortada por una especie de sarcasmo amargo, casi tóxico, el tipo de mal gusto que dejan en la boca todos esos saberes que sociólogos, semiólogos y mitólogos acuñaron a fines de los años ‘60 para criticar el capitalismo posindustrial y ahora, cuarenta años más tarde, son bibliografía obligatoria en las sesiones de marketing donde se piensa cómo seguir reproduciéndola.
Ese efecto de resaca histórica es uno de los factores más notables de la ficción de Houellebecq, mucho más, quizá, que el cinismo que reivindican a menudo sus personajes o que los sopapos que sus provocaciones políticas propinan al lector biempensante. Otro factor, que hace un juego perfecto con la resaca, es el tono que esa ficción elige para desplegarse. Es el tono crudo, neutro y como anestesiado de un informante escrupuloso pero exhausto, obligado a informar sobre un estado de cosas que no necesita de él, ni de su informe, ni de su tono, ni de nada que no sea él mismo, la propia compulsión que ese estado de cosas experimenta para seguir, para ir más allá, básicamente más allá de lo humano. Es el tono –para hacernos una rápida idea– de un Albert Camus que permanece en vela, pero ya no tiene una sola gota de energía, lobotomizado por años y años de estadísticas, cálculo de trends, trabajos de campo, sondeos de opinión, compulsas motivacionales. Es el tono de un burócrata vitalicio atrapado en la peor de las situaciones: no poder evitar ocuparse de un mundo que ya no lo desea. Mucho más que los temas calientes, las bravuconadas sexuales o la incorrección política, es ese idioma implacable y deshidratado lo que nos corta el aliento en los libros de Houellebecq, del mismo modo en que, en un escritor como Sade, el escándalo viene menos de las aberraciones eróticas que de la prosa distante y gélida que las narra. Hay en efecto algo en esa lengua administrativa de Houellebecq –escritor “frío”, “sin alma”, “desapegado”, como lo describe a menudo la prensa– que recuerda inevitablemente al decir maquínico de Sade, el escritor más candente de la literatura francesa: el mismo talento descriptivo, la misma capacidad de razonar el goce del Mal, la misma impunidad para mimetizarse con posiciones intolerables. La misma adicción a una risa negra, sin fondo. Y la misma arte para reducir un gran fantasma occidental, el sexo, a un manual de instrucciones seco pero eficaz, que cualquier hijo de vecino puede poner en práctica en casa sin dificultades.
Hay mucho sexo en los libros de Houellebecq; quizás el mejor, el sexo menos erótico y más contagioso que pueda rastrearse en la ficción contemporánea. Es un sexo que tiene al menos tres variantes. La primera –sin duda una de las más originales– es problemática, desdichada, siempre insatisfactoria: es un sexo de gente traumatizada o vaciada de deseo. Otra es el sexo eficaz, exitoso, en el que cada órgano y cada deseo buscan y encuentran siempre su lugar; el sexo literal que Houellebecq parece calcar del cine porno como nadie, asordinando siempre el énfasis virtuoso que lo envuelve en la pantalla. La tercera es el sexo extático, el que corona o transgrede la voluntad de eficacia con un plus inclasificable que se vive como un trance (un desvanecimiento, un deseo de muerte). Cada una de esas variantes sexuales implica una cierta economía del tiempo: la primera es la interrupción; la segunda, la continuidad mecánica; la tercera, una especie de abolición abrupta y brutal. De las tres, la segunda es la que mejor responde al mundo pleno y autosuficiente de las novelas de Houellebecq, donde dos ideas como fornicar y vomitar pueden tentar al mismo tiempo, con las mismas chances de ganar, al tipo que mira a una mujer que le sonríe. Las otras dos, la torpe y la mística, brillan siempre como dos anomalías aristocráticas. Una es un síntoma, el rastro tragicómico pero vivo que deja una humanidad en retirada; la otra es sin duda una felicidad, pero una felicidad imposible, siempre condenada al desastre. Ambas encierran, sin embargo, esa energía desesperada y romántica que tarde o temprano termina tajeando como un relámpago el famoso depresionismo houellebecquiano.
Ampliación del campo de batalla cita a Barthes: “De pronto me fue indiferente no ser moderno”. Houellebecq se apropia de esa indiferencia y parece dictaminar: las alternativas al desierto poscapitalista no son, no podrían ser modernas, porque la modernidad es la madre del poscapitalismo; las alternativas sólo podrían ser anacrónicas. Las alternativas son la poesía (que por algún milagro siempre parece sobrevivir al desencanto houellebecquiano), las evidencias de cierto sentido común existencial (“En el fondo uno nace solo, vive solo y muere solo”, reflexiona en algún momento un personaje), la emoción simple, el sentimiento desnudo, el afecto del que prácticamente es imposible decir nada, nada al menos que pueda corromperlo con alguna dosis de inteligencia. Esas son las únicas islas posibles. “He tenido que conocer/ Lo mejor que hay en la vida,/ Dos cuerpos que disfrutan de su felicidad/ Uniéndose y renaciendo sin fin”, dice el último poema de La posibilidad de una isla, el poema que enciende la mecha y empuja a una mujer neohumana a desertar del posmundo en el que vegeta y a buscar una nueva utopía humana.
¿Y si el cínico, el pesimista, el gran desapegado fuera en el fondo un sentimental? ¿Y si la apatía con que las ficciones de Houellebecq constatan la lógica de un presente atroz estuviera siempre acechada por la sombra de un sueño crédulo: el sueño de que “dos cuerpos que disfrutan de su felicidad” rompan el cerco de lo actual y reintroduzcan un poco de tiempo real –un poco de pasado y de futuro–, no sé si en nuestras vidas pero sí, al menos, en nuestras novelas? En su primera novela, Houellebecq ya confesaba el desafío que había asumido al escribir ficción: encontrar la forma novelesca capaz de retratar la indiferencia, el vacío, la nada. La forma más adecuada a una civilización que –salvo las sardinas en lata– ya no concibe nada de larga duración. Las cuatro novelas que publicó prueban que la encontró, pero que al mismo tiempo que esa forma adecuada al mundo encontró también su resistencia y su antídoto: una suerte de neoinocencia, el extraño tipo de entusiasmo y de confianza que –inyectándole tiempo, todo ese tiempo que el mundo ya no tiene– la contradicen y la ponen en peligro.