5/7/06

"El Niño Argentino": Cartografía de una obra

Por Mauricio Kartun

Antes del estreno, el Teatro San Martín me pide como siempre unos párrafos para acompañar el programa de mano. Suele ser una especie de mapa con el que recorrer de manera más práctica el laberinto de esa ciudad que configura cada obra. De evitar malos entendidos. De indicar qué, dónde y en qué horario visitar. Tiene su riesgo, es verdad: puede hacer del viajero un turista. Domesticarlo. He adoptado la costumbre, sin embargo. Me tranquiliza. Y me permite reprimir sin grandes dudas la odiosa costumbre de cargarle a la obra guiños innecesarios. Una negociación como cualquier otra. El programa me ha parecido siempre el último soporte legítimo que debería sostener cierta información sobre una pieza. Más allá, todo es obviedad. La posibilidad de escribir esta nota me permite ampliar ahora ese planito a gran formato. De ponerle fotitos y alguna viñeta. No será ya el espectador el que lo lea antes de la función pero, entrándole después, vaya a saber qué nuevos paseos encuentra. O cómo observa con más paciencia (o más piedad) los ya recorridos.

Va la cartografía primero, entonces, y veremos luego su detalle.

 Alabanzas de Achalay

Todos los grandes hechos de la historia universal se repiten dos veces. Una vez como tragedia y la otra como parodia.

Karl Marx. El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte


Debilidad por los versitos obscenos. Chabacanos. Desde chico: afición por esas parodias de tablado, esa cosa de ratero de secundario en el fondo de unos billares: “–Majestad, que soy princesa: la puntita nada más... Majestad, que estoy con la regla... . –¡Ni aunque estés con el compás...!”. En el carnaval, en la borrachera, en la tarima deslenguada del varieté, carcajeamos de lo escatológico (literalmente: Relativo a la vida de ultratumba), para ahuyentar a gritos a la Parca. Cuanto más fuerte mejor, para que escuche con qué ganas estamos vivos. Horror y risa. “Incipit tragoedia –dice Nietzsche–, incipit parodia.”

Me debía esta obra desde aquellos días de estudiante fracasado en el Bar Plaza de San Martín; en el tornavías abandonado del ferrocarril, jugando a la morra por cigarrillos Unión. Este homenaje a la inefable Achalay me ha dado la oportunidad. País generoso. ¡Chapeau, Achalay! Una turbia farándula de cómicos de balneario. Y un excéntrico musical. ¿Habría algo mejor para esta épica guasa? El soberbio payaso blanco todo genio, almidón y retruécano ocurrente. El tony, todo humillación, hematoma y picardía (ay, la picardía... esa forma resignada y desnutrida de la inteligencia que el poder le reserva a los criados). Achalay se merecía, cómo no, este género menor. Y tanto más (es todo tan dichoso en esa tierra en derrotero...). Una noche con caviar beluga y, a la siguiente, con pizza de ananá y palmitos, el champán allá es siempre inagotable. Jugosa, grasa y sana su carne. Hija de su pastura rica y fresca. Nieta del humus oscuro, gordo y descompuesto. Lo corrompido allí es auténtica fortuna. Estimo y respeto a Achalay. He vivido allí, claro. Apego entrañable por su gente. Patriótica, fervorosa y pía. Siempre dispuesta a olvidar y perdonar: un día que se vayan todos y al siguiente, adelante, esta es su casa. Eternamente embelesados por la emoción del laurel sportivo, la adoración por la habilidad inútil es allí inenarrable. Soy casi uno más. Honro hincado sus símbolos, sus mitos, y venero su historia que se repite con implacable y primorosa prolijidad: de la farsa al drama más sanguinolento... y de esa tragedia a la parodia... Sin sosiego. Achalay, señores, tiene todos los climas.


Veamos lo de los versitos

pátina. (Del lat. «pátina», fuente; v. «padilla, paella, paila, pátera».) (fig.). Cierto carácter indefinible que adquieren las cosas con el tiempo, que las avalora.

Diccionario de María Moliner

Nada me hace reír más que ciertas zonas del humor guaso. Aprendí a disfrutarlo así en mi infancia. Tal vez por haberlo compartido con mi padre que murió cuando yo era muy joven. El teatro de revistas era una de las salidas obligadas del sábado a la noche en casa. Con los años –ya en el colegio secundario–, me transformé entre los amigos en su especialista. Llevaba ardorosos contingentes los viernes a la noche. Conseguía con el jefe de clac unas entradas a precio vil y allí arriba en el gallinero largábamos a coro las carcajadas que dirigía el tipo con batuta maestra. ¡Extrordinario Pelele! Y nosotros palmoteábamos y aullábamos con exaltada obediencia. He recuperado algo de aquella guarangada en esta pieza. Y en verso, para más gusto. Siempre trabajando con cosas viejas e inútiles. O haciéndolas trabajar para mí, si vamos a decir la verdad.

Lo he dicho muchas veces: creo hasta la manía en ese bruto capital en pátina que cobran las cosas obsoletas; en ese valor agregado, esa capa sutil, ese aura, que significa, que genera sentido sin deformar el objeto. Que habla arriba de él tapando con su murmullo la zona más idiota de la literalidad. Creo en la caducidad como camino de sacrificio inevitable para alejarse de la practicidad profana y volverse al fin inserviblemente sagrado. A ver si se me entiende con un ejemplo: casi todos los muebles de mi casa son de la basura. Está bien: algunos los compré en alguna cueva por ahí. La mayoría de ellos los encontré en la calle (algunos amigos descreen de mi suerte: ¿cómo nunca encuentran ellos algo así? Es sencillo, les digo: es como quejarse de no ganar la lotería sin comprar alienadamente un billete cada semana. Tomate el trabajo de tirarte de cabeza en cada contenedor que encuentres en la calle y después hablamos). Yo mismo les he ido metiendo mano a esos muebles, encolándolos, recuperando la vieja veta. Pero intentando que no dejen de ser lo que son.

Tengo acá al lado mientras escribo una mesita vienesa. Pequeña y redonda. Una clásica mesita de arrime de esas en la que apoyar los vasos y los ceniceros cuando la mesa principal está ocupada en otras cosas. Una partida de naipes, pongamos. La levanté de una pila de porquerías que tiraron tras una limpieza en uno de esos tradicionales clubes de escolaso que sabe disimular cada barrio. Adoro de ella, en el sentido más literal (qué curioso, será porque la encontré en Devoto...), las innumerables marcas que como rayos fueron dejando los cigarrillos apoyados descuidadamente en su borde. Basta mirarlos para que me cuenten de esas madrugadas insomnes, del póker impiadoso, del humo, de sus personajes sublimes: esos inefables perdularios suburbanos.

Bueno, lo mismo me pasa al escribir reciclando un género caduco. Siento el extraordinario changüí que me brinda su pátina. Y como de ese plus, y tomo de esa elocuencia. Y si algo no tiene pátina, claro, se la produzco. A lo nuevo se le ve siempre la etiqueta. Hace un tiempo me hice una casa (aramos dice siempre el mosquito burgués). Cómo soportar la idea de la casita flamante aborreciendo lo impecable, lo que no es capaz de pecar. La arquitectura parece haber apostado por la eterna juventud. Materiales prácticos, inexpresivos. Novedosos (¿hay una palabra más boluda que novedoso?). Casas que pretenden mantenerse iguales a sí mismas. No envejecer. En las que el tiempo no pueda crear discurso (¿no habría que hacer alguna vez una Brigada de destrucción a cascotazos de la teja esmaltada?). Me hace acordar a algunas conocidas que se operaron la cara. Ahora se parecen todas entre ellas. Y todas a la vez a Zulema Yoma. Una raza extragenética: los que envejecen mal. Solo la pátina en su forma azarosa, en su mácula, le da vida a la prolijidad reverente de lo inmaculado. Antes de poner las tejas las bañé con un poco de brea en querosén. Un cazamugre perfecto. La roña las decoró en un par de semanas (¿se entiende que el tiempo pinta con el pincel de la lluvia, el color de la suciedad y el arañazo del uso, que lo que se deposita siempre es mugre, y lo que raya es herida, pero cuando subraya el carácter del edificio o la incidencia de la luz, lo llamamos pátina y es maravilloso?).

Había una pirca en el jardín que soportaba la tierra de un desnivel. Fea, en su artificiosidad escenográfica. Era de piedra, claro, pero se le veían los piolines por todos lados, el cemento chorreadito. Mucho albañil y poco albañal. La pinté a brocha con tres litros de yogurt y en un par de días el musgo parecía ancestral. Amo el musgo. La gente lo saca de sus jardines. Yo lo cultivo. Pongo piedras sobre la tierra en los lugares umbrosos para protegerlo de las pisadas. Alguna gente piensa que yo soy raro. O que me hago. Lo raro es el césped sintético, no jodamos. Escribo musgo, también. Materia poco prestigiada. A la pradera dorada de trigo prefiero –en lo textual– el patinoso socavón de verdín.

El payaso blanco y el tony

Hitler: un clown blanco.
Federico Fellini. Un viaje por la sombra

Una trup de cómicos marchitos representando esta historia a perpetuidad. Tuca, la animadora. Canuto, el hombre orquesta callejero. Turuta y Titirí, los cómicos. El clásico binomio. Siempre que se juntan sobre la arena o el tablado el viejo payaso blanco y el tony se reproduce el mecanismo hilarante más efectivo: el del sarcástico soberbio, bello y poderoso, versus el panete, el idiota feíto. El cinismo contra la ingenuidad. La relación de poder, además, más cerrada y expresiva –una auténtica unidad de opuestos– que reproduce en lo escénico la forma de dominio más siniestra, prejuiciosa y discriminadora: la de la superioridad intelectual, la de la velocidad mental.

La idea de esta dialéctica apareció sola. No estaba desarrollada en el texto original. Se nos reveló en ese mecanismo pasmoso, en ese espacio exquisito del ensayo. Nos venía desvelando la dificultad de resolver en un código verosímil la enorme cantidad de apartes que tiene el texto. Todos en boca de El Niño. La herramienta habitual que empuña la dramaturgia en estos casos es siempre la de la interlocución: con quién habla y por qué lo hace. Le pedí a Mike que le hablara a un público imaginario, y allí en la oscuridad de la sala de ensayos, jodiendo entre nosotros, empezó a crecer esa imagen, cada vez más sólida, cada vez más exigente, cada vez más cómplice: la patota de traviesos niños del Club del Progreso. Los alegres hijos del poder. Anchorena... Iraola... Guerrico... Tres perdularios huecos y perversos que festejaban ruidosamente las penurias del Muchacho y las groserías del Niño. Haciendo trabajo de campo, buscando material sobre costumbres de clase, dimos de casualidad con una notita encantadora sobre el tema: una entrevista a Delia Tedín Uriburu que describía con precisión y crudeza –y desde adentro– el carácter de aquella oligarquía vacuna:

“Hombres tontos, porque no se podía trabajar. No era fino trabajar. Entonces se decía: es buen muchacho, pero trabaja. Los hombres se morían como moscas, todos de cirrosis, porque no había los tratamientos que hay ahora (...) Se juntaban en el Círculo de Armas. Era la decadencia; falta de cabeza, poco nivel intelectual, había concursos de quién tenía más zapatos y quién los lustraba más. Había un señor Dugan que lustraba bárbaro los zapatos, entonces todos los comparaban. Se pasaban el día lustrando zapatos. En ese lugar se juntaban en contra de un país industrializado. Esta clase no se banca a los industriales porque piensan que destrozan todo. No lo decían, no lo podían verbalizar porque habrían quedado muy brutos. Salvo alguna gente que se formaba, los demás vivían tirando manteca al techo en Europa. No trabajaban porque era malo trabajar, no estaba bien visto.”

De esas imágenes, aparecieron aquellos interlocutores. Y, sentados allí por nosotros, acompañándonos en el día a día de la creación, se volvieron los cómplices pedestres de las trapacerías del Niño Argentino. Y claro: qué otra forma sino que la del sarcástico clown blanco para excitarlos con su ironía carnicera. La de ese hijo inmaculado del Pierrot lunar con su alta ceja en arco expresando sin sosiego, complicidad, entendimiento, lucidez e ingenio. Ese primitivo stand up comedian que se atreve en su poderío a violar sin miedo la cuarta pared y hablarle al público en la más promiscua complicidad. Y a hacernos reír sacando lo peor de nosotros mismos: la alegría frente al débil abusado. “El clown blanco tiene que ser malo. Abofetea. Es el burgués. –dice Federico Fellini; tal vez el ojo más lúcido sobre el tema– Maravilloso, rico, poderoso. El rostro blanco, espectral; frunce sus altaneras cejas perfiladas, la boca señalada por un único trazo, duro, antipático, frío, desigual. Siempre rivalizando por conseguir el traje más lujoso. (...) Me recuerdan la fría autoridad de ciertos fascistas pretensiosos, con sus relucientes sedas negras, las hombreras y la fusta –exactamente como la paleta del clown– Hombres aun jóvenes con el rostro demacrado, de hampón. Noctámbulos. (...) Los augustos (los tonys entre nosotros) son en cambio una imagen subproletaria de la corte de los milagros. Los desnutridos, los deformes, los marginados. Los que son capaces tal vez de revueltas pero nunca de revoluciones. El pueblo siempre los ha tratado con confianza porque por su miserable condición siempre ha sentido cierta familiaridad con lo espantoso.”

Pocas cosas le entraron más justo a la puesta que esos párrafos. Todo en nuestro trabajo se ajusta al modelo. Hasta el argumento: “Hay algunos payasos blancos que tienen un pasado de tony, pero ningún tony ha comenzado siendo payaso blanco. Tal vez es más fácil para un ser tolerante simular la autoridad que a la inversa”, (Bref Dictionnaire encyclopédique des clowns). El Niño lo expresa en su crudeza:

No hay que perder la ilusión.
No hay logro que no se intente...
Y todo roce da clase...
Y la clase te hace gente.
Pero... no hay patrón suplente:
Muchacho, patrón se nace.


El excéntrico musical

Veníamos trabajando con la Baliero en busca de un código para la música. Saltábamos de la idea original: una banda militar deformando todo con su patética marcialidad, a zonas más íntimas, más cabareteras. La decisión ,como todo por acá por Achalay, la terminó tomando al final la metáfora. Gonzalo venía con su acordeón y acompañaba. Un día trajo su serrucho (instrumento de balneario si los hay) y un kazoo, una turuta para decirlo en español. Y todo se armó en nuestras cabezas de un segundo para el otro: el excéntrico musical, la atracción habitual de los varieté de principio de siglo, el hombre orquesta, con su jazz al hombro, haciendo melodía con lo más irreverente: una herramienta de trabajo frotada y una cornetita (despreciada por cualquier músico serio, la turuta ni siquiera es instrumento sino su parodia oral); ¿habría instrumentos mejores para esta bufonada?


El material obsceno

(Obsceno –literalmente– todo aquello que no puede o no debe verse en escena).

Hay en El Niño Argentino, como en toda obra, páginas y páginas de material descartado. Antes de empezar los ensayos, le pegué una peinada bruta al último borrador y ahí nomás quedaron en el rastrillo como diez carillas de verso inservible. Como cualquier creador, sufro en carne viva la pérdida de cualquier palabra que antes estuvo allí, de joda entre las que quedan vivas. ¿Pero a dónde van las que mueren? A esas les di –por dignidad, nomás, y por no cremarlas– un camposanto. Un lugar de eterno reposo. Un archivo que quizá nunca más vuelva a abrir, con el nombre nada inocente de MATERIAL RETIRADO.doc (qué utopía sonsa pensar la muerte como un retiro).

Publicar esta nota sobre la obra me permite el milagro de darles a algunas que lo ameritan un destino, un cielo, por seguir con la línea escatológica (nunca mejor que acá la ambivalencia de la palabreja: Lo referente a los excrementos y suciedades y lo relativo a las postrimerías de ultratumba, también). Y agregarle al que quiera buscarlo nuevas imágenes sobre la inefable pareja y la vejada Aurora.

Estamos en la Jornada III. El Niño Argentino funda Achalay. Su utopía chota. Su Nación Cabaret.

¡Vamos, la pava! ¿Qué pasa? / Cargá bien la calabaza, / acondicioná el porongo.
Azúcar yo no le pongo: / el puro gusto a la yerba. / ¡Y el agua que no te hierva!
Vamos mové ese mondongo / que ya va a estar todo listo. / Ya tengo todo previsto...

Y reflexiona entonces:

Qué pasión mas especial / por el acto inaugural / la que tiene nuestra gente:
un entubado torrente, / una estatua, un teatro, una quinta... / No hay nada más emotivo / que el tajo solemne y votivo / que corta ritual la cinta.

Lo asalta por último una duda insondable:

¿Por qué no tendría también / su quimera la gente bien? / Una utopía paqueta,
una ilusión de etiqueta, / fundada en el “Quién es quién”.

En la Jornada IV aparece por fin Aurora. Y explica con sólidos argumentos su presencia allí como materia sexual nacional:

Ni blasfemo, ni hiero, ni alboroto. / Nada que no vean en su prado cada día:/ Yeguas, perras, puercas, potras. / Unas más monas que otras./ Gatos, leonas, conejas pariendo, / bestias de lomo tremendo,/ más putas que las gallinas, / zorras, chanchas, cinturas de avispa./ El sexo en la granja argentina / –lujuria de fabulista,/ lúbrico trastorno– / todo coito en la pampa es bestialista:/ Un Samaniego porno.

Claro que eso no la hace necesariamente feliz...

Es que es la tristeza vacuna, / el rictus bovino / en el cortijo argentino,/ –sepanló de una vez al final– / insatisfacción carnal./ Cascos hirientes sobre el lomo añoro... / Sueño con toros... / Sueño con toros...

En la última jornada, patrón y peón recuerdan la aventura de unos días atrás en África:

NIÑO ARGENTINO: Dakar... La pampa mandinga. / El continente catinga. / Nunca gocé tanto, y junto. / ¿Seguís recordando el asunto?

MUCHACHO: (Con su extraña sobriedad) ¿Como podía no ser? / Yo era un virgote, un lampiño, / y allí me hizo hombre, Niño... / Me dio a conocer mujer.

NIÑO ARGENTINO: Te estás expresando mal: / mujer no, usa el plural: / tres hembras en la casucha / ofreciendo las cachuchas. / De ébano negro el agujero, / esas pieles como cuero... / Te toca... te lame... te mima... / Se te ofrece al gusto chancho...

MUCHACHO: (Añorante) Me recordaba a mi rancho... / A mi pago... a mis tres primas...

NIÑO ARGENTINO: Y los dos montando en pelo... / Revolcados por el suelo... / Eso fue un debut nupcial: / un padrillo, un semental... / Se asustaban las morenas / de ver tremenda faena. / ¡Seis tiros! ¡Que bacanal! / Se ve, pasado de ganas: / no largabas la africana...

MUCHACHO: Y después ese alcohol como caña / o algo así...

NIÑO ARGENTINO: Bebida extraña... / Un machetazo a la nuca: /¡Hacía volar las pelucas! / Y allí mi peón consciente: / un vómito de aguardiente, / y en la hosca madrugada / cargarme hasta el barco en la rada / y entrar subrepticiamente. / Montevideo... Recife... / Y ésa Dakar descarnada... / En el camino a la Europa, / sólo morenas, sin ropa, / duras, hambreadas, y putas... / Un color que todo lo integra: / de el Plata a Europa es la ruta / una obscena estela negra.

La cita de Marx

Una pieza donde tragedia y parodia se confundan en su sucesión interminable. Y donde la traición sea el sino. Algo así está en mi cabeza. No es casual que sea una chispa de la lucidez del fabuloso renano. Aquel judío Jaimito Kissel que debe transformarse de un día para otro en Carlos Marx, al convertirse su padre al protestantismo para mantener su cargo de abogado en la administración. ¿Hay más parodia? ¿Hay más tragedia? ¿Hay más traición? Parece una historia de por aquí nomás. De ahí el devenir de esta inefable Achalay.

Abro el diario esta semana: en la catedral de La Rioja inaugurarán un mural que incluye la cara de Menem. Las grandes marcas de ropa que se venden a precios insólitos en los shoppings fabrican sus prendas en talleres de costura donde se hacinan inmigrantes indocumentados que trabajan quince horas diarias y duermen en el suelo. Una senadora nacional por Chubut presenta un proyecto de ley que obliga a los directores de cine a incluir en sus películas imágenes de la bandera nacional. Achalay sigue a flote. Del bochorno tropical del norte, al gélido viento austral. Todos los climas.


4/7/06

El teatro de Steven Berkoff: el rugido de la bestia


Por Jorge Dubatti 

Editorial Losada acaba de publicar en la Argentina el tomo primero de las obras del actor, director, dramaturgo, Steven Berkoff (Stepney, Londres, 1937), figura sobresaliente del teatro inglés de los últimos cuarenta años. Discípulo del maestro francés Jacques Lecoq, se formó en teatro y mimo en Londres y en París. Ha integrado numerosos elencos de compañías profesionales y dirige desde 1968 The London Theatre Group, equipo destinado a la investigación en nuevos lenguajes y espacio elegido por Berkoff para la puesta en escena de su propia dramaturgia en Inglaterra. Ha escrito una docena de piezas dramáticas originales: East (Este), West (Oeste), Messiah: Scenes from a Crucifixion (Mesías: Escenas de una Crucifixión), The Secret Love Life of Ophelia (La secreta vida amorosa de Ofelia), Greek y Decadence (A la griega y Decadencia, ambas incluidas en este volumen), Harry´s Christmas (La Navidad de Harry), Acapulco, entre otras. Es autor e intérprete de una trilogía de unipersonales con los que ha viajado por todo el mundo: One Man (Un hombre), Shakespeare’s Villains (Los villanos de Shakespeare) y Réquiem for Ground Zero (Réquiem para Ground Zero). One Man es reescritura escénica de El corazón delator de Edgar Allan Poe, y en él Berkoff compone memorablemente tres personajes: un asesino, un perro y un hooligan. En Shakespeare´s Villains combina la disertación sobre el teatro isabelino, el diálogo con el público y la representación de los grandes malvados shakesperianos, a partir de sus dotes excepcionales para la improvisación. En tanto director-adaptador de obras de otros autores, ha realizado versiones de La metamorfosis de Franz Kafka, La Orestíada de Esquilo, La caída de la casa Usher, el cuento de Poe, y Coriolanus de Shakespeare. Aunque siempre ha declarado su predilección por el arte teatral, trabaja frecuentemente en el cine, en roles centrales o marginales. Berkoff considera que la industria cinematográfica es la principal fuente de dinero para mantener en carrera su repertorio escénico con absoluta independencia, sin necesidad de hacer concesiones a productores ni jurados de subsidios. Los fondos que provienen del cine sostienen The London Theatre Group sin claudicaciones. En una entrevista reciente Berkoff afirma frontalmente, como es común en él: “Con The London Theatre Group hemos conseguido mantenernos durante tanto tiempo haciendo muchos esfuerzos y luchando por sobrevivir en un mar de escoria, mediocridad y banalidad” . Ha participado en varias decenas de películas, de arte y comerciales, de diversos estilos y circuitos. Mencionemos sólo tres como muestra de heterogeneidad: La naranja mecánica, Octopussy y Rambo. Es director y coprotagonista, junto a Joan Collins, de la versión fílmica de su drama Decadencia. Ha realizado además adaptaciones para la televisión, entre ellas, la de Greek. 
Las piezas de Berkoff publicadas en esta edición son expresión de un creador brillante y entroncan con tendencias y procedimientos representativos de la dramaturgia británica y de la escena europea en las dos últimas décadas del siglo XX. Se pueden destacar cuatro líneas estéticas principales, de gran vigencia en los ochenta y proyectadas hasta hoy con fuerza, de las que la producción de Berkoff participa centralmente, a su manera: 
- el reconocimiento de la especificidad de un tipo de dramaturgias escénicas, de escritura híbrida, compuestas desde el cruce de literatura y escenario. Estas dramaturgias escénicas desplazan el concepto convencional de literatura dramática, y permiten releer tradiciones con antecedentes notables en la historia del teatro de 
1)Entrevista de Itzíar de Francisco, El Cultural, Madrid, España, 29 de diciembre de 2004. 
Inglaterra (empezando por el mismísimo William Shakespeare) y en toda Europa (a través de la commedia dell’arte y Molière, entre otros exponentes);
- el auge de las poéticas “menores”, que se distancian y diferencian deliberadamente de los grandes modelos internacionales del siglo XX para imponer otras formas de subjetividad e identidad alternativas. Este teatro “menor” es consecuencia del eclipse de las grandes poéticas planetarias (aquéllas que en otras décadas se practicaban sincrónicamente en diversos escenarios de todo el mundo) y expresa la paradójica internacionalización de la regionalización propia de los campos teatrales de los últimos treinta años, el “espejo trizado” de miles de poéticas menores que constituyen lo que hemos llamado el canon de la multiplicidad ;
- la creación de nuevas formas de producción de sentido político, al margen de los modelos de “teatro político” de Bertolt Brecht, Erwin Piscator, el realismo socialista, el drama social norteamericano a lo Arthur Miller, el teatro documental de Peter Weiss o la creación colectiva latinoamericana impulsada por el colombiano Enrique Buenaventura;
- las tensiones entre dramaticidad y postdramaticidad, o sea, el trabajo en el seno de los mundos teatrales con la inestabilidad de las relaciones entre ficción y no-ficción, representación y presentación (o performance), metáfora y experiencia directa de la vida. En el teatro de los últimos treinta años se ha acentuado notablemente esta permanente “caída” de la ficción (o representación) en brazos de la percepción del teatro como una tarea humana que se realiza ante los ojos del espectador, el personaje desplazado por la visión del cuerpo afectado del actor. 
Los dramas de Berkoff son “obras de teatrista”, es decir, un tipo de creador teatral que suma en sus competencias diversos oficios sin diferenciarlos: actor, director, dramaturgo, adaptador, gestor, otros. Obsérvese que en el programa de mano del estreno mundial de Decadencia (1981) Berkoff figuraba a la vez como autor, director y actor (a cargo de los personajes de Steve y Les). En su naturaleza de dramaturgia escénica, los textos de Berkoff resultan equiparables a los del italiano Dario Fo o del argentino Eduardo Pavlovsky. Para escribir su teatro Berkoff se vale de sus múltiples saberes de escritor, puestista e intérprete, crea a la vez desde la monodia de la letra escrita, desde el espesor tridimensional del espacio escénico y desde las intensidades conviviales de los cuerpos actorales en tensión con la presencia de los espectadores. Esa multiplicidad aparece inscripta en la textura de sus obras. Berkoff rubrica la expresión ancestral “El teatro sabe”; su obra no es libresca ni estrictamente verbal, está hecha de esos conocimientos y técnicas que sólo provee la experiencia de la teatralidad. Decadencia y A la griega son en ese sentido expresiones de una dramaturgia híbrida, a la vez escritura de gabinete -al margen y a priori de la actividad de puesta- y escritura escénica –generada durante y a posteriori de la experiencia de trabajo sobre el escenario-.
Si algo destaca el estilo teatral de Berkoff es su ferocidad política, su capacidad para expresar escénicamente la violencia social y para violentar simbólicamente esa violencia. El dramaturgo elige la fórmula de un teatro feroz que sólo a través de esa ferocidad puede dar cuenta de un mundo despiadado, agresivo a la enésima potencia. Lo dice Eddy en Greek: “Desde chico estás metido en la violencia y papá mismo se encarga de meterte entre las excitadas orejitas que no hay que amar sino odiar todo / él te ha dado de comer la historia de su bendito pasado para que tengas motivos”. Los mandatos a poner en práctica en la sociabilidad quedan a la vista en los parlamentos de Eddy y el Gerente durante el duelo de ambos: “Pegar, herir, crujir, sufrir, apuñalar, destripar, destrozar, odiar, faenar, desgarrar, mutilar, someter…”, y la lista sigue, hasta la muerte. 
2)El mismo fenómeno se verifica en Francia y en la Argentina. Véanse los dos tomos de Teatro francés hoy, Buenos Aires, Atuel, 2004. 
Conciente de que la escena no puede competir en materia de violencia con la sociedad y la historia, porque la realidad supera en este sentido a la ficción y al símbolo, Berkoff diseña poéticas que preservan la capacidad de choque y cuestionamiento del teatro, su poder de regresar sobre lo social para modificarlo. De alguna manera, la búsqueda de un teatro feroz, a la medida de los tiempos presentes, queda sintetizada en el “asesinar con palabras” de la escena de Greek en la que Eddy mata al Gerente. “Jamás había reparado en que las palabras pueden matar”, afirma la Camarera. Tal es el sueño de Berkoff: un teatro cuyas palabras tengan la potencia de un arma, pero no para multiplicar la muerte, sino para construir un reparo frente a la violencia social, enfrentarla y combatirla. Un teatro que encarna “el rugido de la bestia, la bestia de la frustración y del enojo”, como dice Berkoff en el prólogo a Greek. Un teatro de reacción indignada que no se contenta con la resignación bajo protesta irónica. Un teatro de la revuelta y la camorra, contra el otro teatro, el del “lavado de cerebro” (véase Greek, Acto Primero, Escena 3). 
En Greek (1980) retoma el lenguaje de la tragedia clásica y, a partir de la obra de Sófocles, reescribe el mito de Edipo para dar cuenta de “la peste británica”, del “basural inimaginable” en que se ha convertido Inglaterra bajo el gobierno de Margaret Thatcher. Berkoff define esta pieza como “mi Edipo moderno”. El dramaturgo expresa el peor diagnóstico de su patria: “En mi visión, Gran Bretaña se apareció como una isla encerrada en su podredumbre gradual, rapiñada por hordas errantes sin ninguna perspectiva de futuro en una sociedad que tenía pocos ideales y mensajes que ofrecer”. El punto de vista asumido por Berkoff en Greek es el de las clases más bajas, y no es justamente una visión abuenada ni simpática, ya que los trabajadores portan –en términos de Wilhelm Reich- el microfascismo que reproduce a menor escala el modelo de las clases dirigentes: “Hay un montón de admiradores de los nazis entre los ingleses más miserables”, dice Eddy. 
Complementariamente, en Decadencia, estrenada un año después, Berkoff construye una imagen negativa de la alta burguesía inglesa, con el objetivo de enfrentar -por extensión- a la clase dirigente de Gran Bretaña y -en particular- al conservadorismo de Thatcher, su liberalismo a ultranza y su antisocialismo. El título de la pieza sintetiza esa visión negativa de Berkoff. La decadencia de los gobernantes es extensible metafóricamente al estadio histórico de la Inglaterra toda, y en otra escala a la Europa en la que ya se vislumbra con certeza, diez años antes de la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS, la crisis de representatividad mundial de la izquierda y el auge de los discursos mesiánicos de la postmodernidad y la nueva derecha internacional. A partir de las relaciones del matrimonio de Sybil y Steve con sus respectivos amantes –Les y Helen-, Berkoff distingue dos niveles sociales internos a la burguesía: uno tradicional, de “linaje”, heredado de padres a hijos (al que pertenecen Helen y Steve), y otro producto de la movilidad social, fruto del trabajo y el ascenso gracias al dinero (el correspondiente a Sybil y Les). La distinción vale: el primero se caracteriza por su corrupción e improductividad, pero también por su “clase”, por su naturaleza atractiva y “encantadora”, que sin esfuerzo manifiesta superioridad sobre los otros hombres. El segundo aspira a ser igualmente parasitario y corrupto, pero resulta burdo, tosco, brutal, sin el encanto del otro. El segundo odia, envidia, compite y sueña con volverse el primero, porque como dice Eddy en Greek: “lo que este mundo anhela es el poder, la clase y la forma”. Berkoff cumple una función desenmascaradora no sólo de la reacción antiizquierdista del thatcherismo, sino también del pensamiento racista, xenófobo y sectario, antisemita y antiirlandés, propio de la alta burguesía. Desenmascara además formas de educación e impugna la dinámica de los vínculos familiares. Los dos niveles son mostrados “de puertas adentro”, en cuartos privados, los personajes aparecen en su intimidad, puestos en evidencia en sus pensamientos y ética detrás de una “cuarta pared” invisible: allí son seres feroces, agresivos, cínicos, brutales, malhablados, groseros, irónicos, malintencionados, sin una pizca de amor hacia el prójimo, dotados de una violencia suprema. Berkoff devela esa intimidad como obscenidad, es decir, como aquello que no debería ser mostrado en escena: el teatro revela aquello que se trata de ocultar en la escena social.
En Greek Berkoff retoma los núcleos invariantes del mito de Edipo –el oráculo, el viaje, el parricidio, el incesto, la Esfinge- pero modifica el desenlace. Tras la anagnórisis, Eddy no se arranca los ojos ni se aleja hacia el destierro, ni su madre-esposa se mata. Por el contrario, siguen viviendo normalmente. Berkoff descubre que para preservar el impacto político originario de la tragedia griega –en términos de Aristóteles, producir las emociones de la catarsis trágica: el horror y la piedad-, Edipo no debe cegarse sino hundirse irresponsable y libremente en el incesto, sin remordimiento ni represión. ¿Sigue siendo horroroso ver a Edipo autocastigarse, o acaso no es más horripilante verlo vivir impunemente? Un Edipo sin castigo, ilimitadamente parricida e incestuoso, devuelve al espectador contemporáneo al sentimiento de la tragedia: el horror no radica en la “hamartía” (error trágico) ni en la “hybris” (el empecinamiento en el error) ni en el acontecimiento patético, sino en la ausencia de ley correctora. Un Edipo sin justicia poética, reversión intolerable de las matrices moralizantes del teatro occidental. ¿Puede concebirse mayor violencia simbólica? El Edipo de Berkoff transgrede las dos grandes prohibiciones sobre las que se funda la civilización: el incesto y el crimen dentro del clan de sangre, y no se rectifica. En consecuencia, borra el límite que separa a los hombres de los animales, según la acertada afirmación del antropólogo Claude Lévi-Strauss. Lo humano ha desaparecido en el mundo de Eddy, nuevo mundo en el que la degradación de los hombres ya no permite diferenciarlos de los animales, peste “que sigue floreciendo”, donde “hay algo podrido que se niega a morir”. Un Apocalipsis permanente en el que todas las noches “la luna vira al rojo sangre”. Si en Decadencia el dictamen de Berkoff sobre la situación histórica y social está inscripto en el título de la pieza, en Greek se trata de la regresión al orden animal. 
Frente al eclipse de las grandes poéticas internacionales –el realismo socialista, el realismo dialéctico brechtiano, el teatro de la “despalabra” beckettiano, la parodia paroxística de Ionesco, el teatro documental de Weiss, el happening y otras formas de la postvanguardia vigentes en los años de la postguerra-, Berkoff recurre a la construcción de un teatro singular, propio, de rasgos peculiares, que resulta de una combinatoria de procedimientos heterogéneos provenientes de diversa fuente. Se trata de una poética “menor” pero de fuerte impacto político en tanto produce acción con sentido social dentro de un determinado campo de poder (la sociedad británica, ya sea la clase dirigente en Decadencia o los trabajadores en Greek), para incidir en las relaciones de fuerza de dicho campo de poder. Berkoff enfrenta a la derecha desde una subjetividad alternativa crítica, que no reivindica una posición articulada desde los grandes discursos de representación de la izquierda. De esta manera es precursor del ejercicio de una política de la resistencia crítica desde el teatro, desde la expresión artística en sí misma, sin ilustración partidista. Algo que hoy es moneda corriente en los teatros de todo el mundo. Berkoff tiene una gran capacidad para dar respuesta crítica a los desafíos históricos de su tiempo, se actualiza permanentemente de acuerdo a las mutables condiciones sociopolíticas. Este atributo entronca políticamente a Decadencia y Greek con la fuerte tradición de literatura satírica que data de los orígenes mismos de las letras inglesas, como evidencia, por ejemplo, el recurso a los juegos de palabras del tipo “Maggot Scratcher”/Margaret Thatcher (Greek, Acto Primero, Escena 4). 
Berkoff recupera de la matriz del realismo su capacidad de poner en conexión o correlación los mundos poéticos teatrales y la sociedad, la ilusión de que el universo dramático establece un vínculo de representación con el régimen de experiencia del mundo real. Construye personajes claramente identificables en la sociedad, cuya conexión con lo real explicita en los breves prólogos que abren sus obras –incluidos en esta edición-. Hace que esos personajes hablen de su tiempo y su sociedad. Defiende también la posibilidad de valerse del drama para la exposición de una tesis: a través de Decadencia sostiene que en Inglaterra ha tomado el poder un sector decadente de la sociedad británica, y se ha iniciado de su mano la decadencia del siglo XX; en Greek muestra al pueblo inglés sumido en la peor de las corrupciones y en la degradación. Pero el suyo no es un realismo completo, porque quiebra otros niveles del efecto de lo real: no recurre al verismo sensorial, rompe la imagen escénica y la estructura narrativa del realismo tradicional del siglo XIX, combina un teatro del relato con un teatro de la escena, para reivindicar una mimesis específica de la teatralidad, un lenguaje propio de las tablas. Uno de los procedimientos más llamativos de Decadencia, por ejemplo, es el del contraste entre la abundancia de lo referido verbalmente (por ejemplo en las escenas donde se refieren las comidas o la cacería) y el vacío de accesorios en el escenario (sólo un sillón). Berkoff encuentra que la mejor forma de referir los excesos de la alta burguesía es la ausencia. En Greek el dispositivo escénico de las sillas no reivindica ningún realismo. Cruza entonces evocación de lo real y autonomía del lenguaje teatral, mimesis realista y mimesis teatralista, esta última especialmente desde las posibilidades de la multiplicidad narrativa del actor. 
Para su poética alternativa de enfrentamiento a la derecha, Berkoff no recurre al realismo socialista, rechaza el modelo maniqueo de personajes positivos (proletarios o dirigentes anticapitalistas) y negativos (representantes del capitalismo). Si, como ha observado Jacques Derrida, todo campo político diseña un mapa de amigos, enemigos, neutrales y aliados potenciales entre los diversos sectores involucrados, en las obras de Berkoff no se vislumbran los amigos o los aliados de su ideología. En Decadencia y Greek todos los personajes son negativos. Tanto los trabajadores humildes de Greek como la alta burguesía parecen confluir en una certeza repudiable para Berkoff: “La Thatcher es nuestra última esperanza”. El modelo del “buen inglés” tiene “las fotos de sus héroes todos en el living de la casa: Hitler, Goebbels, Enoch, Paisley y Margarita [Thatcher]”. El personaje positivo se ha ausentado y no se intuye quién podría encarnarlo: el rugido de Berkoff es pesimista y bordea el nihilismo. La visión de la clase trabajadora es profundamente crítica, no pone en ellos una esperanza de representación positiva. Pero además Berkoff distingue uno de los niveles de la alta burguesía de Decadencia, el de Helen y Steve, con rasgos de inteligencia, exquisitez y refinamiento. La suya no es una sátira burda y esquemática, sino escrita desde el conocimiento interno de los ángulos de afección y experiencia del mundo de la alta burguesía. Berkoff conoce e investiga desde adentro la clase dirigente inglesa, lleva a escena el régimen de su subjetividad de clase, recorre su peculiar cartografía, eso sí, para impugnarla. Estos monstruos son frecuentemente deliciosos, y a través de esa paradoja Berkoff multiplica la potencia política de su sátira. “Los malvados son muy atractivos”, nos señaló Berkoff en una entrevista realizada con motivo de su visita a la Argentina, en 1999, para la presentación de su unipersonal Shakespeare’ Villains en el II Festival Internacional de Buenos Aires. 
Tampoco Berkoff hecha mano al realismo dialéctico brechtiano: si bien su visión de análisis histórico es de base materialista, Berkoff no muestra una salida, ni siquiera el asomo de una solución, salvo la del ejercicio de la resistencia crítica desde la producción misma del acontecimiento teatral. La suya no es una dramaturgia “con valores” a enseñar, portadora de mensaje a transmitir sobre cómo deberían hacerse las cosas, sino que el valor mismo está en la radicalidad del enfrentamiento de la derecha desde el ejercicio de la teatralidad. El teatro mismo es un valor político por su capacidad develadora de la naturaleza de la vida y los mecanismos de sociabilidad. De acuerdo con el realismo, Decadencia deja ver mejor la sociedad. 
En Decadencia dos actores, un hombre y una mujer, se hacen cargo de dos personajes cada uno. Se trata de seres bien diferentes, de rasgos contrastantes. Los actores deben componer la oposición Helen-Sybil y Steve-Les nítidamente para favorecer la intelección de la pieza. Avanzada la historia, las mutaciones y pasajes de un personaje a otro comienzan a ser más veloces y fragmentarios (como en la Escena 10). En la última escena de la pieza, Helen y Steve deben “envejecer en la resolución de sus vidas corrompidas”, con la consecuente quiebra de la gradación tradicional de las situaciones. En Greek cuatro actores deben componer numerosos personajes, e incluso el coro trágico. En ambas piezas, por lo tanto, el espectador no asiste sólo a la ilusión de ver en escena la sociedad, sino también y especialmente a la proeza de trabajo de los intérpretes. Se expecta a los personajes, pero sobre todo a los actores en su esfuerzo de trabajo. La mirada del espectador va del personaje al actor y viceversa, muchas veces percibe a ambos simultáneamente. De esta manera Berkoff maneja magistralmente las tensiones entre dramaticidad y postdramaticidad, a las que antes nos referimos como rasgo sobresaliente de la dramaturgia y el teatro de las últimas décadas. Jugar con las tensiones entre representación y presentación actoral otorga gran multiplicidad a su poética, que estratifica diversos niveles de realidad y movimientos de velocidad diversa en el pasaje de un nivel a otro. Decadencia y Greek son narrativas de personajes pero también de intensidades y velocidades, de cuerpos actorales afectados, algo propio de la dramaturgia híbrida, como en los casos de Misterio bufo de Fo y Rojos globos rojos de Pavlovsky. 
Pero además la postdramaticidad es una herramienta ideal para la construcción de los personajes de Steve y Helen, en tanto la alta burguesía ha usurpado la teatralidad al teatro, su realidad es más teatral que la escena. Steve y Helen son exponentes ejemplares de la “cultura del espectáculo”, en términos de Guy Debord. La postdramaticidad pone el acento en esa pérdida de los límites precisos entre representación y presentación, no sólo en el teatro sino en la vida misma. En el siglo XVII Shakespeare y Calderón de la Barca pudieron hablar de un “Theatrum Mundi” (Teatro del Mundo) a partir de la metáfora de un Dios-dramaturgo que otorga a la Humanidad-actor estatuto de personaje y lo hace entrar al Mundo-escena por la cuna y salir por la tumba. A fines del siglo XX Berkoff pone el acento en que el “Mundi” de aquella fórmula ancestral se ha ausentado o al menos desaparece intermitentemente; la metáfora ahora vigente es la de “Theatrum” [¿Mundi?]. La naturaleza teatral de la alta burguesía se derrama a la realidad toda en un proceso que Berkoff supo ver tempranamente y que en los últimos años ha profundizado los fenómenos de desdelimitación de la vida y el espectáculo. Berkoff parece afirmar, de esta manera, que Margaret Thatcher y los poderosos burgueses de su Inglaterra contemporánea son mejores actores que los integrantes de su compañía. Quienes, por otra parte, son excelentes.
Esta edición invita a los lectores del mundo hispánico a encontrarse con textos “rugientes”, cuya fuerza política no se ha aplacado con el paso de los años. 

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