5/7/06

"El Niño Argentino": Cartografía de una obra

Por Mauricio Kartun

Antes del estreno, el Teatro San Martín me pide como siempre unos párrafos para acompañar el programa de mano. Suele ser una especie de mapa con el que recorrer de manera más práctica el laberinto de esa ciudad que configura cada obra. De evitar malos entendidos. De indicar qué, dónde y en qué horario visitar. Tiene su riesgo, es verdad: puede hacer del viajero un turista. Domesticarlo. He adoptado la costumbre, sin embargo. Me tranquiliza. Y me permite reprimir sin grandes dudas la odiosa costumbre de cargarle a la obra guiños innecesarios. Una negociación como cualquier otra. El programa me ha parecido siempre el último soporte legítimo que debería sostener cierta información sobre una pieza. Más allá, todo es obviedad. La posibilidad de escribir esta nota me permite ampliar ahora ese planito a gran formato. De ponerle fotitos y alguna viñeta. No será ya el espectador el que lo lea antes de la función pero, entrándole después, vaya a saber qué nuevos paseos encuentra. O cómo observa con más paciencia (o más piedad) los ya recorridos.

Va la cartografía primero, entonces, y veremos luego su detalle.

 Alabanzas de Achalay

Todos los grandes hechos de la historia universal se repiten dos veces. Una vez como tragedia y la otra como parodia.

Karl Marx. El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte


Debilidad por los versitos obscenos. Chabacanos. Desde chico: afición por esas parodias de tablado, esa cosa de ratero de secundario en el fondo de unos billares: “–Majestad, que soy princesa: la puntita nada más... Majestad, que estoy con la regla... . –¡Ni aunque estés con el compás...!”. En el carnaval, en la borrachera, en la tarima deslenguada del varieté, carcajeamos de lo escatológico (literalmente: Relativo a la vida de ultratumba), para ahuyentar a gritos a la Parca. Cuanto más fuerte mejor, para que escuche con qué ganas estamos vivos. Horror y risa. “Incipit tragoedia –dice Nietzsche–, incipit parodia.”

Me debía esta obra desde aquellos días de estudiante fracasado en el Bar Plaza de San Martín; en el tornavías abandonado del ferrocarril, jugando a la morra por cigarrillos Unión. Este homenaje a la inefable Achalay me ha dado la oportunidad. País generoso. ¡Chapeau, Achalay! Una turbia farándula de cómicos de balneario. Y un excéntrico musical. ¿Habría algo mejor para esta épica guasa? El soberbio payaso blanco todo genio, almidón y retruécano ocurrente. El tony, todo humillación, hematoma y picardía (ay, la picardía... esa forma resignada y desnutrida de la inteligencia que el poder le reserva a los criados). Achalay se merecía, cómo no, este género menor. Y tanto más (es todo tan dichoso en esa tierra en derrotero...). Una noche con caviar beluga y, a la siguiente, con pizza de ananá y palmitos, el champán allá es siempre inagotable. Jugosa, grasa y sana su carne. Hija de su pastura rica y fresca. Nieta del humus oscuro, gordo y descompuesto. Lo corrompido allí es auténtica fortuna. Estimo y respeto a Achalay. He vivido allí, claro. Apego entrañable por su gente. Patriótica, fervorosa y pía. Siempre dispuesta a olvidar y perdonar: un día que se vayan todos y al siguiente, adelante, esta es su casa. Eternamente embelesados por la emoción del laurel sportivo, la adoración por la habilidad inútil es allí inenarrable. Soy casi uno más. Honro hincado sus símbolos, sus mitos, y venero su historia que se repite con implacable y primorosa prolijidad: de la farsa al drama más sanguinolento... y de esa tragedia a la parodia... Sin sosiego. Achalay, señores, tiene todos los climas.


Veamos lo de los versitos

pátina. (Del lat. «pátina», fuente; v. «padilla, paella, paila, pátera».) (fig.). Cierto carácter indefinible que adquieren las cosas con el tiempo, que las avalora.

Diccionario de María Moliner

Nada me hace reír más que ciertas zonas del humor guaso. Aprendí a disfrutarlo así en mi infancia. Tal vez por haberlo compartido con mi padre que murió cuando yo era muy joven. El teatro de revistas era una de las salidas obligadas del sábado a la noche en casa. Con los años –ya en el colegio secundario–, me transformé entre los amigos en su especialista. Llevaba ardorosos contingentes los viernes a la noche. Conseguía con el jefe de clac unas entradas a precio vil y allí arriba en el gallinero largábamos a coro las carcajadas que dirigía el tipo con batuta maestra. ¡Extrordinario Pelele! Y nosotros palmoteábamos y aullábamos con exaltada obediencia. He recuperado algo de aquella guarangada en esta pieza. Y en verso, para más gusto. Siempre trabajando con cosas viejas e inútiles. O haciéndolas trabajar para mí, si vamos a decir la verdad.

Lo he dicho muchas veces: creo hasta la manía en ese bruto capital en pátina que cobran las cosas obsoletas; en ese valor agregado, esa capa sutil, ese aura, que significa, que genera sentido sin deformar el objeto. Que habla arriba de él tapando con su murmullo la zona más idiota de la literalidad. Creo en la caducidad como camino de sacrificio inevitable para alejarse de la practicidad profana y volverse al fin inserviblemente sagrado. A ver si se me entiende con un ejemplo: casi todos los muebles de mi casa son de la basura. Está bien: algunos los compré en alguna cueva por ahí. La mayoría de ellos los encontré en la calle (algunos amigos descreen de mi suerte: ¿cómo nunca encuentran ellos algo así? Es sencillo, les digo: es como quejarse de no ganar la lotería sin comprar alienadamente un billete cada semana. Tomate el trabajo de tirarte de cabeza en cada contenedor que encuentres en la calle y después hablamos). Yo mismo les he ido metiendo mano a esos muebles, encolándolos, recuperando la vieja veta. Pero intentando que no dejen de ser lo que son.

Tengo acá al lado mientras escribo una mesita vienesa. Pequeña y redonda. Una clásica mesita de arrime de esas en la que apoyar los vasos y los ceniceros cuando la mesa principal está ocupada en otras cosas. Una partida de naipes, pongamos. La levanté de una pila de porquerías que tiraron tras una limpieza en uno de esos tradicionales clubes de escolaso que sabe disimular cada barrio. Adoro de ella, en el sentido más literal (qué curioso, será porque la encontré en Devoto...), las innumerables marcas que como rayos fueron dejando los cigarrillos apoyados descuidadamente en su borde. Basta mirarlos para que me cuenten de esas madrugadas insomnes, del póker impiadoso, del humo, de sus personajes sublimes: esos inefables perdularios suburbanos.

Bueno, lo mismo me pasa al escribir reciclando un género caduco. Siento el extraordinario changüí que me brinda su pátina. Y como de ese plus, y tomo de esa elocuencia. Y si algo no tiene pátina, claro, se la produzco. A lo nuevo se le ve siempre la etiqueta. Hace un tiempo me hice una casa (aramos dice siempre el mosquito burgués). Cómo soportar la idea de la casita flamante aborreciendo lo impecable, lo que no es capaz de pecar. La arquitectura parece haber apostado por la eterna juventud. Materiales prácticos, inexpresivos. Novedosos (¿hay una palabra más boluda que novedoso?). Casas que pretenden mantenerse iguales a sí mismas. No envejecer. En las que el tiempo no pueda crear discurso (¿no habría que hacer alguna vez una Brigada de destrucción a cascotazos de la teja esmaltada?). Me hace acordar a algunas conocidas que se operaron la cara. Ahora se parecen todas entre ellas. Y todas a la vez a Zulema Yoma. Una raza extragenética: los que envejecen mal. Solo la pátina en su forma azarosa, en su mácula, le da vida a la prolijidad reverente de lo inmaculado. Antes de poner las tejas las bañé con un poco de brea en querosén. Un cazamugre perfecto. La roña las decoró en un par de semanas (¿se entiende que el tiempo pinta con el pincel de la lluvia, el color de la suciedad y el arañazo del uso, que lo que se deposita siempre es mugre, y lo que raya es herida, pero cuando subraya el carácter del edificio o la incidencia de la luz, lo llamamos pátina y es maravilloso?).

Había una pirca en el jardín que soportaba la tierra de un desnivel. Fea, en su artificiosidad escenográfica. Era de piedra, claro, pero se le veían los piolines por todos lados, el cemento chorreadito. Mucho albañil y poco albañal. La pinté a brocha con tres litros de yogurt y en un par de días el musgo parecía ancestral. Amo el musgo. La gente lo saca de sus jardines. Yo lo cultivo. Pongo piedras sobre la tierra en los lugares umbrosos para protegerlo de las pisadas. Alguna gente piensa que yo soy raro. O que me hago. Lo raro es el césped sintético, no jodamos. Escribo musgo, también. Materia poco prestigiada. A la pradera dorada de trigo prefiero –en lo textual– el patinoso socavón de verdín.

El payaso blanco y el tony

Hitler: un clown blanco.
Federico Fellini. Un viaje por la sombra

Una trup de cómicos marchitos representando esta historia a perpetuidad. Tuca, la animadora. Canuto, el hombre orquesta callejero. Turuta y Titirí, los cómicos. El clásico binomio. Siempre que se juntan sobre la arena o el tablado el viejo payaso blanco y el tony se reproduce el mecanismo hilarante más efectivo: el del sarcástico soberbio, bello y poderoso, versus el panete, el idiota feíto. El cinismo contra la ingenuidad. La relación de poder, además, más cerrada y expresiva –una auténtica unidad de opuestos– que reproduce en lo escénico la forma de dominio más siniestra, prejuiciosa y discriminadora: la de la superioridad intelectual, la de la velocidad mental.

La idea de esta dialéctica apareció sola. No estaba desarrollada en el texto original. Se nos reveló en ese mecanismo pasmoso, en ese espacio exquisito del ensayo. Nos venía desvelando la dificultad de resolver en un código verosímil la enorme cantidad de apartes que tiene el texto. Todos en boca de El Niño. La herramienta habitual que empuña la dramaturgia en estos casos es siempre la de la interlocución: con quién habla y por qué lo hace. Le pedí a Mike que le hablara a un público imaginario, y allí en la oscuridad de la sala de ensayos, jodiendo entre nosotros, empezó a crecer esa imagen, cada vez más sólida, cada vez más exigente, cada vez más cómplice: la patota de traviesos niños del Club del Progreso. Los alegres hijos del poder. Anchorena... Iraola... Guerrico... Tres perdularios huecos y perversos que festejaban ruidosamente las penurias del Muchacho y las groserías del Niño. Haciendo trabajo de campo, buscando material sobre costumbres de clase, dimos de casualidad con una notita encantadora sobre el tema: una entrevista a Delia Tedín Uriburu que describía con precisión y crudeza –y desde adentro– el carácter de aquella oligarquía vacuna:

“Hombres tontos, porque no se podía trabajar. No era fino trabajar. Entonces se decía: es buen muchacho, pero trabaja. Los hombres se morían como moscas, todos de cirrosis, porque no había los tratamientos que hay ahora (...) Se juntaban en el Círculo de Armas. Era la decadencia; falta de cabeza, poco nivel intelectual, había concursos de quién tenía más zapatos y quién los lustraba más. Había un señor Dugan que lustraba bárbaro los zapatos, entonces todos los comparaban. Se pasaban el día lustrando zapatos. En ese lugar se juntaban en contra de un país industrializado. Esta clase no se banca a los industriales porque piensan que destrozan todo. No lo decían, no lo podían verbalizar porque habrían quedado muy brutos. Salvo alguna gente que se formaba, los demás vivían tirando manteca al techo en Europa. No trabajaban porque era malo trabajar, no estaba bien visto.”

De esas imágenes, aparecieron aquellos interlocutores. Y, sentados allí por nosotros, acompañándonos en el día a día de la creación, se volvieron los cómplices pedestres de las trapacerías del Niño Argentino. Y claro: qué otra forma sino que la del sarcástico clown blanco para excitarlos con su ironía carnicera. La de ese hijo inmaculado del Pierrot lunar con su alta ceja en arco expresando sin sosiego, complicidad, entendimiento, lucidez e ingenio. Ese primitivo stand up comedian que se atreve en su poderío a violar sin miedo la cuarta pared y hablarle al público en la más promiscua complicidad. Y a hacernos reír sacando lo peor de nosotros mismos: la alegría frente al débil abusado. “El clown blanco tiene que ser malo. Abofetea. Es el burgués. –dice Federico Fellini; tal vez el ojo más lúcido sobre el tema– Maravilloso, rico, poderoso. El rostro blanco, espectral; frunce sus altaneras cejas perfiladas, la boca señalada por un único trazo, duro, antipático, frío, desigual. Siempre rivalizando por conseguir el traje más lujoso. (...) Me recuerdan la fría autoridad de ciertos fascistas pretensiosos, con sus relucientes sedas negras, las hombreras y la fusta –exactamente como la paleta del clown– Hombres aun jóvenes con el rostro demacrado, de hampón. Noctámbulos. (...) Los augustos (los tonys entre nosotros) son en cambio una imagen subproletaria de la corte de los milagros. Los desnutridos, los deformes, los marginados. Los que son capaces tal vez de revueltas pero nunca de revoluciones. El pueblo siempre los ha tratado con confianza porque por su miserable condición siempre ha sentido cierta familiaridad con lo espantoso.”

Pocas cosas le entraron más justo a la puesta que esos párrafos. Todo en nuestro trabajo se ajusta al modelo. Hasta el argumento: “Hay algunos payasos blancos que tienen un pasado de tony, pero ningún tony ha comenzado siendo payaso blanco. Tal vez es más fácil para un ser tolerante simular la autoridad que a la inversa”, (Bref Dictionnaire encyclopédique des clowns). El Niño lo expresa en su crudeza:

No hay que perder la ilusión.
No hay logro que no se intente...
Y todo roce da clase...
Y la clase te hace gente.
Pero... no hay patrón suplente:
Muchacho, patrón se nace.


El excéntrico musical

Veníamos trabajando con la Baliero en busca de un código para la música. Saltábamos de la idea original: una banda militar deformando todo con su patética marcialidad, a zonas más íntimas, más cabareteras. La decisión ,como todo por acá por Achalay, la terminó tomando al final la metáfora. Gonzalo venía con su acordeón y acompañaba. Un día trajo su serrucho (instrumento de balneario si los hay) y un kazoo, una turuta para decirlo en español. Y todo se armó en nuestras cabezas de un segundo para el otro: el excéntrico musical, la atracción habitual de los varieté de principio de siglo, el hombre orquesta, con su jazz al hombro, haciendo melodía con lo más irreverente: una herramienta de trabajo frotada y una cornetita (despreciada por cualquier músico serio, la turuta ni siquiera es instrumento sino su parodia oral); ¿habría instrumentos mejores para esta bufonada?


El material obsceno

(Obsceno –literalmente– todo aquello que no puede o no debe verse en escena).

Hay en El Niño Argentino, como en toda obra, páginas y páginas de material descartado. Antes de empezar los ensayos, le pegué una peinada bruta al último borrador y ahí nomás quedaron en el rastrillo como diez carillas de verso inservible. Como cualquier creador, sufro en carne viva la pérdida de cualquier palabra que antes estuvo allí, de joda entre las que quedan vivas. ¿Pero a dónde van las que mueren? A esas les di –por dignidad, nomás, y por no cremarlas– un camposanto. Un lugar de eterno reposo. Un archivo que quizá nunca más vuelva a abrir, con el nombre nada inocente de MATERIAL RETIRADO.doc (qué utopía sonsa pensar la muerte como un retiro).

Publicar esta nota sobre la obra me permite el milagro de darles a algunas que lo ameritan un destino, un cielo, por seguir con la línea escatológica (nunca mejor que acá la ambivalencia de la palabreja: Lo referente a los excrementos y suciedades y lo relativo a las postrimerías de ultratumba, también). Y agregarle al que quiera buscarlo nuevas imágenes sobre la inefable pareja y la vejada Aurora.

Estamos en la Jornada III. El Niño Argentino funda Achalay. Su utopía chota. Su Nación Cabaret.

¡Vamos, la pava! ¿Qué pasa? / Cargá bien la calabaza, / acondicioná el porongo.
Azúcar yo no le pongo: / el puro gusto a la yerba. / ¡Y el agua que no te hierva!
Vamos mové ese mondongo / que ya va a estar todo listo. / Ya tengo todo previsto...

Y reflexiona entonces:

Qué pasión mas especial / por el acto inaugural / la que tiene nuestra gente:
un entubado torrente, / una estatua, un teatro, una quinta... / No hay nada más emotivo / que el tajo solemne y votivo / que corta ritual la cinta.

Lo asalta por último una duda insondable:

¿Por qué no tendría también / su quimera la gente bien? / Una utopía paqueta,
una ilusión de etiqueta, / fundada en el “Quién es quién”.

En la Jornada IV aparece por fin Aurora. Y explica con sólidos argumentos su presencia allí como materia sexual nacional:

Ni blasfemo, ni hiero, ni alboroto. / Nada que no vean en su prado cada día:/ Yeguas, perras, puercas, potras. / Unas más monas que otras./ Gatos, leonas, conejas pariendo, / bestias de lomo tremendo,/ más putas que las gallinas, / zorras, chanchas, cinturas de avispa./ El sexo en la granja argentina / –lujuria de fabulista,/ lúbrico trastorno– / todo coito en la pampa es bestialista:/ Un Samaniego porno.

Claro que eso no la hace necesariamente feliz...

Es que es la tristeza vacuna, / el rictus bovino / en el cortijo argentino,/ –sepanló de una vez al final– / insatisfacción carnal./ Cascos hirientes sobre el lomo añoro... / Sueño con toros... / Sueño con toros...

En la última jornada, patrón y peón recuerdan la aventura de unos días atrás en África:

NIÑO ARGENTINO: Dakar... La pampa mandinga. / El continente catinga. / Nunca gocé tanto, y junto. / ¿Seguís recordando el asunto?

MUCHACHO: (Con su extraña sobriedad) ¿Como podía no ser? / Yo era un virgote, un lampiño, / y allí me hizo hombre, Niño... / Me dio a conocer mujer.

NIÑO ARGENTINO: Te estás expresando mal: / mujer no, usa el plural: / tres hembras en la casucha / ofreciendo las cachuchas. / De ébano negro el agujero, / esas pieles como cuero... / Te toca... te lame... te mima... / Se te ofrece al gusto chancho...

MUCHACHO: (Añorante) Me recordaba a mi rancho... / A mi pago... a mis tres primas...

NIÑO ARGENTINO: Y los dos montando en pelo... / Revolcados por el suelo... / Eso fue un debut nupcial: / un padrillo, un semental... / Se asustaban las morenas / de ver tremenda faena. / ¡Seis tiros! ¡Que bacanal! / Se ve, pasado de ganas: / no largabas la africana...

MUCHACHO: Y después ese alcohol como caña / o algo así...

NIÑO ARGENTINO: Bebida extraña... / Un machetazo a la nuca: /¡Hacía volar las pelucas! / Y allí mi peón consciente: / un vómito de aguardiente, / y en la hosca madrugada / cargarme hasta el barco en la rada / y entrar subrepticiamente. / Montevideo... Recife... / Y ésa Dakar descarnada... / En el camino a la Europa, / sólo morenas, sin ropa, / duras, hambreadas, y putas... / Un color que todo lo integra: / de el Plata a Europa es la ruta / una obscena estela negra.

La cita de Marx

Una pieza donde tragedia y parodia se confundan en su sucesión interminable. Y donde la traición sea el sino. Algo así está en mi cabeza. No es casual que sea una chispa de la lucidez del fabuloso renano. Aquel judío Jaimito Kissel que debe transformarse de un día para otro en Carlos Marx, al convertirse su padre al protestantismo para mantener su cargo de abogado en la administración. ¿Hay más parodia? ¿Hay más tragedia? ¿Hay más traición? Parece una historia de por aquí nomás. De ahí el devenir de esta inefable Achalay.

Abro el diario esta semana: en la catedral de La Rioja inaugurarán un mural que incluye la cara de Menem. Las grandes marcas de ropa que se venden a precios insólitos en los shoppings fabrican sus prendas en talleres de costura donde se hacinan inmigrantes indocumentados que trabajan quince horas diarias y duermen en el suelo. Una senadora nacional por Chubut presenta un proyecto de ley que obliga a los directores de cine a incluir en sus películas imágenes de la bandera nacional. Achalay sigue a flote. Del bochorno tropical del norte, al gélido viento austral. Todos los climas.


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