Por Luis Bruschtein
Publicado en PAGINA 12
En el barrio Piedrabuena se describía el saqueo a un supermercado que nunca se había producido y en otros barrios populares de la ciudad algunos vecinos se preparaban para una invasión de paraguayos y bolivianos que nunca se produciría. La xenofobia había cundido y no solamente entre los vecinos argentinos blancos de Soldati. Entre los ricos y los pobres de todo tipo y nacionalidad surgían resquemores y miradas de desconfianza. La ciudad de Buenos Aires se había convertido, ahora sí, en un gran basural, pero no de basura material, sino ideológica. Una gran estupidez con sabor amargo se reproducía en las colas de los bancos, en los comentarios de sobremesa, en diálogos de taxímetro y en discusiones insólitas también en algunos ámbitos diz que progresistas. Nunca la ciudad generó tanto olor a podrido como cuando tantas cabezas se pusieron a pensar la misma mierda.
Y los consultores dicen que hay que ser xenófobo para no perder votos. Dicen que Macri ganó votos con su discurso discriminador y que la presidenta Cristina los perdió cuando salió al cruce con su discurso del Día de los Derechos Humanos. O sea que para ganar votos hay que actuar como un reverendo patán, en tanto que una persona democrática que no odia ni discrimina por cuestión de raza, religión, ciudadanía o condición social formaría parte de una minoría subversiva en la ciudad de Buenos Aires. La no discriminación resulta una actitud ultraizquierdista, testimonial. Ese es el verdadero problema en una ciudad donde la cultura ciudadana pareciera deslizarse por una superficie tan difusa y volátil que se dispersa con el primer soplido. El de Soldati discrimina al de la villa 20 y los demás porteños discriminan al de Soldati. Y en España a todos los porteños sin distinción les dicen sudacas con menos consideración que si vinieran de la Villa 20.
Macri anunció a través de los medios que iba a regalar títulos de propiedad en las villas, como si fuera una oferta de supermercado. Si hubiera ofertado zapatos para dama hubiera provocado estampidas entre señoras de los barrios porteños. Pero no eran zapatos, sino tierra para viviendas, y provocó una estampida de las miles de personas que la necesitan, que fueron a su vez criticadas por muchas de aquellas señoras que se hubieran tirado de cabeza por unos zapatos baratos. Cosas veredes, Sancho, y nunca se agotará la capacidad de asombro. Sobre todo por la rapidez y la naturalidad con que ese discurso reactivo y tan primario e irracional conseguía instalarse con comodidad en la cabeza de miles y miles de porteños pobres o ricos, rubios y morochos. La estupidez no discrimina, no es tan estúpida.
Los medios tienen siempre su gran parte de responsabilidad, como la movilera de Radio Mitre que demostró su “valentía” al coincidir con Macri en su enojo por la “inmigración desenfrenada”. Agregaba de su pequeño coleto: “y de baja calidad”. No fueron comentarios de alta calidad los suyos, pero un argentino puede decir lo que se le ocurra en su país. Esto fue un gran logro de la democracia porque, antes, los iletrados ni siquiera podían votar. Más allá de los medios, cada quien tiene que aprender a hacerse cargo de lo que piensa. Mientras la señora boliviana se mantenga sentada en la puerta del súper es fácil hacerse el civilizado supremo y comprarle unos pimientos por dos pesos. Hasta se puede sacar una foto mientras lo hace, para mostrarles a los amigos. Pero si la señora sale a reclamar tierras para vivienda, tenga razón o no, se convierte en parte de “una inmigración desenfrenada” y, como dijo la piba, “de baja calidad”. La esencia de las personas se pone de manifiesto en situaciones límite. Los crímenes más repugnantes han sido cometidos por vecinos contra vecinos en guerras étnicas o religiosas, en Polonia contra los judíos o en Bosnia contra los musulmanes. Convivían en paz hasta que dejaron de hacerlo, envenenados por la excusa de la xenofobia, la seguridad, el fanatismo religioso y la discriminación.
Y en este punto, no se trata de que tengan razón o no en el reclamo o en la forma del reclamo. En cualquier caso posible la xenofobia, el fanatismo y la discriminación son ideas criminales. Una persona civilizada no puede asociarse al discurso primitivo de un patotero. Cuando va a agredir en esas situaciones, la patota profesional grita siempre consignas para justificar su violencia, conseguir alianzas tácitas de los que lo rodean y neutralizar posibles reacciones de sentido común: contra los zurdos, contra los maricones, contra los extranjeros, contra los chorros o contra los negros de mierda. En una pelea callejera, el matón profesional, que en este caso es una especie de linchador, apela siempre a las zonas oscuras de las personas que puedan estar a su alrededor. Ellos tratan de convertirse así en la personificación de la violencia que generan al convocar esos miedos y prejuicios.
El matón profesional puede creer o no en lo que dice. En principio es solamente un recurso más de la pelea. Pero, por algún mecanismo perverso, ese recurso en el que él no cree se convierte en credo para muchos de los que en ese momento lo rodean. Entonces el matón se convierte en portavoz de personas que supuestamente son más inteligentes y mejores que él. Se produce un fenómeno de subordinación a esa personificación de la violencia, como sucedió con Hitler en Alemania y con muchos de los porteños que encontraron sus voceros entre los barrabravas que fueron a golpear a los pobres que estaban reclamando tierras.
No resultó extraño escuchar al escritor Marcos Aguinis destacando en el programa de González Oro el ejemplo de Brasil, donde el ejército entró a sangre y fuego a las villas de emergencia. “Y por supuesto que hay muchos muertos inocentes –expresó–, pero así se acaba el problema.” Aguinis, que es un gran divulgador de lugares comunes, había dicho que los escolares que rodearon a la presidenta Cristina Fernández el Día de los Derechos Humanos le hacían recordar a “los jóvenes con brazaletes que le llevaban flores a Hitler”. Pero los admiradores locales de Hitler coinciden con Aguinis y no con la presidenta Cristina Fernández. El neonazi Alejandro Biondini se apropió de la frase de Macri sobre la “inmigración descontrolada” y en una carta exigió al gobierno de Bolivia “que pida disculpas a la República Argentina” por los bolivianos de la Villa 20 que habían invadido el Parque Indoamericano.
Las formas de discriminación propias del nazismo (incluso con una idea similar de exterminio del otro, como surgía del ejemplo de las favelas en Brasil) se pueden filtrar peligrosamente a través de un conservador autoritario como Aguinis, o de un neonazi. Pero en este caso, Biondini fue menos nazi que el escritor porque no habló de exterminios ni de muertos.
¿Qué queda en el corazón de las personas después de los hechos? Cuando llega la calma después de la pelea. Sobre todo cuando la pelea se disuelve con un criterio de racionalidad y no por la violencia. Hubo insultos, peleas y muertos. Todos los insultos del mismo lado y todos los muertos del otro. ¿Es posible un sentimiento de triunfo porque se terminó la ocupación del parque? En todo caso, el triunfo fue de los que aplicaron esos criterios de racionalidad, no de los histéricos ni de los furibundos, ni de los violentos.
Resulta paradójico que el camino de la negociación que permitió la solución del conflicto tenga menos consenso según los encuestadores y consejeros del macrismo que el de la violencia, que para ser justificada necesita apoyarse en ese discurso xenófobo que ensayó Mauricio Macri para encubrir su incompetencia. El mismo ideario que vociferaban las patotas cuando agredían a los vecinos de la Villa 20 que estaban ocupando el Parque Indoamericano.
No se trata de discutir si los que tomaron el parque tenían o no razón. Será otra discusión. El poderoso veneno no estaba allí sino escondido en la reacción xenófoba que provocó la toma y que se extendió como un incendio por toda la ciudad. La debilidad de algunos bienpensantes, la perversa ambigüedad de los autoritarios o la flaquísima conciencia ciudadana que no termina de arraigar para rechazar el canto de sirena del discurso patotero, son el verdadero problema.
Quedó demostrado que se podía reaccionar de otra forma, pero el camino pacífico, que lleva tiempo y paciencia, que requiere inteligencia, sensibilidad y política tendría menos rating en esta ciudad supuestamente culta y moderna. En cambio la violencia, con su carga simbólica de castigo ejemplificador y negación y anulación del otro, se considera flamígeramente apropiada en la urbe de Macris, Aguinis y Biondinis.