22/7/01

La máscara infinita

Por Marcelo Cohen
Publicado en CLARIN

David Foster Wallace, nacido en 1962, es el escritor estadounidense que más fanáticos ilustrados ha logrado reclutar después de los ya eminentes John Barth y Thomas Pynchon. Como creció entre 500 canales de TV y el auge universitario del post-estructuralismo, Foster Wallace tiene una crispada conciencia de que la cultura de su país ya no puede confiar en la transparencia de la persona ni la realidad de las sensaciones. Por eso se abstiene de escribir sus relatos desde una idea previa, y por lo tanto de concebirlos desde el desenlace para atrás. Con tal de examinar a fondo lo que su imaginación inventa, resigna de buena gana la autoridad que ejercen otros narradores para mantener al lector sujetado. A veces lo mejor de sus cuentos es una flagrante falta de rumbo, como si aprovecharan las alternativas que se abren con cada frase.
Sin duda Foster Wallace piensa que las sólidas certezas y la solvencia técnica de algunos humanos se combinan bien para crear dictaduras. Pero también piensa que pocos humanos se las arreglan sin un modelo de conducta; y que, como los relatos siempre han sido los grandes proveedores de modelos, toda ficción que no quiera colaborar con el dominio y el crimen debe ponerse en cuestión a sí misma. Dicho de otro modo: la ficción convencional se cree un instrumento para explorar el mundo, pero se emperra en ignorar que, como todo instrumento, puede funcionar mal, averiarse o tener efectos paradójicos.
Por su parte, a Foster Wallace le interesan la rara fluidez de los hechos y la distancia como condición del amor; cree más en la energía y la amplitud del relato que en su poder de hechizo. Publicó una novela de mil páginas llamada Infinite Jest, que trata de los complots en torno a un filme tan cómico que puede matar al espectador o lobotomizarlo, y varios libros más; el primero acaba de traducirse al español.
La niña del pelo raro (1989) consta de diez cuentos de extensión y forma muy diversa, el último de los cuales, "Hacia el oeste, el imperio continúa", es largo y angustiante. Para festejar los 20 años de una publicidad muy popular, McDonald''s convoca a todos los ex niños que participaron en la campaña a una fiesta mediática en Collision, Illinois, donde está el primero de los locales estelares que la cadena llamó "Casas encantadas". Debido a un retraso de vuelo, el genio publicitario J.D. Steelritter y su hijo De Haven —forzado por J.D. a oficiar de anfitrión vestido de payaso— llevan al festejo, en un auto achacoso, a un ejecutivo fóbico, a la escuálida y engreída escritora en ciernes Drew-Lynn Eberhardt y a su novio Mark Nechtr, campeón de tiro con arco y adonis sereno que se consume por dentro preguntándose cómo escribir sin ser ingenuo ni hipócrita. Drew-Lynn y Mark son las promesas del encumbrado Seminario de Escritura que el novelista C. Ambrose dicta en una universidad de Nueva Inglaterra. Hay un libro de Ambrose, Perdido en la casa encantada, que para los alumnos es el canon de la metaficción posmoderna y el relativismo ético; y Ambrose no es ajeno a que su amigo Steelritter haya llamado "Casas encantadas" a los locales McDonald''s. La sexta y estoica pasajera es ex mujer de Ambrose y también fue publicitaria.
Lo peor de la situación es que no proviene de un complot, sino de una natural relación de funciones culturales. Al borde del camino se extiende la llanura central americana. Rencillas y dilemas saturan el ambiente del coche. Mark piensa que, más allá de las ventanas, los negocios y la publicidad nublan el paisaje sin que la novela paródica que pregona Ambrose consiga aclararlo un poco. Dentro, la cercanía de los cuerpos corroe lo que queda de afecto. De Haven se atormenta buscando el reconocimiento del padre, JD no entiende a quién puede interesarle una casa encantada McDonald''s. Mark y Drew-Lynn ignoran si los une la emulación o la indiferencia. Todo lo real se aleja más y más; y Foster Wallace trata esta extravagante situación con una obstinada lentitud, como si la atención del narrador al detalle pudiera dar a los personajes la ocasión de salvar las suspicacias que los aislan; como si la atención muy abierta y la digresión constante fueran un remedio aceptable para un deseo aturdido por los simulacros.
Foster Wallace hace con esa anécdota exactamente lo contrario de lo que haría un narrador "vívido y continuo", por ejemplo John Irving: va mostrando el revés de cada artimaña narrativa. Y es que en sus cuentos sobre gente acomodada, hiperconsciente y triste se juega el drama de la actual ficción norteamericana, que para él está atrapada entre un falso realismo ciego a los hechos —porque les impone las reglas del arte representativo— y un elogio de la autonomía literaria que abjura rencorosamente de la realidad.
Por cierto, forzar hasta el paroxismo el poder de la literatura para crear más literatura es lo que hizo el inimitable John Barth, notoriamente en los cuentos de Perdido en la casa encantada. Se ve entonces que en ese coche Foster Wallace concentra todo lo que su generación debe superar para entender el desasosiego de un país desrealizado. Con un pie en Melrose Place y otro en la metaficción (Barth incluido), observa una cultura que puede aniquilarse toda de placer en formas que otras culturas desconocieron, y que por eso mismo puede sondear zonas desconocidas de la mente. ¿Cree de veras la Norteamérica de hoy que el placer ilimitado es la libertad? ¿Supone que el objeto de la vida es experimentar todo el placer posible? Foster Wallace sugiere estas preguntas sin miedo al ridículo, con la levedad que aprendió en las sit-com y el desdén por la voz de autor que le inculcó la posmodernidad, pero también con la vieja fe en que los hechos son para el narrador no un problema sino un estímulo.
Estos cuentos son una muestra perfecta de la cantidad de historias interesantes que puede dar una estética relajada. Héroes del periodismo, villanos de la empresa, figuras históricas, leyendas del deporte, presentadores famosos y hasta dinosaurios pueblan La niña del pelo raro, junto con personajes que van del manager deprimido hasta el psicótico de frontera.
En "Animalitos inexpresivos", por ejemplo, una chica que tiene una racha triunfal de años en un concurso televisivo es derrotada por un hermano autista, en un encuentro que urden los productores cuando el lesbianismo de la genia se les vuelve engorroso. En "La niña del pelo raro", un joven millonario nacido entre militares alivia su angustioso sadismo en un concierto de Keith Jarret, en compañía de un grupo de punks trogloditas. Todos, famosos y miserables, se enfrentan con la productiva impotencia, no ya de practicar la sinceridad, sino de definirla o identificarla.
En el mismo grado de indefinición está el lenguaje de Foster Wallace, lo cual se dice aquí como elogio. Para despojarse del estilo hace falta un talento dúctil, entrega a los argumentos, diletancia y amor a secas. El beneficio puede ser, como en este caso, una coherencia hecha de surtido; un efecto de franqueza logrado por la abundancia de máscaras. Y hasta la promesa de que el cuento, ese género herido de imitación, también puede ser reinventado.

notas