En una oportunidad fui invitado a una boda. La novia me pidió que viajara en auto desde Nueva York con otros dos invitados, un matrimonio de apellido Roberts, a quienes no conocía. Era un día frío de abril, y en el viaje a Connecticut esta pareja, de unos cuarenta años, me resultó agradable. No eran personas con quienes querría pasar un largo fin de semana, pero era simpáticos.
Sin embargo, en la recepción se consumió una enorme cantidad de alcohol; yo diría que mis compañeros conductores del auto consumieron un tercio del total. Fueron los últimos en irse, como a las once de la noche, y yo me sentía preocupado al acompañarlos, pues sabía que estaban borrachos. Lo que no sabía era cuán borrachos. Habíamos hecho unos treinta kilómetros. El auto avanzaba tortuosamente mientras Mr. y Mrs. Roberts se insultaban de la manera más extraordinaria, en un diálogo digno de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? Comprensiblemente, en un momento dado Mr. Roberts se equivocó en una curva y fuimos a parar a un camino de campaña. Empecé a pedirles, a rogarles, que detuvieran el auto y me dejaran bajar, pero estaban tan absortos en sus vituperios que me ignoraron. Finalmente el auto se detuvo (temporariamente) al rozar un árbol. Aproveché la oportunidad para abrir la portezuela y desaparecer en un bosque. Después de un rato el maldito vehículo reanudó su marcha, dejándome solo en medio de la helada oscuridad. Estoy seguro de que mis amigos no me echaron de menos, y Dios sabe que yo tampoco.
Sin embargo, no me hacía muy feliz quedarme desamparado en ese lugar en una fría y ventosa noche. Eché a andar con la esperanza de llegar a una carretera. Después de media hora, no había visto signos de vida. De repente, junto al camino, vi una casita de madera con un porche y una ventana iluminada por la luz de una lámpara. Me dirigí de puntillas, subía al porche y miré por la ventana. Había una mujer vieja, de suave pelo canoso y rostro redondo y agradable, sentada junto a un hogar encendido, leyendo un libro. Había un gato acurrucado sobre su falda, y varios otros dormitando a sus pies.
Llame a la puerta, y cuando me abrió le dije (me castañeteaban los dientes):
-Lamento molestarla, pero he tenido una especie de accidente y querría usar su teléfono para llamar a un taxi.
-Qué lástima – dijo sonriendo -, pero no tengo teléfono. Soy demasiado pobre. Pero entre, por favor. – Al pisar la tibia habitación, me dijo -: Dios mío, muchacho, está helado. ¿Puedo darle un café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi esposo… murió hace seis años.
Le dije que un poco de whisky me vendría muy bien.
Mientras lo servía me calenté las manos en el fuego y examiné la habitación. Era un recinto alegre, ocupado por seis o siete gatos comunes, de pelajes variados tonos. Leí el título del libro que leía Mrs. Kelly (ése era su nombre, como me enteré luego). Era Emma de Jane Austen, una de mis autoras favoritas.
Cuando regresó, con un a vaso con hielo y una polvorienta botella de bourbon, me dijo:
-Siéntese, siéntese. No tengo visitas muy a menudo. Claro, tengo mis gatos. De todos modos, ¿quiere quedarse a dormir? Tengo un hermoso cuarto de huéspedes que hace año nadie ocupa. Mañana puede caminar hasta la carretera y alguien lo llevará a la ciudad, donde encontrará un mecánico que le arregle el auto. Esta a unos ochos kilómetros.
Le pregunté cómo podía vivir tan aislada, sin auto ni teléfono. Me dijo que su buen amigo el cartero, se encarga de sus compras.
-Albert. Un amigo tan querido, tan fiel. Pero se jubilará el años que viene. Entonces no sé qué haré. Pero ya surgirá algo. Tal vez un nuevo cartero que sea amable. Dígame, ¿qué clase accidente tuvo?
Cuando le expliqué lo que había sucedido realmente, dijo indignada:
-Hizo muy bien. Yo no subiría a un auto manejado por alguien que haya olido siquiera un poco de jerez. Así perdí a mi marido. Estuvimos casados cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque lo atropelló un auto conducido por un borracho. De no ser por mis gatos… - Acarició un gato atigrado, color anaranjado, que ronroneaba en su falda.
Conversamos junto al fuego hasta que se me empezaron a cerrar los ojos. Hablamos de Jane Austen (“Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído todos sus libros tantas veces que me los sé de memoria”) y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, De Maupassant. Tenía la mente clara y la conversación variada. La inteligencia iluminaba sus ojos avellana igual que la lámpara que derramaba su luz sobre la mesita, a su lado. Hablamos de los duros inviernos de Connecticut, de los políticos, de lugares distantes (“Nunca he estado en el extranjero, pero si tuviera oportunidad iría al África. Muchas veces he soñado con las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elegantes por todas partes”), de la religión (“Por supuesto que fui católica de niña, pero ahora, casi me alegra decir que tengo una mentalidad amplia. Debe ser por tantas lecturas”), la jardinería (“Cultivo todas las verduras que consumo, y también las envaso, por necesidad”). Finalmente:
-Discúlpeme por charlar tanto. No sabe le placer que me causa. Pero es muy tarde. Por lo menos para mí.
Me llevó arriba, y me acosté cómodamente en una cama matrimonial, bajo una buena cantidad de edredones hechos de retazos. Entonces ella volvió, para darme las buenas noches y desearme buenos sueños. Me quedé despierto, pensando. Qué experiencia excepcional ser una mujer anciana y vivir sola en el medio de la nada. De repente un desconocido llama a su puerta en la noche, y no solo le abre, sino que lo hace pasar, le da la bienvenida y le proporciona alojamiento. De haber estado yo en lugar y ella en el mío, dudo que yo hubiera tenido el valor, y mucho menos la generosidad, de hacerlo.
A la mañana siguiente me dio el desayuno en la cocina. Café y bizcochos calientes y crema en lata, pero tenía hambre y me pareció delicioso. La cocina era más vieja que el resto de la casa. La heladera hacía ruido y todo parecía a punto de fenecer, excepto un aparato bastante moderno, metido en un rincón: una congeladora.
Ella no dejaba de conversar:
-Me encantan los pájaros. Me siento tan culpable de no tirarles migajas en el invierno, pero no puedo permitir que se acerquen a la casa. Por los gatos. ¿Le gustan los gatos?
-Sí. Tuve una siamesa llamada Toma. Vivió hasta los doce años, y viajamos juntos a todas partes. Por todo el mundo. Cuando murió no quise tener otro.
-Entonces tal vez entienda esto – dijo, llevándome hasta la congeladora y abriéndola. Adentro no había nada más que gatos congelados, conservados perfectamente. Docenas de gatos. Sentí algo extraño -. Todos mis viejos amigos. Que se han ido. No puedo perderlos. Del todo. Rió y dijo: - Supongo que pensará que estoy un poco chiflada.
Publicado en Música para camaleones, Sudamericana, Buenos Aires, 2000. Traducción: Rolando Costa Picazo.