Por Patricio Pron
“Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto”, escribió Anton Chéjov en cierta ocasión. No es una diferencia poco importante, puesto que en ella radica la fascinación que la narrativa del escritor ruso ha provocado en varias generaciones de escritores y lectores de todo el mundo, asombrados ante su talento irreductible para explicar un mundo hostil y ajeno a los personajes a través de la observación más sutil y con una prosa de la mayor sencillez. En los mejores relatos de Chéjov es lo que no se dice lo que importa realmente, nunca lo dicho, y es por ello que este magisterio (tan bien aprovechado por Ernst Hemingway, Raymond Carver o Tobias Wolff) permanece sólo al alcance de los lectores que deseen inferirlo de sus relatos o de libros como los imprescindibles Consejos a un escritor (2004), Sin trama y sin final: 99 consejos para escritores (2005) y ahora este Cuaderno de notas, versionado por el escritor argentino Leopoldo Brizuela en una traducción deficiente del francés que, sin embargo, no disminuye su atractivo.
El Cuaderno de notas forma serie con las libretas de apuntes de muchos otros autores (con el cuaderno de Julien Gracq en un lugar de preeminencia), pero lo que lo destaca de entre ellas es su carácter heterogéneo: las notas tomadas por Chéjov entre 1891 y 1904, año de su muerte, no son autobiográficas, aunque a menudo narran viajes reales realizados por su autor o situaciones que le sucedieron a él o a otras personas de su entorno, ni son borradores explícitos de obras específicas, aunque Chéjov suele apuntar títulos y nombres (casi todos grotescos) para posibles personajes. Se trata más bien de miniaturas y esbozos escritos para un uso personal y privado y sin la intención de ser publicados en el futuro pero que, sin embargo, tienen la plasticidad, el sentido del humor melancólico y escéptico y la gracia de toda la obra del escritor ruso. Así, algunas notas narran situaciones triviales (“Día 20. Nos levantamos a las ocho de la mañana. Visita a la catedral de San Esteban. Compra de una bolsista de tabaco a 4 guldens”), otras son graciosas (“Se me ha ocurrido un truco para escribir en el tren. Funciona, puedo escribir, pero mal”; “Los muertos no se avergüenzan aunque hieden horriblemente”; “El suelo es tan rico que si uno planta aquí un limonero, un año más tarde brota un coche”), tienen un carácter político (“¿Los aristócratas? Las mismas formas odiosas, la misma negligencia física, las mismas toses con flema, la misma vejez desdentada, y la misma muerte desagradable que los pequeñoburgueses”; “No existe una ‘ciencia nacional’, del mismo modo que no existe la tabla de multiplicar nacional; lo nacional no tiene nada que ver con lo científico”) o trazan un retrato despiadado y embrutecido de Rusia y sus habitantes (“Rusia es una inmensa llanura por donde pasea un maleante”). También hay notas filosóficas: “Salomón se equivocaba al ansiar sabiduría”, “Cuando estamos sedientos tenemos la impresión de que podríamos beber el mar entero: eso es la fe. Pero cuando comenzamos a beber, sólo podemos tomar uno o dos vasos: eso es la ciencia” u “Oponerse al mal es imposible; oponerse al bien, no”. Este tipo de pequeñas iluminaciones que adquieren la forma de aforismos (“Un perro hambriento sólo cree en la carne”, “En los hoteles rusos huelen mal los manteles limpios”, “Un hombre honesto llega a sentir vergüenza, a veces, delante de un perro”) están entre lo más destacado del libro y funcionan como cuentos brevísimos de una contundencia inusual, al igual que los comienzos de relatos nunca escritos o sus resúmenes, que podrían dar de comer a un escritor de un talento inferior al de Chéjov durante toda su vida: “Él no había sido feliz más que una sola vez en su vida: bajo un paraguas”, “Al regresar a su pueblo, al pasar frente a la casa donde Nina se moría, ella vio papeles blancos sobre las ventanas”, “Desde Petersburgo, el lacayo Vasili vuelve a su casa en el distrito de Vereisk, cuenta a su mujer y a sus hijos toda clase de cosas, pero ellos no le creen, piensan que se da aires y se ríen de él. Él se da un atracón de carnero”.
El Cuaderno de notas de Chéjov no es exactamente autobiográfico, como hemos dicho, aunque apuntes como el de una receta para curar la transpiración excesiva de los pies deban ser incluidas probablemente en ese rubro. Sin embargo, el propio Chéjov, y ya no sólo sus opiniones, se cuela en el libro con una insistencia sólo disimulada por una pudorosa tercera persona: “En su vida, sólo había dos fuentes de verdadera felicidad: los escritores y, a veces, la naturaleza”. Esta discreción sólo es dejada de lado en pasajes puntuales que narran eventos que parecen haber sido de gran importancia para su autor; así, la visita del 12 de setiembre de 1901 o la llamada del 7 de diciembre de 1901 a León Tolstoi son registradas escueta pero significativamente. Chéjov dice que hablaron pero no cuenta de qué, y esa ausencia no sólo pesa al lector, que hubiera deseado saber qué se dijeron los dos grandes escritores rusos, sino también recuerda que en la narrativa del escritor ruso es lo que no se dice lo importante.
Richard Ford escribió en la introducción a su antología de relatos de Chéjov publicada en 2001 que éste “casi siempre nos aborda con una gran seriedad centrada en algo que se propone hacer irreductible y accesible, y mediante esta concentración quiere insistir en que nos tomemos la vida a pecho”. Sin embargo, hay una liviandad trágica y una ironía en la obra de Chéjov que induce al lector a no tomarse nada en serio, incluyendo al propio autor. El mundo podría ser dividido entre quienes prefieren la vastedad atormentada de Dostoievski a la brevedad desencantada de Chéjov, que aún sonríe tristemente ante los grandes dramas de nuestras vidas ridículas; para quienes prefieran al segundo, éste es el libro.~