Por Sergio Kiernan
Publicado en RADAR
Un historiador de la cultura algo berreta –un periodista, por ejemplo– podría afirmar que el centro exacto del arte inglés es la lucha por expresar alguna emoción. La teoría, falluta y sin pruebas, resulta creíble para el que conozca en algo la densa pared de anestesia emocional que rodea a los ingleses. El que no, puede convencerse este miércoles viendo el capítulo final de Inspector Morse, la despedida de un viejo gruñón, inconforme e infeliz, encajonado entre dos amenazas temibles, la de la muerte y la de la jubilación. Sólo en su momento final, entubado en el triste escenario de un hospital, Morse tiene una palabra de amor para alguien. Y esa palabra es apenas “gracias”. Inspector Morse es una de esas series que sólo los ingleses pueden hacer. De la misma familia que Prime Suspect, la saga del Inspector Jefe Morse de la policía del Valle del Támesis tiene un rigor, un verismo y una total falta de sentimentalismo con la que los norteamericanos –y los argentinos, por caso– sólo pueden soñar. El mismo formato es peculiar: como una miniserie indecisa, sus 33 capítulos se grabaron entre 1987 y 2000. Cada temporada era mínima, con tres o cinco, tal vez seis y al final un capítulo mostrados en invierno, con intervalos de dos semanas. En compensación, cada entrega dura casi dos horas y funciona como un largometraje de guión completo, elenco cuidado, fotografía perfecta.Morse nació viejo y nació de un libro de Colin Dexter, civil cualunque que a los 43 años se encontró un verano encerrado en un chalet alquilado, con los chicos gritando, la lluvia que no paraba y un estante de pésimas novelas policiales. Eran tan malas que decidió escribir la suya. Medio en joda, su héroe es un cincuentón gruñón, petiso y canoso que detesta toda actividad física, bebe hasta en horas de trabajo y martiriza al único sargento que le dura, el feliz proletario Robbie Lewis. Al casi autorretrato, Dexter le agrega defectos que perversamente le deleitan: Morse es amarrete y nunca paga ninguna de las muchas rondas que comparte con Lewis; Morse es un tímido patológico que en 13 años sólo se encama una vez, con una mujer adorable que al día siguiente se suicida.Se entiende el malhumor del hombre.La obscura legión de fans de la serie participa de un universo peculiar. Morse va y viene en un admirable Jaguar MkII 1960 que necesita una transmisión nueva y es un deleite de ver. El hombre constantemente escucha a Wagner o alguna ópera italiana, y tiene el único despacho policial del planeta decorado con un retrato de Verdi. Su casa es un anónimo chalet dividido en departamentos, su comida sale del microondas, su lecho es más el sillón del living que esa cama que debe existir pero nunca vemos. Sus compañeros de trabajo mantienen distancia: abrasivo como el papel de lija, Morse tiene una relación constantemente tensa con su jefe, el extraño inspector Strange, y vive haciendo esgrima con sus médicos patólogos, gente cínica que se deleita con que vomite cuando ve sangre.El escenario de la vida de Morse es el sublime pueblo de Oxford, que la cámara muestra a la Ivory & Merchant, onírica y antigua, eterna y elegante. Morse, hijo de un taxista que lo abandonó de chico y de una ama de casa de provincias, es un oxoniano graduado en humanidades que habla latín y vive snobeando con citas clásicas. Uno de los temas de la saga es la tensión de clases entre el inspector y sus sospechosos. Cada dos por tres aparece algún ex compañero de estudios o ex profesor que unánimemente le hacen sentir su fracaso: es el único de su grupo que no es rico o importante, y para peor salió botón.Las espiras, las capillas góticas y las gentiles mansiones de Oxford sirven de escenario para crímenes brutales y reales. Dexter y los productores de la serie recuerdan el dogma de Raymond Chandler –”la gente mata por razones reales”– y los 93 cadáveres de la saga suelen aparecer con la cabeza abierta a martillazos. “Sexo, siempre es por sexo”, dice Morse, con cara de quien entiende bien esas pulsiones. El capítulo final, “El día del remordimiento”, encuentra al inspector jefe en la recta final. Su novia –vida útil, dos capítulos– se fue a Australia y le avisa por carta que no volverá. Su salud se derrumba con dos úlceras perforadas que le acaban de operar. Le quedan sesenta días de carrera antes de la jubilación obligatoria, su médico le prohíbe la bebida y Morse sueña con una enfermera entrada en años y muy sexy que lo mimó durante su internación, sólo para aparecer con el cráneo roto, desnuda y atada en su cama. Sigue un típico misterio a la Morse, una mezcla de deducción, errores e intuiciones durante el cual el inspector se va muriendo mientras trata de encontrar la verdad. Morse toma antiácidos, bebe como nunca –hasta se pasa de la Old Ale al malta puro– y hace un imposible amague de aficionarse a observar pájaros para tener un hobby senil. Hay como una despedida en el aire, y al hombre no le gustan las despedidas, no le gusta que Strange y Lewis se preocupen por él, no le gusta decir cosas como que “Wagner es sobre cosas importantes, sobre la vida, la muerte... y los arrepentimientos”. Su intérprete, John Thaw, toca una cuerda emocional en esta última función: él mismo se estaba muriendo de un cáncer al que aguantó apenas un año más.Como en un recorrido, Morse toca sus obsesiones: habla con una rubia barata y sexy, hace su testamento –le deja todo a su novia fugada, a Lewis y a la orquesta juvenil de Oxford, en partes iguales– y gasta la cinta de Parsifal. En la capilla gótica de Oxford, interroga a un sospechoso, un médico pomposo y banal que canta como un ángel la primera voz del Liberate Me, Domine, del Réquiem de Fauré. Y al salir se toma el brazo, camina tropezando por el prado que Christopher Wren cerró en el siglo XVII con una biblioteca de gloria y cae, fulminado por un ataque al corazón. Y alcanza a escuchar a dos profesores que se preguntan si ya está borracho, a estas horas de la mañana.En el hospital, entre anestesias y sondas, Morse ve una imagen que resuelve el caso. De noche, al lado de Strange, muere la triste muerte de un pabellón médico y entre toses da su último mensaje: “Dígale a Lewis gracias de mi parte”. Su despedida no es un rito anglicano con coros, que él prohibió. Es en la aséptica morgue blanca donde Lewis alza la sábana verde que cubre la camilla, le besa la frente y dice: “Adiós, señor”. Y la cámara recorre el amanecer de Oxford en la niebla, un paisaje de cúpulas adivinadas en la luz que nace, triste y eterna. Adiós, Morse.
Un historiador de la cultura algo berreta –un periodista, por ejemplo– podría afirmar que el centro exacto del arte inglés es la lucha por expresar alguna emoción. La teoría, falluta y sin pruebas, resulta creíble para el que conozca en algo la densa pared de anestesia emocional que rodea a los ingleses. El que no, puede convencerse este miércoles viendo el capítulo final de Inspector Morse, la despedida de un viejo gruñón, inconforme e infeliz, encajonado entre dos amenazas temibles, la de la muerte y la de la jubilación. Sólo en su momento final, entubado en el triste escenario de un hospital, Morse tiene una palabra de amor para alguien. Y esa palabra es apenas “gracias”. Inspector Morse es una de esas series que sólo los ingleses pueden hacer. De la misma familia que Prime Suspect, la saga del Inspector Jefe Morse de la policía del Valle del Támesis tiene un rigor, un verismo y una total falta de sentimentalismo con la que los norteamericanos –y los argentinos, por caso– sólo pueden soñar. El mismo formato es peculiar: como una miniserie indecisa, sus 33 capítulos se grabaron entre 1987 y 2000. Cada temporada era mínima, con tres o cinco, tal vez seis y al final un capítulo mostrados en invierno, con intervalos de dos semanas. En compensación, cada entrega dura casi dos horas y funciona como un largometraje de guión completo, elenco cuidado, fotografía perfecta.Morse nació viejo y nació de un libro de Colin Dexter, civil cualunque que a los 43 años se encontró un verano encerrado en un chalet alquilado, con los chicos gritando, la lluvia que no paraba y un estante de pésimas novelas policiales. Eran tan malas que decidió escribir la suya. Medio en joda, su héroe es un cincuentón gruñón, petiso y canoso que detesta toda actividad física, bebe hasta en horas de trabajo y martiriza al único sargento que le dura, el feliz proletario Robbie Lewis. Al casi autorretrato, Dexter le agrega defectos que perversamente le deleitan: Morse es amarrete y nunca paga ninguna de las muchas rondas que comparte con Lewis; Morse es un tímido patológico que en 13 años sólo se encama una vez, con una mujer adorable que al día siguiente se suicida.Se entiende el malhumor del hombre.La obscura legión de fans de la serie participa de un universo peculiar. Morse va y viene en un admirable Jaguar MkII 1960 que necesita una transmisión nueva y es un deleite de ver. El hombre constantemente escucha a Wagner o alguna ópera italiana, y tiene el único despacho policial del planeta decorado con un retrato de Verdi. Su casa es un anónimo chalet dividido en departamentos, su comida sale del microondas, su lecho es más el sillón del living que esa cama que debe existir pero nunca vemos. Sus compañeros de trabajo mantienen distancia: abrasivo como el papel de lija, Morse tiene una relación constantemente tensa con su jefe, el extraño inspector Strange, y vive haciendo esgrima con sus médicos patólogos, gente cínica que se deleita con que vomite cuando ve sangre.El escenario de la vida de Morse es el sublime pueblo de Oxford, que la cámara muestra a la Ivory & Merchant, onírica y antigua, eterna y elegante. Morse, hijo de un taxista que lo abandonó de chico y de una ama de casa de provincias, es un oxoniano graduado en humanidades que habla latín y vive snobeando con citas clásicas. Uno de los temas de la saga es la tensión de clases entre el inspector y sus sospechosos. Cada dos por tres aparece algún ex compañero de estudios o ex profesor que unánimemente le hacen sentir su fracaso: es el único de su grupo que no es rico o importante, y para peor salió botón.Las espiras, las capillas góticas y las gentiles mansiones de Oxford sirven de escenario para crímenes brutales y reales. Dexter y los productores de la serie recuerdan el dogma de Raymond Chandler –”la gente mata por razones reales”– y los 93 cadáveres de la saga suelen aparecer con la cabeza abierta a martillazos. “Sexo, siempre es por sexo”, dice Morse, con cara de quien entiende bien esas pulsiones. El capítulo final, “El día del remordimiento”, encuentra al inspector jefe en la recta final. Su novia –vida útil, dos capítulos– se fue a Australia y le avisa por carta que no volverá. Su salud se derrumba con dos úlceras perforadas que le acaban de operar. Le quedan sesenta días de carrera antes de la jubilación obligatoria, su médico le prohíbe la bebida y Morse sueña con una enfermera entrada en años y muy sexy que lo mimó durante su internación, sólo para aparecer con el cráneo roto, desnuda y atada en su cama. Sigue un típico misterio a la Morse, una mezcla de deducción, errores e intuiciones durante el cual el inspector se va muriendo mientras trata de encontrar la verdad. Morse toma antiácidos, bebe como nunca –hasta se pasa de la Old Ale al malta puro– y hace un imposible amague de aficionarse a observar pájaros para tener un hobby senil. Hay como una despedida en el aire, y al hombre no le gustan las despedidas, no le gusta que Strange y Lewis se preocupen por él, no le gusta decir cosas como que “Wagner es sobre cosas importantes, sobre la vida, la muerte... y los arrepentimientos”. Su intérprete, John Thaw, toca una cuerda emocional en esta última función: él mismo se estaba muriendo de un cáncer al que aguantó apenas un año más.Como en un recorrido, Morse toca sus obsesiones: habla con una rubia barata y sexy, hace su testamento –le deja todo a su novia fugada, a Lewis y a la orquesta juvenil de Oxford, en partes iguales– y gasta la cinta de Parsifal. En la capilla gótica de Oxford, interroga a un sospechoso, un médico pomposo y banal que canta como un ángel la primera voz del Liberate Me, Domine, del Réquiem de Fauré. Y al salir se toma el brazo, camina tropezando por el prado que Christopher Wren cerró en el siglo XVII con una biblioteca de gloria y cae, fulminado por un ataque al corazón. Y alcanza a escuchar a dos profesores que se preguntan si ya está borracho, a estas horas de la mañana.En el hospital, entre anestesias y sondas, Morse ve una imagen que resuelve el caso. De noche, al lado de Strange, muere la triste muerte de un pabellón médico y entre toses da su último mensaje: “Dígale a Lewis gracias de mi parte”. Su despedida no es un rito anglicano con coros, que él prohibió. Es en la aséptica morgue blanca donde Lewis alza la sábana verde que cubre la camilla, le besa la frente y dice: “Adiós, señor”. Y la cámara recorre el amanecer de Oxford en la niebla, un paisaje de cúpulas adivinadas en la luz que nace, triste y eterna. Adiós, Morse.