Por María Maratea
Publicado en ROLLING STONE
Hace poco, mientras paseaba a mi perra por Plaza Dorrego, escuché esta conversación entre dos pibes de unos 16, 17 años:
PIBE 1 (piercing en la ceja, collares, pelo corto y despeinado, jean y zapatillas): No boludo, mi viejo me contó. Era fanático de esa revista. Me contó que hacían notas a los presos, a los drogones, a las putas. PIBE 2 (bermudas, remera blanca, pelo rapado, zoquetes, borceguíes): Que loco. PIBE 1: Dicen que la cerraban a cada rato. Mi viejo tenía todos los ejemplares, pero en una mudanza las perdió. No se consiguen. Ahora son de colección. PIBE 2: Cómo se llamaba la revista, boludo. PIBE 1: Cerdos y Peces.
Le cuento la anécdota a Enrique Symns mientras le pide al mozo una ginebra. Me mira cuando pido un café con leche. Son las cinco y media de la tarde. La camisa azul oscuro contrasta con su pelo escaso, largo y blanco. Es de las personas que cuando apunta con los ojos, ve lo que mira. Prende un cigarrillo. Se inquieta. Le digo que estuve a punto de interrumpir a los pibes y contarles lo que significó en esa época la aparición de su revista. Me acuerdo que aunque recién asomaba la democracia, muchos la leían a escondidas. En las calles todavía se respiraba miedo.
Veníamos de sortear los 70, década que marcó un antes y un después. Si tomamos aquel año fatídico como punto de referencia para hablar de vos, para los que te conocen y los que no, ¿cómo te encontró el ‘76?
Sí, año fatídico el ‘76. Como a muchos otros, a mí también me encontró yéndome a España. Habían desaparecido a la presidenta de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires y le tocaba el turno a la vice, que era mi pareja de aquel momento. Así que tuvimos que irnos.
¿Qué hiciste allá?
Yo era un tipo que no tenía oficio. Había sido un delincuente juvenil. Allá viví de vender autos, de hacer encuestas, y había empezado a escribir. Una editorial mexicana me pidió que escribiera un libro anónimo -como se acostumbraba en aquélla época- que se llamó “La represión sexual en el franquismo”. Me pagaron bien. El libro era muy bueno, pero sobre todo me sorprendió a mí.
¿Por qué te sorprendió?
Porque no sabía que podía hacer un libro de ese tipo. Encuesté como a mil personas. Yo no sabía que era periodista. Y lo era. Soy un periodista nato, o algo así. Descubrí el periodismo caminando. Descubrí que soy un narrador, un antropólogo de la vida cotidiana, por decirlo de alguna manera. Mi ámbito fue siempre lo cotidiano, no el campo social, el político o el artístico. Tengo una especie de capacidad innata para describir, para prestar atención. Así que, sin saberlo, volví con un oficio. Empecé a presentir que capaz que tenía un oficio. Comenzaban los 80s. Vivía de actor callejero, también. Lo había descubierto en España. Trabajaba en la calle o en algún boliche y pasaba el sombrero. Así me encontraron los Redonditos de Ricota, que yo no sabía quiénes eran. Ni el rock me interesaba mucho.
¿Cómo fue ese encuentro?
Yo hacía monólogos en el Centro Cultural Congreso, en la calle Bartolomé Mitre, un lugar que dirigía un hombre encantador, un peronista de la resistencia cultural que convocaba a tipos anarcos y locos para que organizaran allí eventos. Un día apareció la negra Poly; yo no la conocía. Cuando se me acercó creí que me quería levantar. Me fui con ella como si fuera una mujer, no sabía que era una bruja poderosa. Fuimos a un bar a charlar y me contó que me quería presentar a unas personas, a un grupo de rock, nada más. A la siguiente función yo actuaba en la cortada Tres Sargentos, con Horacio Fontova. La Negra apareció con un pelado, bueno, aparecieron los tres: Poly, Skay y el Indio. Esperaron a que terminara con mis monólogos y me ofrecieron trabajar con ellos. Al mismo tiempo, mirá que curiosidad, me llamaron de la revista Pan Caliente. Ralph Roschild se iba a vivir a Holanda y necesitaban un jefe de redacción. Sin saber por qué, con esa intuición demente, Jorge Pistocchi, que era el editor, el dueño, me convocó. Yo no tenía la menor experiencia, apenas la española. O sea que se dieron los dos fenómenos juntos: empecé a trabajar en Pan Caliente como jefe de redacción en mi primer experiencia periodística y empecé a actuar con los Redondos, que en aquella época no eran nada, juntaban cincuenta, sesenta personas. Al poco tiempo entré en contradicción con Pan Caliente; fue cuando todo el movimiento musical del rock participó del evento “Encuentro por Malvinas”, organizado por la dictadura para encubrir sus delitos y legalizarse públicamente. Alberto Silva -quien también trabajaba en la revista- y yo lo señalamos como la gran traición del rock, como uno de los eventos más siniestros de la historia del género, porque eso nunca había sucedido en ninguna parte del mundo. Participan todos menos Piero, que se negó -esa fue una de las históricas ausencias de ese recital- y Fito Páez que, como siempre, fue un tipo distinto a los demás. Eso generó desacuerdos con Pistocchi, quien criticaba a la dictadura pero no al rock. Después me llamaron de Clarín, me generó una contradicción enorme. Eso me hizo dar cuenta, de repente, de que yo era bueno, que yo tenía algo que les interesaba a los demás.
¿Qué pensabas vos de vos?
Mirá, mi vida fue muy curiosa. Yo nunca hice el colegio primario, no aprobé el colegio secundario, no hice nada.
¿Nunca fuiste a la escuela?
Nunca. Soy un autodidacta. De resentido que era, porque mis padres no me habían dado una educación, me comí todo. Aprendí a saber de psicoanálisis, aprendí a leer Kierkegaard, Jaspers, Heidegger. Era toda una cuestión que yo acumulaba en mí.
¿Por qué trabajar en Clarín te generaba contradicción?
En cada país existe el periodismo, lo que se llama “el cuarto poder”. Cada país está representado por un diario. En Chile es muy terrible: El Mercurio, para poder sobrevivir, apoyó el golpe de Pinochet y éste exigió que murieran todos los demás diarios que había. Es un caso excesivo el que te cuento. Clarín es, también, un diario maldito: siempre estuvo acompañando al país, lo hace ahora mismo. En Cerdos & Peces lo declaramos enemigo principal. No es ideológico lo de ellos, es como una especie de extorsión de hombres de negocios, como si fueran un FMI del periodismo. No tiene ideología. Ellos avanzan y van criticando. Son los dueños de la moral. Es la peor peste. Me acuerdo cómo eran los procedimientos: te invitaban a comer, te tentaban con el buen vivir. Pero también me pasó siendo editor de Satiricón y de Eroticón. Era lo mismo, te daban tarjeta de crédito. Hay dos cosas que quieren secuestrarte los grandes medios: antes que secuestrarte el contenido de tus palabras, te quieren secuestrar el lenguaje. No por nada existen los columnistas, a los que se les permite hablar como si fueran personas; a los demás los vuelven uniformes con el quick writing. El jefe te enseña a escribir con un lenguaje desalmado, porque si hay algo sin alma es el periodismo objetivo. No puede existir un carajo la objetividad. Con qué carajo de objetividad podés ir vos a entrevistar a un leproso, después al enfermero, al médico, al psicólogo y no ponerte de parte del pobre leproso. Bueno, es así el mundo. Se llama a eso “policiales” no “delincuenciales”, siempre se llama del lado del poder. Y Clarín es el poder. Clarín es el menemismo oculto en el mundo de las palabras.
¿Después de Clarín, qué vino?
Trabajé en La Voz, un diario que había sacado Vicente Zito Lema con el grupo armado Montoneros. Entonces conocí a Gabriel Levinas, el editor de El Porteño, y le propuse un proyecto: en la España posfranquista había descubierto que después de una gran dictadura hay que destapar los temas de la marginalidad: los homosexuales, los drogadictos, los ladrones, los marginados. Le propuse hacer ese suplemento que fue Cerdos & Peces, que después se convirtió en revista y se hizo famoso.
¿Cuál era la idea de Cerdos & Peces?
Sincerar la vida. Nuestra filosofía era que si vos sos gay tenés que declararlo públicamente. Si sos drogadicto, tenés que asumir una postura ideológica. Cosas que hay que asumir para sustentar ideológicamente el placer que a vos te da la vida, o la manera de desgastarte que tenés. Por eso fundamos el Movimiento de Disidentes Toxicológicos: así le puso Antonio Escohotado a algo que nosotros presentíamos. Yo soy admirador de algunos escritores que hicieron definiciones precisas. Cuando Freud indaga los orígenes del totemísmo exogámico, en Totem y tabú, encuentra esa palabra siniestra y terrible que es tabú; una palabra de origen polinesio, muy misteriosa, que significa temor sagrado y que fue instalada por la casta sacerdotal. La casta sacerdotal lucha contra el éxtasis desde hace miles de años. La única manera de que la casta del poder sobreviva es que la gente no viva en estado de éxtasis. A la gente no le falta ni techo ni comida, le falta éxtasis.
¿Y cómo se alcanza el éxtasis?
Con el sexo indiscriminado, poligámico y promiscuo -promiscuo quiere decir en estado de confusión-, y con la droga. Son las dos cosas que producen éxtasis. Por lo tanto, la misma casta sacerdotal que prohíbe eso convierte a todos los inapestados. Por eso las mujeres promiscuas, los homosexuales o los bisexuales pasaron a ser seres perseguidos. Y también los que consumen drogas, aunque esto no supone una reivindicación indiscriminada de la gente que consume droga, no. Los pelotudos consumen droga, los hijos de puta consumen droga y, por supuesto, sus conductas empeoran. El Movimiento de Disidentes Toxicológicos quería disentir de esa idea de un Estado que se hace cargo de mi salud y me recomienda fármacos de los laboratorios Abbot para que me drogue, me recomienda Lexotanil o Alplax porque tengo ataque de pánico. No, si tengo ataque de pánico yo prefiero mi propia farmacopea. Y parto de algo más antiguo todavía: el chamanismo, en el cual yo creo. Creo en Pancho Sierra, el más grande curador de América latina, un tipo venerado que curaba con un vaso de agua y con palabras. Por eso, en última instancia vuelvo al psicoanálisis: si la enfermedad está anudada con palabras, se tiene que desanudar con palabras. Creo en el psicoanálisis pese a que, cuando apareció en la Argentina, se convirtió en una práctica confesional tan peligrosa como la que propicia la Iglesia. Con esta diferencia: en vez de pecado se habla de enfermedad y en vez de perdón, de comprensión. Lo más terrible que tiene el psicoanálisis es la práctica, no el pensamiento. La práctica del psicoanálisis es siniestra. Es un lugar de acumulación nazi peligrosísimo. Que alguien acumule información sobre personas… Y, bueno, el lacanianismo durante la dictadura fue bastante sospechoso.
¿Y la psiquiatría?
La psiquiatría es la enfermedad más pornográfica y obscena que ha inventado Occidente. Es la locura que se volvió loca para mirar a los Locos y destruirlos. Un psiquiatra es un tipo temible que recurre a la lobotomización, a la cicatrización de las heridas. Todo lo que no se hable no tiene posibilidad de curarse. Por eso existen los loqueros: hombres deshablados, hombres sin palabras, desmembrados e inconstituidos.
¿Alguna vez caíste en un loquero?
Sí, una vez tuve la desgracia de sufrir un ataque de LSD y caí en el [instituto psiquiátrico] Borda. Me hicieron un prontuario que decía: DELIRIO MÍSTICO. ¿Qué me dieron? Artane y Halopidol. Esa es la manera de deshumanizar a un ser. Para mí fue muy importante descubrir la disidencia para así poder erradicar la culpa. ¿Vos sabés lo que significa la palabra culpa? Viene del alemán: quiere decir tener deudas; una deuda interna imposible de pagar.
En “Cerdos & Peces” se podía leer desde Néstar Perlongher hasta Juan José Saer, notas a ex combatientes de Malvinas, crónicas urbanas, las investigaciones policiales de Ricardo Ragendorfe; relatos eróticos de alto voltaje, entrevistas inventadas. O cómo conseguir en Buenos Aires la mejor droga. Y a pesar de que este hombre dice no aceptar ningún tipo de censura, su revista fue la más censurada. -Cuando apareció Cerdos & Peces, en el 83, se decía que era una revista que cometía excesos.
Tantos, que me la cerraban a cada rato. El primer juicio me lo hicieron los jueces de Alfonsín, por apología de la pedofilia. Yo había sacado una nota que se titulaba “Hombres que desean a niños que desean a hombres”. Fue interesante: después de un año y medio, la Corte Suprema de Justicia decidió que la labor del periodismo era contar los acontecimientos del mundo. Yo no hacía apología, estaba denunciando la pedofilia. La gente se niega a hablar de eso. Es curioso: la sociedad que más niega el cuerpo de los niños es la que registra más delitos de pedofilia.
La cerraron muchas veces.
Sí, también por apología de la droga. Me la pasaba en Tribunales en la época de Alfonsín, pero la revista vendía más. Alfonsín era mi aliado.
¿Y durante el menemismo?
Con Menem, la revista murió. Menem nos mató económicamente. A veces me parece que el menemismo refleja algo esencial de lo argentino: fue vencido por el dinero. Todos mis amigos locos de aquella época, después se dedicaron solamente a encontrar modos de mejorar su existencia. El menemismo es despreciable. Su peor consecuencia fue las conductas que despertó en la sociedad; fue el espejo de lo más tenebroso: el afán individualista, el alejamiento de todo gesto solidario.
¿Qué otros enemigos tenía la revista?
El mundo universitario. Terminabas aceptando eso de que “la universidad es la tumba del saber y la cuna del poder”. Mucha gente que se entromete en la universidad lo hace para conseguir un lugar: los abogados que nos hacen juicios, los jueces que nos condenan, los médicos que nos llevan a los cementerios, los presidentes que nos gobiernan miserablemente.
De pronto, Los Redondos dejan el escenario. Aparecen entonces un hombre vestido de gitano, de vagabundo o de árabe. El gitano, el vagabundo o el árabe, algunas veces empiezan así: “Hey, niño. Oye, sube a la mantoña, yo te acompañaré. El río está con agua fresca. Bebe, bebe, quítate la sed. Corre, juega, ríe. Oh, niño. Qué hermoso olor y las flores…”
Mientras tanto, seguías trabajando con los Redondos.
Sí. Trabajé con ellos cuatro o cinco años haciendo monólogos. Hasta que, finalmente, nos separamos.
¿Por qué se separaron?
Lo terrible fue descubrir que las cosas no eran como yo pensaba. Yo soy de los que creen -y en aquella época parecía que lo creíamos todos- que un artista no hace las cosas por dinero ni por alcanzar algún grado de fama. Un artista se parece más a un agente de la salud pública que a un frívolo manifestante de sus tinieblas. Un artista popular, especialmente, debería ser alguien que convoca a hogueras de calidez públicas, pero no para obtener beneficios. Y cuando aparecieron los beneficios no sólo nos erradicaron a quienes formábamos parte de la claque del cuerpo artístico de los Redondos, sino que se convirtieron en aquello que habíamos combatido. Fue muy decepcionante. La experiencia con Los Redondos resultó muy traumática: fue mi último aferramiento a la idea de que existía un underground, que existía una piel espiritual. Quería creer en la posibilidad de hacer cosas más allá de las tres malditas necesidades que señala [William] Burroughs: buscar techo, buscar comida y buscar satisfacción sexual. Burroughs dice que, curiosamente, cada una de estas necesidades está enfrentada a tres misterios inexplorados: buscar comida, a ser generoso; buscar techo, a salir a explorar; y buscar satisfacción sexual, a dar amor a los demás. Después me di cuenta de que no hay que decepcionarse, que es así el mecanismo, que hay muy poca gente como Luca Prodan o Sting: ellos ponían las canciones que componían a nombre de todos.
¿Vos decidiste alejarte de los Redondos?
No, no, no. Fue muy doloroso. Fue como una separación amorosa. Me echaron primero ellos y yo después me fui. Yo creo que me echaron. Me empezaron a echar lentamente.
¿Cómo?
Con actitudes. Yo antes entraba en los camarines, formaba parte de las reuniones. Pero, sobre todo, empezó a haber una actitud moralista. Freud dice que la moral es la peor de las perversiones. Y ésta fue una cuestión moral. Yo hacía espectáculos muy shockeantes, muy eróticos. Criticaron eso: la sexualización de mis shows.
Después estuviste con otras bandas.
Después empecé a actuar con una banda que nadie conocía: Los Piojos, con los que estuve un año y medio. Otro año y medio actué con los Caballeros de la Quema, y por último con la Bersuit. Ahora los veo a todos dónde están y me sorprende. No era esa dirección la que nos habíamos empeñado en seguir. También habría que ver qué pasó en estos cinco años en que no estuve acá, pero es como si se hubieran salteado algo.
¿Y qué pensás al verlos donde están?
Mirá, hay dos cosas muy distintas: una es el oficio y otra es ser artista. Para ser un artista hay que ser héroe, chamán y creador. El héroe es lo que te iguala a lo cotidiano, para ser chamán hay que querer a los demás y para ser creador hay que tener talento. Sin esas tres cosas no se puede ser artista. Lo demás es oficio. Egberto Gismonti contaba que él se iba a la selva, al hastío más ignoto, a robar sonidos. Cuenta que una vez llega una tribu, allá en el Mato Grosso, y él en un momento determinado se pone a tocar la guitarra. Ve que todos se alejan de él, se ponen de espaldas y empiezan a batir palmas, entonces él pregunta qué había hecho mal. El chamán lo mira y le dice: “Cuando un chamán [ellos no lo llaman artista] empieza a investigar el misterio, hay que dejarlo solo, hay que darle la espalda y aplaudir hacia la selva para espantar los malos espíritus”. Gismonti entonces dice: “Cuando ese aplauso se dio vuelta y se dirigió hacia mí, se invirtió la brujería, ahora yo soy el mal espíritu, todo lo que suceda en el escenario es una maldición”. Vos fijate, los pobres pibes compran entradas para ver lo que sea. A mí me da mucha verguenza cuando tengo que cobrar entrada; el tipo viene a verte para cambiar su vida y vos lo engañás, no le das nada más que un referente, porque no le estás proponiendo una vida. Por eso el mundo es un mundo desacinado, un mundo global donde ya es muy difícil comparar a un artista con un chamán. Fito Páez también coincidía en esa versión de que a un cantante popular la única posibilidad que le cabe es tener un origen chamánico, porque la música es importante, no la letra. A la canción popular yo siempre le tuve una enorme desconfianza.
Cuando entré en el rock con los Redondos siempre supe que era peligrosísimo. Que el Indio cantara “con los ojos ciegos bien abiertos”, es hermosa la frase, pero no me voy a olvidar que era una pequeña orden, un pequeño disimulo. Yo no sé qué nos depara el futuro, pero me parece que tiene que venir a través de la abdicación de esta música. Tiene que llegar otra música, otra forma. También recuerdo las conversaciones que teníamos con toda la gente de aquella época, todos éramos conscientes de que no era importante la cultura. Lo importante era, un poco como sucede en las películas, que la música acompañara la vida de las personas. Y finalmente ocurrió que la vida ha quedado desalmada, desaventurada; sí, sobre todo sin aventura. El territorio donde vos tenés que convertirte en el protagonista de tu vida se ha perdido. El hombre del monólogo es el mismo que supo enfrentarse con la moral autoritaria de la derecha. El que asevera que todo cambio viene de lo marginal. O el mismo que dice que Dios es un asesino maldito que nos trajo acá para matarnos a todos.
¿Por qué elegiste Chile para irte?
No podía elegir. Me había ido muchas veces, siempre traté de escapar de Buenos Aires. Viví muchos años en el Brasil, en Colombia, en España. Me hubiera ido a México, quizá hubiera vuelto a España, pero no tenía las condiciones. Cuando fui a España tenía treinta y pico de años y era capaz de ser mozo, lavacopas, no sé. Pero a los 52 no me sentía capaz.
¿De qué te sentías capaz a esa edad?
De tener que sustentar mi propia leyenda, de tener que seguir viviendo de mí mismo. Todavía sigo con ese problema. Soy periodista hace veinte años. Sabía que, en Chile, Cerdos & Peces era muy famosa, igual que en el Uruguay, que es la última instancia que me queda. Yo partía de cinco mil personas que me conocían en Santiago, que estaban ubicadas en lugares estratégicos. Sabía también que Chile era un mercado fácil, un mercado ingenuo, porque ellos viven como se vivía acá hace cincuenta años. Y bueno, fui a ver qué me pasaba.
Y te pasó de todo.
Y me pasó de todo. En un año llegué a ser un tipo muy poderoso, lo que nunca había llegado a ser en mi país. Hice dos programas de televisión que fueron un éxito. Entrevistaba a personajes famosos en los bares que yo elegía y hablaba de temas que no tenían nada que ver con su oficio. Grababa durante una hora la conversación y después la sintetizaba en media hora. Era muy interesante el clima que se generaba. Después hice una revista que fue y sigue siendo muy famosa: The Clinic.
¿Por qué The Clinic?
A Pinochet lo agarraron en Londres, en una clínica, ¿te acordás? Y en los noticieros a cada rato decían “The Clinic”. Le pusimos ese nombre. Fue la primer revista de oposición al pinochetismo. Ahora vende 50 mil ejemplares por quincena. En Chile nunca nada vendió eso.
¿Qué hacías en la revista?
Mi socio chileno tenía la idea de los chistes y La sección política. Yo inventé un suplemento que iba transformando los títulos de los medios chilenos: en vez de El Mercurio, “El Merculo”; en vez de El Metropolitano, “El Metro por el Ano”; en vez de Qué Pasa, “Qué Paja”. Íbamos agarrando los medios chilenos y los destruíamos. Ese era mi trabajo. Yo era socio menor.
¿Por qué te alejaste?
Tuve una pelea con [Ricardo] Solari, el ministro de Trabajo. Fue en un bar, una noche de borrachera. Lo invité a pelear, lo reputeé y me costó un alto precio. Nosotros empezamos la revista antes del triunfo de [el presidente Ricardo] Lagos. No estaba con Lagos, pero lo apoyé, era la única manera de enfrentarse a [Joaquín] Lavin, que era más siniestro que [Mauricio] Macri acá. Esa noche, hablando con Solari, me di cuenta de que, como todo político, el tipo tenía un plan. Burroughs dice acerca del plan: la vida tiene caos y tiene plan. Todo lo que deviene del plan intenta acogotar las angustiantes exclamaciones del caos por exponer su desesperación. El plan tiene una medida satisfactoria, degradante y aviesa para engañar a esta desesperación. Y lo político es eso. Yo no quería hacer una revista para gente satisfecha. Estos eran para mí los temas importantes de la vida: si la gente cogía, dónde, cómo. Qué hacía en la oficina, en qué pensaba.
¿Cuál fue la nota que hiciste que más te gustó?
Una nota sobre la traición. Yo le preguntaba a muchas personas cuál era su mayor traición y cuál había sido la peor traición que había padecido. Y en general me encontré con que todo traidor ha sido traicionado antes.
¿La pelea con el ministro desencadenó tu ida de The Clinic?
Sí, y también por disidencias políticas con uno de mis socios. Además que los chilenos no nos quieren a los argentinos. Nos tratan muy mal. No vas a encontrar en Chile argentinos inteligentes. Yo me gané varias enemistades en Chile.
¿Porqué?
Cuando se separó el grupo de rock más famoso de allá, Los Tres, me pidieron que escribiera su biografía. La escribí. El libro se llama “La última canción”. Construí el libro sobre la base de testimonios. Hice una biografía así: te entrevisto a vos, te pido dos nombres, vos me das dos nombres, creés que esas personas van a hablar bien, pero yo me entero que ellos se separan porque la novia del cantante se acuesta con todos los músicos, lo que genera una crisis interna. Es una manera de explicar la verdad de por qué se habían separado. Lo cuento. Me trajo tantos problemas como la biografía de Fito. Las personas creen que contratan un biógrafo para que hable bien de ellos. Se equivocan si me llaman a mí. Yo vengo a hablar de lo que es tu vida.
¿Por qué Fito se enojó?
Se enojó porque yo también me enojé. Nunca me había pasado en mi vida tener que censurarme. Y él me exigió que tres capítulos no salieran.
¿Cuáles eren?
Uno se llamaba “El Fuhrer y la Páez Family Stone”. Otro era “El Emperador y su Corte”: contaba ciertos valores que se manejaban. Por ejemplo, que la camisa de Fito Páez valía 150 dólares, que el champán que tomaba costaba 100. Y “Una chacrita de latas” recogía anécdotas de Fito embriagado. Porque Fito nunca fue drogón, las habrá probado, como todo el mundo, no sé, pero para él la única droga era la cerveza. El más lindo borracho que yo he conocido… no se le daba por la agresividad, ni por llorar. Se le daba por la insensatez.
¿Y aceptaste la censura?
Sí, al final me convenció. Gané mucha plata con ese libro.
¿Estás enojado todavía con Fito?
No. Yo lo quiero muchísimo, es uno de los tipos más hermosos que conocí. Y una de las personas que más me ayudó en mi vida.
En Chile, con el caso de Los Tres, ¿quedás marginado del periodismo?
Un poco por eso, pero lo que me margina para siempre es lo que me pasó con Adolfo Couve, un gran pintor y escritor. A través de mi recorrida nocturna -porque siempre descubro el mundo ahí-, conozco en la calle un taxi boy, me lo llevo a un bar y me entero de que él había sido amante de Adolfo Couve. Investigo más y me cuenta que, cuando tenía 7 años, Couve se lo llevó a su casa y lo secuestró, ni siquiera lo educó ni lo mandó al colegio: lo convirtió en su esclavo sexual. Era un pedófilo. Siempre quise diferenciar esto, porque en Chile me acusaron de atacar a los gays. Chile es un país de secretos. Ni siquiera aceptaban que el tipo era gay. Y en realidad el tipo era un pedófilo. Por supuesto que me gané el odio total. Me obsesioné e investigué más. La única revista que me dio pie para continuar con esto fue una revista que se llamaba El Periodista. Hasta que saqué Cerdos & Peces y publiqué la investigación completa. Es como si en la Argentina descubriéramos que Borges cogía niños. Adolfo Couve era considerado una columna vertebral del andamiaje del establishment cultural. Y el tipo era un degenerado, era un culeado de mierda. Yo no estoy en desacuerdo con ninguna tendencia sexual, pero creo que lo único condena ble es la violentación de las personas. No hay un chico de 7 años u 8 años que pueda tener una respuesta. Hubo varias denuncias después.
¿Entonces decidiste volver?
Me quedé un año más. Y viví la experiencia más insólita de mi vida. Cuando yo era muy joven, durante la adolescencia, me escapé de la casa de mis padres, fui delincuente, viví en la calle, sabía lo que era eso, pero desde que me constituí en el personaje que soy, nunca más. Aparte nunca había conocido la pobreza, antes de llegar a eso salía a robar o a estafar. Bueno, en Chile caí en la pobreza total. Los Prisioneros me habían contratado para escribir su biografía y como después se arrepintieron tuvieron que indemnizarme con 5 mil dólares. Con eso pagué un año de alquiler por un departamento en Viña, con todas las ventanas al mar, un departamento hermoso. De a poco me fui quedando sin nada. Me fueron cortando el teléfono, la luz, el gas, el agua. Hasta que empecé a dejar de comer.
¿Cuánto tiempo fue lo máximo que estuviste sin comer?
Una semana. Tomaba agua, nada más. Salí a robar y me agarraron. Sentía verguenza. Ya no tenía ni siquiera los viejos estímulos de la juventud. Me fui degradando, me fui acercando a la muerte. No quería vivir más y me entregué a una escena que muy pocas personas, por ahí, han vivido, que es no hacer más nada para existir y no hacer más nada para sobrevivir.
Dejarse morir.
Eso, “dejarse morir”. Qne no es lo mismo que matarse. Viste como es el dolor, si vos a un gato le clavás un cuchillo en el lomo, el gato pega un grito, pero a los diez minutos se olvidó, no tiene memoria. El sufrimiento es una excavación mental que el hombre ha construido. Es un dolor del tiempo, sufro por lo que no fui o por lo que fui, o sufro por lo que no voy a ser. Es una mentira. Yo, encima, trabajé muchos años en escuelas esotéricas. Estuve como dos años en una escuela del budismo zen, en Marruecos. Me ilustré mucho para luchar contra el dolor. Este dolor me desprevino, pero me sirvió para comprender cómo escaparme de mí mismo. Hay muchas muertes que uno va teniendo durante la vida: la decepción del amor, el desengaño de la amistad, el desengaño de uno mismo. Pero no estaba prevenido para esto que me pasó. No estaba preparado para la caída de un rol. Me acuerdo la primera vez que me di cuenta de que todas las chicas que se acostaban conmigo lo hacían porque yo era Enrique Symns. Se lo comenté a Tom Lupo. Le dije: “Loco, escucháme, hace rato que me pasa esto”. Y él me dijo: “¿Pero vos quién sos? Vos sos Enrique Symns”. Me sentí acorralado por mi vida. Yo no quise ser éste que soy. Ahora mismo estoy en esta misma encrucijada. Lo único que sé hacer es escribir.
¿Quién te rescató de esa muerte?
Me rescató un amigo, un escritor chileno, para mí uno de los escritores más interesantes que hay en Chile: Pablo Azócar.
¿Escribiste tu autobiografia?
Es una especie de autobiografía, no está toda mi vida, pero está mi vida relacionada al mundo de las drogas y a todos los mundos a los que fui accediendo, desde la década del 60 hasta el 90. Se llama “El hombre de los venenos.”
¿La publicaste?
No, todavía no. Estoy en eso.
¿Cuál fue el mayor error que cometiste?
Haber salido del espectáculo callejero que yo hacía, que era muy solidario con el mundo. Haberme pasado al universo del rock; haber aceptado, ése fue finalmente el más grande error que yo cometí. Me fui a lo masivo, pero, en realidad, me gustaba mucho más, me daba mucho más recompensa espiritual lo que yo hacía solo.
¿Y tu peor traición?
¿Qué?
Tu peor traición.
No te la voy a contar, no.