Por Pablo Lettieri
Publicado en TODAVIA
Tal vez porque encarna una imagen tan típica de Buenos Aires, tan presente en su escenografía –sea ésta real o soñada– que se vuelve irremediablemente cliché, postal turística, estereotipo visual de lo “porteño” para el extranjero. O porque intentar capturar el sentimiento, la emoción y la pericia del movimiento es una atracción irresistible, fotografiar el tango bailado puede resultar una experiencia tan delicada como seductora.
Carlos Furman se dedica a la fotografía teatral desde hace más de veinte años y se lanzó a esos territorios íntimos y secretos que son las milongas y los salones de baile movido por los mismos desafíos que le impone la ficción sobre el escenario: apresar ese instante fugaz, aquel gesto seductor, la comunión de los cuerpos en penumbras.
Y conectarse con una sensación más primitiva de la fotografía: dejarse llevar por los impulsos y la intuición. Hay en sus imágenes, inevitablemente, un componente “teatral” en el uso de los claroscuros, en los cuerpos que se encuentran y desencuentran.
Pero, también, en el hallazgo de una figura, un gesto o un instante de intimidad, cuando el tango se desnuda del movimiento.