Por Diego A. Manrique
Publicado en EL PAIS (España)
El hombre más libre del negocio musical va a venir a ensayar. Estamos en el callejón del Salamandra, un club de rock de L'Hospitalet de Llobregat. Sin camisas, músicos y técnicos dan patadas a un balón mientras esperan a que se materialice su cabecilla. Caso raro el de este artista, que vende millones de discos y convoca multitudes: carece de local de ensayo fijo. Si se le acercan actuaciones, llama y pide que le cedan durante unos días un espacio. Luego, compensa el favor haciendo un concierto. El boca a boca llena inmediatamente un recinto como el Salamandra, con capacidad oficial para 500 personas.
Cuando aparece Manu Chao (París, 1961), decidimos que un club vacío es un lugar incómodo para una entrevista. Cruzamos la avenida de Carrilet, hacia un bar donde le conocen. Un dicharachero camarero cubano le hace los honores; también es un cantante lírico, especializado en boleros, algo que demuestra al momento. Y quiere actuar con su cliente: "Yo te canto Dos gardenias o algo así". Manu acepta inmediatamente la oferta: "Pues te pasas el viernes por el Salamandra, a eso de las doce de la noche". El espontáneo recula: "Oh, a esa hora todavía estoy trabajando".
Son las cinco de la tarde y Manu confiesa que acaba de levantarse, que no ha desayunado. Al punto llegan platos de queso, jamón, pan con tomate. Entre bocado y bocado, explica las razones de que las próximas actuaciones sean en pequeño formato: "Cinco o seis músicos formamos un comando, algo con mucha movilidad. Me encantan los metales, pero eso supone contar con [el trompetista napolitano] Roy Paci, que ahora está defendiendo su propio proyecto, Aretuska. La banda se pone entonces en 12 personas y ya no es posible juntarse de una semana para otra".
Se ríe: "A veces, algún músico se queja. Puede que, tras seis horas de ensayo, hagamos un concierto de tres horas. Además, luego sigue la fiesta y podemos terminar a las siete de la mañana. Con todo, la de músico es una de las dos profesiones más bonitas que conozco". La otra, asegura, es la de médico: "Cuando me sienta demasiado seco o cansado, dejaré la música y estudiaré medicina, para curar dolores musculares, de huesos. Por ejemplo, los que trabajan en un estudio de grabación tienden a terminar con la espalda destrozada y yo sé arreglarlo. Lo hago de forma intuitiva, pero quisiera tener más conocimientos". Una sonrisa: "En la siguiente vida quiero ser masajista para mujeres".
De momento, ejerce de músico pluriempleado. Quiere continuar produciendo, tanto a novísimos ("Sam, un rapero de Mali, que ni fuma ni bebe") como a veteranos ("admiro a Elíades Ochoa, el sonero cubano"). Le gusta colaborar en discos ajenos, generalmente de forma minimalista: "Detesto esas grabaciones rebosantes de música, prefiero quitar pistas antes de añadir algo". Mantiene otra formación aún más simple, capaz de tocar en bares, incluso sin amplificación: "Somos los Musicarios, los que asesinamos la rumba. Vamos a sacar un disco que se llamará Lo peor de la rumba, vol. 1". Usa Manu un castellano simpático, heredero de construcciones francesas, enriquecido por jerga callejera, neologismos particulares y mucha gestualidad.
Uno de los misterios de Manu Chao es la divergencia entre lo que ofrece en directo y sus discos de estudio. Clandestino, Última estación... Esperanza y, ahora, La radiolina son cuidados collages, seductores rompecabezas donde encaja elementos sonoros captados en sus viajes. En vivo, no hay margen para sutilezas: plantea una descarga de punk, ska y reggae para botar. Como si sus dos principales vocaciones, la de creador y la de animador pachanguero, siguieran trayectorias paralelas, de imposible coincidencia. Su explicación rompe los esquemas: "Son mundos aparte, que necesitan estímulos diferentes. Para grabar funciona muy bien algo de marihuana. Sin embargo, fumar no le viene bien al directo, es preferible un chupito de algo. El alcohol es peligroso en el estudio; al rato, lo que quieres es dejar la computadora e irte a un bar. La maría también tiene consecuencias: no te deja soñar, puede darte pesadillas".
Se anima con el asunto de las sustancias. "La más traicionera es la cocaína. Su mera existencia da mal rollo. Cuando vivía en Madrid, salíamos de marcha por Malasaña; entonces, el combustible del barrio era la coca. Y la gente se pasaba las horas buscando la siguiente raya. Como nosotros no consumíamos, nos manteníamos frescos y nos miraban con sospecha: "Putos franchutes tacaños". ¡Se corrió la voz de que Manu tenía la mejor coca, pero no invitaba a nadie! La coca es lo peor. Cuando se vende como crack, trae armas y violencia. He visto cómo destroza lugares y no es bonito".
Está rompiendo, le advierto, una de las convenciones de las entrevistas con rockeros; habitualmente, sólo se permite hablar de drogas hacia el final de la conversación. "Me fastidia toda esa hipocresía. Cuando Mano Negra giró por Colombia [una aventura narrada por su padre, Ramón Chao, en el libro Un tren de hielo y fuego], la guerrilla nos dijo que no tendríamos problemas, pero que nos abstuviéramos de consumir drogas. ¡La misma organización que se financia cobrando impuestos por la coca y la marihuana! No les concedo el derecho a regular lo que yo hago con mi cuerpo".
Tiene la flexibilidad de reconocer que cada cultura genera su ritmo y sus apoyaturas. "En Cuba funciono con ron, como todos los nativos. Sé que hay marihuana, y dicen que muy buena, pero nunca he hecho nada por conseguir algo". Mejor: en el país de los Castro le tienen fichado. El pasado año, Manu visitó La Habana para actuar en la Tribuna Antiimperialista, junto al Malecón. En la recepción oficial, un repentista -según otra versión, un grupo de rumba afrocubana- le mandó un aviso musical, sugiriéndole que obviara las referencias a la hierba en su concierto. Asegura hoy que no recuerda recibir ese mensaje y que no se autocensura: "Si los periodistas cubanos me hubieran preguntado por las drogas, habría sido sincero con ellos; otra cosa es que publicaran mis opiniones". ¿Podría resumirlas? "Estoy por la legalización, con los controles que sean. Me parece contraproducente que los Gobiernos dejen el negocio de las drogas a los malos. Odio que ese dinero vaya a las mafias, que son el peor enemigo de la democracia. Intento que lo que consumo no haya pasado por manos sucias".
En el nuevo disco hay una referencia a Tepito, extraordinario barrio de México DF donde todo lo ilegal está a la venta: armas, discos piratas, drogas. "Tepito me cuidó. Hay muchos chilangos [habitantes del Distrito Federal] que no se atreven a ir allá, pero yo paseaba empeyotado por sus calles y nada me pasó". Eso, vamos a ser delicados, va frontalmente contra la liturgia del peyote, que requiere ser consumido en el campo, en compañía de algún guía local. "Ya, ya lo sé. Pero yo soy rata de ciudad y, para mí, la naturaleza es la urbe. Don Peyote fue bueno conmigo. Aprendí el valor de la intuición, algo contrario al racionalismo cartesiano que te implantan en los colegios franceses".
En el fondo, piensa, sigue siendo un racionalista, aunque abierto a lo improbable. En sus estancias en América comprobó la fuerza de la santería y, especialmente, la macumba y el candomblé brasileños. "Llegará el momento en que sea aceptado científicamente, cuando tengamos instrumentos que cuantifiquen las energías positiva y negativa. Yo he recurrido a un brujo cuando alguien me quería hacer mal. Me dijo que debía blindarme, para que el odio rebotara hacia quien me lo enviaba. Y resultó, te lo aseguro".
En verdad, la voluntad del entrevistador era tratar temas menos espirituales. Por ejemplo, su alto grado de autonomía respecto a la industria musical. En 2003, cuando Manu anunció que dejaba Virgin, alegando que no podía seguir con una compañía que acababa de despedir a muchos de sus "colegas", se pensó que era un gesto cara a la galería y que pronto ficharía por otra multinacional. No ha sido así. Trabaja con Because Music, pequeña compañía fundada por un amigo de Virgin, Emmanuel de Buretel. Allí edita sus producciones y discos como La radiolina, aunque también ha probado otros canales de distribución: Siberie m'etait contée, el disco-libro hecho a medias con el dibujante Wozniak, tuvo en 2004 una buena vida comercial a través de librerías y quioscos franceses.
Un inciso: Siberie m'etait contée ofrece veintitantas canciones en francés, donde Manu usa la metáfora de París-es-Siberia para explicar algunas decisiones vitales. "Me he pasado demasiados inviernos sin ver el sol. El alma de la gente, las relaciones humanas, todo se entristece y se amarga. Si hay una prerrogativa de star que creo haberme ganado es la de vivir bajo un cielo azul, sin nubes grises. Se trata de algo por lo que nunca voy a pedir disculpas. Oye, hay personas que viven en climas fríos y tienen sol en el corazón. Pero mi opción es esta: Barcelona".
Sigamos con el asunto industrial. Manu evita el tono apocalíptico cuando se refiere a la crisis causada por las descargas irregulares. "Después de todo, yo también me formé con copias piratas, casetes que nos intercambiábamos. Y claro que me gustaban más los elepés. De todas formas, el vinilo no ha desaparecido y vamos a seguir usando el CD. Quizá tengamos que cambiar el concepto de obra: un CD retrata al artista en un momento determinado, pero eso puede ampliarse. Aunque La radiolina tenga veinte temas, quiero seguir en la misma onda. El mismo nombre lo explica: voy a convertir mi página de Internet en una pequeña radio que vaya difundiendo mis novedades. Al final, La radiolina puede que sean treinta o cuarenta canciones".
Eso encaja mal con las angustias que, según Manu, acompañan el proceso de elaboración de un disco largo. "Para mí, cada disco debe ser un viajecito, que te lleve de un punto a otro. Cuando quieres cerrar un disco, descubres que falta, no sé, un nudo que te permita pasar de un bloque a otro. Idealmente, los cuarenta o cincuenta minutos de un álbum deben ser como una sola canción, que fluya sin sobresaltos. Suelo escucharlo de noche, en la cama. Sin los ruidos de fuera, sin llamadas, compruebas si sobra o falta algo. Hay temas en La radiolina que están hechos a última hora para eso, para tapar un hueco".
A Manu le gusta desmitificar el proceso de creación: "Las canciones son bichitos que se reproducen. La misma música te puede servir para dos o más canciones, no entiendo que se me recrimine por eso". Se reconoce el rey del reciclaje: "Voy probando ideas a lo largo de los años. Un tema que estaba en el disco de Amadou et Mariam [músicos ciegos de Mali a los que Manu produjo en 2004] reaparece en La radiolina. Hay canciones como El hoyo que llevan siglos rodando por Internet. Igual que The bleedin clown, que viene de los principios de Mano Negra".
Para grabar, mantiene "un hangar" en Barcelona donde ha montado su estudio. "Bueno, no se parece a los estudios clásicos: allí guardo las guitarras y las mil cajas que me traigo de los viajes y que luego no vuelvo a abrir". En realidad, la tecnología le permite grabar donde se encuentre: "Saco ahora cosas que hice en hoteles, de gira. En el disco duro del portátil está toda mi obra de los últimos años, lo mío y lo que he producido. Y también la materia prima de la que saldrán nuevas canciones".
Es la estrategia del caracol, afirma: la casa a la espalda. "Te da mucha libertad. Estaba en Madrid con Fernando [León de Aranoa] y me puso su Princesas. Me quedé tan emocionado que inmediatamente, raaak, me salió la canción para la película, Me llaman calle. De un tirón, como un orgasmo. Lo menciono ya que no es lo normal". La relación con las prostitutas que inspiraron la película está entre lo mejor que le ha ocurrido: "Son personas muy fuertes, con humor y un sentido auténtico de la solidaridad. Cuando vivía en Madrid, las veía en la calle del Desengaño -vaya sarcasmo- y me salió el tema Malegría. Diez años después estaba en la misma calle, donde ha abierto la sede su asociación, Hetaira. Iba a llevarles el goya que me dieron por su canción y aproveché para tocarles unas rumbitas. Uno de esos momentos en que sientes que hay una lógica en la vida".
Con el mismo espíritu, Manu se presta a emparejamientos insólitos. Así, está componiendo una canción con ese gigante, Adriano Celentano. "Para mí, siempre fue un modelo. En lo musical, por hacer rock and roll cuando era exclusiva de los yanquis. Me inspiró en los inicios, cuando hacía rockabilly. En mi barrio mandaban los rockers y te hostiaban si tocabas algo posterior a 1963; Celentano no se quedó allí. Luego fue capaz de enfrentarse con Berlusconi, cuando mandaba sobre todas las televisiones de Italia. Me mandó llamar a su casa del lago de Como, una mansión muy... celentanesca. Tiene el estudio de grabación en el salón, nada de sótanos sin luz. Charlamos de música, no tocamos la política. Para mí, Celentano está por encima del bien y del mal, como Elvis o Maradona".
Ah, hablemos de Diego Armando. "Con Mano Negra, le dediqué Santa Maradona y lo agradeció con un artículo en Página 12 donde me invitaba a visitarle. Claro, fui luego muchas veces a Argentina, pero nunca me atreví a llamarle. Hasta que Kusturica me pidió música para su documental sobre Maradona. Nos encontramos y le encantó el tema que le hice, La vida tómbola. Me gustó su forma de ser: tiene interiorizados los códigos del barrio pobre donde creció. Y vive a flor de piel, vive al momento". Algo que comparten sus amigos musicales, que insiste en enumerar: "Amparanoia, Tonino Carotone, Che Sudaka, que viven en Barcelona o alrededores. Pero también saco al escenario a los de La Colifata, esa emisora de radio que hacen enfermos mentales en Buenos Aires: son poesía pura, aunque no lo sepan".
El Manu Chao de 2007 se revuelve incómodo cuando se menciona su activismo político. "Detesto que me consideren el líder de los antiglobalización, los altermundialistas o como quieras llamarlo. Primero, es un movimiento que no admite líderes. Perfecto: lo más fácil del mundo es corromper a un líder. Segundo, nadie me ve como líder, a algunos les gustará mi música y otros pensarán que soy un payaso. Tercero, es peligroso. Estuve en los actos contra el G-8, en Génova, donde la represión fue fortísima, hubo hasta un muerto. Ahora, los policías han reconocido que tenían orden de machacarnos. No quiero que me confundan con lo que no soy y vayan contra mí".
Asegura que Politik kills, Rainin in paradize, Panik panik y otras piezas de La radiolina contienen sus avisos sobre lo que está ocurriendo. De acuerdo, pero son declaraciones esquemáticas; ¿podría intentar sistematizar su postura ante el presente del planeta? "Dudo que haya alguien al volante. Los que mandan ni siquiera saben hacia dónde nos llevan. Estamos en una carrera entre un sistema que se ha vuelto loco y el instinto de conservación de los humanos. Por eso el movimiento atrae a gente tan diversa. Vas a una mani y están desde abuelitas con sus nietos hasta los del Black Block, dispuestos a enfrentarse a la violencia de los polis. Hacia el final de mi disco hay un tema llamado Y ahora ¿qué?, una frase que también va en la portada. No tengo respuestas, sé actuar en el día a día, pero ignoro cómo dirigir toda la energía para que sea eficaz y útil para el movimiento. Allí canto: "Y cada día yo lucho para no decaer, / cada día me espanto de tanto rebuscar".
Cada poco, Manu siente el deseo de huir. "Me suele pasar en las giras, quiero olvidar la música y perderme por los callejones de cualquier ciudad. ¿Qué ciudad? Estambul, por ejemplo. Es la mayor urbe europea y todavía no está envilecida por la especulación inmobiliaria, como Barcelona. Cuando me subo al avión para ir a otro país, a otro concierto, me veo gilipollas. Si reconoces un lugar como el paraíso y tienes que marcharte, te expones a una crisis existencial".
Para descomprimirse, suele escapar hacia latitudes menos agobiantes. Por ejemplo, Bamako, la capital de Mali, que descubrió cuando produjo a Amadou et Mariam. "Allí comprobé que lo lento no es negativo, como nos enseñan en la escuela. Para un drogadicto de la velocidad como yo, supone una bofetada en la cara. Debes entender que quedar para tomar un té y comer puede ocuparte todo el día. Aprendí que dormir no es perder el tiempo; es un derecho, al que no voy a renunciar. Dormir diez horas, pasar un día sin hacer nada son libertades bonitas".
También viaja a Brasil, donde crece su hijo. "Yo rechazaba la paternidad, no quería esa responsabilidad. Aún hoy, con 46 años, me niego a reconocerme como adulto: siempre odié la idea del núcleo familiar, los padres y el niño encerrados en su pisito o en su chalé. Tampoco creo que padres e hijos deban estar todo el tiempo juntos. Vi la última vez a mi niño en diciembre, pero sé que está bien y eso me basta. A veces, cuando voy allí, sólo me le encuentro a la hora de comer: tiene su vida, anda con su pandilla, va a la playa. Allí, igual que en África, los niños son un proyecto de la comunidad entera, los adultos cuidan de todos. A su lado he revivido algo que había perdido: el sentido poético de la existencia, la capacidad para vivir lo onírico, el reino de la fantasía. Veo una chispita en sus ojos que me maravilla: así era yo... Y me alegro de ser padre".