27/6/08

el campo idealizado


Por Pablo Lettieri

Hay un equívoco muy frecuente entre los habitantes de la gran ciudad que lleva a idealizar al hombre del campo como una persona con valores arraigados, de palabra y gran solidaridad, dueño hasta de cierta ingenuidad. Esta idealización de lo rural se contrapone a una concepción de lo urbano como reservorio de la corrupción y la violencia, de una ciudad poblada de seres crueles, egosístas y estafadores. Una simplificación que lleva a muchos a caer en la superficial dicotomía entre el bueno (campo) y el malo (ciudad), pero que no tiene en cuenta, por ejemplo, que los crímenes más resonantes de la Argentina en los últimos años ocurrieron precisamente en la serenidad de esos territorios...



El espectador inmóvil


El espectador jamás ha de permanecer inmóvil ante lo que está viendo: o participa y se involucra o queda excluído, relegado a la superficie real, incapaz de entender y sentir la experiencia a la que está expuesto.


David Lynch

24/6/08

Aciertos y algunos peligros de Lost


Por Stephen KIng
Ah, Lost. Nunca hubo nada parecido en TV. Nadie había captado así la imaginación del espectador desde Dimensión desconocida y Los expedientes secretos X . La trama es terriblemente simple -48 sobrevivientes a la caída de un avión atrapados en una isla tropical-, pero los estándares de producción son altísimos y los personajes atrapan. Lost proyecta una sensación genuina de pavor y misterio, lo que la hace inusual en un medio signado por el aburrimiento y lo predecible. Tomemos por caso la segunda temporada, y no necesariamente en sus puntos suspensivos (si la gente que se fue en una balsa volverá a la isla, si Kate se acostará con Jack o si Charlie probará la heroína encontrada por Locke y Boone): lo que estaba en juego allí era nada menos que el alma de lo que podría llamar "la nueva TV". La crítica más acabada de la "vieja TV" se puede rastrear en el film Cuenta conmigo , de Rob Reiner. Gordie Lachance pregunta a sus amigos si notaron alguna vez que la gente de Wagon Train (una vieja serie de los años 50) jamás parece llegar a ningún lado. "Simplemente siguen viajando en carreta", dice, claramente confundido. Y lo está. Gordie va a convertirse en escritor cuando sea grande e incluso a los 12 años sabe que las historias deben parecerse a la vida, y la vida tiene un comienzo, un desarrollo y un fin. Crecemos, cambiamos, tenemos éxito y fracasamos; eventualmente caemos muertos, pero lo que no hacemos es seguir viajando siempre en carreta. Los programas de la nueva TV reconocen este hecho. Pero también enfrentan un inmenso problema, el conocido como la Primera-directiva-de-las-cadenas-de-TV: "No matarás a la vaca lechera". Dicha directiva hizo ignominiosas las últimas temporadas de Los expedientes secretos X . No hubo cierre (a diferencia de El fugitivo, por ejemplo, en la que el doctor Richard Kimble finalmente encuentra al hombre manco en el extraordinario final); fuera de la presencia continuada de David Duchovny, los X-Files se desviaron a un pantano de petróleo negro y murieron allí. Podría haber ahorcado a los ejecutivos de Fox por hacer eso, y al creador de la serie, Chris Carter, por dejar que sucediera. Si J. J. Abrams y Damon Lindelof permiten que suceda algo similar con Lost , me voy a enojar aún más, porque este programa es mucho mejor. Nota a Abrams y su equipo de guionistas: su responsabilidad incluye saber en qué momento escribir la palabra "Fin". La ambientación de Lost es exótica; estoy seguro de que casi todo el público ha tenido la idea de que le gustaría ser uno de esos náufragos. La fuente de personajes es abundante y todavía hay preguntas fascinantes (muchas) sin respuesta. Una serie de coincidencias, que son más parecidas a convergencias, me ha llevado a concordar con la solución popular que aparece en foros de Internet: yo también creo que los sobrevivientes están muertos, y que la isla es su purgatorio, un lugar donde pueden pagar deudas por omisión y comisión antes de continuar. Los creadores mismos quizá no sepan por qué los números en el billete de lotería ganador de Hurley aparecen en el costado de la escotilla, o cuál es el significado del oso polar en la revista de historietas que Walt estaba leyendo antes de que Sawyer matara a uno real. Pero... ¿a quién le importa? Los principales atributos de los creadores son la fe y la arrogancia: la fe en que hay una solución y la arrogancia de creer que son las personas indicadas para encontrarla. Lo duro va a ser decirle a ABC que Lost va a concluir en determinado punto, y que no importa si el público sigue loco por el programa. Decir que la serie es una vaca lechera es quedarse corto. Hablamos de millones y si el show dura lo suficiente, potencialmente de cientos de millones en DVD y otros productos. Nada de eso cambia los hechos básicos: cuando una comida está a punto, es hora de sacarla del horno. Cuando una historia está terminada, es hora de irse. No me importa si Jack, Kate y los otros se dan cuenta de que están muertos y descienden por la escotilla a un rayo blanco, brillante, de luz, o si van a la guerra en un estallido de salvajismo. Pueden descubrir que son parte de un experimento y Jack incluso puede despertar y descubrir que todo fue un sueño (¡espero que no!... me daría mucha bronca). Pero por favor, muchachos, no maten a esta dulce vaca a palos, con años y años de relleno. Terminen el programa como quieran, pero cuando llegue el momento del cierre, cierren. No sigan viajando en carreta.
© Stephen King Publicado con el permiso de Rachel M. Vicinanza Ltd. Traducción: Gabriel Zadunaisky

17/6/08

Babasónicos "MUCHO"



Te llamé... para vernos
Se me ocurren tantas cosas
Empezar por juntarnos
Para no hacer nada.
Te propuse mi casa, nada neutro
Te dije traé tus pijamas
Que yo no duermo bien de noche

Por única vez te pido que entiendas
Que este no es un cuento que lo invento yo
Por única vez te pido que entiendas

Por mi cama pasa un río
y en el río un rebaño abreva el sol
y un pastor inmóvil sentado a mis pies me canta

Corrí espantado alejándome de todos
Perdiéndome en la piel de un paria perseguido
Dejaba atrás un circo rico en oropel
Quería contarte y que me seas todo oidos

Babasónicos: "Piyamas"

15/6/08

Correcaminos

Por Nicolas G. Recoaro
Publicado en RADAR

Una acelerada biografía en prosa espontánea nos diría que Neal Cassady nació en 1926, vivió la depresión post crac en Denver, viajó de aquí para allá con su padre, se (de)formó en reformatorios, amó hombres y mujeres por igual, trabajó en el ferrocarril, quiso ser escritor, volvió a viajar, soñó, robó coches, sufrió la cárcel, escribió frenéticas cartas, volvió a viajar de costa a costa norteamericanas, se emborrachó cuantas veces pudo, deliró con el be bop, se elevó con todos los psicotrópicos que tuvo a la mano, chocó varias veces, inspiró novelas y poemas, regresó al correccional, volvió a viajar, se enamoró por vigésima vez, escribió un libro, y luego de deambular por México, murió en 1968 de una sobredosis, en un desolado pueblo llamado San Miguel de Allende.
Aunque hace pocos meses se cumplieron 40 años de su muerte (sin los homenajes y reediciones de etiqueta), el mito de Neal Cassady sigue ocupando un lugar privilegiado (aunque para muchos desconocido) en el podio de la cultura popular norteamericana y en la santísima trinidad beat, con Kerouac y Ginsberg. Porque fue su vida, y no su obra, la que lo convirtió en el prototipo beat por excelencia. Para Cassady, ser un literato era una empresa estéril, vivir en la especulación. Porque escribir implica pensar, descifrar, analizar, seleccionar, en definitiva: quietud, formas educadas de no ser, una ontología sedentaria para un hombre que encarnó la necesidad de andar, desplazarse, vaguear, conquistar nuevas fronteras; un nómade que sólo conseguía matar su dolor interior con el movimiento, y por eso Neal eligió la acción. Y aunque soñaba con ser escritor, Cassady entendía que su papel en las letras estaba detrás del volante de algún bólido motorizado.

NACIDO EN LA RUTA
“Entre los cientos de criaturas aisladas que recorrían las calles de la parte baja de Denver, no había ni una sola tan joven como yo. Entre aquellos hombres tristes que se habían entregado, cada uno de ellos por sus propias razones, a la tarea de concluir sus días como miserables borrachos, sólo yo, como copartícipe de su forma de vida, representaba la única réplica de su propia infancia, a la que podían volver a diario la vista”, recuerda Neal en el comienzo de El primer tercio, el libro autobiográfico que constituye su único esfuerzo literario, en donde relata los pormenores de sus primeros treinta años de vida. Del libro sólo completó el prólogo y tres partes del primer volumen de su historia. El segundo y tercer tercio quedarían inconclusos.
Neal Leon Cassady era el tipo perfecto para la ruta porque de hecho había nacido en la ruta, cuando sus padres pasaban por Salt Lake City, camino a Los Angeles. “El alma de Neal siempre estuvo encerrada en un coche veloz, volando por la carretera”, decía Kerouac. Y ese detalle no es un hecho menor para entender la pulsión pasional que Neal sintió por la carretera, durante su corta e intensa vida.
Listo y precoz, Neal creció junto a su padre –un peluquero ocasional y borracho permanente– en el Skylark, un andrajoso hotel de los suburbios de Denver. “Neal era hijo de un borracho miserable, uno de los vagos más tirados de la calle Larimer, y de hecho se había criado en la calle Larimer y sus alrededores. A los seis años solía comparecer ante el juez para pedirle que pusiera en libertad a su padre”, contaba Kerouac. Su infancia fue un infierno que tuvo a los reformatorios estatales como escenografía indeseada. La pasión por leer a Proust y Schopenhauer se mezclaba en aquellos años con su milagrosa habilidad para abrir autos ajenos, con los que después volaba por la ruta hasta la siempre dorada California.
Su familia era pobre, la gente del suburbio de Denver era pobre, todo el país era pobre durante la década del treinta. Con la preparatoria a medio camino, y sin un futuro asegurado, Neal deja Denver y consigue trabajo estacionando coches en Los Angeles. “El cuidacoches más fantástico del mundo; es capaz de ir marcha atrás en un coche a sesenta kilómetros por hora en un espacio pequeño, llevarlo marcha atrás hasta dejarlo en un espacio pequeñísimo, ¡plash!, cerrar el coche que vibra mientras él salta afuera”, envidiaba Kerouac (un pésimo conductor que tenía problemas para diferenciar el freno del acelerador).
Cuentan que su primer auto fue un Buick de veinte dólares, pero se calcula que durante su vida Neal llegó a robar más de quinientos. La historia se repite: ábrete, sésamo, robos, viajes, fiesta y vuelta al reformatorio. “He pensado y pensado. He estado en el reformatorio casi todo el tiempo. Era un delincuente tratando de reafirmarme: robar coches era una expresión psicológica de mi situación, un modo de expresarla. Ahora todos mis problemas con la cárcel están arreglados. Que yo sepa, nunca volveré a la cárcel. Lo demás no es culpa mía.”

¿QUIERES SER DEAN MORIARTY?
Luego de otra corta temporada tras las rejas, donde había comenzado a escribir esas cartas de prosa rápida y agresiva de fluir neojoyceano, Cassady decide cruzar el mapa norteamericano y se instala en Nueva York con su quinceañera mujer, y a través de unos amigos conoce a Allen Ginsberg y a Jack Kerouac, la plana mayor de la futura Generación Beat. “Jack sentado con cara de poker / Neal iba doblando sobre el volante y adelantaba a todo el mundo / Neal no iba a menos de ciento ochenta cuando vimos una estrella fugaz”, dice la letra de la balada Jack & Neal, del disco Foreign Affaire. Tom Waits homenajea a los dos dioses del kilometraje. Neal y Jack se trasforman en los valerosos navegantes del asfalto de Norteamérica (se calcula que recorrieron más de 39.400 kilómetros), y emprenden un viaje que representa la búsqueda de una identidad nacional, una genealogía del espíritu de todo un país (paciencia, cada vez falta menos para que la versión road movie del brasileño Walter Salles con producción del clan Coppola vea la luz de la pantalla grande: se habla del 2009). ¿Cómo había comenzado aquella aventura?
“Hola, tú. ¿Te acuerdas de mí? ¿Dean Moriarty? He venido a que me enseñes a escribir.” Pero la pregunta se dio vuelta, y el que realmente le enseñó a escribir fue el famoso Dean. Dean no era James Dean (aunque dicen que era más guapo), Dean era Neal, Neal Cassady. La pregunta era para Sal, Sal Paradise, que tampoco era Sal Paradise, Sal era Jack, Jack Kerouac. Así se gestó En el camino, y así Cassady pasó a la inmortalidad como “esa afirmación salvaje de explosiva alegría americana. Un pariente occidental del sol”.
La fascinación de Jack por el alocado Neal creció intensamente en aquellos primeros meses en Nueva York, durante los cuales vagabundearon por Times Square y hacían payasadas al estilo ¡Los Tres Chiflados! Sí, cuentan que Jack y Neal corrían como locos por las calles para ir al cine a ver las aventuras de Moe, Larry y Curly, y después, durante las largas noches de be bop y benzedrina, imitaban como niños los gags de los Stooges.
Todos admiran a Neal, al menos al principio (el Paul Newman de El Buscavidas, diría Lawrence Ferlinghetti). Durante aquellas primeras semanas, Neal se acuesta con Ginsberg y hechiza a Kerouac. Poco después, la empatía hizo que durante la temporada que Kerouac pasó en la casa de Neal en Denver, Jack se acueste con Carolyn Cassady, y en más de una oportunidad Neal propone que lo hagan los tres juntos.
Pero la relación se transformó en verdadera pasión cuando, en marzo de 1947, Neal, de regreso en Denver, le escribe la que Kerouac bautizó como “La gran carta sexual”, en la que le detalla sus intentos de seducir a dos mujeres. Sin embargo, la carta de culto es otra, Neal escribe a mano un texto loco y eterno de más de 100 carillas titulado “The Great Sinner”. Kerouac dice que se trataba “de la más fantástica obra, mejor que nadie en América o, por lo menos, suficiente como para hacer que Melville, Twain, Dreiser y Wolfe se revolvieran en sus tumbas”. ¿Era para tanto? Nunca lo sabremos. Cuentan que luego de leerlo con Ginsberg, confiaron el texto a un tal Gerd Stern, un chico que vivía en una barcaza amarrada en el puerto de Sausalito, cerca de San Francisco. Pero la fatalidad, o mejor dicho el viento, les jugó una mala pasada: parece que el texto, sin que se sepa cómo, voló del barco y se perdió en las frías aguas de la bahía.
“Neal es la persona más parecida a Dostoievski de cuantas haya conocido. Se parece físicamente a Dostoievski, juega fuerte como Dostoievski, tiene la misma opinión acerca del sexo que Dostoievski, escribe como Dostoievski. Yo he tomado de Neal mi propio ritmo de escritura”, confesaba Kerouac. Con sus cartas, Neal hacía pedazos la mentalidad racional y hogareña del futuro rey de los beats. “Escribir debería ser una cadena continua de pensamiento indisciplinado.” Y es que en sus kilométricas epístolas (con un promedio de más de 40.000 palabras apretujadas sin puntuación, párrafos o espacios en blanco), Neal despertó a Jack del letargo creativo en que vivía poco antes de escribir En el camino.
“El proceso de escritura te obliga a una forma y debido a ello simplemente dices cosas en vez de sentirlas. Creo que habría que escribir, en la medida de lo posible, como si uno fuera la primera persona que habita la tierra y describiera humilde y sinceramente lo que ha visto, experimentado, amado y perdido, sus pensamientos fugaces y sus pesares y anhelos.”

HIGHWAY TO HELL
Neal da la impresión de no parar nunca y siempre está listo para lanzarse nuevamente a la ruta. Sus andanzas y alter egos se reproducen como un virus beatificante en novelas y poemas de fines de los ‘50: será Cody Pomeray en Big Sur y Los vagabundos del Dharma de Kerouac; Hart Kennedy en Go de John Clellon Holmes y el ídolo clandestino del Aullido de Allen Ginsberg (“N.C., secret hero of these poems”).
Pero luego de la aparición de En el camino, en 1957, el fantasma de la cárcel lo hace detenerse en los boxes enrejados de San Quintín, por dos largos años. Cuenta que la policía antinarcóticos lo vigilaba día y noche (el gurú de la naciente contracultura era demasiado peligroso en las calles), y fue arrestado por dos agentes a los que intentó venderles algo de marihuana. Durante esos años, Neal pasaba el tiempo escribiendo cartas a su esposa Carolyn, textos que fueron editados como Grace Beats Karma, Letters form Prison” (City Lights Books). “La mía ha sido la historia de un hombre echado a rodar”, escribió en una de esas cartas.
En los ’60, mientras Kerouac caía en el alcoholismo, Neal comenzó una nueva serie de andanzas por la carretera, esta vez con el joven novelista Ken Kesey como partenaire. Aunque a veces Neal actuaba como si se sintiera orgulloso de ser una leyenda viviente, lo cierto es que en otras ocasiones llegó a decir que odiaba intensamente el personaje del eterno rebelde. Para mitad de la década, Neal comienza a seguir las teorías de Edgar Cayce, un místico de californiano que trataba de demostrar científicamente la reencarnación, y decide quedarse con su eterna Carolyn en Los Gatos, un suburbio cercano a San José, trabajando en el ferrocarril.
Sus últimos años los pasó de aquí para allá, como siempre, nomadismo que lo llevaba de San Francisco a Nueva York y de México a Denver. El último capítulo de su vida. Después de una noche de fiesta salvaje, durante el invierno de 1968, Neal muere cuando vagaba por los rieles desiertos del ferrocarril, en una desolada meseta de San Miguel de Allende. Una sobredosis de barbitúricos lo hizo volcar y perder la carretera para siempre. Una muerte polvorienta y agitada, en su propia ley. Un año después, en San Petersburgo, Florida, la cirrosis despistó también a Jack Kerouac. “Ahora todo pasa por el dinero y las apariencias, por la ropa y lo que se compra, y a nadie le da vergüenza ser superficial. A menudo le doy a gracias a Dios porque Neal y Jack no vivieron lo suficiente para ver qué fue de sus sueños”, dijo en una reciente entrevista Carolyn Cassady. Partían dos caballeros modernos, aventureros de un nuevo tiempo.
“Jack sentado con cara de poker/ Y Neal cantaba algo a la enfermera bajo la luna de Harlem / Y puedes jurar que a pesar de todo pronto estaremos en California”, cerraba su balada Tom Waits. Y no hace falta decir una palabra más.

14/6/08

Las muchas caras del Che

Hubiese cumplido hoy 80 años. aquí, se analizan las caras políticas del Che: la revolucionaria, la progresista, la comercial. Y se da cuenta de nuevos trabajos referidos a la faz humana del mito: libros, el documental que prepara el Argentino Tristán Bauer y la película de Steven Soderbergh, aún no estrenada aquí, que focaliza en la pequeñez del héroe en una gesta hecha por hombres.


Por Nestor Kohan


No sólo no soy moderado sino que trataré de no serlo nunca, y cuando reconozca en mí que la llama sagrada ha dejado lugar a una tímida lucecita votiva, lo menos que pudiera hacer es ponerme a vomitar sobre mi propia mierda.

Carta de Ernesto Guevara a su madre. México, 15 de julio de 1956


En 1925 el peruano José Carlos Mariátegui, fundador de la revista Amauta y primer marxista de América, escribió: "Todas las investigaciones de la inteligencia contemporánea desembocan en esta unánime conclusión: la civilización burguesa sufre de la falta de un mito, de una fe, de una esperanza [. . . ] El mito mueve al hombre en la historia. Sin un mito la existencia del hombre no tiene ningún sentido histórico [. . . ] Los pueblos capaces de la victoria fueron los pueblos capaces de un mito multitudinario ".

Según Mariátegui, los mitos no on ecesariamente ilusiones falsas, sino más bien creencias movilizadoras que condensan esperanzas colectivas y anhelos populares.

Revolucionario genuino y radical, fotogénico y joven, Ernesto Guevara fue retratado en marzo de 1960 por Alberto Korda y su rostro recorrió el mundo. Se convirtió en el símbolo de toda rebelión a escala mundial. Desde las Panteras Negras norteamericanas hasta los estudiantes japoneses, desde los insurgentes palestinos hasta los negros insurrectos de Sudáfrica, desde las guerrillas latinoamericanas hasta los intelectuales franceses, todas las rebeldías lo llevan como estandarte. Guevara dejó de ser Ernesto y se transformó en el Che. Un mito y una leyenda atravesados por un tironeo ininterrumpido y una permanente resignificación.

En esa pulseada por apropiarse del Che, tres perfiles posibles son los protagonistas: (a) el Che devenido objeto mercantil y oferta de vidriera; (b) el Che políticamente correcto, light y progresista simpático; (c) el Che inspirador político de corrientes revolucionarias y portador de un pensamiento marxista radical, antiimperialista y anticapitalista. Podría quizásmencionarse un cuarto relato que lo dibuja como "un asesino frío y sanguinario ". Pero a esta altura ese relato ya no convence a nadie.

(a) La primera aproximación a Guevara existió desde su asesinato en octubre de 1967. Desde esa fecha su imagen inunda librerías, quioscos, tapas de CD, películas, remeras, biquinis, ceniceros, encendedores, cervezas y cualquier objeto que pueda ser comercializado en el mercado. La "guevaromanía " resurge ante cada aniversario. ¡Qué tremenda paradoja la de un pensador que conocía en detalle los tres tomos de El Capita l de Marx el terminar convertido en mercancía!No muy diferente a Mao Tse Tung, quien representaba algo más que un cuello de camisa o un ícono pop de Andy Warhol. O la estrella roja de cinco puntas, símbolo del Ejército rojo bolchevique creado por León Trotsky, hoy más conocida por adornar la botella verde de una cerveza de moda.

(b) En el segundo perfil se inventa un Che light y descafeinado, ajeno a las emociones fuertes, rodeado de suspiros melancólicos por los "bellos tiempos que se han ido y ya no volverán ". Aquí Guevara se convierte en un tímido progresista, comodín útil para barnizar con tinturas políticamente correctas las gestiones institucionales tradicionales. Desde este ángulo, el Che deja de ser el inspirador de incendios juveniles para convertirse en una fría estatua de bronce que no molesta a nadie (y a la que se le rinde tributo pues tranquiliza verlo muerto y petrificado). ¡Qué curioso que Guevara, hermano mayor de Miguel Enríquez, Inti Peredo, Mario Roberto Santucho y Raúl Sendic, se termine transformando en una pieza de metal más cerca de la canonización y el museo que del fuego de la revolución latinoamericana!¡Justo él!, quien alguna vez, pensando en José Martí escribió: "Porque a los héroes, compañeros, a los héroes del pueblo, no se les puede separar del pueblo, no se les puede convertir en estatuas, en algo que está fuera de la vida de ese pueblo para el cual la dieron. El héroe popular debe ser una cosa viva y presente en cada momento de la historia de un pueblo. Así como ustedes recuerdan a nuestro Camilo, así deben recordar a Martí, al Martí que habla y que piensa hoy, con el lenguaje de hoy, porque eso tienen de grande los grandes pensadores y revolucionarios: su lenguaje no envejece. " (Conmemoración del natalicio de José Martí, 28/1/1960).

La canonización de Guevara vaciado de contenido político tampoco es una excepción. Su guía inspirador, Vladimir Ilich Lenin, quien le dedicó su vida a levantar barricadas, construir organizaciones insurgentes y generar revoluciones terminó convertido –gracias a Stalin – en una momia embalsamada.

(c) Desde el tercer ángulo, a notable distancia del mercado y los museos, del negocio y la nostalgia complaciente, Guevara sigue siendo una astilla en el cuello de terratenientes, banqueros, empresarios, policías y militares. Un heredero de Mariátegui, un estudioso obsesivo de Marx, un admirador de Lenin y el político radical más notable de América Latina además de uno de sus pensadores marxistas más heterodoxos. Desde la revolución cubana y el zapatismo de Chiapas hasta la insurgencia colombiana y el bolivarianismo de Venezuela, desde el MST de Brasil hasta los piqueteros de Argentina, desde el estudiantado de Chile hasta los indígenas de Bolivia, todos y todas, continúan referenciándose en él. Lejos de las vidrieras y las manipulaciones oportunistas, continúa existiendo el guevarismo como proyecto político y pensamiento radical.

Queridos viejos: Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante. Vuelvo al camino con mi adarga al brazo. Hace de esto casi diez años, les escribí otra carta de despedida. Según recuerdo, me lamentaba de no ser mejor soldado y mejor médico; lo segundo ya no me interesa, soldado no soy tan malo. Nada ha cambiado en esencia, salvo que soy mucho más consciente, mi marxismo está enraizado y depurado.

Carta de Ernesto Guevara a sus padres. La Habana, marzo de 1965

Los tironeos y las disputas por su herencia multiplican los espejos que reflejan el rostro de varias generaciones argentinas.

Cada generación dialoga con Guevara desde sus propios problemas, sus dudas, sus falencias, sus sueños, sus desafíos pendientes, sus anhelos incumplidos.

La generación del 60 vio en el Che la encarnación de todo aquello que la vieja izquierda ya no podía dar: ejemplo moral, nueva cultura, lucha contra la enajenación y la explotación (al mismo tiempo), crítica de la burocracia, internacionalismo genuino y, sobre todo, un método de lucha político-militar. Para aquella generación Guevara expresa la cabeza visible de un pro yecto continental, impulsado por la revolución cubana y Fidel Castro. Una forma de lucha política donde se confronta con las instituciones y el eje pasa al enfrentamiento directo con el poder armado de las dictaduras militares y sus amos del Norte, Wall Street, la CIA, el Pentágono y la Casa Blanca.

Ya asesinado a sangre fría en Bolivia por el ejército y Félix Rodríguez, agente de la CIA que daba las órdenes, la generación del 70 volvió a encontrar en el Che un ejemplo de vida. Pero lo descifró desde otro lugar. Después del Cordobazo, la figura de Guevara se entremezcla con el fantasma de Perón. Aunque existieron corrientes que, apoyándose en el marxismo del Che, dieron una batalla por la conciencia clasista y socialista de los trabajadores y no aceptaron encolumnarse detrás del general Perón y su "capitalismo nacional ", fueron minoritarias. En esos años, la mayoría de la juventud argentina veía en el Che a un revolucionario que era parte de una constelación mayor, donde también brillaban otras "estrellas ": los generales Velazco Alvarado [Perú], Torres [Bolivia] y el propio Perón. El nacional-populismo fue hegemónico.

Después vino 1976, la dictadura, el terror, el genocidio, la masacre. Más de 100.000 desaparecidos en toda América Latina. Durante esos años tenebrosos el Che Guevara se convirtió en un desaparecido junto con sus libros, su imagen y su póster.

A partir de 1983 el pueblo volvió a la búsqueda. Muchos jóvenes que no habían vivido los 60 y los 70, se abocaron a reconstruir el pasado.

Un sector de intelectuales, ex izquierdistas, sumados al gobierno de Raúl Alfonsín, le proporcionó a la juventud un relato tramposo, sesgado, unilateral. Guevara habría sido "un rebelde bienintencionado, pero que no entendía nada de política ". De la mano de la teoría de los dos demonios, algunos ex marxistas lo parangonaban a los militares genocidas. Triste y mediocre teoría que homologaba al almirante Massera y al torturador Astiz con revolucionarios como Rodolfo Walsh y Raymundo Gleyzer.

Entonces volvió el Che en las remeras y los libros, pero no en política. ¿Quién se animaba, en los 80, a defender la actualidad política de Guevara? No sus canciones o su iconografía.

Y apareció Menem, quien llegaba con la vieja retórica y la añeja puesta en escena nacional-populista. Mientras se denostaba al Che, se privatizaba la Argentina de raíz y caía el Muro de Berlín
Desde aquel derrumbe bochornoso de las burocracias del Este europeo (que Guevara había impugnado duramente), el neoliberalismo económico y el posmodernismo cultural parecían eternos.
Mientras las recetas económicas de Milton Friedman privatizaban en los '90 hasta el agua, el mundo se desencantaba de la imaginación sesentista. El posmodernismo, bajo el pretexto de defender a las minorías y sus diferencias, terminó legitimando un reino monocorde, triste y sin alternativas. El "hombre mediocre " sin ideales ni aspiraciones, del que hablaba José Ingenieros cien años atrás, se volvió moneda corriente. Lejos quedaba el "hombre nuevo " del Che.

Pero ese supuesto "fin de la historia " (Francis Fukuyama), ese "agotamiento de la política " (Daniel Bell)y esa "crisis de los grandes relatos " (Jean François Lyotard), duró muy poco.

Reivindicando al Che, en 1994 entran en escena los zapatistas y le dan la primera estocada al "Nuevo Orden Mundial ". Al poco tiempo se suceden las rebeliones en América Latina y el primer mundo: La Paz, Seattle, Davos, Barcelona, Buenos Aires, Génova, etc. En todos lados la bandera con el rostro del Che Guevara acompaña la insurgencia juvenil. Rápidamente entran en crisis los falsos axiomas neoliberales: Mayor mercado = mejor democracia; más sumisión a Estados Unidos =más derechos humanos; privatización = superación de la burocracia, etc.

En Porto Alegre los Foros Sociales Mundiales abren el siglo XXI gritando: "Otro mundo es posible ". Renacen la sed de ideología, el apetito de totalidad, la necesidad de una cosmovisión de la historia y el deseo de cambiar el mundo. Se profundiza la crisis del pensamiento en migajas y se agota el culto dogmático del fragmento.

Retorna una vez más el mensaje del Che. Se palpa en el aire. Decenas de miles de jóvenes, hastiados con la vieja política, hartos del sistema capitalista y del neoliberalismo, sin una dirección definida por delante, pero a la búsqueda de una nueva alternativa de vida, enarbolan en marchas y movilizaciones, en estadios de fútbol, en plazas, en parques, en recitales, casi fanáticamente, la bandera del Che.

¿Qué les ofrece el Che? Un pensamiento político donde lo central de la estrategia es el problema del poder. Una concepción de la transformación social, la subjetividad y la revolución, donde la conciencia antiimperialista, clasista y socialista es fundamental, donde se disipan las ilusiones en las tímidas reformas y las medias tintas, en la progresividad de la "burguesía nacional " y en el populismo. . . En definitiva, un nueva cultura y un ejemplo de otra manera de vivir, donde queda abolido para siempre el doble discurso y la doble moral. La estrella del Che Guevara, por sobre el mito y la leyenda, vuelve para quedarse.

El autor es coordinador de la Cátedra Che Guevara-Colectivo Amauta: amautalahine.org y autor del libro "Ernesto Che Guevara: el sujeto y el poder ". BS. AS. , Nuestra América, 2005. docente e investigador de la UBA.


12/6/08

Emily Dickinson (1830-1886)

No rack can torture me

No rack can torture me—
My Soul—at Liberty—
Behind this mortal Bone
There knits a bolder One—

You cannot prick with saw—
Nor pierce with Scimitar—
Two Bodies—therefore be—
Bind One—The Other fly—

The Eagle of his Nest
No easier divest—
And gain the Sky
Than mayest Thou—

Except Thyself may be
Thine Enemy—
Captivity is Consciousness—
So's Liberty.


Ningún cepo puede torturarme

Ningún cepo puede torturar
Mi alma en libertad,
Pues detrás de este esqueleto mortal
Se teje uno de más valor.

No puedes horadar con un serrucho
Ni traspasar con una cimitarra
Dos cuerpos, por lo tanto perdura,
Amarra uno y el otro vuela libre.

El águila no se despoja
De su nido y, sin embargo,
Gana el cielo
Más fácilmente que tú.

Excepto tú mismo tal vez nadie pueda ser
Tu enemigo,
Cautividad es conciencia
Y también es libertad.

11/6/08

La nueva derecha

Por CARTA ABIERTA

¿Cómo se puede reclamar la nacionalización del petróleo cuando la lucha que se despliega es contra una medida progresiva de índole impositiva? ¿Cómo se puede llamar a la lucha contra la pobreza con aliados que expresan las capas más tradicionales de las clases dominantes? Algo ha sucedido en los vínculos entre las palabras y los hechos: un disloque. Los símbolos han quedado librados a nuevas capturas, a articulaciones contradictorias, a emergencias inadecuadas. Ningún actor político puede declararse eximido de haber contribuido a esa separación. Las situaciones críticas obligan a preguntarse qué palabras les corresponden a los nuevos hechos. Entre las batallas pendientes en la cultura y la política argentina, está la de nombrar lo que ocurre con actos fundados en una lengua crítica y sustentable. Sin embargo, hoy las palabras heredadas suelen pronunciarse como un acto de confiscación. Cualquier cosa que ahora se diga vacila en aportar pruebas de su enraizamiento en expectativas sociales reales. Parece haber triunfado la “operación” sobre la obra, el parloteo sobre el lenguaje.
“Clima destituyente” hemos dicho para nombrar los embates generalizados contra formas legítimas de la política gubernamental y contra las investiduras de todo tipo. Una mezcla de irresponsabilidad y de milenarismo de ocasión sustituyó la confianza colectiva. “Nueva derecha” decimos ahora. Lo decimos para nombrar una serie de posiciones que se caracterizan por pensarse contra la política y contra sus derechos de ser otra cosa que gestión y administración de los poderes existentes. Una derecha que reclama eficiencia y no ideología, que alega más gestión que valores –y puede coquetear con todo valor–, que invoca la defensa de las jerarquías existentes, aunque se inviste miméticamente de formas y procedimientos asamblearios y voces sacadas de las napas prestigiosas de las militancias de ciclos anteriores. Esa derecha impugna la política como gasto superfluo y como enmascaramiento, pero es cierto que la impugna con más dureza cuando la política pretende intervenir sobre la trama social. Tiene distintas inflexiones: desde la ilusoria eficiencia empresarial del macrismo hasta el intercambio directo de dones y rentas imaginado en Gualeguaychú, sin Estado, ni partidos, sólo con golpes de transparencia contra lo que llaman obstáculos.
Transparencia social imposible, como no sea bajo un régimen coercitivo, que expresa su desprecio hacia la política como capacidad transformadora, como intervención activa sobre la vida en común. De ese vaciamiento son responsables, también, los profesionales de la política que priorizaron sus propios intereses mientras sostenían un discurso de lo público. Demasiado tiempo vino degradándose el lenguaje político como para que no surgieran mesianismos vicarios y vaticinios salvadores que en vez de redimir el conocimiento político son el complemento milenarista del espontaneísmo soez. La nueva derecha viene a decir que eso no está mal y que se debe llevar a sus últimas consecuencias, disolviendo la instancia misma de la política. Es fundamentalmente destituyente: vacía a los acontecimientos de sentido, a los hechos de su historicidad, a la vida de sus memorias. Por eso atraviesa fronteras para buscar terminologías en sus antípodas. Es una nueva derecha porque, a diferencia de las antiguas derechas, no es literal con su propio legado sino que puede recubrirse, mimética, con las consignas de la movilización social.
La nueva derecha puede agitar florilegios de izquierdas recreadas a último momento como préstamo de urgencia o anunciar compromisos caros a las luchas sociales de la historia nacional, sea Grito de Alcorta, sea la gesta de Paso de los Libres en 1933, sean las asambleas de 2001. Es una nueva derecha veteada de retazos perdidos, pero no olvidados, de antiguas lenguas movilizadoras. Condena el vínculo vivo de las personas y las sociedades con el pasado, llamando a un ilusorio puro presente que podría desprenderse de esas capas anteriores. Lo hace, incluso, cuando trae símbolos de ese pasado, sujetándolos a relaciones que los niegan o vacían. Cita al pasado como una efemérides al paso. Será jauretcheana si cuadra, aplaudirá a Madres de Plaza de Mayo si lo ve oportuno, dirá que adhiere a Evo Morales si se la apura, y no le faltará impulso para aludir a los mayos y los octubres de la historia. Mimetismo bendecido, tolerado: es la nueva derecha que ensaya el lenguaje total de la movilización con palabras prestadas. Procede por expurgación y despojo, restándole a la realidad algunas de las capas que la constituyen y presentando en una supuesta lisura la vida en común. En ella no hay espesor, diferencias, desigualdades, violencias ni explotación; ella habla del “campo”, trazándonos un dibujo bucólico de pioneros esforzados de la misma manera que considera la pobreza y el hambre como desgracias naturales o como penurias redescubiertas para sostener una mala conciencia de escuderos novedosos de los poderes agrarios tradicionales.
En la nueva derecha reina lo abstracto, pero con la lengua presunta de lo concreto: precisamente la que hablan los medios de comunicación. A la trama moral de las acciones la tornan escándalo moral, denuncismo de sabuesos que dejan saber que las sospechas generalizadas sobre la vida política son instrumentos que pueden sustituir un pensar real. En ella se trata de reivindicar la honestidad de los ciudadanos-consumidores, su espontaneidad expresiva ante las manipulaciones de la vieja política; transparentar es su grito, mostrar un supuesto lenguaje sin espesura es su lema. Sin obstáculos, sin pliegues. Sus lenguajes apuntan a vaciar de contenido historias y memorias de la misma manera que buscan desmontar cualquier relación entre universo reflexivo-crítico y política transformadora. Devastación del mundo de la palabra en nombre de la brutalización massmediática; simplificación de la escena cultural de acuerdo con la continua mutilación de la densidad de los conflictos sociales y políticos.
La nueva derecha es ahora un conjunto de procedimientos y de prácticas que se difunden peligrosamente en las más diversas alternativas políticas. La aceptación de que la escena la construyen los medios de comunicación lleva a un tipo de intervención pública tan respetuosa de ese poder como sumisa respecto de las palabras hegemónicas. Hace tiempo que los estilos comunicacionales habituales recurren al intercambio de denuncias como una cifra moral, que parece menos un proyecto compartible de refundar la política en la autoconciencia pública emancipada que en la circulación de un nuevo “dinero” basado en un control de la política por la vía de un moralismo del ciudadano atrincherado, temeroso, ausente de los grandes panoramas históricos. Moralismo de estrechez domiciliaria, pertrechada, víctima de miedos construidos y de oscuros deseos de resarcimiento. Es un viaje que parece no tener retorno hacia la espectacularización de una conciencia difusa de represalia. Es un recelo que va quedando despojado de contenidos, como no sean los parapetos medrosos de un pensamiento consignatario. Todo lo que implica la misma incapacidad para descubrir que lo que llaman “opinión pública”, que en ciertos momentos de la historia es un acatamiento a lo que habla por ella más de lo que ella balbucea de sí misma.
La nueva derecha se inviste con el ropaje de la racionalidad ciudadana, adopta los giros de lenguaje y los deseos más significativos de una opinión colectiva sin la libertad última para ver que encarna los miedos de una época despótica y violenta. Un intenso intercambio simbólico viene a sellar así la alianza entre la nueva derecha, los medios de comunicación hegemónicos y el “sentido común” más ramplón que atraviesa a vastos estratos de las capas medias urbanas y rurales del que tampoco es ajeno un mundo popular permanentemente hostigado por esas discursividades dominantes.
Lo que sucede en Bolivia, quizás el escenario más complejo de la región, debe alertarnos. No porque sean equivalentes los fenómenos sociales y políticos sino porque el tipo de confrontación que las derechas bolivianas despliegan advierten sobre cuánto se puede decidir no respetar la voluntad popular, aun apelando a frenesís plebiscitarios. En la Argentina no estamos ante un escenario de esa índole, pero sí asistiendo a la emergencia de nuevos fenómenos políticos reactivos y conservadores, que atraviesan partidos políticos populares y organizaciones sociales. Todo trastabilla ante la cuerda subterránea que tienden las nuevas derechas. La señora cansada del conflicto, el locutor de la noche harto de la refriega, el pequeño rentista fastidiado de las listas electorales que había votado. Las nuevas derechas ejercen su señorío como una forma de desencanto, llamando al desapego generalizado. El ser social, por fin saturado de las dificultades de una época, llama bajo su forma reactiva a no pensar la dificultad sino a refugiarse en la desafección política, en el módico mesianismo al borde de las rutas. Proclaman que actúan por dignidad cuando son economicistas, y son economicistas cuando demuestran que ésa es la nueva forma de la dignidad.
Atraviesan así toda la materia sensible de este momento de la historia nacional. Su frase predilecta, “no me metan la mano en el bolsillo”, hace de los actos legítimos de regulación de las rentas extraordinarias de la tierra una ignominiosa expropiación. Trata un bien nacional, como la productividad del suelo, como cosa meramente privada. Otras frases reiteran: “Está loca”, e incluso se ha escuchado en la televisión de la noche de los domingos: “Es satánico”. Se interpreta la intervención del Estado en el mercado en la clave de una psiquiatría obtusa de revista de peluquería, de chistoso de calesita o de pitonisa de boudoir. Menos se dice “hay que matarlos”, pero aparece en los añadidos que publican algunos periódicos cuando termina la redacción de sus propios artículos y comienza la carnicería opinativa en un anonimato electrónico sediento de desquite. ¿Ante quién?, ¿para qué? No le importan las respuestas a una nueva derecha que recobra el linaje de las más impiadosas que tuvo el país. Ha soltado la lengua, pero aprendió a decir primero “armonía” y diálogo”, mientras no ocultan la sonrisa sobradora cuando escuchan que se les dice: “¡Y pegue, y pegue!”.
Se considera una redención el uso del lenguaje más incivil del que se tenga memoria en las luchas sociales argentinas. Con impunidad lo han tomado, con rápido gesto de arrebatadores, del desván de los recuerdos y de las historias de gestas desplegadas en nombre de un ideal más igualitario. En un sorprendente movimiento de apropiación para travestirla en su beneficio, han movilizado la memoria de los oprimidos en función de sostener el privilegio de unos pocos, vaciando, hacia atrás, todo sentido genuino, buscando inutilizar una tradición indispensable a la hora de restablecer el vínculo entre las generaciones pasadas y los nuevos ideales emancipatorios.
Es una operación a partir de la cual se definen las lógicas emergentes de esa nueva derecha que no duda en reclamar para sí lo mejor de la tradición republicana y democrática; es una nueva derecha que no se nombra a sí misma como tal, que elude con astucia las definiciones al mismo tiempo que ritualiza en un mea culpa de pacotilla sus responsabilidades pasadas y presentes con lo peor de la política nacional, bendecida por frases evangélicas que llaman oscuramente a la vindicta de los poderosos que aprendieron a hablar con préstamos del lenguaje de los perseguidos. Lo han hecho en otros momentos cruciales de la historia nacional. La nueva derecha inversionista ha comenzado por invertir el significado de las palabras. ¿Por qué no lo harían ahora?
Ante eso, es necesario recuperar otra idea de política, otro vínculo entre la política y las clases populares, y otra ilación entre hechos y símbolos. Si la nueva derecha reina en una sociedad mediatizada, una política que la confronte debe surgir de la distancia crítica con los procedimientos mediáticos. Si la nueva derecha no temió enarbolar la amenaza del hambre (como consecuencia de su desabastecedor plan de lucha), otra política debe situar al hambre, realidad dramática en la Argentina, como problema de máxima envergadura y desafío a resolver. Es cierto que, visiblemente, hoy no son muchos los que aceptan enarbolar blasones de derecha. Hay que buscarla en todos los lenguajes disponibles, en todos los partidos existentes, en todas las conductas públicas que puedan imaginarse. Los pendones que la conmueven pueden ser frases como éstas: “La nueva nación agraria como reserva moral de la nación”. Es el viejo tema de las nuevas derechas y la identificación, también antigua, de patria y propiedad, de nación y posesión de la tierra. Es el concepto de reserva moral como liturgia última que sanciona tanto el “fin del conflicto” como un tinglado modernizante que no vacila en expropiar los temas del progresismo, pero para desmantelar lugares y memorias. Es una gauchesca de bolsa de cereales como acorde poético junto al horizonte del nuevo empresariado político. Podrán leer a la ida el Martín Fierro y a la vuelta los consejos de Berlusconi.
Los nuevos hombres “laboriosos”, persignados fisiócratas, se indignan porque hay Estado y hay vida colectiva que se resiste a vulnerar la vieja atadura entre las palabras y las cosas. Pero esto ocurre porque la materia ideológica, con sus venerables arabescos y citas célebres, ha quedado deshilvanada, reutilizada en rápidos collages de las nuevas estancias conservadoras del lenguaje. ¿Cómo descubrirlas? Su localización es la ausencia de nervadura social, pues se trata de desplegar para la Argentina futura una nueva cultura social con un único territorio, el de las rentas extraordinarias que desea percibir una nueva clase, interpretando estrechamente las graves necesidades alimentarias del mundo. Parecen campesinos, parecen chacareros, parecen pequeños propietarios, parecen hombres de campo protagonizando una gesta. Pero no son ilusiones estas nuevas creaciones políticas de indesmentible base social nueva. Sin los tractores embanderados, brusca señalización del paisaje que atrae por la carencia de todo matiz, de todo signo mediador. La nueva clase teatraliza una rebelión campesina, pero traza un nuevo destino conservador para la Argentina. Marcha con vocablos fuera de su eje, en una combinación entremezclada que pone en escena la fusión entre formas morales de revancha y captura jocosa de los símbolos del progresismo social.
Asistimos a un remate general de conceptos. Nociones tan complejas como la de “patria agraria”, “Argentina profunda”, “nuevo federalismo”, han resurgido de un arcón honorable de vocablos, cuando significaron algo precioso para miles y miles de argentinos para salir hoy a la luz como mendrugo de astucia y oportunismo. Como en los posmodernismos ya transcurridos, vivimos la sensación de que en el reino de los discursos políticos e ideológicos “todo es posible de darse”. Las palabras parecen las mismas, pero se han dislocado bajo una matriz teleteatral y un recetario de cruces de saltimbanqui, legalizados por la escena primordial de cámaras que infunden irrealidad y deserción de la historia en sus recolecciones vertiginosas. Un nuevo estado moral de derecha surge del neoconservadurismo que reordena los valores en juego, luego de que ha tramitado un liberalismo reaccionario y un modernismo que propone conceptos de la sociedad de la información para hacerlos marchar hacia un nuevo consenso disciplinador y desinformante.
Un nuevo sentido común producido por los tejidos tecnoinformativos nutre así el círculo de captura de imágenes y discursos. Se habla como lo hace la llamada “sociedad del conocimiento”, y ésta habla como lo hacen previamente quienes ya fueron tocados por la conquistada neoparla que insiste en estar “fuera de la política”, pero munidos de jergas sustitutivas de la experiencia pública. Hasta el modo de ir a los actos políticos es puesto bajo la grilla admonitoria de un juez del Olimpo que dictamina los momentos de supuesta “falsa conciencia” de miles de conciudadanos que no poseerían la legítima pasión espontánea de los refundadores del nuevo federalismo sin historia, sin Estado, sin instituciones, sin sujeto. El descrédito de lo político comienza por destituir a las masas populares y sus imperfectas maneras, para hacer pasar por buenas sólo las supuestas movilizaciones pastoriles roussonianas, efectivamente multitudinarias, que mal se sostienen bajo las diversas modalidades del tractorazo, más amenazante que bucólico.
Una república agroconservadora despliega entonces sus banderas de “nuevo movimiento social”. Tienen todo el derecho a expresarse, pero el examen democrático del gigantesco operativo que han emprendido debe ser también interpretado. Se trata de sustituir un pueblo que consideran inadecuado con otro vestido con galas de revolución conservadora. Hay suficientes ejemplos en la historia del país y en las memorias constructoras de justicia para decir que no lo lograrán.

2/6/08

Molière, el melancólico

Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

Como para corroborar el lugar común del payaso triste, el dramaturgo que hizo reír a su siglo de sus propios vicios fue un hombre abrumado por las intrigas de sus adversarios, la persecución de los poderosos, los celos y las penurias económicas de una profesión inestable. La nota que sigue ofrece algunas claves sobre una biografía llena de lagunas y misterios.

Es muy sabido que Jean-Baptiste Poquelin renunció a un futuro acomodado restaurando los sillones de la Corte para dedicarse al peor considerado de los oficios. También que su pasión por el teatro lo llevó a no abandonar nunca más los escenarios, ni siquiera cuando ya convertido en un autor famoso y protegido del Rey Luis XIV pudo haber disfrutado del éxito que gozaban sus comedias escribiendo en la comodidad de su hogar y no soportando la pesada carga que significaba llevar adelante a su propia compañía.
Pero fue sin dudas su final el que cristalizó la imagen que tendremos para siempre de Molière. Cuando ya viejo, cansado y muy enfermo desoyó los consejos de sus actores de guardar cama y subió por última vez al escenario a representar al fantasioso protagonista de El enfermo imaginario, para morir unas horas después. La evidente ironía de la anécdota –el actor que falsifica a la muerte sobre el escenario y la muerte que acepta el desafío– no hizo más que amplificar la concepción un tanto sentimentalista del artista que lleva su pasión hasta las últimas consecuencias. Prueba de ello es que su muerte pasó a incrementar la superchería interminable del teatro y aún hoy, para ahuyentar la mala fortuna, los actores evitan usar el color amarillo en los escenarios, por la creencia –indemostrable– de que Molière vestía una prenda de ese color en su trágica, última función.
Sin embargo, más allá de algunos pocos hechos comprobados, es poco lo que se sabe del Molière auténtico y su vida está llena de misterio. Un extraño destino se empeñó en borrar las huellas de una existencia que se adivina intensa, de una personalidad compleja y contradictoria. No subsiste en el barrio parisino de Les Halles, donde Molière nació y murió, ninguna de las casas que habitó. Los borradores de sus obras han desaparecido y también la profusa correspondencia que se sabe mantuvo durante toda su vida. Sólo queda un recibo íntegramente escrito por su propia mano y sus obras, claro, donde necesariamente tuvo que volcar lo esencial de sí mismo.
La mayoría de los biógrafos quieren creer que su pasión por el teatro se despertó cuando, siendo muy niño, su abuelo materno lo llevaba a la feria de Saint-Germain, donde los cómicos de la legua hacían sus bufonadas. Pero eso no demuestra nada porque, como cualquier niño de su edad, sin dudas Jean-Baptiste debió sentirse más atraído por el mundo de las ilusiones que por la realidad cotidiana, siempre mucho más mezquina.
A pesar de haber nacido en el seno de una familia acomodada, el pequeño Poquelin no fue un niño feliz. Su madre, a quien amaba profundamente, no pudo ocuparse demasiado de él puesto que estaba siempre embarazada o dando a luz a sus muchos hermanos (la mayoría de los cuales no sobrevivieron demasiado), en los últimos años fue devorada por la tisis y murió cuando el autor contaba diez años. En cuanto a su padre, Jean II Poquelin, era un hombre ambicioso y más que nada preocupado por ganar dinero y ascender socialmente gracias a su oficio de tapicero real. Por lo que el niño Molière debió sentirse un poco frustrado y solitario, refugiándose en su único confidente y amigo, el abuelo Louis Cressé.
Más que el recuerdo de los cómicos que conoció en su niñez o el desinterés por un destino de seguridad como valet-tappissier que su padre le ofrecía, fue la aparición en su vida de una hermosa pelirroja y talentosa actriz de inteligencia poco común llamada Madeleine Béjart la que decidió a Jean-Baptiste a convertirse definitivamente y para siempre en Molière. La conoció siendo muy joven y se enamoró inmediatamente, y al poco tiempo se unió a la Cofradía de la Pasión, la troupe de actores que integraban los Béjart, para fundar su Ilustre Théâtre. Mayor que él y más experimentada en cuestiones sentimentales, Madeleine le correspondió no sólo con su amor sino que también confió al novato intérprete los rudimentos del oficio de actor. No se ha reconocido lo suficiente la importancia de esta mujer que sacrificó su innegable talento de actriz dramática al dedicarse a la comedia para seguir al autor con total abnegación, aún en los peores momentos, cuando la compañía estaba lejos de obtener éxito, prestigio y la protección del monarca. Y hasta supo soportar alguna que otra infidelidad de vez en cuando. (Molière estaba lejos de ser un modelo de virtud y siempre andaba más o menos involucrado con las actrices de su compañía).
Sin embargo, aunque Madeleine fue sin dudas la mujer más importante de su vida, Molière nunca se casó con ella y, a la hora de jurar fidelidad frente al altar, prefirió a la más joven y bella Armande, quien integraba la compañía desde muy niña. A propósito de ella, durante mucho tiempo no se pudo saber si se trataba de la hermana o de la hija de Madeleine, y las malas lenguas llegaron a dejar correr el rumor de que la pequeña Menou (así la llamaba cariñosamente el autor) era en verdad fruto de las relaciones entre Madeleine y Molière. La confusión sirvió para que sus enemigos –principalmente los comediantes del Hôtel de Bourgogne, la compañía rival– lo acusaran de incesto, y esa sospecha sobre Molière duró hasta bien entrado el siglo XIX, cuando finalmente esa hipótesis escabrosa fue definitivamente descartada por los investigadores.
De cualquier modo, el matrimonio de un Molière ya maduro (tenía alrededor de cuarenta) con la jovencísima Armande (apenas veinte) no fue lo que se dice feliz. De hecho, él había dudado en casarse por la diferencia de edad: sus temores eran afines a los de su personaje Sganarelle en El cornudo imaginario. El tiempo le dio finalmente la razón, porque sus temores fueron corroborados por los cuernos, para nada imaginarios, que la coqueta, enamoradiza –y un poco frívola– Armande le puso a Molière, quien siempre supo perdonarlos, aunque aumentaran la ya natural tendencia a la melancolía, e incluso a la tristeza, que padecía el dramaturgo.
Porque hay que decir que quien mejor supo hacer reír a sus contemporáneos mostrando sus vicios y defectos, en la intimidad reía más bien poco. Su amigo Chapelle, que lo conocía desde sus años de estudiante en el Colegio Clermont, le reprochaba su disposición a tomarse demasiado en serio las cosas y su “humor soñador”. “Molière no es alguien que ría con frecuencia”, afirmaba su colega Paul Scarron. Quienes lo conocían criticaban su carácter un tanto susceptible y obsesivo, además de sus frecuentes accesos de megalomanía, acompañados por otros de profunda inseguridad acerca de su propio talento: “No comprendo cómo personas cultas son capaces de experimentar algún goce con lo que les doy. En su lugar, yo no experimentaría el menor placer”, confesó cierta vez a sus compañeros en Languedoc). Por otra parte, es evidente que el peso de la responsabilidad de sostener a la compañía verdaderamente lo abrumaba. “Si usted tuviera la misión, como yo, de entretener al Rey y, si tuviera a cuarenta o cincuenta personas que no entienden razones, a quiénes hay que mantener y dirigir, si tuviera que llevar adelante un teatro, y escribir obras para cuidar su reputación, usted no tendría ganas de reír, palabra”, le contestó a Chapelle cuando éste le recriminaba su excesiva inclinación a preocuparse por todo.
De lo que no se puede dudar es que en ningún lugar Molière se encontraba más feliz que sobre el escenario. La exaltación que le producía era tan aguda que lo olvidaba todo: sus sufrimientos personales, sus preocupaciones profesionales, la injusticia de sus pares, las infidelidades de su esposa, los ataques y los celos de sus adversarios y hasta su lenta y progresiva enfermedad. Como actor, Molière mostraba en escena una mímica endemoniada, una habilidad única para hacer reír. Poseía una máscara extraordinariamente expresiva en la mirada y en los gestos, acompañada por una voz perfectamente natural, tan plena de matices como despojada de afectación o ampulosidad.
Otro de sus méritos, generalmente menos reconocido, fue su innegable capacidad para manejar el “negocio” del teatro. Sus fracasos iniciales y la experiencia ganada en esos doce años que pasó en gira por las provincias le habían enseñado mucho sobre el público y sus gustos. Y fiel a su máxima de que “en el arte dramático, la gran regla entre todas las reglas es gustar”, no mostraba pudor alguno en reescribir sus obras todo lo que hiciera falta si algo no funcionaba. Frente a las dificultades, el contacto con el público era para Molière el aliento mismo de una vida que, al fin y al cabo, siempre estuvo enlazada a las tablas.
La compañía era para él su verdadera familia y, aunque muchas veces los actores murmuraban en su contra y hasta estaban dispuestos a rebelarse, acusándolo de dejar languidecer su teatro, lo cierto es que siempre permanecieron fieles a sieur Molière. Como cuando frente a la pérdida de la sala del Petit Bourbon, las compañías rivales, la de Bourgogne y la del Marais, quisieron sembrar la discordia tentando a los actores con atractivas propuestas que fueron siempre rechazadas. Con sus actores, Molière sin duda debió ser bastante autoritario y parece que se irritaba fácilmente, pero también es cierto que los quería y velaba por ellos. No en vano fue padrino de muchos bautismos y testigo de otros tantos casamientos, y se ocupó personalmente de la educación de quienes quedaban huérfanos.
De todos ellos, su mayor debilidad fue Michel Baron, un pequeño comediante a quién descubrió y acogió en su compañía. Tal vez porque le recordaba su juventud, o por la necesidad de todo hombre de genio de legar en alguien la experiencia o simplemente porque veía en él al hijo que no tenía, no sólo le enseñó todo lo que sabía sobre el oficio del actor sino que también veló por su salud y hasta lo llevó a vivir a su propia casa, con gran disgusto de Armande. Disgusto que por cierto no duró mucho tiempo ya que, cuando el apuesto Baron se convirtió en un gran actor, Armande lo sumó a su ya por entonces considerable lista de amantes. Pero Jean-Baptiste no pareció afligirse tanto por esta doble traición y conservó su afecto por el joven. Sabía que no se amaban y que para ella sólo era un arrebato pasajero. O tal vez intuía, en virtud a la sabiduría que le iba proporcionando la edad, que Armande sería rápidamente abandonada y regresaría con su viejo esposo a recibir consuelo, que fue precisamente lo que sucedió.
Las muchas decepciones que tuvo que soportar, sin contar los ataques de sus adversarios –entre quienes se contaban los intelectuales defensores de un dogma artístico que aburría a la gente, los santurrones sostenedores de la moral, la jerarquía eclesiástica y, sobre todo, los cómicos de las compañías rivales–, minaron aún más la salud siempre precaria de Molière. Es verdad que, por más poderosos que fueran sus enemigos, todavía contaba con el favor de su público. Pero Su Majestad Luis XIV lo había abandonado, volcando sus preferencias por el intrigante y ambicioso compositor Lully. Ese era el estado de ánimo de Molière cuando, tal vez entreviendo que se acercaba al final, escribió su última obra, El enfermo imaginario, que desde el título revela la psicología de un hombre muy enfermo que trata de engañarse a sí mismo. Se estrenó en el Palais Royale y ni los aplausos, las carcajadas o la recaudación consolaron al viejo actor de la indiferencia de su rey (a quien estaba dedicada la obra), que no asistió a la función.
Molière murió el 17 de febrero de 1673, al término de la cuarta función, exactamente un año después de su fiel Madeleine, a los cincuenta y un años. “Tengo un frío que me mata”, dicen que dijo mientras vomitaba sangre y sus actores lo llevaban desde el teatro a su casa de la rue de Richelieu. Las autoridades religiosas le hicieron saber a Armande que negarían la sepultura al “comediante”, aferrándose a los términos de una disposición que vedaba el entierro cristiano “a las personas públicamente indignas, como lo son los excomulgados, los censurados y a las manifestantes infames, como las prostitutas, los concubinos, los comediantes, los usureros, los hechiceros, los paganos, judíos y todos los infieles herejes…” Luis XIV tuvo que intervenir por última vez en su favor para lograr que, cuatro días después, fuera finalmente enterrado en suelo sagrado, aunque por la noche y sin pompas.

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