Publicado en TEATRO
Como para corroborar el lugar común del payaso triste, el dramaturgo que hizo reír a su siglo de sus propios vicios fue un hombre abrumado por las intrigas de sus adversarios, la persecución de los poderosos, los celos y las penurias económicas de una profesión inestable. La nota que sigue ofrece algunas claves sobre una biografía llena de lagunas y misterios.
Es muy sabido que Jean-Baptiste Poquelin renunció a un futuro acomodado restaurando los sillones de la Corte para dedicarse al peor considerado de los oficios. También que su pasión por el teatro lo llevó a no abandonar nunca más los escenarios, ni siquiera cuando ya convertido en un autor famoso y protegido del Rey Luis XIV pudo haber disfrutado del éxito que gozaban sus comedias escribiendo en la comodidad de su hogar y no soportando la pesada carga que significaba llevar adelante a su propia compañía.
Pero fue sin dudas su final el que cristalizó la imagen que tendremos para siempre de Molière. Cuando ya viejo, cansado y muy enfermo desoyó los consejos de sus actores de guardar cama y subió por última vez al escenario a representar al fantasioso protagonista de El enfermo imaginario, para morir unas horas después. La evidente ironía de la anécdota –el actor que falsifica a la muerte sobre el escenario y la muerte que acepta el desafío– no hizo más que amplificar la concepción un tanto sentimentalista del artista que lleva su pasión hasta las últimas consecuencias. Prueba de ello es que su muerte pasó a incrementar la superchería interminable del teatro y aún hoy, para ahuyentar la mala fortuna, los actores evitan usar el color amarillo en los escenarios, por la creencia –indemostrable– de que Molière vestía una prenda de ese color en su trágica, última función.
Sin embargo, más allá de algunos pocos hechos comprobados, es poco lo que se sabe del Molière auténtico y su vida está llena de misterio. Un extraño destino se empeñó en borrar las huellas de una existencia que se adivina intensa, de una personalidad compleja y contradictoria. No subsiste en el barrio parisino de Les Halles, donde Molière nació y murió, ninguna de las casas que habitó. Los borradores de sus obras han desaparecido y también la profusa correspondencia que se sabe mantuvo durante toda su vida. Sólo queda un recibo íntegramente escrito por su propia mano y sus obras, claro, donde necesariamente tuvo que volcar lo esencial de sí mismo.
La mayoría de los biógrafos quieren creer que su pasión por el teatro se despertó cuando, siendo muy niño, su abuelo materno lo llevaba a la feria de Saint-Germain, donde los cómicos de la legua hacían sus bufonadas. Pero eso no demuestra nada porque, como cualquier niño de su edad, sin dudas Jean-Baptiste debió sentirse más atraído por el mundo de las ilusiones que por la realidad cotidiana, siempre mucho más mezquina.
A pesar de haber nacido en el seno de una familia acomodada, el pequeño Poquelin no fue un niño feliz. Su madre, a quien amaba profundamente, no pudo ocuparse demasiado de él puesto que estaba siempre embarazada o dando a luz a sus muchos hermanos (la mayoría de los cuales no sobrevivieron demasiado), en los últimos años fue devorada por la tisis y murió cuando el autor contaba diez años. En cuanto a su padre, Jean II Poquelin, era un hombre ambicioso y más que nada preocupado por ganar dinero y ascender socialmente gracias a su oficio de tapicero real. Por lo que el niño Molière debió sentirse un poco frustrado y solitario, refugiándose en su único confidente y amigo, el abuelo Louis Cressé.
Más que el recuerdo de los cómicos que conoció en su niñez o el desinterés por un destino de seguridad como valet-tappissier que su padre le ofrecía, fue la aparición en su vida de una hermosa pelirroja y talentosa actriz de inteligencia poco común llamada Madeleine Béjart la que decidió a Jean-Baptiste a convertirse definitivamente y para siempre en Molière. La conoció siendo muy joven y se enamoró inmediatamente, y al poco tiempo se unió a la Cofradía de la Pasión, la troupe de actores que integraban los Béjart, para fundar su Ilustre Théâtre. Mayor que él y más experimentada en cuestiones sentimentales, Madeleine le correspondió no sólo con su amor sino que también confió al novato intérprete los rudimentos del oficio de actor. No se ha reconocido lo suficiente la importancia de esta mujer que sacrificó su innegable talento de actriz dramática al dedicarse a la comedia para seguir al autor con total abnegación, aún en los peores momentos, cuando la compañía estaba lejos de obtener éxito, prestigio y la protección del monarca. Y hasta supo soportar alguna que otra infidelidad de vez en cuando. (Molière estaba lejos de ser un modelo de virtud y siempre andaba más o menos involucrado con las actrices de su compañía).
Sin embargo, aunque Madeleine fue sin dudas la mujer más importante de su vida, Molière nunca se casó con ella y, a la hora de jurar fidelidad frente al altar, prefirió a la más joven y bella Armande, quien integraba la compañía desde muy niña. A propósito de ella, durante mucho tiempo no se pudo saber si se trataba de la hermana o de la hija de Madeleine, y las malas lenguas llegaron a dejar correr el rumor de que la pequeña Menou (así la llamaba cariñosamente el autor) era en verdad fruto de las relaciones entre Madeleine y Molière. La confusión sirvió para que sus enemigos –principalmente los comediantes del Hôtel de Bourgogne, la compañía rival– lo acusaran de incesto, y esa sospecha sobre Molière duró hasta bien entrado el siglo XIX, cuando finalmente esa hipótesis escabrosa fue definitivamente descartada por los investigadores.
De cualquier modo, el matrimonio de un Molière ya maduro (tenía alrededor de cuarenta) con la jovencísima Armande (apenas veinte) no fue lo que se dice feliz. De hecho, él había dudado en casarse por la diferencia de edad: sus temores eran afines a los de su personaje Sganarelle en El cornudo imaginario. El tiempo le dio finalmente la razón, porque sus temores fueron corroborados por los cuernos, para nada imaginarios, que la coqueta, enamoradiza –y un poco frívola– Armande le puso a Molière, quien siempre supo perdonarlos, aunque aumentaran la ya natural tendencia a la melancolía, e incluso a la tristeza, que padecía el dramaturgo.
Porque hay que decir que quien mejor supo hacer reír a sus contemporáneos mostrando sus vicios y defectos, en la intimidad reía más bien poco. Su amigo Chapelle, que lo conocía desde sus años de estudiante en el Colegio Clermont, le reprochaba su disposición a tomarse demasiado en serio las cosas y su “humor soñador”. “Molière no es alguien que ría con frecuencia”, afirmaba su colega Paul Scarron. Quienes lo conocían criticaban su carácter un tanto susceptible y obsesivo, además de sus frecuentes accesos de megalomanía, acompañados por otros de profunda inseguridad acerca de su propio talento: “No comprendo cómo personas cultas son capaces de experimentar algún goce con lo que les doy. En su lugar, yo no experimentaría el menor placer”, confesó cierta vez a sus compañeros en Languedoc). Por otra parte, es evidente que el peso de la responsabilidad de sostener a la compañía verdaderamente lo abrumaba. “Si usted tuviera la misión, como yo, de entretener al Rey y, si tuviera a cuarenta o cincuenta personas que no entienden razones, a quiénes hay que mantener y dirigir, si tuviera que llevar adelante un teatro, y escribir obras para cuidar su reputación, usted no tendría ganas de reír, palabra”, le contestó a Chapelle cuando éste le recriminaba su excesiva inclinación a preocuparse por todo.
De lo que no se puede dudar es que en ningún lugar Molière se encontraba más feliz que sobre el escenario. La exaltación que le producía era tan aguda que lo olvidaba todo: sus sufrimientos personales, sus preocupaciones profesionales, la injusticia de sus pares, las infidelidades de su esposa, los ataques y los celos de sus adversarios y hasta su lenta y progresiva enfermedad. Como actor, Molière mostraba en escena una mímica endemoniada, una habilidad única para hacer reír. Poseía una máscara extraordinariamente expresiva en la mirada y en los gestos, acompañada por una voz perfectamente natural, tan plena de matices como despojada de afectación o ampulosidad.
Otro de sus méritos, generalmente menos reconocido, fue su innegable capacidad para manejar el “negocio” del teatro. Sus fracasos iniciales y la experiencia ganada en esos doce años que pasó en gira por las provincias le habían enseñado mucho sobre el público y sus gustos. Y fiel a su máxima de que “en el arte dramático, la gran regla entre todas las reglas es gustar”, no mostraba pudor alguno en reescribir sus obras todo lo que hiciera falta si algo no funcionaba. Frente a las dificultades, el contacto con el público era para Molière el aliento mismo de una vida que, al fin y al cabo, siempre estuvo enlazada a las tablas.
La compañía era para él su verdadera familia y, aunque muchas veces los actores murmuraban en su contra y hasta estaban dispuestos a rebelarse, acusándolo de dejar languidecer su teatro, lo cierto es que siempre permanecieron fieles a sieur Molière. Como cuando frente a la pérdida de la sala del Petit Bourbon, las compañías rivales, la de Bourgogne y la del Marais, quisieron sembrar la discordia tentando a los actores con atractivas propuestas que fueron siempre rechazadas. Con sus actores, Molière sin duda debió ser bastante autoritario y parece que se irritaba fácilmente, pero también es cierto que los quería y velaba por ellos. No en vano fue padrino de muchos bautismos y testigo de otros tantos casamientos, y se ocupó personalmente de la educación de quienes quedaban huérfanos.
De todos ellos, su mayor debilidad fue Michel Baron, un pequeño comediante a quién descubrió y acogió en su compañía. Tal vez porque le recordaba su juventud, o por la necesidad de todo hombre de genio de legar en alguien la experiencia o simplemente porque veía en él al hijo que no tenía, no sólo le enseñó todo lo que sabía sobre el oficio del actor sino que también veló por su salud y hasta lo llevó a vivir a su propia casa, con gran disgusto de Armande. Disgusto que por cierto no duró mucho tiempo ya que, cuando el apuesto Baron se convirtió en un gran actor, Armande lo sumó a su ya por entonces considerable lista de amantes. Pero Jean-Baptiste no pareció afligirse tanto por esta doble traición y conservó su afecto por el joven. Sabía que no se amaban y que para ella sólo era un arrebato pasajero. O tal vez intuía, en virtud a la sabiduría que le iba proporcionando la edad, que Armande sería rápidamente abandonada y regresaría con su viejo esposo a recibir consuelo, que fue precisamente lo que sucedió.
Las muchas decepciones que tuvo que soportar, sin contar los ataques de sus adversarios –entre quienes se contaban los intelectuales defensores de un dogma artístico que aburría a la gente, los santurrones sostenedores de la moral, la jerarquía eclesiástica y, sobre todo, los cómicos de las compañías rivales–, minaron aún más la salud siempre precaria de Molière. Es verdad que, por más poderosos que fueran sus enemigos, todavía contaba con el favor de su público. Pero Su Majestad Luis XIV lo había abandonado, volcando sus preferencias por el intrigante y ambicioso compositor Lully. Ese era el estado de ánimo de Molière cuando, tal vez entreviendo que se acercaba al final, escribió su última obra, El enfermo imaginario, que desde el título revela la psicología de un hombre muy enfermo que trata de engañarse a sí mismo. Se estrenó en el Palais Royale y ni los aplausos, las carcajadas o la recaudación consolaron al viejo actor de la indiferencia de su rey (a quien estaba dedicada la obra), que no asistió a la función.
Molière murió el 17 de febrero de 1673, al término de la cuarta función, exactamente un año después de su fiel Madeleine, a los cincuenta y un años. “Tengo un frío que me mata”, dicen que dijo mientras vomitaba sangre y sus actores lo llevaban desde el teatro a su casa de la rue de Richelieu. Las autoridades religiosas le hicieron saber a Armande que negarían la sepultura al “comediante”, aferrándose a los términos de una disposición que vedaba el entierro cristiano “a las personas públicamente indignas, como lo son los excomulgados, los censurados y a las manifestantes infames, como las prostitutas, los concubinos, los comediantes, los usureros, los hechiceros, los paganos, judíos y todos los infieles herejes…” Luis XIV tuvo que intervenir por última vez en su favor para lograr que, cuatro días después, fuera finalmente enterrado en suelo sagrado, aunque por la noche y sin pompas.