Por Anthony Burguess
La palabra lleva mucho tiempo entre nosotros. Para Shakespeare, un punk era una prostituta. En Estados Unidos se produjo un cambio de sexo y un punk se convirtió en un joven vicioso y despreciable ("llevaos ese punk de aquí"), o, como adjetivo, se empleaba para describir un estado de salud, como en la expresión "me siento algo punk hoy". Desde aproximadamente 1977, en una Inglaterra muy diferente a la de Shakesperare, el término está monopolizado por un movimiento juvenil notable por lo extraño de su vestido, peinado y música preferida. Cuando Estados Unidos reconoció el fenómeno, algunos periodistas rápidamente me consideraron uno de sus padrinos, probablemente basándose en el testimonio de una película titulada La naranja mecánica, en la que un sector exclusivo y, según creía yo, poco representativo de la juventud británica, presentaba unas ropas extrañas, un lenguaje raro y una conducta antisocial. La mayoría pensábamos que los punks seguirían la suerte de los teddy boys, los mods, los rockers y los skinheads con sus enormes botas y su costumbre de dar palizas a emigrantes paquistaníes, pero el nuevo culto ha demostrado ser extraordinariamente resistente. Un aspecto muy británico del movimiento es el orgullo que declaran sentir por su inferioridad social. El Kaiser llamó a las tropas británicas en Flandes "un pequeño ejército despreciable", y el término "los viejos despreciables" se convirtió en un apodo honorable. En la Segunda Guerra Mundial había incluso una canción titulada Somos los hijos de los viejos despreciables. Un ministro socialista británico calificó a los conservadores de parásitos, y los conservadores empezaron a llevar, orgullosos, unas insignias con tres piojos sobre campo plateado. Cuando surgió el rock punk en el Reino Unido, sus exegetas y admiradores estaban siguiendo una antigua tradición. Estaban convirtiendo los atributos del rechazo social en virtudes positivas, lo cual, en la práctica, suponía convertirlas en arte. Hubo un grupo punk conocido por el nombre de los Sex Pistols, que crearon una especie de estilo de vida arrojando excrementos públicamente sobre el retrato de la reina, vomitando sobre las cámaras de la Prensa y utilizando en todo momento un lenguaje gratuitamente sucio. Grabaron discos que fueron inmediatamente prohibidos por su contenido obsceno; tal rechazo estaba ya previsto e incluso era acogido como prueba de que lo punk era genuinamente punk. Los Sex Pistols se convirtieron en el grupo de rock más famoso del Reino Unido antes de disparar un solo tiro.
Acabo de realizar una de mis poco frecuentes visitas al Reino Unido, mi tierra natal, y he observado detenidamente algunos punks londinenses de ambos sexos. Hacen cosas extrañas con su pelo, se lo tiñen de verde y naranja y se lo ponen de punta con pegamento de tal forma que se parecen a Jerry Cruncher en Leyenda de dos ciudades, o se lo cortan al rape, a excepción de una alta cresta en el centro; se decoran los ojos como Alex en La naranja mecánica (la película, no la novela), y, en general, agotan toda su imaginación, reservando poca para dedicar a su ropa, que rechaza toda elegancia, siendo un vivo ejemplo la falta de gracia y color. A pesar de ser uno de sus padrinos, me consideraban demasiado viejo para hablar conmigo, aunque no tenían mucho que decirme. Su acento era subestándar; su vocabulario, escaso y obsceno en su mayoría, aunque se movían con un semblante general de resentimiento que no requería un lenguaje articulado. Se supone, por su mero aspecto, que representan la furia contra el sistema de clases británico y la desesperación por no tener un futuro económico claro. Pero sobre todo son un vacío a llenar con música rock bien fuerte.
Desafían a la sociedad, pero ¿qué significa sociedad en el Reino Unido? Significa vagamente una estructura de dominio, privilegio y gusto con sede en el sur de Inglaterra o, más específicamente, en la región donde se encuentran las grandes metrópolis y los antiguos centros del saber. La familia real es un buen ejemplo de la tan ansiada vida de los patricios o de la clase dirigente. Se espera que la reina coma roast beef y pastel de Yorkshire cuando no tiene a su alcance cocina francesa, pero jamás salchichas, arenques, morcillas, ni siquiera hamburguesas. Se puede dormir durante una ópera (con el consorte murmurando indulgentemente: "Despierta, cariñito", según se acerca el final), pero no durante un concierto de la banda de la Guardia de Granaderos; le puede gustar una obra de Terence Rattigan, pero no una de Samuel Beckett; puede que lea una novela de Agatha Christie tras el periódico de carreras de caballos, pero no debe saber quién es Jorge Luis Borges (o, por poner otro ejemplo, Anthony Burgess). En general, sus gustos toleran lo cursi, pero rechazan lo violento. Representa cierto tipo de acento inglés, los deportes de campo, la misa en domingo, la reserva y las costumbres decentes. Es todo lo que los jóvenes contestatarios británicos tienen que despreciar.
El problema que tienen las posturas de desafío en el Reino Unido es que no esperan tener eficacia. No expresan un deseo auténticamente revolucionario. No intentan sustituir el orden existente por algo nuevo; simplemente desprecian el orden existente y ese desprecio es en realidad la expresión de un deseo profundo, no siempre consciente, de ser aceptados por aquél. La historia de todo el arte y subarte de provocación que comenzó en la década de los cincuenta ha sido la misma. John Osborne escribió Mirando hacia atrás con ira (que, irónicamente, fue estrenada en el Royal Court Theatre de Londres) en 1956. Era un grito contra el establishment, pero la clase dirigente, lenta y suavemente, lo acogió en su seno: resalta hasta posible imaginar a la reina durante una representación, exclamando al final: "Es encantadora". El loco que grita contra el orden establecido se convierte en un bufón de la corte. Todos los jóvenes airados de los cincuenta se convirtieron en pilares de la sociedad, intentando comportarse como el irascible Evelyn Waugh, que ansió un título durante toda su vida sin conseguirlo. Los Beatles comenzaron siendo cuatro rudas voces de Liverpool, exigiendo que se prestara la misma atención a su lejana ciudad que a Londres. Gradualmente se fueron suavizando, se hicieron no sólo respetables, sino cultos, fueron recibidos por su majestad y se les concedió la Orden del Imperio Británico (por su contribución a la exportación, no por su arte). La minifalda nació como un acto de desafio, pero se convirtió igualmente en algo simplemente encantador, epiceno más que un reto a la fría sexualidad del orden establecido, y las minifaldas más deliciosas fueron exhibidas en el recinto real en Ascot. Mary Quant, la madre de la minifalda, recibió un título nobiliario, al igual que: los Beatles, y se convirtió en un árbitro de la moda de la clase media. Puede que los Rolling Stones hayan sido quienes se hayan mantenido firmes por más tiempo contra los acogedores brazos de las clases dirigentes, pero son muy ricos, y no hay ricos rebeldes.
Cuando aparecieron los Sex Pistols, a las órdenes de su desarmado líder, Johnny Rotten, despreciaron, como era natural, a aquellos desactivados contestatarios de los sesenta y principios de los setenta. El punto central de lo punk, tanto en la música como en su decoración, ha sido siempre el ser una cultura de los desposeídos. Sus primeros exegetas utilizaron el viejo argumento de la clase trabajadora británica de que no se puede tener educación sin dinero. Eso suponía, con grupos como los Sex Pistols, que no se podían permitir coqueteos con Stockhausen, a la manera de los Beatles, ni con la costosa tecnología que acompañaba las canciones de David Bowie ni, en sus letras, el menor asombro literario (el típico error de la clase trabajadora). El dinero lo puede comprar todo, incluyendo un acento fino y la capacidad de decir una frase sin ningún error gramatical, con claridad y cierto grado de encanto. El encanto es, también, una propiedad de los ricos. Las canciones que exigía el culto punk tenían que ser estéticamente pobres para encajar, mediante una típica analogía falsa, en la pobreza de las vidas de sus seguidores. Pero la pobreza en el sentido tercermundista, que es el único que cuenta hoy en día, es algo que ellos no han conocido jamás. Puede que el Reino Unido esté atravesando una recesión económica, y puede que a quienes más afecta sea a los jóvenes, pero, de acuerdo con los niveles de Etiopía y Nicaragua, estos jóvenes son ricos. Sus gestos de pobreza son, en realidad, un tipo perverso de elegancia.
Recuerdo que los punks empezaron con el pelo a cepillo porque el pelo largo tenía piojos. El peinado punk era anteriormente indiferenciable del de los skinheads, el movimiento contestatario menos atractivo de los setenta, con sus peleas, obscenidades y agresiones racistas. Pero ahora el cabello de los punks está cuidado con sofisticación, y eso cuesta dinero. Se podía observar la misma hipocresía en sus ropas rotas, cuyos agujeros no estaban remendados, sino sujetos mediante imperdibles. Unas ropas remendadas hubieran denunciado cierta habilidad y un deseo de querer ser pobres respetables. El culto de los vaqueros hábilmente rotos, diseñados por modistos caros, no es un monopolio de los punks, sino que se encuentran por todas partes en el mundo de los ricos como signo de una perversa adopción del aspecto de pobreza franciscana sin la incomodidad de lo real. Aparecieron en París imperdibles de oro, al igual que los amuletos de hojas de afeitar de plata, que contribuyeron a convertir lo punk en alta elegancia. Evidentemente, la cosa no va bien cuando los jóvenes reconocen la existencia de una auténtica pobreza burlándose de ella.
Jamás habrá una auténtica revolución social en el Reino Unido. Todo gesto de ira contra la desigualdad, con el tiempo, se somete con cariño a la cómoda mitología del orden establecido. O bien todo el mundo acaba llevando camisa y corbata, o bien aquellos que tradicionalmente han llevado camisa y corbata consideran graciosa y elegante su eliminación. El príncipe Andrés, el hijo menor de la reina, ha aprendido él solo un interesante acento sintético de las clases bajas. Ello debería suponer que desdeña las tonalidades aristocráticas de su clase, pero lo que sucede en realidad es que, en su caso, sólo en su caso, el falso acento punk es elevado al nivel de los patricios. Nada es jamás simple en la sociedad británica y, sin embargo, todo es al mismo tiempo extremadamente simple. La estructura es imperturbable y lo puede absorber todo. Es una tela de araña extremadamente elástica, aunque hecha de acero, de Sheffield. Supongo que una de las razones por las que ya no vivo en Inglaterra, un país bastante afable, sin duda, sustentado por una graciosa tolerancia y una gran variedad de quesos, es que nunca pude encajar en el sistema de clases. De origen trabajador y católico de Lancashire, no me resultaba difícil emular el acento de mis superiores o manipular la multiplicidad de cubiertos en las cenas de la aristocracia, pero, como escritor, sentía que había abandonado la clase de los trabajadores industriales sin haber encontrado un nicho en la de los rentistas. Escribir no es un arte burgués, y tampoco es proletario. Eso fue lo que descubrió D. H. Lawrence. A él (como a mí) le resultaba más fácil hacerse con una aristócrata extranjera que, por el acto denominado hipergamia, pasar a formar parte por matrimonio de la clase media alta. Era, pues, natural vivir en el extranjero y, en países en los que la estructura de clase no era fuerte, que te aceptaran como lo que se denomina, aunque no mucho en el Reino Unido, un intelectual. En París existe un Club des Intellectuels, en el que los socios entran sin vergüenza y con las cabezas bien altas. En Londres la existencia de un club de tal tipo no sería posible. Pero George Orwell vio muy claramente, en 1984, que la única revolución posible en el Reino Unido sería la de los intelectuales descontentos, quienes, al no tener un lugar en el sistema de clases, derribarían toda la estructura e impondrían un sistema metafísico que no tendría nada que ver con los privilegios heredados. Es posible, pero improbable. ¿Cómo conseguirían los intelectuales que los proletarios se pusieran de su lado? ¿Colaborarían los punks? Por supuesto que no. Es típico de los movimientos de disidencia juveniles británicos que la única justificación del griterío que tanto les gusta es el mantenimiento del sistema contra el que gritan. La voz de la rebelión británica es también la canción de su estabilidad social.
La palabra lleva mucho tiempo entre nosotros. Para Shakespeare, un punk era una prostituta. En Estados Unidos se produjo un cambio de sexo y un punk se convirtió en un joven vicioso y despreciable ("llevaos ese punk de aquí"), o, como adjetivo, se empleaba para describir un estado de salud, como en la expresión "me siento algo punk hoy". Desde aproximadamente 1977, en una Inglaterra muy diferente a la de Shakesperare, el término está monopolizado por un movimiento juvenil notable por lo extraño de su vestido, peinado y música preferida. Cuando Estados Unidos reconoció el fenómeno, algunos periodistas rápidamente me consideraron uno de sus padrinos, probablemente basándose en el testimonio de una película titulada La naranja mecánica, en la que un sector exclusivo y, según creía yo, poco representativo de la juventud británica, presentaba unas ropas extrañas, un lenguaje raro y una conducta antisocial. La mayoría pensábamos que los punks seguirían la suerte de los teddy boys, los mods, los rockers y los skinheads con sus enormes botas y su costumbre de dar palizas a emigrantes paquistaníes, pero el nuevo culto ha demostrado ser extraordinariamente resistente. Un aspecto muy británico del movimiento es el orgullo que declaran sentir por su inferioridad social. El Kaiser llamó a las tropas británicas en Flandes "un pequeño ejército despreciable", y el término "los viejos despreciables" se convirtió en un apodo honorable. En la Segunda Guerra Mundial había incluso una canción titulada Somos los hijos de los viejos despreciables. Un ministro socialista británico calificó a los conservadores de parásitos, y los conservadores empezaron a llevar, orgullosos, unas insignias con tres piojos sobre campo plateado. Cuando surgió el rock punk en el Reino Unido, sus exegetas y admiradores estaban siguiendo una antigua tradición. Estaban convirtiendo los atributos del rechazo social en virtudes positivas, lo cual, en la práctica, suponía convertirlas en arte. Hubo un grupo punk conocido por el nombre de los Sex Pistols, que crearon una especie de estilo de vida arrojando excrementos públicamente sobre el retrato de la reina, vomitando sobre las cámaras de la Prensa y utilizando en todo momento un lenguaje gratuitamente sucio. Grabaron discos que fueron inmediatamente prohibidos por su contenido obsceno; tal rechazo estaba ya previsto e incluso era acogido como prueba de que lo punk era genuinamente punk. Los Sex Pistols se convirtieron en el grupo de rock más famoso del Reino Unido antes de disparar un solo tiro.
Acabo de realizar una de mis poco frecuentes visitas al Reino Unido, mi tierra natal, y he observado detenidamente algunos punks londinenses de ambos sexos. Hacen cosas extrañas con su pelo, se lo tiñen de verde y naranja y se lo ponen de punta con pegamento de tal forma que se parecen a Jerry Cruncher en Leyenda de dos ciudades, o se lo cortan al rape, a excepción de una alta cresta en el centro; se decoran los ojos como Alex en La naranja mecánica (la película, no la novela), y, en general, agotan toda su imaginación, reservando poca para dedicar a su ropa, que rechaza toda elegancia, siendo un vivo ejemplo la falta de gracia y color. A pesar de ser uno de sus padrinos, me consideraban demasiado viejo para hablar conmigo, aunque no tenían mucho que decirme. Su acento era subestándar; su vocabulario, escaso y obsceno en su mayoría, aunque se movían con un semblante general de resentimiento que no requería un lenguaje articulado. Se supone, por su mero aspecto, que representan la furia contra el sistema de clases británico y la desesperación por no tener un futuro económico claro. Pero sobre todo son un vacío a llenar con música rock bien fuerte.
Desafían a la sociedad, pero ¿qué significa sociedad en el Reino Unido? Significa vagamente una estructura de dominio, privilegio y gusto con sede en el sur de Inglaterra o, más específicamente, en la región donde se encuentran las grandes metrópolis y los antiguos centros del saber. La familia real es un buen ejemplo de la tan ansiada vida de los patricios o de la clase dirigente. Se espera que la reina coma roast beef y pastel de Yorkshire cuando no tiene a su alcance cocina francesa, pero jamás salchichas, arenques, morcillas, ni siquiera hamburguesas. Se puede dormir durante una ópera (con el consorte murmurando indulgentemente: "Despierta, cariñito", según se acerca el final), pero no durante un concierto de la banda de la Guardia de Granaderos; le puede gustar una obra de Terence Rattigan, pero no una de Samuel Beckett; puede que lea una novela de Agatha Christie tras el periódico de carreras de caballos, pero no debe saber quién es Jorge Luis Borges (o, por poner otro ejemplo, Anthony Burgess). En general, sus gustos toleran lo cursi, pero rechazan lo violento. Representa cierto tipo de acento inglés, los deportes de campo, la misa en domingo, la reserva y las costumbres decentes. Es todo lo que los jóvenes contestatarios británicos tienen que despreciar.
El problema que tienen las posturas de desafío en el Reino Unido es que no esperan tener eficacia. No expresan un deseo auténticamente revolucionario. No intentan sustituir el orden existente por algo nuevo; simplemente desprecian el orden existente y ese desprecio es en realidad la expresión de un deseo profundo, no siempre consciente, de ser aceptados por aquél. La historia de todo el arte y subarte de provocación que comenzó en la década de los cincuenta ha sido la misma. John Osborne escribió Mirando hacia atrás con ira (que, irónicamente, fue estrenada en el Royal Court Theatre de Londres) en 1956. Era un grito contra el establishment, pero la clase dirigente, lenta y suavemente, lo acogió en su seno: resalta hasta posible imaginar a la reina durante una representación, exclamando al final: "Es encantadora". El loco que grita contra el orden establecido se convierte en un bufón de la corte. Todos los jóvenes airados de los cincuenta se convirtieron en pilares de la sociedad, intentando comportarse como el irascible Evelyn Waugh, que ansió un título durante toda su vida sin conseguirlo. Los Beatles comenzaron siendo cuatro rudas voces de Liverpool, exigiendo que se prestara la misma atención a su lejana ciudad que a Londres. Gradualmente se fueron suavizando, se hicieron no sólo respetables, sino cultos, fueron recibidos por su majestad y se les concedió la Orden del Imperio Británico (por su contribución a la exportación, no por su arte). La minifalda nació como un acto de desafio, pero se convirtió igualmente en algo simplemente encantador, epiceno más que un reto a la fría sexualidad del orden establecido, y las minifaldas más deliciosas fueron exhibidas en el recinto real en Ascot. Mary Quant, la madre de la minifalda, recibió un título nobiliario, al igual que: los Beatles, y se convirtió en un árbitro de la moda de la clase media. Puede que los Rolling Stones hayan sido quienes se hayan mantenido firmes por más tiempo contra los acogedores brazos de las clases dirigentes, pero son muy ricos, y no hay ricos rebeldes.
Cuando aparecieron los Sex Pistols, a las órdenes de su desarmado líder, Johnny Rotten, despreciaron, como era natural, a aquellos desactivados contestatarios de los sesenta y principios de los setenta. El punto central de lo punk, tanto en la música como en su decoración, ha sido siempre el ser una cultura de los desposeídos. Sus primeros exegetas utilizaron el viejo argumento de la clase trabajadora británica de que no se puede tener educación sin dinero. Eso suponía, con grupos como los Sex Pistols, que no se podían permitir coqueteos con Stockhausen, a la manera de los Beatles, ni con la costosa tecnología que acompañaba las canciones de David Bowie ni, en sus letras, el menor asombro literario (el típico error de la clase trabajadora). El dinero lo puede comprar todo, incluyendo un acento fino y la capacidad de decir una frase sin ningún error gramatical, con claridad y cierto grado de encanto. El encanto es, también, una propiedad de los ricos. Las canciones que exigía el culto punk tenían que ser estéticamente pobres para encajar, mediante una típica analogía falsa, en la pobreza de las vidas de sus seguidores. Pero la pobreza en el sentido tercermundista, que es el único que cuenta hoy en día, es algo que ellos no han conocido jamás. Puede que el Reino Unido esté atravesando una recesión económica, y puede que a quienes más afecta sea a los jóvenes, pero, de acuerdo con los niveles de Etiopía y Nicaragua, estos jóvenes son ricos. Sus gestos de pobreza son, en realidad, un tipo perverso de elegancia.
Recuerdo que los punks empezaron con el pelo a cepillo porque el pelo largo tenía piojos. El peinado punk era anteriormente indiferenciable del de los skinheads, el movimiento contestatario menos atractivo de los setenta, con sus peleas, obscenidades y agresiones racistas. Pero ahora el cabello de los punks está cuidado con sofisticación, y eso cuesta dinero. Se podía observar la misma hipocresía en sus ropas rotas, cuyos agujeros no estaban remendados, sino sujetos mediante imperdibles. Unas ropas remendadas hubieran denunciado cierta habilidad y un deseo de querer ser pobres respetables. El culto de los vaqueros hábilmente rotos, diseñados por modistos caros, no es un monopolio de los punks, sino que se encuentran por todas partes en el mundo de los ricos como signo de una perversa adopción del aspecto de pobreza franciscana sin la incomodidad de lo real. Aparecieron en París imperdibles de oro, al igual que los amuletos de hojas de afeitar de plata, que contribuyeron a convertir lo punk en alta elegancia. Evidentemente, la cosa no va bien cuando los jóvenes reconocen la existencia de una auténtica pobreza burlándose de ella.
Jamás habrá una auténtica revolución social en el Reino Unido. Todo gesto de ira contra la desigualdad, con el tiempo, se somete con cariño a la cómoda mitología del orden establecido. O bien todo el mundo acaba llevando camisa y corbata, o bien aquellos que tradicionalmente han llevado camisa y corbata consideran graciosa y elegante su eliminación. El príncipe Andrés, el hijo menor de la reina, ha aprendido él solo un interesante acento sintético de las clases bajas. Ello debería suponer que desdeña las tonalidades aristocráticas de su clase, pero lo que sucede en realidad es que, en su caso, sólo en su caso, el falso acento punk es elevado al nivel de los patricios. Nada es jamás simple en la sociedad británica y, sin embargo, todo es al mismo tiempo extremadamente simple. La estructura es imperturbable y lo puede absorber todo. Es una tela de araña extremadamente elástica, aunque hecha de acero, de Sheffield. Supongo que una de las razones por las que ya no vivo en Inglaterra, un país bastante afable, sin duda, sustentado por una graciosa tolerancia y una gran variedad de quesos, es que nunca pude encajar en el sistema de clases. De origen trabajador y católico de Lancashire, no me resultaba difícil emular el acento de mis superiores o manipular la multiplicidad de cubiertos en las cenas de la aristocracia, pero, como escritor, sentía que había abandonado la clase de los trabajadores industriales sin haber encontrado un nicho en la de los rentistas. Escribir no es un arte burgués, y tampoco es proletario. Eso fue lo que descubrió D. H. Lawrence. A él (como a mí) le resultaba más fácil hacerse con una aristócrata extranjera que, por el acto denominado hipergamia, pasar a formar parte por matrimonio de la clase media alta. Era, pues, natural vivir en el extranjero y, en países en los que la estructura de clase no era fuerte, que te aceptaran como lo que se denomina, aunque no mucho en el Reino Unido, un intelectual. En París existe un Club des Intellectuels, en el que los socios entran sin vergüenza y con las cabezas bien altas. En Londres la existencia de un club de tal tipo no sería posible. Pero George Orwell vio muy claramente, en 1984, que la única revolución posible en el Reino Unido sería la de los intelectuales descontentos, quienes, al no tener un lugar en el sistema de clases, derribarían toda la estructura e impondrían un sistema metafísico que no tendría nada que ver con los privilegios heredados. Es posible, pero improbable. ¿Cómo conseguirían los intelectuales que los proletarios se pusieran de su lado? ¿Colaborarían los punks? Por supuesto que no. Es típico de los movimientos de disidencia juveniles británicos que la única justificación del griterío que tanto les gusta es el mantenimiento del sistema contra el que gritan. La voz de la rebelión británica es también la canción de su estabilidad social.