Los burgueses del siglo pasado nunca olvidaron la primera noche que fueron al teatro, y sus escritores se encargaron de comunicarnos las circunstancias. Cuando se levantó el telón, los niños creyeron que estaban en la corte. Los oros y las púrpuras, los fuegos, las pinturas, el énfasis y los artificios ponían lo sagrado hasta en el crimen; en el escenario vieron resucitar a la nobleza que habían asesinado sus abuelos. En los descansos, la distribución en pisos de las galerías les ofrecía la imagen de la sociedad; les mostraron que en los palcos había espaldas desnudas y nobles vivos. Volvieron a sus casas estupefactos, ablandados, insidiosamente preparados a unos destinos ceremoniosos, a volverse Jules Favre, Jules Ferry, Jules Grévy. Desafío a mis contemporáneos a que me den la fecha de su primer encuentro con el cine. Entrábamos a ciegas en un siglo sin tradiciones que tenía que resaltar entre los demás por sus malos modales y el nuevo arte, arte plebeyo que anticipaba a nuestra barbarie. Nacido en una caverna de ladrones, colocado por la administración entre las diversiones de feria, tenía unos modales populacheros que escandalizaban a las personas serias; era la diversión de las mujeres y de los niños; mi madre y yo lo adorábamos, pero apenas si pensábamos en ello y nunca lo comentábamos; ¿se habla del pan cuando no falta? Cuando nos dimos cuenta de su existencia, hacía ya mucho tiempo que se había convertido en nuestra principal necesidad.
Los días de lluvia, si Anne-Marie(1) me preguntaba qué quería hacer, dudábamos mucho entre el circo, el Châtelet, la Maison Electrique y el Musée Grévin(2); a último momento, con una negligencia calculada, decidíamos entrar en una sala de proyecciones. Cuando abríamos la puerta de nuestro piso, mi abuelo aparecía en la de su despacho; preguntaba: “¿Adónde van los hijos?”. “Al cine”, respondía mi madre. Él fruncía las cejas y ella añadía rápidamente: “Al cine del Panthéon, que está al lado, no hay más que cruzar la calle Soufflot”. Él dejaba que nos fuésemos alzándose de hombros; el jueves siguiente diría al señor Simonnot: “A ver, Simonnot, usted que es un hombre serio, ¿comprende esto? ¡Mi hija lleva al cine a mi nieto!”, y el señor Simonnot diría con una voz conciliadora: “Yo no he ido nunca, pero mi mujer a veces va”.
El espectáculo estaba empezado. Seguíamos a la acomodadora tropezando, y yo me sentía clandestino. Un haz de luz blanca atravesaba la sala por encima de nuestras cabezas, y se veía bailar en él el polvo y el humo; un piano relinchaba, unas peras violetas estaban encendidas en las paredes, el olor acre de un desinfectante me atacaba a la garganta. El olor y las frutas de aquella noche mal habitada se confundían en mí: yo me comía las lámparas de auxilio, me llenaba con su gusto acidulado. Tropezaba con la espalda contra unas rodillas, me sentaba en un asiento chirriante, mi madre deslizaba una manta doblado debajo de mis nalgas, para ponerme más alto; por fin miraba a la pantalla, descubría una tiza fluorescente, unos paisajes parpadeantes, rayados por las lluvias; llovía siempre, aunque hiciese un sol espléndido, aunque fuese dentro de las casas; a veces atravesaba el salón de una baronesa un asteroide echando fuego, sin que ella pareciese extrañarse. Me gustaba esa lluvia, esa inquietud constante que aparecía en la pared. El pianista atacaba la obertura de las Grottes de Fingal y todo el mundo se daba cuenta de que iba a aparecer el criminal: la baronesa estaba muerta de miedo. Pero su hermoso rostro acarbonado dejaba el lugar a un letrero malva: “Fin de la primera parte”. Era la desintoxicación atropellada, la luz. ¿Dónde estaba yo? ¿En una escuela? ¿En una oficina? No había ni el menor adorno: unas filas de estrapontines que, por debajo, dejaban ver sus resortes, unas paredes pintadas de color ocre, un suelo sembrado de colillas y de escupitajos. Llenaban la sala unos rumores espesos, se volvía a inventar el lenguaje, la acomodadora vendía a gritos bombones ingleses, me compraba mi madre, yo me los metía en la boca, chupaba las lámparas de auxilio. La gente se frotaba los ojos, cada cual descubría a sus vecinos. Soldados, las mucamas del barrio; un viejo huesudo mascaba tabaco, unas obreras con la cabeza descubierta se reían muy fuerte: toda esa gente no era de nuestro mundo; afortunadamente, colocados de trecho en trecho en aquella platea de cabezas, había unos grandes sombreros palpitantes que tranquilizaban.
A mi difunto padre y a mi abuelo, acostumbrados al segundo piso de los palcos, la jerarquía social del teatro les había dado el gusto por la ceremonia: cuando hay muchos hombres juntos, o se separan por medio de ritos, o se matan unos a otros. El cine probaba todo lo contrario: más que por una fiesta, aquel público tan mezclado parecía reunido por una catástrofe; muerta la etiqueta, se descubría por fin el verdadero lazo de unión entre los hombres: la adherencia. Me desagradaron las ceremonias y adoré las multitudes; las he visto de muchas clases, pero no he vuelto a encontrar esta desnudez, esta presencia sin reserva de cada uno a todos, este sueño despierto, esta conciencia oscura del peligro de ser hombre, como en 1940, en el Stalag XII D.
Me madre se atrevió hasta llevarme a las salas del Boulevard: al Kinérama, a las Folies Dramatiques, al Vaudeville, al Gaumont Palace, que se llamaba entonces Hippodrome. Vi Zigomar y Fantomas, Las hazañas de Maciste, Los misterios de Nueva York; los dorados me estropeaban el placer. El Vaudeville, teatro venido a menos, no quería abdicar de su antigua grandeza: había una cortina roja con borlas de oro que ocultaba la pantalla hasta el último momento; daban tres golpes para anunciar que la función iba a empezar, la orquesta tocaba una obertura, se levantaba el telón, las luces se apagaban. A mí me molestaba aquel ceremonial incongruente, aquellas pompas polvorientas que no tenían más resultado que el de alejar a los personajes; en el primer piso, en el gallinero, asombrados por la lámpara, nuestros padres no podían creer que les perteneciese el teatro: los recibían. Yo quería ver la película lo más cerca posible. Aprendí con la incomodidad igualitaria de las salas de barrio que este nuevo arte era tan mío como de todos. Éramos de la misma edad mental, yo tenía siete años y sabía leer, él tenía doce y no sabía hablar. Se decía que estaba en sus comienzos, que tenía que hacer muchos progresos; a mí me parecía que creceríamos juntos. No he olvidado nuestra infancia común; cuando me ofrecen un caramelo inglés, cuando una mujer, junto a mí, se pinta las uñas; cuando, en los retretes de cierto hotel de provincia, huelo determinado olor a desinfectante; cuando, en un tren nocturno, miro, suspendida del techo, la lámpara violeta, encuentro en mis ojos, en mi nariz, en mi lengua las luces y los perfumes de aquellas salas hoy en día desaparecidas; hace cuatro años, navegando frente a las grutas de Fingal, con mar gruesa, oía un piano en el viento.
Yo, que soy inaccesible para lo sagrado, adoraba la magia; el cine era una apariencia sospechosa que me gustaba perversamente por lo que aún le faltaba. Ese fluir era todo, no era nada, era todo reducido a nada; yo asistía a los delirios de una muralla; a los cuerpos sólidos les habían quitado un aspecto macizo que me estorbaba en mi cuerpo y mi joven idealismo celebraba esta contracción infinita; más adelante, las rotaciones y las traslaciones de los triángulos me recordaron el deslizamiento de las imágenes por la pantalla; me gustó el cine hasta en la geometría plana. Yo hacía del negro y el blanco unos colores eminentes que resumían en sí a todos los otros y que sólo los revelaban a los iniciados; me encantaba ver lo invisible. Por encima de todo me gustaba el incurable mutismo de los héroes. O más bien, no; no eran mudos, ya que sabían hacerse comprender. Nos comunicábamos por medio de la música; era el ruido de su vida interior. La inocencia perseguida hacía algo mejor que decir o mostrar su dolor, me impregnaba con esta melodía que salía de ella; yo leía las conversaciones, pero oía la esperanza y la amargura, sorprendía por medio del oído el orgulloso dolor que no se declara. Yo estaba comprometido; yo no era esa joven viuda que lloraba en la pantalla y, sin embargo, ella y yo teníamos una sola alma; la marcha fúnebre de Chopin; me bastaba para que sus llantos mojasen mis ojos. Me sentía profeta sin poder predecir nada: la mala acción del traidor entraba en mí aún antes de que la hubiese cometido; cuando parecía que en el castillo todo estaba tranquilo, unos acordes siniestros denunciaban la presencia del asesino. Qué felices eran los cow-boys, los mosqueteros, los policías: su porvenir estaba allí, en aquella música premonitoria, y gobernaba su presente. Se confundía con sus vidas, era un canto ininterrumpido que los arrastraba hacia la victoria o hacia la muerte, avanzando hacia su propio fin. A ellos los esperaban: la muchacha que estaba en peligro, el general, el traidor emboscado, el compañero atado a un barril de pólvora y que se veía tristemente cómo corría la llama a lo largo de la mecha. La carrera de esta llama, la lucha desesperada de la virgen contra su raptor, el galope del héroe por la estepa, el entrecruzamiento de todas estas imágenes, de todas estas velocidades y, por debajo, el movimiento infernal de la “carrera hacia el abismo” de La condenación de Fausto, adaptada para piano, todo eso no formaba nada más que una sola cosa: era el Destino. El héroe se bajaba del caballo, apagaba la mecha, el traidor se arrojaba sobre él, empezaba un duelo a cuchillo, pero los trances de este duelo participaban también en el rigor del desarrollo musical: eran falsos trances que no llegaban a disimular el orden universal. ¡Qué alegría, cuando coincidían la última cuchillada y el último acorde! Me encontraba pletórico, había encontrado el mundo y quería vivir, alcanzaba el absoluto. Qué malestar, también, cuando volvían a encenderse las lámparas: me había roto de amor por aquellos personajes y habían desaparecido, llevándose su mundo; había sentido su victoria en mis manos y, sin embargo, era la suya y no la mía; en la calle, volvía a ser un supernumerario.
Los días de lluvia, si Anne-Marie(1) me preguntaba qué quería hacer, dudábamos mucho entre el circo, el Châtelet, la Maison Electrique y el Musée Grévin(2); a último momento, con una negligencia calculada, decidíamos entrar en una sala de proyecciones. Cuando abríamos la puerta de nuestro piso, mi abuelo aparecía en la de su despacho; preguntaba: “¿Adónde van los hijos?”. “Al cine”, respondía mi madre. Él fruncía las cejas y ella añadía rápidamente: “Al cine del Panthéon, que está al lado, no hay más que cruzar la calle Soufflot”. Él dejaba que nos fuésemos alzándose de hombros; el jueves siguiente diría al señor Simonnot: “A ver, Simonnot, usted que es un hombre serio, ¿comprende esto? ¡Mi hija lleva al cine a mi nieto!”, y el señor Simonnot diría con una voz conciliadora: “Yo no he ido nunca, pero mi mujer a veces va”.
El espectáculo estaba empezado. Seguíamos a la acomodadora tropezando, y yo me sentía clandestino. Un haz de luz blanca atravesaba la sala por encima de nuestras cabezas, y se veía bailar en él el polvo y el humo; un piano relinchaba, unas peras violetas estaban encendidas en las paredes, el olor acre de un desinfectante me atacaba a la garganta. El olor y las frutas de aquella noche mal habitada se confundían en mí: yo me comía las lámparas de auxilio, me llenaba con su gusto acidulado. Tropezaba con la espalda contra unas rodillas, me sentaba en un asiento chirriante, mi madre deslizaba una manta doblado debajo de mis nalgas, para ponerme más alto; por fin miraba a la pantalla, descubría una tiza fluorescente, unos paisajes parpadeantes, rayados por las lluvias; llovía siempre, aunque hiciese un sol espléndido, aunque fuese dentro de las casas; a veces atravesaba el salón de una baronesa un asteroide echando fuego, sin que ella pareciese extrañarse. Me gustaba esa lluvia, esa inquietud constante que aparecía en la pared. El pianista atacaba la obertura de las Grottes de Fingal y todo el mundo se daba cuenta de que iba a aparecer el criminal: la baronesa estaba muerta de miedo. Pero su hermoso rostro acarbonado dejaba el lugar a un letrero malva: “Fin de la primera parte”. Era la desintoxicación atropellada, la luz. ¿Dónde estaba yo? ¿En una escuela? ¿En una oficina? No había ni el menor adorno: unas filas de estrapontines que, por debajo, dejaban ver sus resortes, unas paredes pintadas de color ocre, un suelo sembrado de colillas y de escupitajos. Llenaban la sala unos rumores espesos, se volvía a inventar el lenguaje, la acomodadora vendía a gritos bombones ingleses, me compraba mi madre, yo me los metía en la boca, chupaba las lámparas de auxilio. La gente se frotaba los ojos, cada cual descubría a sus vecinos. Soldados, las mucamas del barrio; un viejo huesudo mascaba tabaco, unas obreras con la cabeza descubierta se reían muy fuerte: toda esa gente no era de nuestro mundo; afortunadamente, colocados de trecho en trecho en aquella platea de cabezas, había unos grandes sombreros palpitantes que tranquilizaban.
A mi difunto padre y a mi abuelo, acostumbrados al segundo piso de los palcos, la jerarquía social del teatro les había dado el gusto por la ceremonia: cuando hay muchos hombres juntos, o se separan por medio de ritos, o se matan unos a otros. El cine probaba todo lo contrario: más que por una fiesta, aquel público tan mezclado parecía reunido por una catástrofe; muerta la etiqueta, se descubría por fin el verdadero lazo de unión entre los hombres: la adherencia. Me desagradaron las ceremonias y adoré las multitudes; las he visto de muchas clases, pero no he vuelto a encontrar esta desnudez, esta presencia sin reserva de cada uno a todos, este sueño despierto, esta conciencia oscura del peligro de ser hombre, como en 1940, en el Stalag XII D.
Me madre se atrevió hasta llevarme a las salas del Boulevard: al Kinérama, a las Folies Dramatiques, al Vaudeville, al Gaumont Palace, que se llamaba entonces Hippodrome. Vi Zigomar y Fantomas, Las hazañas de Maciste, Los misterios de Nueva York; los dorados me estropeaban el placer. El Vaudeville, teatro venido a menos, no quería abdicar de su antigua grandeza: había una cortina roja con borlas de oro que ocultaba la pantalla hasta el último momento; daban tres golpes para anunciar que la función iba a empezar, la orquesta tocaba una obertura, se levantaba el telón, las luces se apagaban. A mí me molestaba aquel ceremonial incongruente, aquellas pompas polvorientas que no tenían más resultado que el de alejar a los personajes; en el primer piso, en el gallinero, asombrados por la lámpara, nuestros padres no podían creer que les perteneciese el teatro: los recibían. Yo quería ver la película lo más cerca posible. Aprendí con la incomodidad igualitaria de las salas de barrio que este nuevo arte era tan mío como de todos. Éramos de la misma edad mental, yo tenía siete años y sabía leer, él tenía doce y no sabía hablar. Se decía que estaba en sus comienzos, que tenía que hacer muchos progresos; a mí me parecía que creceríamos juntos. No he olvidado nuestra infancia común; cuando me ofrecen un caramelo inglés, cuando una mujer, junto a mí, se pinta las uñas; cuando, en los retretes de cierto hotel de provincia, huelo determinado olor a desinfectante; cuando, en un tren nocturno, miro, suspendida del techo, la lámpara violeta, encuentro en mis ojos, en mi nariz, en mi lengua las luces y los perfumes de aquellas salas hoy en día desaparecidas; hace cuatro años, navegando frente a las grutas de Fingal, con mar gruesa, oía un piano en el viento.
Yo, que soy inaccesible para lo sagrado, adoraba la magia; el cine era una apariencia sospechosa que me gustaba perversamente por lo que aún le faltaba. Ese fluir era todo, no era nada, era todo reducido a nada; yo asistía a los delirios de una muralla; a los cuerpos sólidos les habían quitado un aspecto macizo que me estorbaba en mi cuerpo y mi joven idealismo celebraba esta contracción infinita; más adelante, las rotaciones y las traslaciones de los triángulos me recordaron el deslizamiento de las imágenes por la pantalla; me gustó el cine hasta en la geometría plana. Yo hacía del negro y el blanco unos colores eminentes que resumían en sí a todos los otros y que sólo los revelaban a los iniciados; me encantaba ver lo invisible. Por encima de todo me gustaba el incurable mutismo de los héroes. O más bien, no; no eran mudos, ya que sabían hacerse comprender. Nos comunicábamos por medio de la música; era el ruido de su vida interior. La inocencia perseguida hacía algo mejor que decir o mostrar su dolor, me impregnaba con esta melodía que salía de ella; yo leía las conversaciones, pero oía la esperanza y la amargura, sorprendía por medio del oído el orgulloso dolor que no se declara. Yo estaba comprometido; yo no era esa joven viuda que lloraba en la pantalla y, sin embargo, ella y yo teníamos una sola alma; la marcha fúnebre de Chopin; me bastaba para que sus llantos mojasen mis ojos. Me sentía profeta sin poder predecir nada: la mala acción del traidor entraba en mí aún antes de que la hubiese cometido; cuando parecía que en el castillo todo estaba tranquilo, unos acordes siniestros denunciaban la presencia del asesino. Qué felices eran los cow-boys, los mosqueteros, los policías: su porvenir estaba allí, en aquella música premonitoria, y gobernaba su presente. Se confundía con sus vidas, era un canto ininterrumpido que los arrastraba hacia la victoria o hacia la muerte, avanzando hacia su propio fin. A ellos los esperaban: la muchacha que estaba en peligro, el general, el traidor emboscado, el compañero atado a un barril de pólvora y que se veía tristemente cómo corría la llama a lo largo de la mecha. La carrera de esta llama, la lucha desesperada de la virgen contra su raptor, el galope del héroe por la estepa, el entrecruzamiento de todas estas imágenes, de todas estas velocidades y, por debajo, el movimiento infernal de la “carrera hacia el abismo” de La condenación de Fausto, adaptada para piano, todo eso no formaba nada más que una sola cosa: era el Destino. El héroe se bajaba del caballo, apagaba la mecha, el traidor se arrojaba sobre él, empezaba un duelo a cuchillo, pero los trances de este duelo participaban también en el rigor del desarrollo musical: eran falsos trances que no llegaban a disimular el orden universal. ¡Qué alegría, cuando coincidían la última cuchillada y el último acorde! Me encontraba pletórico, había encontrado el mundo y quería vivir, alcanzaba el absoluto. Qué malestar, también, cuando volvían a encenderse las lámparas: me había roto de amor por aquellos personajes y habían desaparecido, llevándose su mundo; había sentido su victoria en mis manos y, sin embargo, era la suya y no la mía; en la calle, volvía a ser un supernumerario.
Jean Paul Sartre.
Fragmento de Le mots, Gallimard, Paris, 1961.
Traducción: Manuel Lamana.
(1) Se refiera a su madre, Anne-Marie Schweitzer.
(2) Célebre museo de figuras de cera.