Por Mario Wainfeld
Publicado en PAGINA 12
Al otro, a Varguitas, es a quien le ocurren las cosas. Mario Vargas Llosa vive, se deja vivir, para que Varguitas pueda tramar su literatura y esa literatura, de algún modo, lo justifica.
Vargas Llosa hace política de modo explícito, torpe y primitivo. Frecuenta seminarios de trogloditas, gentes de derecha de magra imaginación y de correrías funestas. Quiso jugar a la bolita, no fue diestro: perdió una elección con Alberto Fujimori. Ahora, propone votar al candidato Ollanta Humala, sin especificar si es el cáncer o el sida con los que lo comparaba un par de semanas atrás. Varguitas, en el ínterin, redacta libros memorables.
Vargas Llosa, un fiscal del populismo, es invitado por un conjunto de mercaderes a inaugurar la Feria del Libro en Buenos Aires, un modo de mojar la oreja al gobierno nacional del país anfitrión. Se suscita una discusión, la Presidenta le imprime un rumbo definitivo, inteligente e irrevocable. Se retoca el formato.
El día prefijado Vargas Llosa y Varguitas van juntos a la disertación que insume, cronométrica, una hora y media. Hubo momentos de Varguitas que ameritaban pedirle un bis. Vargas Llosa se retira a la hora señalada porque es un profesional (un manejador de exclusividades y preferencias) y dispone de su tiempo en consecuencia.
No hay grupos de choque del kirchnerismo, muchos canales de noticias transmiten la presentación en vivo. El canal estatal de aire difunde su primer tramo, el discurso escrito que leen el escribidor y el cuadro de derechas, a dúo. Seguramente lo han escrito a cuatro manos, en el atril a veces cuesta discernir quién habla.
El político Vargas Llosa modera su verba a niveles impensados, durante ese primer tramo y en el reportaje que le realiza luego el editor de La Nación, Jorge Fernández Díaz.
Este cronista puede equivocarse o haberse chispoteado una línea pero cree que el invitado ilustre nunca mencionó la palabra “populismo”. Aludió una sola vez a Cristina Fernández de Kirchner para agradecerle su intervención. Zorro, le aconseja que su tolerancia derrame sobre sus compañeros y sobre su gestión. Es una insinuación delicada que el público presente (seguramente ávido de menciones más agresivas) agradece con una salva de aplausos.
El texto escrito enaltece a los libros, en general se centra en los de ficción. Y glorifica a Buenos Aires, “ciudad de librerías, de escribidores y de lectores”. Hay lugares comunes, edificantes, olvidables, en el relato: “bosque encantado”, “viaje a lo imaginario”. El respetable público aplaude esas naderías. Varguitas escribe cosas mejores.
Vargas Llosa se define como un liberal antagónico frente a todas las dictaduras. Tuvo un par de derrapes, sin ir más lejos en Irak, donde aplaudió a una potencia colonial que impuso a sangre y fuego su mensaje liberador. El orador ahorra menciones a realidades específicas, se le agradece.
Evoca a la Inquisición como etapa fundacional de la persecución a los libros. La mayoría del respetable público se desconcierta, no asistió a esa cita de honor para abuchear a la Inquisición, sino a protagonistas más cercanos.
Varguitas contesta a la entrevista, cuenta sus rutinas de escribidor. Siempre es bello que alguien que ama su trabajo lo referencie con minucia. El escritor actual cuyos libros más espera el cronista, el norteamericano Philip Roth, hace un culto de esas narrativas.
Tiempo atrás el cronista esperaba la salida de los libros de Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Augusto Roa Bastos, Manuel Scorza, Rodolfo Walsh por mencionar sus predilectos en una nómina más larga. Parece fábula, vivieron más o menos contemporáneamente en esta región del planeta. Se hablaba de un boom de la literatura latinoamericana, expresión fea y fenicia si las hay. Era la explosión de la mejor literatura escrita en lengua castellana en un lapso relativamente breve e inusualmente fructífero.
Políticamente, Vargas Llosa se apartó de ese conjunto encomiable. En la escritura, le guste a quien le guste o caiga quien caiga, sigue revistando en él.
Varguitas toma el micrófono durante un buen tramo del reportaje, el mejor, aquél en el que se le pregunta sobre sus novelas, cómo se inspiró, qué le evocan. Cuando le llega en turno a La tía Julia y el escribidor repasa la semblanza de uno de sus personajes, Pedro Camacho, afiebrado autor de radioteatros. Varguitas describe a Camacho, sus imaginerías, sus obsesiones, la suerte de embriaguez que lo confundía e impregnaba su obra. El público ríe, bate palmas, se entusiasma como cualquier auditorio ante una bella fantasía.... ¿que ya conocía y gusta de escuchar de nuevo, como los pueblos y como los chicos? ¿O que oye por primera vez? El cronista, suspicaz e ideologizado, tiene una intuición crítica. No la expresará, porque carece de pruebas y porque es grato, en cualquier caso, que un auditorio goce de una bella historia referida por un hablador.
Varguitas se enciende cuando cuenta cómo cuenta, hay alegría en esas parrafadas. Humor e ironía escasean, no son el estilo de Vargas ni siquiera el de Varguitas. Una pizca, alguna alusión como aquella que llega en el final cuando inventa que “los liberales se dividen aún más que los trotskistas”. En el bajoneante final porque en él retornan Vargas Llosa y su mensaje político.
Todo fulgor perece, el invitado de honor culmina su speech hablando de la Argentina. Engola (apenitas) el tono, enarca las cejas, repite frases y datos remanidos como si fueran revelaciones. En una digresión valorable recuerda que el escritor mendocino Antonio Di Benedetto fue martirizado por la dictadura militar y que él mismo, desde el PEN Club, gestionó en pos de su liberación. No se interroga (los cuadros de la derecha no son dados a interrogarse, así tengan un alter ego escribidor) qué hizo su sponsor en esta visita, el diario La Nación, por Benedetto en tan infausto trance. O por Rodolfo Walsh. Si bregó por ellos, si los mentó tan siquiera. No repara en que La Nación comenzó a llamar, de modo intermitente, “dictadura” a la dictadura hace menos de diez años. Y que, hoy por hoy, todavía es más dado a llamar “lucha antisubversiva” o “represión ilegal” al terrorismo de Estado. El escribidor da cuenta de un mundo complejo y multicolor, el político elude revisar sus premisas o someterlas a cotejo con datos de la realidad. La empiria, a menudo, es populista o denuncia qué hicieron los “liberales” en la guerra sucia, papá.
Vargas Llosa hace copia carbónica sin saberlo y reitera el discurso de la dictadura sobre la Argentina ubérrima de principios del siglo XX. Son tópicos raídos, Vargas Llosa cree ser su descubridor. La Argentina, propone, era un país del Primer Mundo, “una democracia funcional” (sic). En esa democracia funcional, intervendría un guarango, no había las elecciones libres que Vargas Llosa endiosa cuando teoriza. Cuando llegaron las urnas dendeveras, el pueblo iletrado se inclinó por la primera vertiente nacional y popular, contra los “galeritas” y la oligarquía.
“¿Cuándo se jodió la Argentina?”, inquiere, usando otras palabras menos memorables, Vargas Llosa. Y se responde, valiéndose de elipsis, sin decirlo tampoco de este modo: cuando advinieron la democracia de masas, el sufragio universal, el Estado benefactor.
El gran escribidor es un gran lector. Todo artista se reconoce en otros. Varguitas hilvana admiraciones indiscutibles: Flaubert, Proust, Cortázar, Conrad, Camus. Su cofrade, un político sudamericano de derechas, descuida los contrastes, soslaya lecturas imprescindibles. Al cronista, que no es nadie, le dan ganas de acercarle el Informe sobre el estado de las clases obreras argentinas del catalán Juan Bialet Massé. Médico, ingeniero y abogado, el hombre diseccionó qué tal vivían, sufrían, eran explotados y morían los laburantes en su país de acogida en esa supuesta utopía democrática y de bienestar. Fechó su informe, un relevamiento pedido por el gobierno conservador, en 1904. Habría que pegarle una ojeadita antes de ensalzar la etapa predemocrática.
El cronista no le acercará ese libro a Vargas Llosa. Le agradaría hacerlo y le agradaría que le interesara. Pero tal portento no puede ocurrir. Vargas Llosa es el otro, un panfletario elegante y maniqueo, sordo a voces que no sean las que lo corroboran. Por suerte, existe Varguitas. Los dos hablaron con plena libertad, para que los atendiera quien tuviera ganas.
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