Por Edgardo Mocca
Publicado en PAGINA 12
La línea argumental en la que se apoya Hugo Moyano para fundar el cambio de sus relaciones con el Gobierno tiene un interés específico, más allá de los episodios conflictivos que, con desdichada frecuencia, va poniendo en escena la dirección cegetista.
El primer axioma de la retórica de la actual conducción sindical es la reivindicación de la condición peronista, a la que sitúan por encima de las circunstanciales relaciones con la estructura política del justicialismo y con el Gobierno. Es un clásico de la historia del peronismo: aquellos a quienes la lucha política deja fuera del centro decisorio del movimiento pasan a reivindicar lo que Carlos Altamirano denominó el “peronismo verdadero”. Es decir, una esencialidad constitutiva del peronismo que, por definición, no coincide con el “peronismo fáctico”, es decir la práctica que se desarrolla en nombre del movimiento, especialmente cuando éste ejerce el poder. Durante gran parte de las seis décadas y media transcurridas desde el histórico 17 de octubre de 1945, la impugnación por un supuesto abandono de los principios fundantes provino de los sectores más radicalizados y se dirigió a las burocracias sindicales y a los sectores conservadores orientados al pacto y la conciliación con los enemigos. Genéricamente, el peronismo verdadero fue esgrimido por las alas nacional-populares y de izquierda de la fuerza creada por Perón.
En este punto, el caso de la disidencia encabezada por Moyano es diferente. La especificidad de su discurso crítico consiste en que no se estructura con relación al eje derecha-izquierda (o combativismo-conciliación u otros del mismo porte) sino en torno de un sujeto social concreto, los trabajadores. Las diferencias entre ambos modos de enunciación quedan ilustradas en las últimas intervenciones del líder cegetista, cuando expresa su solidaridad con Venegas y con Zanola, a propósito del tema de los denunciados ilícitos de algunas obras sociales en la comercialización de medicamentos. Difícilmente un cuestionamiento de orden ideológico al Gobierno podría validarse acudiendo a esas compañías.
De manera que el punto en el que se para el grupo cegetista es el de los intereses de los trabajadores. Sitio crítico si lo hay en un movimiento que tiene a la conciliación de las clases como un horizonte doctrinario principal. Claro que la historia del peronismo realmente existente puso en jaque más de una vez este presupuesto ideológico. La aguda y documentada investigación de Daniel James (Resistencia e Integración, el peronismo y la clase trabajadora argentina) muestra, acudiendo a categorías elaboradas por Raymond Williams, el complejo entremezclamiento entre la “ideología formal” y la “conciencia práctica” en la masa peronista durante los años inmediatamente posteriores al derrocamiento de 1955: mientras la primera subrayaba la justicia social en el contexto de la armonía entre las clases, la segunda incorporaba elementos centrales de la visión clasista de la historia que daban forma a documentos como el de las 62 Organizaciones en la reunión de La Falda en 1957. Es decir que el grupo que hoy conduce la CGT no habla un lenguaje extraño a la tradición peronista sino que apela a uno de sus aspectos, acaso uno de los más importantes.
Cuando poco antes de la muerte de Néstor Kirchner, Moyano proclamó, en un acto masivo en el estadio de River, su deseo de que alguna vez “un trabajador” fuera presidente de la República generó una escena que hoy adquiere una significación muy especial. Cristina Kirchner le respondió, en su habitual estilo coloquial-irónico, que ella trabajaba desde los 17 años. Hay en el intercambio algo más que una interpelación clasista y una respuesta personalmente interesada. Está planteado acaso el núcleo de las actuales tensiones. El líder de la central obrera habla como representante principal de un sujeto social, Cristina le contesta desde su pertenencia al colectivo social invocado; con un pequeño detalle: es la Presidenta.
Con el correr del tiempo, las tensiones se han profundizado. El liderazgo cegetista ha creído ver en el acercamiento del Gobierno a la conducción de la central empresaria una señal de distanciamiento de los trabajadores. En realidad, el acercamiento es consecuencia de un importante cambio de la conducción de la UIA a favor de los sectores más cercanos al Gobierno. Hoy interpreta que el retiro segmentado de los subsidios a los servicios públicos es lisa y llanamente un ajuste ortodoxo y que la “sintonía fina”, emblema oficial de la nueva etapa, trae una reminiscencia menemista. En el corazón del discurso moyanista está el hecho, ciertamente innegable, del apoyo electoral abrumadoramente mayoritario que la Presidenta recogió entre los trabajadores, en la elección de octubre último. El mensaje es inequívoco: Moyano representa a los trabajadores y cualquier erosión importante de la alianza con el Gobierno debilitaría los cimientos básicos de la legitimidad presidencial.
Como en las cercanías del líder camionero se esgrimen argumentos que incorporan el supuesto “giro a la derecha” del Gobierno resulta habilitada una discusión del problema en términos de la tradición ideológica de la izquierda. Particularmente está en discusión la cuestión de los modos de la representación de los trabajadores, la relación entre representación sindical y representación política. En términos de Gramsci, la diferencia entre conciencia económico-corporativa y conciencia política hegemónica. Claro que no se trata de pensar la diferencia en términos esquemáticos, como si se tratara de áreas perfectamente distinguibles en la práctica social. No se puede ignorar, por ejemplo, la importancia política que tuvo la resistencia sindical encabezada por el MTA de Moyano y la CTA de De Gennaro a los programas económicos del neoliberalismo durante la década del noventa. Era mucho más que la de por sí importante defensa de conquistas laborales arrasadas en esa época; constituían una posición política claramente definida en torno de valores como la defensa de la producción nacional y la justa distribución de las riquezas, una posición que solamente alcanzó hegemonía en el discurso público cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia en 2003.
La idea gramsciana de conciencia política tiene, sin embargo, una importancia capital en el debate presente. Los sindicatos tienen un papel decisivo en la defensa corporativa de los trabajadores. Y “corporativa” no es una mala palabra ni una cuestión menor. En los mencionados tiempos del neoliberalismo, el debilitamiento de los sindicatos fue una de las premisas centrales del despliegue del proyecto político entonces hegemónico. Desde la asunción del kirchnerismo hasta hoy, la alianza Estado-movimiento sindical fue un eje del proceso de transformaciones. Los beneficios mutuos son innegables: la alianza contribuyó a la construcción de poder legítimo para un grupo dirigente que asumió la conducción del Estado desde posiciones de gran debilidad; fue también la herramienta para un mejoramiento general y sostenido de las condiciones de vida de los trabajadores, el aumento de los ingresos, la espectacular recuperación del empleo, la incorporación de excluidos al sistema jubilatorio y, entre otros muchos indicadores, la recuperación del rol social de los sindicatos.
Ahora bien, no es una alianza entre pares. Cualquier pretensión de igualar las posiciones presupone un abandono de la perspectiva gramsciana de la hegemonía. El Gobierno, a través de la Presidenta, ha dicho reiteradamente que gobierna para los cuarenta millones de argentinos, pero, al mismo tiempo, ha dejado claro que no es neutral, que le da prioridad a los intereses de los más vulnerables. Tanto la universalidad de la apelación (los cuarenta millones) como la prioridad (los más vulnerables) son un ejercicio de la hegemonía. No pueden someterse a una discusión estrictamente sindical. Los sindicatos pueden y deben defender a los trabajadores en las paritarias (que ciertamente no fueron recuperadas por el Espíritu Santo). Pueden y deben reclamar por las más diversas reivindicaciones. Lo que no deberían sería subordinar el interés de un proyecto político que los tiene por beneficiarios principales a determinados logros circunstanciales.
Si de lo que se trata es de un cuestionamiento al proyecto político y de una propuesta superadora desde el punto de vista del interés político de los trabajadores, la arena central en la que esto debe dirimirse no son los sindicatos. Es la política. Y la política demanda “espíritu estatal”. Es decir la política no puede reducirse a satisfacer demandas de los trabajadores. Se le exige que dé cuenta de los intereses del conjunto nacional sin renunciar al punto de vista de los más débiles. Eso es la hegemonía.