30/9/12

Oficialismo, oposición y periodismo


Por Hugo Presman

Hace nueve años que el kirchnerismo  mantiene la iniciativa política, salvo pequeños intervalos. Para ello propuso un modelo, que manteniendo algunas de las precariedades de los noventa,  levantó hipotecas heredadas de décadas como el peso de la deuda externa y los horrores impunes del terrorismo de estado; corrigió orientaciones descabelladas, colocó la política sobre la economía, reconstruyó la presencia estatal, estableció coto a muchas de las desmesuras del mercado y unió su política exterior a los gobiernos latinoamericanos que se esfuerzan con intensidad variable de dejar atrás el desmantelamiento de las políticas neoliberales. Esto le permitió revertir su enorme debilidad de origen. Ante esta propuesta, la oposición en sus diversas variantes con inserción electoral variable, adoptó en general  una actitud de enfrentamiento que carece de atractivas alternativas y que tiende a reflejar en algunos casos nostalgias acríticas de los noventa; y en otros, corrimientos por izquierda sin sustento en fuerzas sociales. Los medios hegemónicos dominantes, feroces y visceralmente opositores, articulan a esa oposición que termina siendo dependiente y representante de los intereses económicos de esos medios, y voceros de otros representantes del establishment. Esa situación produce un efecto paradojal: le permite a la oposición encarnada en los partidos políticos mantenerse en estado vegetativo pero con serios inconvenientes para volver a la vida activa y representar una alternativa al gobierno. Como consecuencia de todo ello, las fracturas fueron el signo distintivo del campo opositor. Desde el apabullante triunfo del 23 de octubre del año pasado, la política seguida por Cristina Fernández, ya sea por las medidas concretadas, por el discurso enarbolado,  por recurrentes errores de implementación y comunicación de medidas correctas, o por una arriesgada e incierta construcción política, sumadas a otras equivocaciones conocidas en el lenguaje tenístico como “errores no forzados”, fue arrojando sectores a la oposición mientras se incrementaba el malestar de franjas crecientes de clases medias que el 13 de septiembre decidieron exteriorizar su bronca pasiva transformándola en una actitud activa. Todo esto a escasos meses que entre en vigencia integral la ley de medios audiovisuales, que afectará a gigantescos negocios.
La CGT de Hugo Moyano, con su capacidad de movilización y presión; la CTA opositora de Pablo Micheli; la Federación Agraria de Eduardo Buzzi, socio de la Sociedad Rural en el conflicto del gobierno con las patronales del campo; los remanentes del peronismo residual en el botecito duhaldista con la impresentable pata sindical del Momo Venegas; el eterno aspirante presidencial José Manuel de la Sota,  que nunca despega; juntos a Adolfo Rodríguez Saa y Aldo Rico,  todos ellos confluyen en un heterogéneo conglomerado bajo la mirada complaciente del pope de Clarín  y amenazan ganar las calles. Néstor Kirchner había concretado su alianza con Moyano, a partir de la cual, y con importantes concesiones económicas, se garantizó tranquilidad sindical y el dominio callejero. Hoy Cristina Fernández carece de ese acuerdo y el propósito de tener una CGT adicta sin concreción real hasta el momento, tropieza que la misma no le garantiza ninguno de aquellos objetivos y está encarnada en buena parte por la resaca sindical cómplice de los noventa. A su vez, a esta altura del segundo mandato de Cristina Fernández no se visualiza un delfín que garantice el sostenimiento de lo logrado; y la alternativa reeleccionista mediante reforma constitucional, tropieza con el inconveniente que su impulso sería el coagulante de la oposición fraccionada y convocará detrás a un importante frente de intereses económicos con la presencia  “popular” de las franjas medias irritadas.

PERIODISMO  
En el periodismo se libra uno de los frentes de batalla. Como en todo conflicto de alta intensidad, la veracidad es la primera víctima. Los medios hegemónicos son un muestrario agobiante de noticias negativas capaces de desmoralizar al optimista más empedernido. Su enorme penetración y la cantidad de repeticiones la convierten en la cadena oficial antigubernamental. No es el periodismo que pregonan lo que los convoca, sino los intereses que han sido afectados.
Luego del conflicto del gobierno con las patronales del campo, donde la cadena antigubernamental llegó a implementar la pantalla dividida colocando el discurso presidencial en el mismo nivel que el desagrado que el mismo le producía a Alfredo De Ángeli, la presidenta decidió crear un contrapoder de medios oficiales, del que 6-7-8 fue el programa insignia y el grupo Spolsky el articulador de un conjunto de medios que luego de varios años ha revelado que su inserción es inversamente proporcional a la inversión realizada.
En los primeros años la penetración de 6-7-8 fue mucho más importante que el rating que le asignaron. Presentado como crítica de medios, en realidad fue un desenmascaramiento de medios opositores, dejando fuera de su ángulo de observación a los oficialistas o paraoficiales. Tiene el mérito de no ocultar su pertenencia ideológica; y sin alinearse como periodismo militante lo practican sin timideces. Su notable archivo consiguió verdaderos hallazgos que produjeron un superlativo rencor en quienes fueron afectados o descubiertos en sus contradicciones. Cumplieron un papel importante en la recuperación del gobierno a partir de la derrota electoral del 2008. Su eficacia ha disminuido por el paso del tiempo, por un cerrarse sobre sí mismo progresivo y por convertirse cada vez más en una tribuna de funcionarios.
La pérdida de credibilidad de Clarín, su retroceso, la ley de medios que inexorablemente tiene fecha de aplicación, llevaron al multimedios a su mejor jugada que fue la contratación de Jorge Lanata, primero en Radio Mitre y luego en Canal 13. Tiene a su disposición toda la estructura del grupo y decidió encarar la contraofensiva. La alianza laboral fue beneficiosa para ambas partes: Clarín logró un jugador que tiene fuerte penetración en los sectores medios y en especial en el público joven (caso único) y para el periodista un “volver a vivir” ya que había entrado en un eclipse que parecía terminal y que afectaba a su poderoso ego. Es cierto que para ello decidió rematar  lo mejor de su pasado, ser un Pétain periodístico,  quedar expuesto a contradicciones profundas e ilevantables y convertirse, sin tapujos, en un empleado de Clarín, del que había sido uno de los primeros denunciantes. Su rendición es incondicional: convoca a los abogados del multimedios como profesionales asépticos;  hace prédica de la antipolítica como siempre; todo su accionar tiene como exclusiva meta erosionar al gobierno; omite toda crítica al poder económico; no afecta a nadie de la oposición; promueve al macrismo; y en los hechos intenta cumplir el papel de articular  una oposición fragmentada hasta la insignificancia. Su prédica en pocos meses ha sido efectiva. Una parte del  éxito del cacerolazo podría atribuirse a su actuación. Lanata es a Magneto lo que 6-7-8 ha sido en la defensa del gobierno.
¿Como es el periodismo de Jorge Lanata? Es un cartoneo periodístico. Como los cartoneros, revuelve en la basura para vivir. No está mal que lo haga, si finalmente entre los residuos logra algunos hallazgos significativos. Pero el “periodista independiente” hace trampa y miente. Primero: sólo selecciona el tipo de basura que le sirve a su empleador en la lucha contra el gobierno. Segundo: sólo se queda con la basura política, con lo que termina siendo el sostén más entusiasta del discurso antipolitico. Tercero: mira los procesos históricos desde las bolsas de basura, con lo que amputa la riqueza de los innumerables actos humanos, y convierte todo en un gigantesco basural, donde quedan excluidos los ideales, las convicciones, las utopías, la lucha de clases, la generosidad, el desprendimiento militante.
Con su mirada, que se deleita exclusivamente en los residuos de la sociedad, no hay proceso histórico que pueda reivindicarse. Tiene una visión sin ninguna perspectiva histórica, justamente alguien que pretendió ser un divulgador en esa materia, tarea que le quedó grande y por la que ha pasado permaneciendo indemne a la comprensión.
Hace hoy el periodismo más militante, pero lo oculta, es decir miente, bajo la pátina de un ejercicio profesional aséptico e independiente. Utiliza el sarcasmo, el humor adolescente tipo juvenilia del secundario, una precariedad argumental y el insulto como sustituto. Bernardo Neustad lo percibió tempranamente: Lanata era su sucesor, predijo, porque observó que mucho más que un periodista era fundamentalmente un publicista, creador de impactos publicitarios, con frases penetrantes de una pirotecnia vacía.  
El periodista venezolano Modesto Emilio Guerrero definió este tipo de periodismo con una contundencia insuperable: “El lanatismo es la enfermedad infantil del periodismo.”
Alfombró su ingreso asalariado a Clarín, considerándolo el más débil, en una entrevista de su seguidor antiguo  más fiel que es Ernesto Tenembaum. El slogan de TN (“todo negativo”)  lo despliega con una intensidad insuperable. Reynaldo Sietecase -quien durante mucho tiempo integró su staff en los momentos de su esplendor profesional “progresista”- que hoy tiene una mirada crítica sobre los  posicionamientos actuales del ex director de “Página 12”, afirma: “Desconfíe del periodista que ve todo bien, de la misma manera de aquél que ve todo mal.” 
Su actual momento de gloria le ha permitido reunir una concurrencia muy importante en una charla en la ciudad de Córdoba, que no lo podría concretar ningún otro periodista, en donde se permitió frases de una ignorancia supina, recogidas entusiastamente por Clarín en su edición del 25 de septiembre página 33: “La democracia es, sobre todo, representar a las minorías.” Vocero de intereses minoritarios, Lanata adultera el concepto que la democracia es la representación de las mayorías, respetando lógicamente a las minorías. Luego hipócritamente afirma: “El gobierno cree que estamos en una guerra y ni yo ni nadie quiere tener enemigos”. Esto lo dice con el casco del multimedio puesto y siendo su principal ariete bélico en el conflicto con el gobierno.
La propaganda que despliega Clarín los días jueves son una confesión que releva de más pruebas: bajo el título de “Pobres políticos, no tienen descanso” aparecen las fotos del humorista Alejandro Borensztein (uno de los hijos de Tato Bores) y del periodista Jorge Lanata. Lo increíble es que si se cambia el texto el resultado no se altera. “Pobres políticos (oficialistas) no tienen descanso. El sábado el humorista Jorge Lanata y el domingo el periodista Alejandro Borensztein” Y para que quede más claro se podría agregar: “Empresarios no se preocupen. Con Uds. no nos metemos. No se defeca donde se come.”
Que los seguidores del director de “Critica” y “Data 54” son diferentes a su época de “progresista”, lo reflejan algunas de las convocatorias a cacerolear. En una de ellas, después de una larga retahíla de críticas del tenor de “Apretaron a la Iglesia. Apretaron al campo. Apretaron a los medios y periodistas. Forrearon a las FF.AA. Apretaron a la oposición, a la industria, a la justicia…..nos aislaron del mundo….Mataron a López, a Juan Castro…. Burlaron a los 400.000 electores de Patti….Cuando  sea expulsada de la Casa Rosada, la Presidenta vivirá en uno de los tantos palacios comprados en el extranjero, con el dinero que robó, roba y robará…”, afirman: “nos queda Jorge Lanata. Pero él solo no puede hacer nada….”        
A su vez, la prensa oficialista como “Tiempo Argentino” actúa como espejo invertido de Clarín, transformando el TN (Todo Negativo) en TP ( Todo Positivo). En ambas lados, no es la veracidad sino la guerra la que convoca. Si para Clarín, todo vale contra el gobierno, en Tiempo Argentino el enemigo además de Clarín es Macri, que por cierto está celosamente protegido por los medios dominantes.

OFICIALISMO, OPOSICIÓN Y PERIODISMO   
En síntesis: hay un gobierno que cambia parte de su base de sustentación movilizadora y la reemplaza por la Cámpora y las organizaciones sociales, que abre interrogantes acerca del mantenimiento del dominio del espacio público y sobre la posibilidad de establecer parámetros equilibrados en las próximas paritarias; ello en el marco de un escenario internacional incierto y con enemigos internos dispuestos a echar el resto para no perder sus privilegios. Su política de construcción ha arrojado hacia la oposición sectores laborales con capacidad de movilización, que hasta ahora era uno de los déficits de la oposición que continúa inarticulada pero que es alentada desde los medios hegemónicos a una alianza con el único denominador común de derrotar al kirchnerismo. Éste a su vez no encuentra el delfín para el 2015 y el candidato de mayor consenso es Daniel Scioli, lo que significaría  una profunda derrota después de 12 años de kirchnerismo. A su vez, en ese escenario, el período 2013-2015, será un potro difícil de sofrenar entre la debilidad del pato rengo de un gobierno que finaliza y los sectores económicos que le pasarían las facturas largamente añejadas, al tiempo que intentarían disciplinar a un candidato presidencial muy sensible a las presiones y que su conformación ideológica coincide además con los presionadores.
Todo ello se traduce en el campo de batalla del periodismo, con patrullas militantes duramente enfrentadas.



Strehler y el Piccolo Teatro de MIlán


Por Pablo Lettieri

En 1947, cuando Europa apenas empezaba a reponerse de la locura de la segunda guerra, Giorgio Strehler y Paolo Grassi se atrevieron a apostar a “la inutilidad heroica del teatro” en un mundo que ya no creía en la poesía. En un edificio abandonado de la Via Rovello, en el centro de Milán, esos jóvenes inquietos fundaron su teatro “piccolo”, justamente para exhibir a la poesía como víctima, como tributo inocente para un mundo que la había exterminado. No fue casual, por tanto, que entre sus primeros espectáculos figurara Los gigantes de la montaña, obra inconclusa y testamentaria de Luigi Pirandello, en la que el maestro siciliano metaforiza la muerte del teatro a través de unos cómicos decadentes que perecen a manos de unos gigantes insensibles (léase, los fascistas).
Después llegaría la maravillosa incursión de Strehler por los clásicos, pilares su edificio teatral: El jardín de los cerezos de Chéjov, Fausto de Goëthe, La muerte de Danton de Büchner y, fundamentalmente, La tempestad de Shakespeare. En todos los casos, las versiones de esas obras monumentales –él los llamaba “sus ensayos”– no sólo llevaban su sello inconfundible: ellas estaban imbuidas, además, del mundo integral de sus autores.   
Pero el Piccolo no vivía sólo de los clásicos. Brecht fue otra de las pasiones de Strehler, y su versión de La ópera de dos centavos ya pertenece a la historia del teatro, precisamente porque no respetaba las reglas brechtianas; más bien se apropiaba del texto para crear una suerte de ópera lírica de gran teatralidad. Esa puesta significó, además, la consagración de una talentosa pelirroja que unos antes había llamado la atención en el Festival de San Remo: Milva.
A mediados de los cincuenta, Strehler ya era el director de escena más revolucionario de Europa, y había convertido a su Piccolo en una de las compañías más prestigiosas del mundo, presentándose en París, Londres, Berlín, Varsovia, Viena, Moscú, Pekín y Tokio. 
A propósito de las giras, Buenos Aires fue una de las primeras ciudades americanas que pudo disfrutar de la magia teatral desbordante del Piccolo Teatro de Milán. En 1951, Strehler presentó en el Odeón la que es, sin dudas, su pieza más emblemática: Arlequino, servidor de dos patrones, de Carlo Goldoni, protagonizado por Marcello Moretti, el Arlecchino más extraordinario del siglo XX.
Tras la muerte de Strehler en 1997, la dirección del Piccolo pasó a manos de Luca Ronconi, uno de los directores más imaginativos y ambiciosos de las últimas décadas. Bajo su mando, la compañía adquirió una dimensión más internacional, acogiendo a directores prestigiosos como Peter Brook, Patrice Chéreau, Eimuntas Nekrosius, Robert Lepage, Lev Dodin, Lluís Pasqual, Declan Donnellan, Simon Mc Burney y Robert Wilson, entre muchos otros. Alternando asimismo en su repertorio autores clásicos (Esquilo, Eurípides, Aristófanes, Calderón, Shakespeare), con otros más contemporáneos (Edward Bond, Jean-Luc Lagarce), además de adaptaciones de novelas célebres (Lolita de Nabokov) y acoger experimentos científico-teatrales como Infinities, del matemático británico John David Barrow.
Para su regreso a Buenos Aires, el Piccolo presentará en la Sala Martín Coronado del Teatro San Martín el mítico Arlecchino de Strehler, en el cuerpo del veterano Ferruccio Soleri, discípulo de Moretti y quien, desde hace medio siglo, viene interpretando al pícaro personaje goldoniano. Al punto de figurar en el Guinness de los récords por ser el actor que ha representado más veces el mismo papel.    

Jonathan Simon: "Gobernar a través del delito"


En cualquier lugar de Estados Unidos, los barrios cerrados se expanden alrededor de los centros urbanos, los empleadores implementan análisis obligatorios para detectar el posible consumo de drogas y las escuelas inspeccionan a los alumnos con detectores de metales. ¿Cómo y cuándo fue que la vida cotidiana pasó a estar dominada por el miedo y que todos los ciudadanos empezaron a ser tratados como delincuentes? En esta obra de asombrosa originalidad, Jonathan Simon sitúa los orígenes de la situación actual en la década de 1960, cuando ante una caída de la confianza en las políticas de Estado, los dirigentes políticos emprendieron la búsqueda de nuevos modelos de gobernanza. La guerra contra el delito ofrecía una solución inmediata al problema: los políticos redefinieron al ciudadano ideal como una víctima del delito cuyas vulnerabilidades abrían la puerta a una desmesurada intervención del Estado. Para la década de 1980, la transformación del gobierno había alcanzado a las instituciones que afectan la vida diaria. Poco después, en Estados Unidos las escuelas, las familias, los lugares de trabajo y las comunidades eran gobernados a través del delito. Esta potente obra concluye con un llamado a los ciudadanos a que abandonen la pasividad y participen en la gestión del riesgo y en el tratamiento de los males sociales. La única manera de liberarse de la lógica de dominación y de miedo que hoy rige nuestras vidas es unirnos para producir seguridad.

Jonathan Simon es vicedecano de jurisprudencia y política social. Profesor de derecho en la Universidad de California en Berkeley, es además coeditor de la revista Punishment & Society.

25/9/12

Javier Daulte sobre Macbeth: Una tragedia de juventud


foto: Alicia Rojo
Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

“La vida no es más que una sombra que pasa, un mal actor que se pavonea y se agita una hora en escena y del cual nunca más se oye. Un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y que no significa nada”. Versos como éstos, tal vez los más perfectos de entre todos los que Shakespeare le dedicó a la escena, han hecho de Macbeth una tragedia eterna, en tanto una generación tras otra vuelve a ella, aún a sabiendas de que es tan grande que abarcará mucho más de lo que cualquiera pudiera abarcar. Porque aceptar que nunca se terminará de desentrañar del todo el misterio estético que la hizo posible no se opone al deseo o la necesidad de volver a ella. En ese sentido, podría decirse que Macbeth ha sido la más desventurada de las grandes tragedias de Shakespeare, al menos para quienes actúan en ella, al punto de considerársela maldita (la concebida apelación de “la obra escocesa”). Se ha señalado también al respecto que la resistencia al éxito que arrastraría la pieza se debe a que, más que ninguna otra, para interpretarla se hace necesario desarrollar un proceso verdaderamente imaginativo, porque sus palabras expresadas intelectualmente fracasan en la tarea de revelar significado. Roland Barthes destacaba en el Macbeth de Jean Vilar la inteligente decisión del gran actor francés de no encarnar al personaje, sino mostrarlo, distanciándose de él. Y así, al negarse a ser Macbeth, Vilar revelaba un Macbeth más consciente, y más libre también, porque era un Macbeth que “se miraba a sí mismo”.
Pero más allá de una imaginación poética inagotable, para el último de sus grandes dramas trágicos Shakespeare parece haber echado mano a todos los artificios que por entonces le ofrecía el teatro, desde una mayor sofisticación en el movimiento de sus actores hasta la concreción de espacios ilimitados para las diferentes escenas. Como si a él mismo le costara encontrar la envoltura escénica que reclamaba la profunda complejidad de su propia obra.
“Nadie duda de que Shakespeare conocía muy bien los secretos del alma humana, pero mejor aún conocía los del teatro”, conviene Javier Daulte, director de la versión de Macbeth estrenada en la sala Martín Coronado. “Por eso, más que cuando se lo lee o se lo ve desde la platea, la verdadera grandeza de Shakespeare se descubre al dirigir una de sus obras. Porque además de la profundidad de sus razonamientos filosóficos y de la belleza de su poesía, lo que más sorprende es su teatralidad, los permanentes riesgos que asume su dramaturgia, de una modernidad impresionante. Siempre fue un referente para mí, porque se trata de un hombre interesado por el escenario, apasionado por esa forma bastarda, imperfecta y efímera del arte que es el teatro. Y otra cosa: siempre me ha llamado la atención que, siendo durante siglos el gran modelo para el teatro occidental, se haya instalado alguna vez esa premisa de que los autores no debían dirigir sus propias obras. Si nuestro modelo no es justamente el teatro de gabinete sino uno creado al pie de escenario, al calor de los ensayos. Por eso no hago análisis de texto con los actores sino que me largo a montar la obra escena por escena. Porque tiene un sentido musical que en ese ordenamiento encuentro la clave misma del montaje”. 

–¿Cuáles son los puntos más altos de esa teatralidad desbordante que encuentra en Macbeth?
–Es una obra que está llena de hits: las brujas proféticas, el bosque que avanza, las apariciones de los espectros, Macbeth alucinando con el puñal, la locura de su esposa. Se nota que Shakespeare atravesaba un período de gran madurez que lo llevó a concebir una dramaturgia muy directa, similar a las del siglo XX, en la que el protagonismo de la trama es excluyente y no hay subhistorias, como en sus obras anteriores. Y en relación con éstas resulta, además, relativamente corta: no hice demasiados cambios en el texto, sólo apenas algunos cortes y, sin sacar ninguna escena, va a durar aproximadamente dos horas.

–En cuanto a los cambios, llamó la atención la escena de stand up cuando los famosos “golpes a la puerta”, tras el asesinato del rey Duncan…
Y es sorprendente porque hay quienes me atribuyen aciertos que, en realidad, pertenecen al autor. Esa escena, por ejemplo, es de Shakespeare. Luego de que Macbeth comete su primer y fatal crimen, un momento sumamente denso y terrible, con una oscuridad escénica muy fuerte, es Shakespeare quien introduce la escena del portero, que es un típico monólogo, un stand up. Claro que yo lo cambié bastante –y es una de las pocas que modifiqué mucho–, porque los chistes de la escena original son muy localistas y están anclados en su época. Entonces, llamé a Martín Pugliese, que es un actor de stand up, y escribimos juntos esa escena, que está jugada diferente a la original pero que tiene el mismo sentido dramático que tuvo para él: proponer un intenso anticlima, provocar un quiebre. Esa es una entre tantas muestras de la modernidad envidiable de Shakespeare, así como de su sentido del espectáculo.

–Volviendo a la duración de la obra, verdaderamente resulta vertiginosa: los acontecimientos se precipitan desde el mismo comienzo...
–Resulta una obra veloz porque el protagonista es veloz. Macbeth actúa, y luego piensa. En ese sentido es la contracara de Hamlet, porque reflexiona después de ejecutar sus actos, nunca antes. Incluso lo explicita: “no tengo que pensar, tengo que hacer”. Eso es muy singular y tiene un funcionamiento fantástico en el escenario.

–¿Qué ideas guiaron el proceso de puesta en escena?
–Lo primero que pensé cuando nació el proyecto fue que quería que el espectador entrara a ver a Shakespeare y saliera habiendo visto a Shakespeare. Entre los que presenciaron los ensayos, hay quienes me dicen que se nota mi mano, y yo no quiero que se note. Al menos, no en el sentido que generalmente se entiende por eso. No me interesa que la puesta exprese nada que no pertenezca a la propia obra, más allá de mi inevitable visión contemporánea. Por sobre todo, mi preocupación radica en crear un espectáculo que tenga la consabida vitalidad que se le atribuye al autor. Para eso es necesario tomar un sinnúmero de decisiones, todas complejas, que van desde el espacio hasta la forma y la actuación.

BRUJAS ERAN LAS DE ANTES
Como lo adelanta el propio director, las “funestas hermanas” que predicen a Macbeth su fatal destino son el primer plato fuerte que ofrece la obra. Por eso las imaginó como sensuales mujeres-replicantes a lo Blade Runner, vestidas de negro y siempre acechantes. “Obviamente no tendría sentido reproducir la mitología de Shakespeare en cuanto a las hechiceras. Creo que estas tres mujeres son muy peligrosas, pero por otras razones. Son tentadoras, son caprichosas y son embriagadoras también. Al encuentro de Macbeth y Banquo con ellas lo imaginé como si fueran dos marines que regresan de Irak y deciden entrar en un bar sombrío, donde se encuentran con mujeres que les dan a probar alucinógenos. “¿Estaban aquí esas criaturas, o hemos comido la raíz de la insensatez, que hace prisionera a la razón?”, le pregunta Banquo a Macbeth. Hoy podríamos pensar que tomaron un ácido. También apareció en algún momento La Reina Ácida del film Tommy con The Who”.
Queda claro que la singularidad de este Macbeth aparece tanto en el tratamiento de los personajes como en apostar fuertemente a lo visual y lo auditivo, aprovechando al máximo las posibilidades que brinda la sala Martín Coronado. Una de las cosas que más me entusiasmó de este proyecto fue dirigir a un elenco de veintidós actores en un escenario como éste, que es único en el mundo. Hacer la “experiencia shakespeareana”, por decirlo de algún modo. Desde el principio sabía que quería aprovechar todo: los giratorios, las silletas, el foso. El espacio que apareció fue una fábrica, quería una predominancia metálica, un ámbito que resultara a la vez atrayente y hostil, porque me dije que Macbeth es una obra que tiene esos atributos: nos subyuga, pero también resulta amenazadora. Es un esqueleto de hierro galvanizado, un lugar descarnado que puede matar y, al mismo tiempo, resulta trasparente, parece mucho y no es nada. En definitiva, es como un teatro”.

–También se nota una intención por trabajar mucho la sonoridad del espectáculo.
–Quería música electrónica, como industrial, y llamé a Diego Vainer, con quien nunca había trabajado, porque pensé que era el único que iba a poder plasmar un universo sonoro acorde a ese espacio sombrío. En cuanto a lo corporal, era fundamental poder representar la violencia permanente de la historia, para lo cual conté con la colaboración de Carlos Casella. Después, traté de inculcar en el elenco la importancia de lo colectivo en este montaje, que se cuenta verdaderamente entre todos.

–A propósito, se trata de un elenco joven…
–Pienso que Macbeth es una tragedia de juventud, un tiempo en el que todo es posible, desde lo sublime hasta la catástrofe. Por lo general, las obras de Shakespeare están interpretadas por actores que tienen edad como para ser los abuelos de los personajes. En esta versión, los actores son jóvenes porque los personajes también lo son (de hecho, son más jóvenes todavía). Alguien como Macbeth, capaz de “abrir al enemigo desde la entrepierna a la quijada”, no puede ser un sexagenario. Y lo que les pasa se debe en parte a su juventud, a cierta perversa ingenuidad también, que los lleva a no meditar sobre las consecuencias de sus actos. Su huida hacia adelante tiene que ver también con eso. Creo mucho en este matrimonio, nunca tuve dudas de que hay un amor muy fuerte entre ellos. Se pelean porque se importan, y se convencen mutuamente porque como matrimonio funcionan muy bien. Al fin y al cabo, sólo quieren ser reyes y disfrutar. Pero no tienen suerte, la fiesta se les arruina enseguida. Pero mientras les dura son felices, por eso era importante para mí el momento de la coronación.  

EL DEMONIO ESCOCÉS
Al liquidar la rebelión en contra del rey, un hombre queda muy cerca del trono. Tan cerca que descubre que tiene la posibilidad de obtenerlo. Para ello empieza matando al viejo monarca, pero después tiene que matar a los testigos y a los hijos y familiares. Y luego tiene que matarlos a todos, porque todos están en su contra. Finalmente, él mismo será asesinado para que un nuevo rey lo suceda. Así contado, Macbeth no difiere de los anteriores dramas históricos de Shakespeare: ya en Julio César y en Ricardo III había intentado representar el mal desatado en el mundo, consumiéndose y consumiéndolo todo. ¿Qué tiene entonces de particular el “demonio de Escocia” para seguir fascinándonos después de cuatro siglos? “Macbeth es un hijo de puta pero es, también, un héroe trágico”, dice Daulte. “Porque asume su tragedia, la catástrofe que generó. Después de la muerte Lady Macbeth, llega a una comprensión nihilista de la vida, que no nos es tan ajena como quisiéramos pensar. Y en ese “nada tiene sentido” se cifra su último gesto, el de morir con la armadura puesta, un gesto que lo ennoblece. Y que produce cierta empatía en el espectador”.

–Héroe o villano, las razones por las que nos seduce un personaje muchas veces nos resultan extrañas.
–¿Por qué nos importa un personaje? Es una pregunta difícil, la pregunta del millón. Uno mismo se lo pregunta cuando escribe. Una obra siempre es un ensayo: “¿qué pasaría si…?”. Macbeth se equivoca, y se equivoca mucho. Es muy ingenuo también, hasta cierto punto. Tiene un momento de duda, ella lo convence y luego ya no puede parar. Existe sí en Macbeth la justificación a partir de que ha salvado al reino, ya que gracias a él descubren la traición de Cawdor. Entonces, ¿no es lícito que se pregunte por qué gobierna otro, si el que salvó al reino fue él? Por eso también es entendible que desconfíe de Banquo, porque piensa que puede aspirar a lo mismo que él. Macbeth se atreve a cometer muchos actos que forman parte de nuestra fantasía, a quitar los obstáculos del camino a cualquier costo. ¿No mataríamos para lograr nuestros deseos? No es tan complicado pensarlo. Expresarlo ya es otra cosa y hacerlo ni hablar. Todo el espectáculo trata de instalar en el espectador ese interrogante. ¿Qué hace que seamos o no seamos Macbeth? Y tal vez sea justamente por eso que volvemos una y otra vez a esta obra de una extraña, rara belleza.

Reunión

Por John Cheever

La última vez que vi a mi padre fue en Grand Central Station. Yo venía de estar con mi abuela en los Adirondacks y me dirigía a una casita de campo que mi madre había alquilado en The Cape; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en Nueva York debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer juntos. Su secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el quiosco de información a mediodía, y cuando aún estaban dando las doce le vi venir a través de la multitud. Era un extraño para mí -mi madre se había divorciado tres años antes y yo no lo había visto desde entonces-, pero tan pronto como lo tuve delante sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad. Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él: que tendría que hacer mis planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido y me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me estrechó la mano.
-Hola, Charlie -dijo-. Hola, muchacho. Me gustaría que vinieras a mi club, pero está por las calles sesenta, y si tienes que coger un tren en seguida, será mejor que comamos algo por aquí cerca.
Me rodeó con el brazo y aspiré su aroma con la fruición con que mi madre huele una rosa. Era una agradable mezcla de whisky, loción para después del afeitado, betún, traje de lana y el característico olor de un varón de edad madura. Deseé que alguien nos viera juntos. Me hubiera gustado que nos hicieran una fotografía. Quería tener algún testimonio de que habíamos estado juntos.
Salimos de la estación y nos dirigimos hacia un restaurante por una calle secundaria. Todavía era pronto y el local estaba vacío. El barman discutía con un botones, y había un camarero muy viejo con una chaqueta roja junto a la puerta de la cocina. Nos sentamos, y mi padre le llamó con voz potente:
-¡Kellner! -gritó-. ¡Garçon! ¡Camarieri! ¡Oiga usted!
Todo aquel alboroto parecía fuera de lugar en el restaurante vacío.
-¿Será posible que no nos atienda nadie aquí? -gritó-. Tenemos prisa.
Luego dio unas palmadas. Esto último atrajo la atención del camarero, que se dirigió hacia nuestra mesa arrastrando los pies.
-¿Esas palmadas eran para llamarme a mí? -preguntó.
-Cálmese, cálmese, sommelier -dijo mi padre-. Si no es pedirle demasiado, si no es algo que está por encima y más allá de la llamada del deber, nos gustaría tomar dos gibsons con ginebra Beefeater.
-No me gusta que nadie me llame dando palmadas -dijo el camarero.
-Tendría que haber traído el silbato -dijo mi padre-. Tengo un silbato que sólo oyen los camareros viejos. Ahora saque el bloc y el lápiz y procure enterarse bien: dos gibsons con ginebra Beefeater. Repita conmigo: dos gibsons con ginebra Beefeater.
-Creo que será mejor que se vayan a otro sitio -dijo el camarero sin perder la compostura.
-Esa es una de las más brillantes sugerencias que he oído nunca -dijo mi padre-. Vámonos de aquí, Charlie.
Seguí a mi padre y entramos en otro restaurante. Esta vez no armó tanto alboroto. Nos trajeron las bebidas, y empezó a someterme a un verdadero interrogatorio sobre la temporada de béisbol. Al cabo de un rato golpeó el borde de la copa vacía con el cuchillo y empezó a gritar otra vez:
-¡Garçon! ¡Cameriere! ¡Kellner! ¡Oiga usted! ¿Le molestaría mucho traernos otros dos de lo mismo?
-¿Cuántos años tiene el muchacho? -preguntó el camarero.
-Eso -dijo mi padre- no es en absoluto de su incumbencia.
-Lo siento, señor -dijo el camarero-, pero no le serviré más bebidas alcohólicas al muchacho.
-De acuerdo, yo también tengo algo que comunicarle -dijo mi padre-. Algo verdaderamente interesante. Sucede que éste no es el único restaurante de Nueva York. Acaban de abrir otro en la esquina. Vámonos, Charlie.
Pagó la cuenta, y nos trasladamos de aquél a otro restaurante. Los camareros vestían americanas de color rosa, semejantes a chaquetas de caza, y las paredes estaban adornadas con arneses de caballos. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de nuevo:
-¡Que venga el encargado de la jauría! ¿Qué tal los zorros este año? Quisiéramos una última copa antes de empezar a cabalgar. Para ser más exactos, dos Bibson Geefeaters.
-¿Dos Bibson Geefeaters? -preguntó el camarero, sonriendo.
-Sabe demasiado bien lo que quiero -dijo mi padre muy enojado-. Quiero dos Beefeater gjbsons y los quiero deprisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Por lo menos eso es lo que dice mi amigo el duque. Veamos qué tal es la producción inglesa en lo que a cócteles se refiere.
-Esto no es Inglaterra -dijo el camarero.
-No discuta conmigo -dijo mi padre-. Limítese a hacer lo que se le dice.
-Creí que quizá le gustaría saber en dónde se encuentra -dijo el camarero.
-Si hay algo que no soporto -dijo mi padre- es un criado impertinente. Vámonos, Charlie.
El cuarto establecimiento en el que entramos era italiano.
-Buon giorno -dijo mi padre-. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti, forti. Molto gin, poco vermut.
-No entiendo el italiano -dijo el camarero.
-No me venga con esas -dijo mi padre-. Entiende usted el italiano y sabe perfectamente bien que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.
El camarero se alejó y habló con el encargado, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
-Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.
-De acuerdo -dijo mi padre-. Dénos otra.
-Todas las mesas están reservadas -dijo el encargado.
-Ya entiendo -dijo mi padre-. No desean tenernos por clientes, ¿no es eso? Pues váyanse al infierno. Vada all´inferno. Será mejor que nos marchemos, Charlie.
-Tengo que coger el tren -dije.
-Lo siento mucho, hijito -dijo mi padre-. Lo siento muchísimo. -Me rodeó con el brazo estrechándome contra sí-. Te acompaño a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club...
-No tiene importancia, papá -dije yo.
-Voy a comprarte un periódico -dijo-. Voy a comprarte un periódico para que leas en el tren.
Se acercó a un quiosco y dijo:
-Mi buen amigo, ¿sería usted tan amable como para obsequiarme con uno de sus absurdos e insustanciales periódicos de la tarde? -El vendedor se volvió de espaldas y se puso a contemplar fijamente la portada de una revista-. ¿Es acaso pedir demasiado, señor mío? -dijo mi padre-, ¿es quizá demasiado difícil venderme uno de sus desagradables especímenes de periodismo sensacionalista?
-Tengo que irme, papá -dije-. Es tarde.
-Espera un momento, hijito -replicó-. Sólo un momento. Estoy esperando a que este sujeto me dé una contestación.
-Hasta la vista, papá -dije; bajé las escaleras, tomé el tren, y aquella fue la última vez que vi a mi padre.

“Reunión”, 1962. El nadador (The Stories of John Cheever, 1978), traducción de José Luis López Muñoz, Barcelona, Bruguera, 1982.

18/9/12

Las actas del juicio

Por Ricardo Piglia

En la ciudad de Concepción del Uruguay, a los diez y siete días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y uno, el señor juez en primera instancia en lo criminal, doctor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el infrascripto secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del Juzgado Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir verdad de todo lo que supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:
­Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar todo desde el principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice, que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento, y lo que yo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.
Porque para nosotros estaba muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman este bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros, que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A nosotros que estuvimos, aquella tarde, en Cepeda, cuando el General nos juntó a todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo, y dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con quinientos. "Porque con la mitad de mis entrerrianos los espanto", dijo el General, y el sol le achicaba los ojos.
En aquel tiempo ya teníamos casi diez años de saber qué cosa es no haber escapado nunca. qué cosa es galopar y galopar como rebotando y sentir la tierra abajo que retumba y arremeter a los gritos mientras los otros son una polvareda chiquita, como si uno los corriera con la parada.
En ese entonces pelear era casi una fiesta y cuando nos juntábamos era para una fiesta y no para morir. Se escuchaba un galope tendido a lo lejos que se venía dele agrandarse. hasta que cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí nomás las mujeres empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las cosechas o porque los animales estaban de cría o uno se acababa de juntar y había que dejarla con ganas, porque el General decía que para pelear como es debido no hay que tener a la mujer con uno; porque llevar a la mujer a la rastra no es de hombre. Él era el único en llevar mujer, pero el General era distinto y precisaba mujer por la misma razón que nosotros no la necesitábamos.
Todo Entre Ríos se quedaba pelado, cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse nadie por ningún lado, como si fuera de noche, que no se ve ni un alma, ni un caballo, nada, porque todos andábamos peleando. Hubo veces que volvimos con lo puesto y era fiero rejuntar los animales y a veces el yuyo lo había tapado todo y era triste de mirar. Por eso mienten los porteños cuando dicen que cada uno de los soldados de la Confederación era dueño de una estancia. Mienten, y yo quiero que usted anote que ellos mienten, para que se sepa. Mienten porque nosotros somos muchos y Entre Ríos no da tierra para todos. Por lo menos tierra que sirva, porque la que está en los bañados nadie la quiere, y la otra, entre la que es del General y la que el General le regaló a los oficiales, no queda tierra ni para morirse encima. Pero los porteños vienen mintiendo desde hace mucho y no tienen ni idea de lo que pasa por aquí. Ellos no conocen eso que nos daba de juntarnos casi todos los entrerrianos en dos días para preguntarle al Grito a quién había que espantar. Eso de ver llegar hombres de todos los sitios, que para donde uno mira hay caballos, y el General con el poncho blanco, esperando.
Por eso los que hablan que tuvimos miedo no saben nada y seguro son porteños. No conocen el orgullo que da ser los mejores. No saben que todo pasó por ese mismo orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las cien leguas que van de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve días enteros. Fue cuando Oribe y hubo que domar potros en el camino porque la mitad se nos reventó en la galopada aquella, con el sol siempre encima y uno corría y corría, como para escaparle. Eso nos pareció, que le disparábamos al sol que se nos metía adentro de la piel, que nos llenaba la cabeza de polvo y de cansancio y seguro que fue lo que nos hizo andar tan ligero. Cuando llegamos, el Uruguay estaba en crecida. Debía estar lloviendo lejos, porque ahí el cielo lastimaba de tan claro mientras nos amontonábamos en la orilla y el río estaba tan ancho que no se alcanzaba a divisar más que la sombra de los sauces del otro lado. Estaba lleno de troncos y basura que cruzaban saltando, y cuando no había troncos el agua se quedaba quieta y marrón, parecida a la tierra. Nos quedamos mirando y mirando, hasta que el sargento Reyes fue y le dijo al General lo que pensábamos todos. Se acercó y sin bajarse del caballo, se lo dijo. El General galopó de una punta a otra y levantaba el sombrero en la mano, como agradeciendo. El agua empujaba que metía miedo y había que afirmarse despacio y era jodido nadar llevando el caballo del maneador, y el agua estaba tibia y de galope cortaba de tan fría y cada tanto alguno daba un grito y una voltereta y aparecían las patas del caballo y la panza y era que se lo llevaba la correntada y ése no salía más, por lo menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris porque nosotros lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno de entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies en el barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco se ahoga. Que manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen, pero algunos lo vieron del otro lado, lo más calmo y no sofocado como nosotros, que respirábamos abriendo la boca, porque el que más el que menos había sentido el gusto a aceite tibio del agua revolviéndole las tripas.
­¿Quién dice que no es de esto de lo que tengo que hablar? Si fue por eso que yo lo hice y por estas cosas entendió el General que no era al miedo a lo que nosotros le cuerpeamos, la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas y porque él, de nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de siempre, antes que lo cambiaran, mientras fue el de siempre y peleó a ganar y mandó a ganar. Mientras arremetió con nosotros, en las cargas, él también con lanza y al galope y puteando, igual que cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los festejos y entreverarse, como si le gustara. Y uno lo sentía mandando, no porque fuera el General, sino porque tenía un modo de mirar, con esos ojos amarillos, que ya estaba mandando sin decir nada, a pesar de que bailara con nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo desafió a Dávila, que tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco y todos estábamos con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía, como si fuera un desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo fue que el General era mucho jinete pero que contra el alazán de Dávila no se podía. Nadie se lo olvida aquella noche, tan caliente con la mujer del Payo que era rubia y de ojos parecidos a los de él y nunca se supo de dónde la había traído. Eso le preguntó el General:
­¿De dónde la sacó, Chávez? Está muy buena su mujer. Que la quería con el.
­Es mucha mujer para vos­ se oyó, y dicen que venía medio pasado de caña.
El Payo se estaba quieto y lo miraba sin levantarse, como diciendo: "Usted dice así, mi general, porque es el que manda", y entonces le preguntó si tenía algo que decir.
­¿Tiene algo que decir, Chávez? ­y la voz se quedó como colgada en el aire porque ya no había música. nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz suya acostumbrada a mandar.
Cuentan que el Payo le contestó casi en voz baja:
­ Usted se le anima a mi mujer porque es el que manda, mi general.
­¿Usted cree, Chávez?­ y que se viniera con él y movió un brazo así, como sin ganas, señalando la oscuridad, a ver cuál de los dos se equivocaba.
Se metieron entre los árboles. Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No se escuchaba otra cosa que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado o a naranjas y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el General salió, ya era viuda del Payo y mujer del General.
­No, señor. Y por eso estábamos con él. Porque siempre hizo lo que era debido y daba gusto pelear por él, que era como nosotros, que había empezado de abajo y lo hizo todo con el coraje, desde el tiempo en que empezó a arrear caballos entre los indios, cuando recién andaba por los veinte, y ya no se le podían contar aquí ni los hijos, ni las leguas.
­Seguro que sí, pero distinto. Como si le hubiera quedado la envoltura, el cuero nada más y por adentro todo revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo gente que se trenzó para desagraviarlo cuando por allí empezaron a decirlo, especialmente después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó boqueando a un correntino que había dicho que el General estaba viejo.
­Está vendido a Mitre ­cuentan que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo salir del boliche y el otro le decía­: Lo dije en joda, hermano, lo dije en joda­ con los ojos agrandados por la falta de coraje.
Cuando lo dejó tendido a todos nos vino la tranquilidad, pero era como si empezaran a decirnos lo que andábamos sabiendo: que el General estaba como muerto.
Algunos dicen que todo empezó cuando le mataron el Sauce, un tordillo que era una luz, y se lo mataron por 
casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que no era de aflojar, déle mirarlo, y que le acariciaba el cogote como con asco, mientras se le moría. Después se empezó a encorvar y de golpe lo remató con un tiro entre los ojos.
Cuando se alzó pidiendo "Un caballo que aguante, carajo", ya era otro y están los que dicen que lloraba, pero eso no, porque no era hombre para eso, para cambiar porque le falta el caballo.
­En el fondo, ninguno de nosotros sabe de dónde le nacían las ganas de hacer esas cosas que no podían gustarle ni a él. Lo de quedarse con las tierras de las viudas. O querer llevarnos a pelear contra los paraguayos, que nunca nos hicieron nada, y al lado de Mitre. Y eso con los desertores de hacer que los lanceáramos en seco, igual que a indios. Los amontonó en el corral grande y nos hizo formar sobre la avenida, como para una diversión. Los iba largando de a uno y después elegía a cualquiera de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el caballo porque era sucio eso de verlos correr y correr solos y al sol, en medio de la calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual que si retrocedieran, hasta meterse bajo la panza del caballo. Allí se tiraban al suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los brazos como si uno pudiera hacer otra cosa que partirlos de un puntazo.
Pasamos la tarde entera en esas corridas hasta que terminamos acostumbrados a los gritos y al olor de la sangre. Y se fueron quedando tendidos, como trapos al sol, en una fila despareja que bordeaba la laguna.
­No, señor. Ninguno de nosotros sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón, que fue como si. buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio escondidos, y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un apronte. Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza. Eso de quedarnos viendo cuando el coronel Olmos (que fue de los que aguantaron la vez de la emboscada en Corral Chico) se le acerca y le dice:
­Con respeto, mi general y perdone. ¿Por qué la retirada?
Y él, con la cara hundida en las arrugas, lo hace meter en el cepo, nada más que por la pregunta.
Ninguno de ustedes sabe lo que es andar todo el día y toda la noche, de un tirón, hasta entrar en Entre Ríos, como si ellos nos vinieran corriendo, siendo que veníamos enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los porteños pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos las caras.
Él galopaba solo y adelante y uno esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa que le borra las arrugas, para explicarnos que era una trampa a los de Mitre eso de escaparnos así, de repente. Pero cuando desmontó en el San José no había dicho ni una palabra, nada más que aquello al coronel Olmos.
De esas cosas les quiero preguntar, a ustedes, que son letrados, aunque se hayan juntado aquí para que sea yo el que hable. Porque yo no puedo decir más que lo que sé y el resto lo tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que hicimos fue para remediar lo que le sucedía y que nos tenia asombrados. Que nos mandara vestir de gala y esperar la diligencia que viene del Rosario. Estar allí, sobre el camino, con el sol que va calentando la sangre, dele esperar. Verla aparecer al fondo, contra los montes y después agrandarse y agrandarse. Venimos de escolta por todo el valle para descubrir que habíamos escoltado porteños. Lo entendimos cuando bajaron en la Plaza, sacudiéndose la ropa como si con eso se pudiera ahuyentar el polvo que traían pegado al sudor. Nos enteramos que venían del otro lado del Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban vestidos y no por que el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a educar, pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la ventana se veía la luz y la mesa cubierta de porteños y el General disimulando en el medio y vestido como ellos. Cuentan que los porteños decían las cosas, hablaban de ferrocarriles y del puerto y de la Patria, siempre con la voz del que ordena. Y el General los escuchó callado, como si anduviera con sueño.
Al otro día nos hizo desfilar delante de esos soldados, que se metían el pañuelo en la boca cuando levantamos polvareda, al galopar. Y así anduvimos de un lado a otro, festejándolos, como si no fueran los mismos "Galerudos a los que vamos a empujar hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos, enseñarles qué cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal", como nos dijo aquella vez, tan quieto en el tordillo, después de Caseros, antes de entrar a florearnos por Buenos Aires, todos con la cinta puzó y al trote, despacito nomás, para que aprendieran.
Como si no fueran los mismos.
Fue por todo eso que yo lo hice. Pero ya había sucedido antes, la noche aquella en los Bajos de Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar ocupando todo el aire. Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a pelear, como andan diciendo, sino por coraje y porque el General ya no se mandaba ni a él. Y ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó después, es como si no hubiera pasado. Esto de que todo Entre Ríos ante con voluntad de guerrear y gritando ¡Muera Urquiza! cuando para nosotros, los que peleamos al lado de él, ya estaba muerto desde antes. Esa noche es la que importa. Con el cielo sucio de la tierra y los esteros manchados por las fogatas, me la acuerdo más que a la otra y me duele más, y ninguno de nosotros, de los que estuvo, se la olvida, porque fue como despedirse.
Soplaba un viento lleno de tormenta que traía como una tristeza y de golpe trajo la lluvia. Una lluvia fea, medio tibia y tan fuerte que nos fue juntando a todos en la lomada, cerca del río. No nos veíamos ni las caras y se escuchaba la lluvia, el olor a sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose. Entonces alguno dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos para Entre Ríos, el General ya no sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a llamar, apareció, no él, sino esa voz suya tan quieta.
¿Qué pasa acá? ­dijo.
­Pasa que nos volvemos, mi general.
­¿Y quién carajo ordenó que se vuelvan?
Se escuchó el río que estaba cerca y creciendo. Eso como un trueno que era el río y nada más, porque ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver. Nos quedamos callados, mientras la lluvia nos obligaba a cerrar los ojos y apretarnos en la montura como para no estar, todo en medio de una oscuridad que aunque uno abriera los ojos igual no veía mas que la lluvia y era como estar solo, encima del caballo, hasta que cruzaba un relámpago como una llamarada y entonces se veía la loma llena de hombres, igual que si brotaran. Nunca estuve cerca del General, pero le escuché la voz mezclada con el bochinche. Algunos dicen que nos hablaba pero no se entendía más que la lluvia. Hasta que entramos a ladearnos despacito, para el lado del estruendo, y nos metimos en el río que empujaba feo, como la voz de Oribe, y en medio de aquella agua que venía de todos lados, lo escuchamos gritar y a veces, de pronto, era como verlo, con el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un tronco arrancado de la tierra, tirado en medio del río. Yo no me acuerdo de otra cosa que del agua y de los gritos y de una vez, en medio de la luz de un relámpago, que me pareció verlo y tuve ganas de pedirle que se vinieran con nosotros, para Entre Ríos.
Esa fue la vez que lo hicimos.
Lo demás vino porque daba lástima verlo, tan apagado. Hasta las mujeres empezaron a notarlo. Fue en ese tiempo que se le desapareció la Gringa, que era la mejor mujer de Entre Ríos, y se escapó con Olmos, sin que él hiciera más que enterarse.
Por las tardes se paseaba cerca del río, y uno lo miraba de lejos, y era como ver pasar el viento. Se andaba solo y callado y daba una especie de indignación.
También por eso lo hice. Para ayudarlo.
Pero hubo otras cosas, porque si no ustedes no armarían este bochinche y yo no estaría hablando de esto que sólo me da pena. Alguna otra cosa anduvo pasando que no sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que modificó al General. Y de eso parece que no hay quien conozca. Ni entre ustedes.
Yo me lo malicié de entrada, aquella noche, en la estancia de don Ricardo López Jordán, cuando me preguntaron si me animaba. "¿Te animás, Vega?", me preguntaron, y yo me quedé quieto y no dije nada. Pedí seis hombres y antes que clareara me apuré a hacerlo, como quien le revienta la cabeza a un potro quebrado.
 Me acuerdo que entramos al galope y gritando, para darnos coraje. Los caballos se refalaban en las baldosas y los gritos iban y venían por las paredes cuando entramos sin desmontar, atropellando. Él apareció de repente, en el fondo del pasillo, solo y medio desnudo. contra la luz. Nos recibió igual que si nos esperara y no se defendió. No hizo más que mirarnos con esos ojos amarillos, como si nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de esa tarde, cuando se bajó del tordillo después de perder con Dávila. Se estuvo parado ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba las piernas al aire, hasta que lo tumbamos.
Cuando Matilde, la hija de la que había sido mujer del Payo Chávez, se le tiró encima para defenderlo, yo mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único que habló esa noche y lo último que habló en su vida. "No llore m'hija, que no hay razón", le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros que me dejaba el de Matilde, y el General tenía la cara escondida por las arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en algo más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared medio descolorida de tanto poner y sacar la bandera.
Y estaba así, con los ojos alzados, la cara escondida por la muerte, la Matilde acostada encima y manchándose de sangre, cuando lo maté:
­Perdone, mi general­ le dije, y me apuré buscando el medio del pecho para evitarle el sufrimiento.



6/9/12

Esperando a los bárbaros



Por Constatin Cavafis

-¿Qué esperamos congregados en el foro?
Es a los bárbaros que hoy llegan.

-¿Por qué esta inacción en el Senado? 
¿Por qué están ahí sentados sin legislar los Senadores?
Porque hoy llegarán los bárbaros.
¿Qué leyes van a hacer los senadores?
Ya legislarán, cuando lleguen, los bárbaros.

-¿Por qué nuestro emperador madrugó tanto
y en su trono, a la puerta mayor de la ciudad,
está sentado, solemne y ciñendo su corona?
Porque hoy llegarán los bárbaros.
Y el emperador espera para dar
a su jefe la acogida. Incluso preparó,
para entregárselo, un pergamino. En él
muchos títulos y dignidades hay escritos.

Por Constatin Ca-¿Por qué nuestros dos cónsules y pretores salieron
hoy con rojas togas bordadas;
por qué llevan brazaletes con tantas amatistas
y anillos engastados y esmeraldas rutilantes;
por qué empuñan hoy preciosos báculos
en plata y oro magníficamente cincelados?
Porque hoy llegarán los bárbaros;
y espectáculos así deslumbran a los bárbaros.

-¿Por qué no acuden, como siempre, los ilustres oradores
a echar sus discursos y decir sus cosas?
Porque hoy llegarán los bárbaros y 
les fastidian la elocuencia y los discursos.

-¿Por qué empieza de pronto este desconcierto
y confusión? (¡Qué graves se han vuelto los rostros!)
¿Por qué calles y plazas aprisa se vacían
y todos vuelven a casa compungidos?
Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron.
Algunos han venido de las fronteras
y contado que los bárbaros no existen.

¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?
Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.



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