30/9/12

Strehler y el Piccolo Teatro de MIlán


Por Pablo Lettieri

En 1947, cuando Europa apenas empezaba a reponerse de la locura de la segunda guerra, Giorgio Strehler y Paolo Grassi se atrevieron a apostar a “la inutilidad heroica del teatro” en un mundo que ya no creía en la poesía. En un edificio abandonado de la Via Rovello, en el centro de Milán, esos jóvenes inquietos fundaron su teatro “piccolo”, justamente para exhibir a la poesía como víctima, como tributo inocente para un mundo que la había exterminado. No fue casual, por tanto, que entre sus primeros espectáculos figurara Los gigantes de la montaña, obra inconclusa y testamentaria de Luigi Pirandello, en la que el maestro siciliano metaforiza la muerte del teatro a través de unos cómicos decadentes que perecen a manos de unos gigantes insensibles (léase, los fascistas).
Después llegaría la maravillosa incursión de Strehler por los clásicos, pilares su edificio teatral: El jardín de los cerezos de Chéjov, Fausto de Goëthe, La muerte de Danton de Büchner y, fundamentalmente, La tempestad de Shakespeare. En todos los casos, las versiones de esas obras monumentales –él los llamaba “sus ensayos”– no sólo llevaban su sello inconfundible: ellas estaban imbuidas, además, del mundo integral de sus autores.   
Pero el Piccolo no vivía sólo de los clásicos. Brecht fue otra de las pasiones de Strehler, y su versión de La ópera de dos centavos ya pertenece a la historia del teatro, precisamente porque no respetaba las reglas brechtianas; más bien se apropiaba del texto para crear una suerte de ópera lírica de gran teatralidad. Esa puesta significó, además, la consagración de una talentosa pelirroja que unos antes había llamado la atención en el Festival de San Remo: Milva.
A mediados de los cincuenta, Strehler ya era el director de escena más revolucionario de Europa, y había convertido a su Piccolo en una de las compañías más prestigiosas del mundo, presentándose en París, Londres, Berlín, Varsovia, Viena, Moscú, Pekín y Tokio. 
A propósito de las giras, Buenos Aires fue una de las primeras ciudades americanas que pudo disfrutar de la magia teatral desbordante del Piccolo Teatro de Milán. En 1951, Strehler presentó en el Odeón la que es, sin dudas, su pieza más emblemática: Arlequino, servidor de dos patrones, de Carlo Goldoni, protagonizado por Marcello Moretti, el Arlecchino más extraordinario del siglo XX.
Tras la muerte de Strehler en 1997, la dirección del Piccolo pasó a manos de Luca Ronconi, uno de los directores más imaginativos y ambiciosos de las últimas décadas. Bajo su mando, la compañía adquirió una dimensión más internacional, acogiendo a directores prestigiosos como Peter Brook, Patrice Chéreau, Eimuntas Nekrosius, Robert Lepage, Lev Dodin, Lluís Pasqual, Declan Donnellan, Simon Mc Burney y Robert Wilson, entre muchos otros. Alternando asimismo en su repertorio autores clásicos (Esquilo, Eurípides, Aristófanes, Calderón, Shakespeare), con otros más contemporáneos (Edward Bond, Jean-Luc Lagarce), además de adaptaciones de novelas célebres (Lolita de Nabokov) y acoger experimentos científico-teatrales como Infinities, del matemático británico John David Barrow.
Para su regreso a Buenos Aires, el Piccolo presentará en la Sala Martín Coronado del Teatro San Martín el mítico Arlecchino de Strehler, en el cuerpo del veterano Ferruccio Soleri, discípulo de Moretti y quien, desde hace medio siglo, viene interpretando al pícaro personaje goldoniano. Al punto de figurar en el Guinness de los récords por ser el actor que ha representado más veces el mismo papel.    

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