Por Pablo Lettieri
En 1947, cuando Europa apenas empezaba a reponerse de la
locura de la segunda guerra, Giorgio Strehler y Paolo Grassi se atrevieron a
apostar a “la inutilidad heroica del teatro” en un mundo que ya no creía en la poesía. En un edificio
abandonado de la Via
Rovello , en el centro de Milán, esos jóvenes inquietos fundaron
su teatro “piccolo”, justamente para exhibir a la poesía como víctima, como
tributo inocente para un mundo que la había exterminado. No fue casual, por
tanto, que entre sus primeros espectáculos figurara Los gigantes de la montaña, obra inconclusa y testamentaria de Luigi
Pirandello, en la que el maestro siciliano metaforiza la muerte del teatro a
través de unos cómicos decadentes que perecen a manos de unos gigantes
insensibles (léase, los fascistas).
Después llegaría la maravillosa incursión de Strehler por
los clásicos, pilares su edificio teatral: El
jardín de los cerezos de Chéjov, Fausto
de Goëthe, La muerte de Danton de
Büchner y, fundamentalmente, La tempestad
de Shakespeare. En todos los casos, las versiones de esas obras monumentales –él
los llamaba “sus ensayos”– no sólo llevaban su sello inconfundible: ellas estaban
imbuidas, además, del mundo integral de sus autores.
Pero el Piccolo no vivía sólo de los clásicos. Brecht fue otra de las pasiones de
Strehler, y su versión de La ópera de dos
centavos ya pertenece a la historia del teatro, precisamente porque no
respetaba las reglas brechtianas; más bien se apropiaba del texto para crear
una suerte de ópera lírica de gran teatralidad. Esa puesta significó, además,
la consagración de una talentosa pelirroja que unos antes había llamado la atención en el Festival de San Remo: Milva.
A mediados de los cincuenta, Strehler ya era el director
de escena más revolucionario de Europa, y había convertido a su Piccolo en una
de las compañías más prestigiosas del mundo, presentándose en París, Londres,
Berlín, Varsovia, Viena, Moscú, Pekín y Tokio.
A propósito de las giras, Buenos Aires fue una de las
primeras ciudades americanas que pudo disfrutar de la magia teatral desbordante
del Piccolo Teatro de Milán. En 1951, Strehler presentó en el Odeón la que es,
sin dudas, su pieza más emblemática: Arlequino,
servidor de dos patrones, de Carlo Goldoni, protagonizado por Marcello Moretti, el Arlecchino más extraordinario del siglo XX.
Tras la muerte de Strehler en 1997, la dirección del
Piccolo pasó a manos de Luca
Ronconi, uno de los directores más imaginativos y ambiciosos de las últimas
décadas. Bajo su mando, la compañía adquirió una dimensión más internacional, acogiendo
a directores prestigiosos como Peter Brook, Patrice Chéreau, Eimuntas
Nekrosius, Robert Lepage, Lev Dodin, Lluís Pasqual, Declan Donnellan, Simon Mc
Burney y Robert Wilson, entre muchos otros. Alternando asimismo en su
repertorio autores clásicos (Esquilo, Eurípides, Aristófanes, Calderón, Shakespeare),
con otros más contemporáneos (Edward Bond, Jean-Luc Lagarce), además de adaptaciones
de novelas célebres (Lolita de
Nabokov) y acoger experimentos científico-teatrales como Infinities, del matemático británico John David Barrow.
Para su regreso a Buenos Aires, el Piccolo presentará en
la Sala Martín Coronado
del Teatro San Martín
el mítico Arlecchino de Strehler, en
el cuerpo del veterano Ferruccio Soleri, discípulo de Moretti y quien, desde
hace medio siglo, viene interpretando al pícaro personaje goldoniano. Al punto
de figurar en el Guinness de los récords por ser el actor que ha representado
más veces el mismo papel.